¡ATENCIÓN MORENOS!

Recién vuelto de sus maravillosas vacaciones veraniegas no coja usted el metro: lo mismo si viene de orillas del mar que de la alta montaña: bastará con que el sol haya atezado suficientemente su rostro para que pueda ser confundido, sin malicia alguna, con el de cualquier meteco: sobre todo si, a pesar de su ya lejana naturalización y sus sentimientos de patriotismo acendrado presenta unos rasgos y características pertinaces que delatan a las claras su origen modesto: cráneo ligeramente braquicéfalo, pelo recio, negro y ensortijado, pómulos salientes, labio inferior más grueso de lo que corresponde al puro ejemplar vernáculo: su cutis oscuro, curtido con la intemperie o coloreado aún, imprudentemente, con supuestas cremas solares, puede atraer entonces la atención sobre usted: convocar sin quererlo, como un imán, toda clase de azares e imponderables.

Baja usted, por ejemplo, los tramos de la escalera, avanza tranquilo por el pasillo y, cuando menos se lo espera, un grupo de agentes en uniforme le elegirán entre la masa de usuarios apresurados y le arrinconarán, con otros sospechosos, frente a un relamido y luminoso cartel anunciador que, para colmo de ironía, ensalza las bellezas turísticas de un soleado paisaje marino: ¡playas sublimes, precios miríficos, morenez barata!

Si, como suele ocurrir en esos casos, lleva usted mucha prisa y, con inoportuno malhumor o lamentable descortesía, exige explicaciones al funcionario que le sujeta cariñosamente el brazo, éste calmará al punto su impaciencia con una experta llave de karateka, que dará inopinadamente con sus huesos en tierra y le dejará apabullado. Si todavía no comprende qué pasa y, desde tan ridícula y humillada postura, protesta contra el supuesto atropello, proclama su inocencia a gritos y, lo que es más grave, se lleva torpemente la mano al bolsillo para mostrar documentos que acrediten su indiscutible condición doméstica, ese necio e impulsivo ademán corre el riesgo de ser, y será, muy distintamente interpretado.

Los tres colegas del hábil cinturón negro acudirán en seguida a prestarle mano: mientras él le somete a nueva e infalible presa, los otros inmovilizarán de concierto sus desacordes y pataleantes extremidades hasta asegurarse de su completa e irremediable impotencia. Entonces, asiéndole por las maltrechas y desgarradas prendas, le ayudarán a subir, casi en volandas, el mismo tramo de la escalera por el que había bajado momentos antes con frívola despreocupación a fin de conducirle a un punto de destino original e imprevisto: el furgón. Allí, en previsión de los eventuales desperfectos que pudiera ocasionar una incontrolada rabieta, le mantendrán convenientemente tendido bocabajo, con las suelas de sus botas plantadas en diferentes partes del cuerpo mientras el vehículo se dirige a la correspondiente comisaría de policía y atraviesa en tromba la ciudad haciendo sonar la endiablada sirena. Si intenta moverse inconsideradamente, se subleva contra aquel trato propio de negro indocumentado y, con una temeridad e inconsciencia rayanas a la estupidez congénita o el cinismo, profiere rencorosos insultos y aserciones mendaces, sus cuatro acompañantes interrumpirán la anodina conversación sobre dietas, permisos, turnos y permanencias, para atajar de una vez, con prontitud y energía, su deslenguada cháchara: le obligarán a abrir su boca maldiciente y hundirán la cachiporra en ella hasta el fondo de la garganta.

¡Una espléndida lección de formas y maneras, destinada a inculcarle para siempre la noción de respeto, si, tostado por el sol y con aires de chulo, se aventura usted, señor mío, por los pasillos del metro!