El autor de la tropelía —empleemos dicha palabra neutra para evitar otras más crudas— estaba en su estudio del séptimo piso del inmueble contiguo al cine limándose tranquilamente las uñas. Su habitación, es verdad, da a un patio interior, y desde la ventana se divisa únicamente una perspectiva de tejados abuhardillados, chimeneas y antenas de televisión, la cúpula verdebiliosa de la Opera y, esfuminadas de ordinario por el neblumo o semiocultas en las nubes, las siluetas de los rascacielos de la Défense, a cuya izquierda podría distinguirse también, con sólo asomarse al antepecho y torcer ligeramente la cabeza, el perfil alastrado del Mont Valérien. La barahúnda provocada por el colapso del tráfico llegaría en cualquier caso a sus oídos sensiblemente amortiguada por la distancia: como el rumor lejano de los aviones solapados por un cielo glauco, las sirenas de alarma antincendio cuyo zurrido venía a recordarle puntualmente que eran las doce de la mañana del primer jueves del mes o el leve repique de las campanas de la iglesia del barrio que, conforme a los misterios de una liturgia aggiornada, sonaba a veces a horas intempestivas. El cercano bulevar podía ser escenario de un drama inesperado y terrible y él, instigador y causante del mismo, sentado en el sofá cama, lima que lima, sumido en la contemplación egoísta de sus manos, con una indiferencia rayana a la perversidad. Había que rendirse a la evidencia: el espacio material de su desaguisado había dejado de interesarle después de la alevosa perpetración. Como si no fuera obra de él, yacía disperso, en el olvido. Había bostezado inmediatamente después, repantigado aún en la silla, atento al vuelo de unas palomas grises como la pizarra de los tejados y a los cúmulos, igualmente grises, que se cernían sobre el pastel circular de la Opera y su cupulino de apariencia comestible. La hecatombe se producía a un centenar de metros de allí, a tiro de escopeta, pero él —resistamos a la indignación que su comportamiento suscita y abstengámonos de otorgarle el epíteto que indudablemente merecería— como si nada, con la frescura cínica de una lechuga, un paseíto al baño a acariciarse los cañones de la barba ante el espejo, apretarse una espinilla en la aleta de la nariz, cortar con las tijerillas una cana que sobresale en la sien y roza el pabellón de la oreja y, desdeñando la taza del retrete, situada no obstante a dos metros de él, desabotonarse la bragueta, sacar un apéndice arrugado y pequeño, mear directamente en el lavabo: un viejo hábito contraído hace años, después del lancinante dolor causado por los cálculos renales, cuando el médico le aconsejó que controlara el color y densidad de la orina. Ahora, ésta es invariablemente blanca y fluida, como corresponde a quien bebe a diario un litro de agua mineral; con todo, él sigue aferrado a su detestable costumbre, acá y en todas partes: reserva el asiento a las obras mayores y experimenta una viciosa satisfacción en aliviar la vejiga sobre el cuenco esmaltado, coqueto e íntimo como una venera, de los hoteles de cinco estrellas. Después, omite a menudo, contra toda norma de higiene y buen gusto, lavarse las manos; se las frota tan sólo con la toalla y, mecánicamente, es casi un rito, coge la lima de las uñas. Esta vez, en lugar de pulirlas junto al espejo había vuelto a la habitación, había apartado los papeles y periódicos amontonados en el sofá-cama, tomó asiento, en una postura a todas luces inconfortable, en una esquina del mismo. De vez en cuando interrumpía su labor, la maniática contemplación de sus dedos secos y escurridos para dar una breve ojeada al escritorio cubierto de papeles, la silla con el rimero de diccionarios, las carpetas y libros alineados en los estantes, la ventana entreabierta por la que se filtraba el eco sordo de la ciudad, el concierto de gritos y claxonazos de las víctimas de aquella maligna conspiración suya: la abominable hecatombe. Como el superpatrón de la multinacional que de un plumazo decide el traslado de sus empresas y fábricas a un país rico en materias primas, de mano de obra sumisa y rendimiento máximo, dejando en la calle a docenas de miles de viejos y fieles empleados sin inquietarse un instante de su destino, así nuestro hombre. Cansado del ritornelo —la lima rozaba ya las yemas de sus dedos—, había concluido por incorporarse, ponerse el sombrero y el impermeable, garabatear unas líneas en el bloc donde apunta sus mensajes y encargos. Había buscado el manojo de llaves entre los periódicos y revistas hasta dar con él. Entonces salió al pasillo, cerró la puerta a sus espaldas y, con la hoja de papel en la que había escrito unas frases casi ilegibles, se agachó sobre la esterilla del apartamento de enfrente, en donde vive su mujer, y la deslizó bajo la entrada. Nos habíamos olvidado de decirlo: el monstruo es casado.