Sangre y gloria
La gloria siempre tiene un precio, y ese precio
suele pagarse con profusión de sangre derramada
Harbunk Jhelliko,
La sabiduría de un halfling,
publicado en el Año del Errabundo
Narantha corría todo lo rápido que podían sus piernas. ¡Proscritos! ¡Por todos los dioses, ella y Florin podrían estar muertos en cuestión de segundos!
—Madre —dijo en voz alta y entrecortada—, Padre… perdonadme por todos los contratiempos que os he causado, por todas las decepciones que os he ocasionado, todo…
Una piedra se movió debajo de su pie y resbaló dando de refilón con el mentón en la rodilla, lo que la dejó sin habla, a punto de cortarse la lengua con los dientes. Hizo una mueca de dolor, escupió sangre y siguió corriendo sin decir nada más.
De frente oyó un traqueteo atronador, de un carruaje o una carreta a velocidad peligrosa que se desplazó hacia la izquierda y se perdió en la distancia para acabar poco después en un choque estrepitoso. Más gritos, esta vez de caballos que sufrían.
Jadeante llegó Narantha a coronar el promontorio, a tiempo de ver a Florin casi en la cresta del siguiente, a pleno sol, y tirándose a continuación cuerpo a tierra para evitar un proyectil.
Casi no había terminado de pasar el proyectil por encima de su cabeza para caer zumbando sin producir daño entre los árboles, cuando ya estaba de pie y cargaba otra vez a toda velocidad mientras el ballestero maldecía y echaba mano a la daga más larga que Narantha hubiera visto jamás, un cuchillo tan largo como su antebrazo. Otros dos ballesteros con prendas de cuero oscuras y andrajosas estaban refugiados tras el borde del risco junto con el que acababa de disparar. El más corpulento avanzaba con gesto hosco hacia Florin con uno de esos largos cuchillos en cada mano, dejando la ballesta entre el follaje, detrás de sí, y el último hacía funcionar el torno como un poseso, mirando a veces por encima del hombro a Florin, pero vigilando sobre todo el camino que estaba al otro lado y que Narantha no podía ver.
Ballestas invisibles dispararon más lejos, probablemente al otro lado del Hoyo, y se oyeron más gritos.
Narantha rompió a correr desesperada, casi sin aliento, mientras el guardabosques llegaba a los tres proscritos. Su espada resonó contra el cuchillo largo del que le había disparado, haciendo retroceder a su atacante, y Florin dio un salto de lado, apartándose de él, para enfrentarse de un gran salto al hombre con las dos dagas.
El hombre trató de asestarle una cuchillada con una mientras colocaba la otra en una posición defensiva, pero sólo acuchilló el aire, ya que Florin cayó agachado, como una rana, y se lanzó como una maza contra sus tobillos.
El proscrito cayó de bruces entre las hojas, enterrando una de las dagas en el suelo del bosque. Al otro lado de él, Florin dio una voltereta y se puso de pie, lanzando un mandoble al tercer hombre y alcanzándolo en el cogote mientras estaba todavía agachado sobre su ballesta.
El ballestero cayó de lado, con la cabeza colgando y manando sangre, pero Florin ni siquiera tuvo tiempo de mirar lo que había hecho su espada ya que inmediatamente giró sobre sí para atizar un tajo al bandido al que había derribado, moviéndose con tan frenética velocidad como el otro al volverse para hacerle frente.
El del cuchillo único corría esquivando el cuerpo de su camarada caído para alcanzar a Florin. Corriendo como una loca, Narantha gritó:
—¡En nombre del rey!
Su grito hizo que el atacante volviera la cabeza hacia ella mientras Florin derribaba al proscrito caído con un mandoble en todo el pecho. Su espada chirrió contra una armadura que no se veía, y el que la llevaba atacó ferozmente con el otro cuchillo a Florin en el brazo con que manejaba la espada.
Florin soltó la espada para no perder el brazo a la altura del codo, y le hizo soltar al otro el cuchillo de la mano clavándole su propia daga en la garganta.
Narantha le arrojó su daga a la cara al del cuchillo único. Pasó rozándole la mejilla sin producirle daño, pero lo mantuvo con la vista fija en ella el tiempo suficiente para que Florin pudiera apartarse de un salto mortal poniéndose fuera de su alcance.
Mirando a Narantha con desdén, el último de los bandidos se volvió y corrió tras el guardabosques, tropezando con los cuerpos de sus camaradas mientras Florin, prudentemente, renunciaba a recoger la espada y seguía dando volteretas con toda velocidad hasta parar entre las raíces de un árbol negro.
La carga del proscrito llegó con la rapidez de un relámpago y empezó a lanzar cuchilladas a diestro y siniestro contra Florin, que buscó refugio tras el árbol para usar su tronco a modo de escudo.
En su atropellamiento, el bandido tropezó con las raíces del árbol y Florin salió de su refugio y cogió al hombre por la espalda. Ambos cayeron al suelo y rodaron entre las hojas húmedas mientras Florin clavaba su daga una y otra vez.
Pero todas sus cuchilladas dieron sobre una inflexible cota de malla. Narantha ya estaba prácticamente encima de ellos, jadeando, pero tuvo fuerzas para lanzar un ronco intento de alarido al ver que el otro se retorcía y trataba de clavar su largo cuchillo en el hombro de Florin…
De un salto, el joven guardabosques se apartó del proscrito, que por fin consiguió ponerse de pie con dificultad. En ese momento, Florin se afirmó con los hombros en el suelo y formando un arco con el cuerpo le dio un golpe con las dos botas cuando su impulso era máximo. El hombre salió disparado hacia atrás con fuerza y quedó sentado en las raíces maldiciendo, mientras Narantha corría hacia él, recogía un cuchillo que había en el suelo y se lo clavaba torpemente en el lugar que le quedaba más a mano: la pantorrilla, justo por encima de la bota.
La daga se le escapó de la mano aparentemente sin haber hecho mucho daño, pero el tipo rugió de dolor y Florin le cayó encima, clavándole su cuchillo sin clemencia. El grito del bandido se convirtió en un prolongado gruñido y por fin en silencio.
Florin giró en redondo dejando que el hombre cayera inerte contra el árbol.
—¡Os di una orden! —le dijo furioso a Narantha, con los ojos encendidos y la daga ensangrentada en la mano.
—¡No admito órdenes de vos!
Los dos se miraron furiosos y respirando con dificultad. Entonces Florin le dio la espalda, con expresión hosca, y corrió a recuperar su espada.
Sin decir una sola palabra más, la recogió y corrió por el peñasco arriba hasta llegar al otro lado, donde daba el sol de lleno.
Dejó a Narantha de pie junto a tres hombres bien muertos, tirados entre las hojas en medio de charcos de sangre. La joven vio brillar cotas de malla nuevas a través de los cortes que Florin había hecho en sus prendas de cuero. ¿Dónde conseguirían los proscritos, cotas de malla nuevas?
Esa cuestión habría de plantearse más tarde. Si cuando llegara ese momento ellos todavía estaban vivos para pensar en forajidos que no eran tales…
La bella flor de los Corona de Plata se apropió del único cuchillo largo que no estaba manchado de sangre y corrió en pos de Florin, lanzándose por una pendiente rodeada de árboles hacia el estrecho valle que había al otro lado.
El Hoyo del Cazador era un campo de batalla.
Era un hermoso lugar donde el bosque subía por dos colinas llenas de árboles, y en el espacio entre una y otra formaba una curva el camino del Rey, una ancha calzada de tierra flanqueada por zanjas. Tal como Florin había dicho, un lugar excelente para una emboscada.
Había dos caballos muertos en medio del camino, y en el polvo yacía un hombre que había caído de la montura de uno de ellos, con un proyectil de ballesta clavado en el pecho y la cara blanca y con la mirada fija en el vacío. Había sorpresa en su rostro inmóvil, una expresión que Narantha había visto muchas veces cuando insultaba a maese Delbossan.
La joven lo reconoció de inmediato: era el más alto y callado de los dos guardias que lord Hezom había enviado a escoltarla en su camino hacia su casa.
El otro guardia estaba tirado como un guiñapo en el camino, bastante a la izquierda. También tenía dos virotes de ballesta clavados y a su alrededor había un gran charco de sangre.
Había más proyectiles sobre el camino al norte de ese cadáver, hasta donde un carruaje estaba volcado de lado en la zanja y los caballos se debatían débilmente enredados en un revoltijo de arneses y más virotes. Los animales ya no relinchaban sino que se quejaban y manaban sangre por la boca por la que se les iba la vida. A Narantha se le revolvió el estómago.
A la derecha de Narantha estaba maese Delbossan, aparentemente vivo todavía. Estaba en cuclillas y de uno de sus hombros sobresalía un virote de ballesta. El brazo del mismo lado le colgaba inerte e inútil. Estaba refugiado detrás de un caballo muerto que tenía clavada media docena de proyectiles.
Florin se dirigía hacia Delbossan, espada en mano, cuando un virote salió de entre los árboles al otro extremo del Hoyo, y le pasó rozando la cadera antes que pudiera pensar en esquivarlo.
Narantha trató de gritar, y sólo consiguió vomitar todo lo que llevaba en el estómago y resbalar pendiente abajo mientras otro proyectil se clavaba en la tierra cerca de ella.
Desde el norte se oyó el retumbar de cascos y poco después aparecieron coronando la curva tres jinetes, vestidos todos ellos con prendas de caza de cuero reluciente y montados en magníficos caballos.
—Me pareció oír gritos —dijo el primero, que llevaba en la mano un cuerno de caza de plata, a los que venían detrás—. Mirad, ahí hay un carruaje y…
Se oyó el chasquido de una ballesta y el hombre del cuerno lanzó un grito ahogado cuando el proyectil le atravesó limpiamente la garganta. Tambaleándose en la silla siguió galopando, ya muerto o moribundo, hasta que hubo otro disparo y su caballo, herido en la cruz, se alzó de patas y relinchó de dolor.
El muerto cayó al suelo como un saco de harina. Los tornos producían un traqueteo infernal entre los árboles. Florin cambió de idea y en lugar de correr hacia Delbossan, cambió de rumbo, saltó por encima de uno de los guardias caídos y corrió hacia el otro lado del Hoyo, gritando algo incoherente.
—¡Atrás! —gritó el segundo jinete al tercero, tirando de sus riendas tan violentamente que su caballo retrocedió relinchando de miedo.
Las ballestas restallaron al unísono y un proyectil le hizo perder la espada que desenvainaba frenéticamente. Hubo una efusión de sangre y otro virote se le clavó directamente en el oído y lo arrancó de su montura con un grito.
El tercero de los jinetes, un hombre barbudo, alto y ancho de hombros, ya se había bajado del caballo y corría pendiente arriba ocultándose entre los árboles donde estaban los ballesteros, con una espada reluciente en la mano.
Narantha se apartó del caballo encabritado que, al caer el hombre del cuerno, había quedado sin jinete, y buscó refugio para evitar sus furiosos cascos que amenazaban a diestro y siniestro. Enloquecido de dolor, huyó desbocado hacia el sur, retorciéndose y sacudiéndose. Por los dioses, pensó Narantha, que volvió a perder pie y tuvo que servirse de arbustos y maleza para tratar de mantener el equilibrio. ¿Y ahora qué?
Un momento después se encontró pensando quiénes serían esos hombres que tenían tan magníficos caballos.
El jinete de la mano herida y que sangraba profusamente por la oreja subía trabajosamente, daga en mano, por la pendiente desde donde habían disparado las ballestas. Pálido y tambaleante, Delbossan lo siguió.
Se oyeron gritos entre los árboles, un violento movimiento de ramas y entrechocar de aceros; alguien gritó y alguien más salió de entre los árboles y arrojó una ballesta a la cara al hombre cuya oreja sangraba. El jinete herido cayó, perdiendo la daga, y pronto se lanzaron sobre él y le clavaron un cuchillo. Sin pensarlo, Delbossan alzó su espada torpemente con la mano, y se retiró a continuación, maldiciendo, al ver que al primero se unían hasta cinco hombres más.
En ese momento Florin saltó de entre los árboles en una explosión de hojas, blandiendo la espada, y se lanzó de golpe contra los dos que cerraban la marcha, que salieron despedidos dando tumbos e hicieron perder pie a los demás proscritos.
Alguien gritó con voz ronca en los árboles, detrás de él, y el tercer jinete, que salió de entre ellos con la espada ensangrentada y una sonrisa implacable en el rostro, se incorporó de un salto a la refriega.
Florin se puso de pie entre la barahúnda dando mandobles como un loco, y Delbossan se lanzó hacia adelante dispuesto a cortar lo que se le pusiera delante. Los trozos de cuero que se desprendían dejaban ver más brillo de mallas mientras los ballesteros trataban de ponerse de pie entre maldiciones y gritos. En cuanto vieron al tercer jinete, el de la barba, dejaron de lado a Florin y a Delbossan y se reunieron a su alrededor dispuestos a acabar con él.
El hombre iba armado con espada y daga y las manejaba con letal pericia, estableciendo a su alrededor un muro de acero que les valió la muerte a los dos primeros que intentaron atravesarlo. Combatiendo con furia, Florin derribó a un tercero, y en el frenético juego de espadas que siguió, vio Narantha a Delbossan que atacaba a un hombre desde atrás.
Ambos se trabaron en un combate cuerpo a cuerpo acompañado de gruñidos, y más allá de ellos, un proscrito dio un salto adelante tratando de alcanzar el brazo en el que el de la barba llevaba la espada; el último del grupo se lanzó también a la cara del hombre, pero Florin paró frenéticamente esa arremetida con mandobles cruzados que lo hicieron caer hacia un lado enredado con un proscrito. La magnífica espada del corpulento jinete se movía con una velocidad tan vertiginosa que el segundo proscrito empezó a caer, con un tajo en la garganta, antes de darse cuenta de que se moría.
—¡No! No tenía que ser así —dijo escupiendo sangre con cada palabra antes de caer de bruces.
El de la barba pasó por encima de él para cortarle el gaznate al ballestero trabado en combate con el caballerizo al tiempo que le gritaba a Florin:
—¡Cogedlo vivo! ¡Eso facilita los interrogatorios!
En algún lugar por detrás de ellos Narantha dio un respingo.
Florin estaba sin resuello, doblado sobre sí y apretándose con los dedos ensangrentados una herida a la altura de las costillas para restañar la sangre. El corte era profundo; a través de la sangre pegajosa podía tocarse una costilla…
El último de los proscritos dio la espalda al desfalleciente guardabosques con un gesto de furia salvaje mientras lanzaba su espada a la cara del hombre de la barba. El mandoble fue rápido y vigoroso, pero hizo que la brillante hoja cayera con estrépito de las manos que la blandían, y el proscrito dio un salto adelante con una daga fina como una aguja que lanzó un destello purpúreo a la luz del sol.
—¡Veneno! —gritó Delbossan con voz ronca mientras el fornido jinete echaba mano de su propia daga, el proscrito saltaba y Florin arrojaba su espada, con un gemido de dolor. La espada salió describiendo círculos en el aire y se clavó a fondo en la mano que sostenía la daga envenenada que cayó llevándose un dedo.
El proscrito chilló de dolor, y el hombre de la barba alzó el puño de la mano que tenía libre y le dio tal puñetazo que lo levantó del suelo, poniendo fin a sus gritos con un entrechocar de dientes. El hombre cayó al suelo sin sentido.
—¡Buen combate! —dijo el de la barba con voz tonante mientras daba un paso adelante para ayudar a Florin a tenderse en el suelo—. ¿Cómo os llamáis, muchacho, y de dónde habéis salido?
—F…Florin —logró decir el guardabosques con voz entrecortada por un estremecimiento. Apenas entrevió una ampolla de acero reluciente que el otro abrió delante de sus narices, pero la sintió pasar por su garganta, fresca y reconfortante, y el dolor cedió de inmediato—. Florin Mano de Halcón —dijo jadeando—. De Espar. ¿Y cuál es vuestro nombre?
El mareo que le producía el dolor no le permitía levantar la cabeza y mirar a su alrededor, de modo que no vio que Delbossan y lady Narantha estaban de rodillas en el camino, pero sí oyó el respingo de la joven al oír su pregunta.
—Azoun —dijo el hombre de la barba con una sonrisa, una sonrisa que se hizo más ancha cuando Florin lo miró estupefacto—. Azoun Obarskyr, de todo Cormyr.
Si la mirada que lord Corona de Plata lanzó al Mago de Guerra cuyas manos sobrevolaban y daban vida a la piedra parlante era de fuego puro, la que le echó lady Corona de Plata era como una acerada daga.
El mago se enfrentó a ambas condenas con una sonrisa cortés.
—No estoy escuchando —dijo—; señor y señora, podéis seguir hablando libremente, con toda confianza.
El padre de Narantha echó una mirada desconfiada por la cámara situada en lo más profundo de la Corte Real de Suzail.
—¡Pamplinas! —dijo la madre con tono destemplado—. ¡Estáis oyendo cada una de nuestras palabras, bellaco!
—Es cierto —replicó el Mago de Guerra con solemnidad—, pero no las estoy escuchando.
En ese momento, la risa cantarina de Narantha surgió de la piedra parlante y la voz de su madre se transformó en un gemido.
—¡Mi niña!
—¡Madre, por favor! —dijo Narantha con exasperación.
—Bueno, estás a salvo —intervino lord Corona de Plata bruscamente—, y el rey también. Y creo que contribuiste en algo a desenmascarar a los misteriosos asesinos. Estamos orgullosos de ti, jovencita. Ahora quiero que te estés quietecita donde estás, sin que lord Hezom y su dama de llaves te vuelvan a perder de vista. ¡Sea quien sea el que envió a esos asesinos, debe de estar furioso y a continuación irá a por ti, de modo que nada de andar de picos pardos por los bosques con algún plebeyo! ¡Te lo prohíbo terminantemente! ¿Me oyes bien, hija?
—¡Papá! —protestó Narantha—. ¡No fue así en modo alguno! ¡Si eso de «andar de picos pardos» lo usas como un eufemismo para referirte a mantener contacto carnal, no es cierto, e independientemente de su nacimiento, él es un súbdito bueno y leal del rey!
—Estoy seguro de ello —dijo lord Corona de Plata secamente—. Pero recuerda lo que he dicho si eres una auténtica Corona de Plata y quieres seguir siéndolo a nuestros ojos.
Alzó un dedo admonitorio al mago y añadió:
—Esta conversación ha terminado.
La pareja se puso de pie al unísono, sin prestar atención ni al Mago de Guerra que les hizo una reverencia ni a la lejana despedida de Narantha cuya voz había perdido nitidez, y se encaminaron a la cámara más retirada, cerrando la puerta con firmeza.
El Mago de Guerra cuyo nombre no se molestaron en recordar les había asegurado previamente que estaba protegida para garantizar una privacidad absoluta, no sólo de los sirvientes curiosos, sino también de los magos y grandes Archimagos de medio Faerun, pero lord Corona de Plata no se fiaba de ningún mago. Dio un golpecito en el gran cristal que coronaba su bastón y tras murmurar una palabra no dijo nada más hasta que el cristal lució con luz firme. Entonces lo puso en posición horizontal y su esposa se sentó con gran dignidad en una de las butacas para sostenerlo por el otro extremo.
—¡Por todos los dioses —dijo lord Corona de Plata tomando la iniciativa antes de que su esposa pudiera determinar el rumbo de la conversación—, no he estado tan furioso en toda mi vida! ¡Nuestra hija, la hija de nuestra sangre, llevada a la cama por algún palurdo barbudo de los bosques! ¡Y ahora, para colmo, pretende casarse con él!
—No seas necio —dijo lady Corona de Plata con tono siseante—. No vamos a permitirle que haga nada de eso. En cuanto haya pasado una semana o más arrojando cosas a la cabeza de los groseros sirvientes que, francamente, se lo merecen, se habrá cansado de él y empezará a pensar en otro, como suele hacer. ¡En alguien más adecuado! ¡Nos ocuparemos de que así sea, y lo mismo hará la corte cuando yo diga las palabras adecuadas a las personas adecuadas!
—¡Pero Narantha está perdida —dijo lord Corona de Plata con enfado—, y nuestra reputación junto con ella! ¿Cómo podemos esperar que alguien crea que está intacta? Alguien que importe realmente, quiero decir.
—Maniol, deja de decir tonterías. —La voz de lady Jalassa tenía su habitual tono acerado, pero había en ella una nota autoritaria que su señor sólo había oído una o dos veces antes—. No tendremos que convencer a nadie de ningún nivel social para que crea en nada, simplemente porque no le diremos a nadie lo que le sucedió a nuestra Nantha. Nadie tiene por qué saberlo.
—Pero Kim…
—Tu madre no se enterará si tú, por una vez, no dices nada, Maniol.
—Ahora la voz de Jalassa chirrió como la puerta de una mazmorra al cerrarse.
Por primera vez en su vida, lord Maniol Corona de Plata miró a su delicada y menuda esposa con algo parecido al miedo.
—De modo que ¿quién es este Florin Mano de Halcón de las narices?
El alto caballero Arglas Duskeldarr se encogió de hombros.
—Algún patán de los bosques, agraciado de cara, que goza del favor de Tymora y maneja bien la espada. Demasiado listo, lo que hará que se encuentre con su destino en menos de un mes y acabe muerto detrás de algún árbol con una daga en las entrañas, o envenenado en el banquete privado de algún noble con quien se negó a participar en una traición, o desmembrado por nosotros, por ti y por mí, por orden de Vangey. Eso fue lo que le sucedió a la última media docena de jóvenes que se granjearon la simpatía de Azoun.
La alta dama Malustra Thaurant suspiró, se limpió las ya perfectas uñas con la punta del cuchillo que llevaba a la cintura y descruzó las largas piernas de una manera que indefectiblemente hacía que Arglas tragara saliva. Le hizo un guiño, por el mero gusto de verlo sonrojarse, y se puso de pie con felina elegancia, incitándolo con cada lascivo movimiento.
—¿Puedo divertirme antes un poco con él?
Arglas suspiró exasperado y le señaló la puerta.
—¡Que me aspen si sé por qué su majestad te hizo alta dama!
—¿Ah, sí? —La mujer enarcó con frialdad una ceja y dijo en un susurro—. Yo sí lo sé.
Su contoneo al retirarse hizo que Arglas volviera a tragar saliva varias veces sintiendo la garganta muy seca. Eso hizo que diera gracias por ser el bodeguero del rey y que entre sus obligaciones estuviera la de probar cada botella y cada jarra.
Ahora mismo se moría de ganas de probar unas cuantas.
El Mago de Guerra Andreth Thalendur había devuelto la piedra parlante a su cofre con tres cerraduras hacía ya rato y estaba comenzando a quitar el polvo como quien no quiere la cosa a la ornamentada tapa del cofre por tercera vez cuando una puerta se abrió y las palabras que había estado esperando llegaron a sus oídos.
—¡Eh, vos! ¡Truhán!
Ni respondió ni alzó la vista, de modo que recibió en las costillas un golpe del regatón dorado del bastón de lord Corona de Plata que empuñaba lady Corona de Plata.
—¡Mago de Guerra, os estamos hablando! —fueron las palabras con que la dama acompañó su cordial saludo.
Andreth alzó la vista, esbozando apenas una sonrisa.
—¿Sí? Oigo vuestras palabras, pero he sido entrenado para no escucharlas.
—¡Vaya, estas sí que las vais a oír, os lo prometo! —le dijo con furia lord Corona de Plata cogiéndolo con dos manos de hierro por el cuello de su túnica y levantándolo del suelo de forma que pudiera lanzarle directamente ala cara cada una de sus palabras.
—¡Maniol! —le gritó lady Corona de Plata, pero si iba a decir algo más, las palabras murieron en su boca cuando unos diminutos arcos de luz blanquiazul surgieron de las ropas del mago llegando a los dedos de su consorte y haciendo que este gritara sorprendido y dolorido.
—Vaya, lo siento. Llevo puesto algo nuevo que está experimentando su alteza lord Vangerdahast —dijo Andreth con tono cortés—. Al parecer mantiene a raya a los enemigos del reino, ¿no os parece?
—Ya está bien de tanto descaro, bribón —dijo con frialdad lady Corona de Plata—. Exigimos una audiencia con Azoun. ¡Para vos, su majestad! ¿Seréis tan amable de comunicárselo de inmediato?
Andreth les hizo una reverencia, sonrió y se retiró sin mediar palabra.
Los Corona de Plata apenas tuvieron tiempo de intercambiar miradas mientras Maniol recibía una reprimenda.
—¡Deja ya de mostrar los dedos como un niño a punto de llorar! ¡Compórtate como un señor, maldita sea!
El Mago de Guerra volvió precediendo a un hombre que entró en la habitación. Después de hacer una reverencia señalando al hombre, se marchó de nuevo.
Pero el hombre no era el rey de Cormyr.
El Mago Real Vangerdahast saludó a los Corona de Plata con su media sonrisa demasiado familiar.
—Lamento informaros de que su majestad está en el campo, incomunicado por una magia que ni siquiera yo puedo traspasar —dijo—. Podéis estar seguros de que será informado de vuestra amable solicitud en cuanto sea posible informarle de algo, y que os concederá una audiencia muy pronto en la medida en que lo permitan las apremiantes necesidades del reino.
—Podéis ahorraros esa palabrería, Vangey —dijo lady Corona de Plata—. No estáis representando delante de la Corte. Podría deciros cosas mucho más groseras si no fuera porque necesitamos vuestra cooperación y franqueza, por el bien del reino, por supuesto. Os rogamos que habléis con absoluta sinceridad. Este plebeyo, Mano de Halcón ¿tuvo contacto carnal con nuestra hija?
Vangerdahast no vaciló.
—No —dijo mirando a Jalassa directamente a los ojos—. Vuestra hija está intacta. No debéis temer la llegada de herederos inesperados.
—¿Estáis seguro? —insistió lord Corona de Plata con expresión ceñuda.
—Hemos usado algunos conjuros para escudriñar sus mentes mientras estaban soñando —dijo el Mago Real con tono tranquilizador—, buscando recuerdos de intimidad, sólo eso. No había ningún recuerdo de ese tipo.
—Ay, pero ella está locamente enamorada de él. ¿Qué pasa si él…?
—El rey está al tanto de vuestras inquietudes. Se podría decir que como padre y como monarca preocupado por la herencia y el linaje, se os ha anticipado. Más aún, las comparte. Por eso su majestad va a conceder a este Florin Mano de Halcón y a sus amigos una cédula real a fin de tener un pretexto para enviarlos lejos.
—Muy lejos —dijo lady Corona de Plata.
—¿Adónde? —quiso saber lord Corona de Plata.
Vangerdahast sonrió, abrió las manos como un prestidigitador que descubre a un niño un regalo que tiene en la palma y respondió.
—A las Tierras Rocosas, por supuesto. Hace años que deberían haberse conquistado.
Lenta, muy lentamente, lord Corona de Plata asintió. Una sonrisa lúgubre se extendió por sus facciones.
—Así es. —Su sonrisa se acentuó y repitió con un suspiro de satisfacción—. Así es.
Cuando la puerta se cerró detrás del Mago Real que fue a despedir a los Corona de Plata, la piedra parlante volvió a relumbrar, esta vez débilmente.
No había en la cámara nadie que pudiera verla, pero alguien más lo hizo. Alguien cuya mano, adornada con un sorprendente anillo que llevaba la cabeza de un unicornio, disipó un conjuro de escudriñamiento vinculado a la piedra y sonrió.
—A veces —musitó el espectador—, resulta muy oportuno ser un Mago de Guerra a quien se encarga encantar cristales de escrutinio. Cuando llegue el momento y Vangerdahast esté mirando uno de ellos, no sabrá con qué se ha topado.