El amor a Cormyr
Lejos de ser un traidor, amo a Cormyr. Lo amo profundamente. Y es por eso que tengo intención de formar un ejército y de volver al hermoso Reino del Bosque, pasar por las armas hasta al último Obarskyr, Mago de Guerra, señores del rey y Dragones Púrpura, y reclamar como mío todo el suelo del país.
Som Merendil,
Muerte a los Obarskyr (panfleto),
publicado el año de la Luna Menguante.
—¿Lista?
Jhessail asintió e Islif impulsó hacia adelante el garrote que tenía apoyado en el hombro en un lanzamiento contundente y rápido que lo mandó describiendo círculos por el prado hasta chocar contra una mata de zarzas.
Tal como se esperaba, un conejo dio un salto y empezó a correr como el viento. Jhessail murmuró, apuntó y un proyectil de magia de un color azul intenso brotó de sus dedos y salió disparado como una flecha en pos del conejo…
El animal cambió de dirección, con gran velocidad. Poco después volvería a alterar el rumbo y a continuación se detendría para…
Con idéntica precisión, el misil mágico cambió de dirección para seguir a su presa… y dio en el blanco.
El conejo dio una voltereta en el aire y se precipitó a tierra, donde quedó muy quieto.
—¡Rosa de Moander! —dijo Islif con voz entrecortada y mostrando una amplia sonrisa—. ¡Lo has hecho!
El grito de respuesta de Jhessail se perdió en medio de un coro de ladridos y aullidos. Desde la cabecera del prado llegó un torrente muy familiar de dientes y patas al galope todo ello cubierto con un pelaje erizado y plagado de pulgas. Aunque no estaban en tierras de los Estle, Belkur Estle había soltado a los perros al oír sus voces.
Islif gruñó molesta y corrió en busca de su garrote.
Jhessail dio un paso atrás, indecisa, y luego volvió a avanzar con aire decidido. No tenía más que un proyectil, pero si era capaz de derribar a Viejo Tuerto, que encabezaba la manada, era posible que los demás se dispersaran confundidos.
O al menos eso esperaba.
Islif buscaba entre la maleza, maldiciendo, pero se volvió cuando el ladrido amenazante del Tuerto se transformó en un gemido y cesó a continuación tan repentinamente como si lo hubiera cortado un cuchillo.
O un conjuro.
Al parecer, el perro líder de Estle no volvería a sembrar el terror en los campos esparranos.
Los demás seguían ladrándole furiosamente a Jhessail, pero lo hacían sin avanzar un palmo, saltando atrás y adelante en actitud desafiante frente a la chica, desbaratada su carga frontal.
Islif asió firmemente su garrote y salió de entre las zarzas emprendiendo una carga entremezclada con rugidos.
Era un enemigo que los perros conocían muy bien ya que tenían magulladuras y costillas rotas suficientes como para no olvidarse de sus hazañas. Sus ladridos subieron de punto y el miedo les hizo emprender una veloz retirada.
—¡Bien hecho! —gritó Doust a modo de saludo. Él y Semoor salieron juntos del bosquecillo de Rorth Urtree.
—Vaya, los dos santurrones. Como de costumbre, llegan demasiado tarde para ser útiles —respondió Islif—. ¿Habéis visto los conjuros?
—Por supuesto. Seremos tontos, pero no ciegos. ¿Encendemos un fuego para asar el conejo o el conjuro ya nos lo sirve asado?
Islif echó mano al cuchillo que llevaba al cinto.
—Tendremos que averiguarlo —respondió Islif—. Pero atención, ahora ya podemos ser unos auténticos aventureros: ¡Tenemos nuestro propio mago!
—Auténticos aventureros —repitió Jhessail con aire pensativo—. Me pregunto dónde estará Florin.
—¡Madre Mielikki, esto ya está mejor! —dijo Florin estirándose. El agua salpicaba las hojas mientras trepaba al peñasco. Su musculatura en movimiento era magnífica y dirigió a Narantha una sonrisa radiante al reunirse con ella.
La joven desvió la vista rápidamente y se ruborizó.
—Os toca a vos —anunció, y cuando ella lo volvió a mirar descubrió que había adoptado la pose de un héroe, una imitación exacta de la famosa estatua de El rey Dhalmass vigilando el reino, con los puños cerrados y el mentón desafiante. Oh, sí, se suponía que había una copia de la misma en el parque de Espar, ¿verdad?
El efecto resultaba hilarante, y la joven tuvo que morderse el labio para no reír. Florin le hizo un guiño y ella volvió a mirar hacia otra parte sabiendo que él se había dado cuenta de que estaba conteniendo las ganas de reír.
Cuando volvió a mirarlo, sus miradas se encontraron y ella se puso roja como la grana, pero no apartó los ojos de los suyos.
—Esa cicatriz de la mano. ¿Cómo os la hicisteis?
—Aliento de dragón. Fue cuando era joven. Entonces era tonto, nada que ver con el sabio anciano del reino que soy ahora. En una caravana había un mercader que tenía un dragón rojo como mascota. Lo llevaba para venderlo a Sembia, que es donde viven los verdaderos tontos. Tenía más o menos el tamaño de un perro grande, un perro lobo, y cometí el error de tratar de acariciarlo.
—¿Qué?
—Os encanta esa palabra. ¿Qué mercader? ¿Qué dragón? ¿Qué pasó después? ¿O acaso queríais decir «no lo puedo creer»?
—Creo… creo que realmente quería decir no lo puedo creer —dijo Narantha mirándolo fijamente—. Nadie, jamás, me ha hablado como lo hacéis vos.
Florin abandonó su pose de héroe y se la quedó mirando con gesto desenfadado.
—¿Y me vais a hacer azotar por ello cuando lleguemos a Espar?
—No. —Bajó la mirada al suelo y dijo con tono un poco petulante—. Debéis de pensar que soy una especie de dragón. Yo… —casi a regañadientes volvió a alzar la vista hacia él—. No, por sup… no, no lo voy a hacer.
—Bueno, eso me tranquiliza. Mejor os metéis en el Dathyl; no es que esté caliente precisamente, pero más tarde estará más frío.
Narantha miró al guardabosques pensativa, como si lo estuviera estudiando.
—No dejéis de hacerlo —dijo de repente—. Aunque os grite, por favor. Sois como el hermano mayor que nunca tuve.
Florin sonrió.
—Os doy las gracias, Narantha. Esas palabras son… muy agradables.
—Alargó la mano para darle una palmadita en el hombro y no dijo ni media palabra cuando ella rehuyó su mirada y se apartó.
La joven tragó saliva y deliberadamente dio un paso al frente para aceptar su mano.
—Y ahora —preguntó Florin con tono desenfadado mientras le soltaba el broche de la capa de lluvia—, ¿permitiréis que vuestro hermano mayor os ayude a lavaros el pelo?
Horaundoon frunció el ceño mirando el orbe escudriñador. El hargaunt hizo sonar sus campanillas interrogantes.
Sin apartar la vista del reluciente orbe, el zhentarim replicó.
—Ecos. Nunca antes había sentido ecos. Me pregunto…
Se rascó el mentón con aire pensativo.
—Podrían ser sólo custodias, o conjuros de detección que responden a mi magia… o podría ser algo más peligroso.
Horaundoon siguió mirando dentro del orbe. El hargaunt volvió a tintinear, pero no dio respuesta alguna.
—Él sabe —dijo Horaundoon de repente, transformando una de sus manos en un puño—. El elfo sabe que mi magia está penetrando en su manto. Se mantiene vigilante… ah, ahí está. Una especie de cetro, tal vez su magia de batalla más potente. Sin embargo, no formula nada, no hace el menor ajuste en su manto. Aunque está inquieto, como si quisiera hacerlo. Sí, arde en deseos de hacerlo. Entonces ¿por qué los ecos, si no está…?
Entrecerró los ojos y se rascó la mandíbula como si le picara mortalmente.
—En cuanto mi conjuro se apodera de la gema focal y empieza el robo de conjuros, el vínculo conmigo es fuerte. Sin embargo, si me retraigo de la gema y rastreo todos los conjuros vinculados con ella, debería ser capaz de ver si nuestro mago elfo tiene algún amigo esperando.
Horaundoon cerró los ojos y dejó caer los brazos a los lados del cuerpo concentrándose intensamente.
—Sí —susurró después de un momento muy largo—. Sí, hay un segundo vínculo… y un tercero. Rastreando conjuros. Cerca de una docena.
Abrió los ojos al terminar su conjuro, dejando que decayese y se llevara al elfo distante lejos de él.
—¡Y otros magos al extremo de cada uno de ellos! Una banda de magos que esperan para lanzar su trampa sobre el misterioso Devorador de Mantos. Ni un solo manto entre ellos, pero me atrevería a decir que todos tienen la mente erizada de conjuros criminales y están ansiosos de usarlos.
El hargaunt habló y el zhentarim mostró una sonrisa lobuna.
—No se acabó, es sólo un alto temporal, hasta que yo pueda crear un conjuro para sondear las mentes de los magos cuando no llevan puesto un manto. Mientras tanto, puedo seguir asistiendo a recepciones y enterarme de unas cuantas minucias más que tienen en sus colecciones los necios y viejos nobles de Cormyr. Mientras los magos de sus casas me sondean en vano, encontrando conjuros cosméticos de poca importancia pero no la magia transformadora, de forma que esperan. Gracias a ti.
Dedicó al hargaunt una sonrisa casi afectuosa, y la tintineante respuesta de este fue compleja y entusiasta.
Lady Narantha Corona de Plata salió al pequeño valle y se detuvo extasiada. Florin siguió andando con su paso casi totalmente silencioso, pero pareció darse cuenta de que ella no estaba justo detrás de él. Se dio la vuelta, vio que no había nada que la amenazara y volvió atrás para reunirse con ella, tan silencioso como siempre.
Narantha ya no se sentía pringosa y sucia, y por primera vez sus botas le resultaban cómodas y casi no le producían dolor. El sol estaba brillante y cálido, a su alrededor los pájaros cantaban y, tendiendo la vista sobre el valle, pudo ver que la tierra que tenía delante se elevaba en una gran pendiente cubierta de pinos y árboles negros hasta una cresta rocosa. Más allá se alzaban a lo lejos unas grandes montañas de color púrpura cuyos picos escarpados apuntaban a un cielo azul, sin nubes: los Picos de las Tormentas… y un poco antes, probablemente oculto tras la cercana cresta, se elevaba ese brillante colmillo que era el gran castillo del Cuerno Alto.
Narantha observó prolongadamente la escena, aspirando con fruición el aire puro. Una levísima brisa le traía un olor intenso de agujas de pino quemadas y apenas un atisbo de humo distante, invisible. Jamás se había detenido antes a contemplar el cielo ni una vista del Cormyr agreste y magnífico como la que ahora tenía ante sus ojos. El verde glorioso de los árboles y las colinas onduladas…
Narantha frunció los labios y meneó la cabeza. Lo había visto antes, pero nunca había mirado realmente.
Florin estaba de pie a su lado y la miraba. Ella alzó la vista hacia él sin saber cómo expresar lo que tenía en la cabeza.
Él le cogió la mano y se la apretó.
—Los recuerdos son tesoros —murmuró—. Guardad los mejores en vuestra mente para siempre, los momentos más espléndidos, y dejad de lado los demás. Un día en que se consigue un tesoro así es un día bien empleado.
Narantha asintió, al borde de las lágrimas, y ambos siguieron caminando en silencio, sin soltarse las manos.
Jalander tragó saliva al reparar en la presencia amenazadora de Vangerdahast que, fiel a su costumbre, había aparecido a su lado de forma inesperada y desconcertante. No pudo evitar la mirada autoritaria de aquellos ojos duros y penetrantes bajo las cejas pobladas, enarcadas en una silenciosa interrogación.
Jalander no era un mago de guerra principiante, de modo que consiguió —a duras penas— controlar su asombro y su miedo ante la mirada escrutadora del Mago Real de Cormyr.
—Son estos nuevos conjuros de protección en los que nos habéis tenido trabajando. Funcionan razonablemente bien cuando se hacen sobre el Ejido de Jester o un prado cualquiera por ahí perdido, incluso cuando se trata de proteger a alguien que está en movimiento, pero se vienen abajo o se descontrolan y producen pequeñas explosiones desperdigadas cuando se hacen sobre un lugar próximo al palacio. Incluso en Cuerno Alto tuvimos problemas. Hay demasiadas magias de otra índole…
—Ya veo —dijo Vangerdahast—. Se superponen unas a otras, antiguos encantamientos que subyacen a aquellos de los que tenemos conocimiento, algunos inactivos y muchos que se activan sin advertencia previa. Todos interfieren los unos con los otros. Ya me lo temía. De modo que las brechas en nuestra custodia deben seguir como están.
Jalander Mallowglar dio entonces una prueba de osadía. Se atrevió a erguirse en su butaca y hacer una observación.
—Pensé que esto os disgustaría más… más de lo que parece.
—Muchacho, si dejara que Cormyr viera lo disgustado que estoy casi siempre, me encerrarían por loco. Si demostrase ante todo Cormyr el motivo por el que estoy disgustado, huirían del reino alzando sus voces al cielo, tan despavoridos, que la mayoría de ellos podría ahogarse en el Lago de los Dragones antes incluso de haberse dado cuenta de que habían sobrepasado el extremo de sus muelles.
De la profundidad del bosque que tenían a la izquierda llegó un chillido y Narantha se puso tensa y abrió mucho los ojos.
—¿Qué es eso?
El chillido subió de punto y cesó de repente, dejando tras de sí un silencio inquietante.
—¿No… no vais a ir a ver? —preguntó la joven, sorprendida—. ¡Fue una mujer, asustada, una mujer que sufría! ¡Algo acaba de pasarle! A los guardabosques no les importa…
Florin se volvió a mirarla con expresión seria.
—Eso fue un lobo, no una mujer, y se estaba muriendo. Entre las garras y las fauces de algo lo bastante grande como para matar a un lobo de un zarpazo, sin necesidad de luchar mucho. —Se encogió de hombros—. Cuando se oye un ruido como ese, ya es demasiado tarde para hacer nada —añadió con cierta tristeza.
Narantha lo miró fijamente. Estaba pálida.
—Así son las cosas. El bosque es bonito para mirarlo… pero cruel.
—Por los dioses —dijo ella conteniendo un sollozo—. Incluso aquí. Yo pensaba… pensaba…
—¿Pensabais que porque es bonito y le habíais perdido el primer miedo, las cosas eran más dulces que los juegos verbales y sociales de los caballeros cuando se tiran dardos? —Florin habló con voz suave—. Ah, eso sería un mundo…
Volvió a desenvainar la espada y le ofreció la mano que le quedaba libre.
—Vamos, Narantha. Pronto se hará de noche y debemos buscar un buen sitio para acampar, o podríamos correr el mismo destino horrible que ese lobo.
Narantha se estremeció.
—Yo… Florin, me he portado muy mal con vos.
«Y yo mucho más con vos, señora, y lo hice a sabiendas —pensó Florin, atormentado por la duda ahora que el momento de jugar al héroe duro y al guardabosques veterano habían quedado muy atrás—. Nunca me lo perdonaríais si llegarais a saberlo. Me pregunto cuánto pasará antes de que me atreva a contaros que os metí en esta situación sólo para divertirme».
—No —dijo tranquilizándola—, sólo os estabais portando como… como pensabais que debían hacerlo los nobles. Y es posible que lo hayáis hecho muy bien. Nunca había conocido antes a un noble.
Narantha negó con la cabeza, sonriendo con arrepentimiento.
—No, no todos tienen mi carácter. Si así fuera, quedarían muy pocos nobles en el reino a estas alturas. Sólo habría un montón de criptas llenas de nobles muertos los unos a manos de los otros.
—¿Ah, sí? —Florin le dirigió una mirada inocente, pero enarcó una ceja, con ese gesto que a ella empezaba ya a resultarle familiar—. Yo creía que era cierto que había montones de criptas llenas de…
Ella le dio un golpecito en el brazo y su sonrisa se hizo irónica.
—Por favor —dijo—. No me lo pongáis más difícil. Yo… no soy buena pidiendo disculpas. Tengo poca práctica. —Respiró hondo y obligó a Florin a detenerse para mirarlo de frente.
—Y… de verdad quiero pediros perdón.
Él la miró serio y en silencio.
—Estoy segura de que mi lengua se va a quedar corta, como siempre, pero quiero que sepáis que ahora os considero un amigo, no un sirviente… y quiero teneros como amigo.
Una sonrisa empezó a dibujarse en el rostro de Florin, y Narantha volvió a tragar saliva.
—Por favor. ¿Puedo? —preguntó.
—Si os fiáis de mí —contestó él, llevándose a los labios la mano que le tenía cogida—, yo me fiaré de vos, y si los dos lo hacemos, seremos mejores amigos que muchos que jaranean, pelean y charlan unos con otros.
Narantha parpadeó.
—Nunca en mi vida he confiado en nadie —dijo lentamente en un susurro.
Esta vez fue Florin el que parpadeó sorprendido.
—Por los dioses de los cielos y de los infiernos —murmuró—. No hay duda de que todos los nobles están locos.
La rodeó con sus brazos y Narantha lo abrazó estrechamente. Un instante después, Florin se dio cuenta de que la joven noble que tenía entre sus brazos estaba llorando sobre su pecho. Le acarició el pelo y la meció en sus brazos mientras vigilaba atentamente el bosque que empezaba a llenarse de sombras.
Encima de sus cabezas, el cielo empezaba a teñirse de rojo y asomaban las primeras estrellas.
Tarthanter Doarmond pasaba por ser uno de los Magos de Guerra más apuestos del reino y había sido bendecido por los dioses con una voz meliflua impresionante. A eso se debía que, a pesar de pertenecer a la categoría de relativo novato y a su dominio bastante deficiente del Arte, se lo llamara a menudo a hablar en nombre de los Magos de Guerra cuando el viejo Lanza Truenos quería impresionar a un cortesano o asustar a un ciudadano hasta la médula de los huesos.
Precisamente ahora mostraba una de sus expresiones más amenazadoras, de esas que dicen «me temo que te encuentras en un grave problema» mientras revisaba una y otra vez las dos cartas que tenía sobre su mesa. Dichos documentos se contradecían hasta tan punto el uno al otro que incluso un niño habría llegado a la conclusión de que uno de esos dos mercaderes mentía.
Pero ¿era esta una cuestión de la competencia de un Mago de Guerra, o simplemente se trataba de un comerciante, o tal vez los dos, se estaban ahorrando unas cuantas monedas en sus impuestos? Y no es que se justificara que un solo engaño fuera pasado por alto en el Reino del Bosque, sino de que había tantos millares de mercaderes que ningún mago podía confiar en sorprender hasta al último de ellos. Además, Tarthanter había recibido instrucciones de consultar al Mago de Guerra Ghoruld Applethorn, maestro de custodias y cristales, cada vez que tuviese dudas… y Tathander tenía un miedo más que razonable a Applethorn, con su sonrisa fría y sus ojos penetrantes como cuchillos. Tal vez…
La puerta de su oficina chirrió al entrar intempestivamente su colega y amigo más íntimo, Malvert, quien se inclinó y le susurró al oído:
—¡Tarth! ¿Recuerdas a Garrlatus? ¿Y a Sonthur, el que saltó por los aires en su primera semana como Mago de Guerra? ¡Pues bien, el viejo Lanza Truenos cree haber descubierto con qué fue que los mataron!
—Vaya. ¿Y quién los mató?
—Eso precisamente no lo sabe, y si lo sabe no lo dice. Garrlatus y Sonthur fueron destruidos por un conjuro cuando aparentemente estaba solos en cámaras protegidas, estudiando sus conjuros. Al parecer, a los dos los mataron de la misma forma. Bueno, Lanza Truenos se puso a pensar lo que podría haber sido, y recordó que la Arcrown había matado de esa manera. Pensó que lo mejor era probar sus poderes para asegurarse, de modo que fue a buscarla y ¿a que no te imaginas? ¡La Arcrown había sido robada!
—¿La Corona de Guerra de Hierro? ¿De la cripta?
—De la cripta. Dicen que Vangey estaba que echaba chispas, porque para sacarla de allí sin que saltasen todas sus alarmas personales de protección, el ladrón tiene que haber sido uno de los Obarskyr… o uno de nosotros.
Tathander lanzó un silbido.
—¡Vaya, esta sí que va a ser buena! ¡Por los berrinches de Mystra! ¡Si se va a poner a revolver en la mente de todos nosotros, hasta el último, el reino se va a ir al traste!
—Ya lo creo —coincidió Malvert con amargura—. Apenas tuve un atisbo de uno de sus sondeos mentales, sólo de refilón aquella vez que se lanzó a por Talarla para descubrir con quién se había estado liando por las noches. ¿Te acuerdas? Creí volverme loco. Me estuvo doliendo la cabeza durante días, y a cada rato me asaltaban recuerdos salidos de no se sabe dónde y me inundaban la vista. No podía ver otra cosa, nada de lo que me rodeaba. No podía dormir, constantemente veía a Vangerdahast sonriendo, esqueletos que salían de las sombras y se lanzaban a por mí y cuyas calaveras sonrientes se parecían a Vangerdahast…
—¡Mal! ¡Ya basta! ¡Si sigues repitiendo su nombre lo tendremos aquí en menos que canta un gallo y sondeándonos realmente!
Malvert asintió con prontitud.
—Lo siento. No debería… no tienes ni idea de lo horrible que fue.
Con solo pensar en ello, y con todo el tiempo que ha pasado… —Dio un manotazo al aire como si quisiera espantar algo invisible—. ¿Tú qué crees? ¿Que fue uno de nosotros aburrido de las tonterías o de los cultos de pacotilla de los nobles… o un siniestro Obarskyr?
—Me temo que uno de nosotros… aunque cualquiera de tus alternativas reales suena más interesante.
—Uh, en eso estamos de acuerdo. ¿Recuerdas el último escándalo? ¿Lo del misterioso acosador de la reina Fel?
Tathander rio entre dientes.
—Sí, y también recuerdo quién fue. El pequeño Alusair, que espiaba a su mamá para aprender a ser una reina. ¡Qué humillación para nuestro imperial jefe! ¡Pensé que iba a vomitar una camada de gatitos allí mismo, por toda su majestuosa y mágica túnica!
—Bueno, seguro que Vangey también se acuerda de eso. Por el momento no nos está escudriñando la mente, sino que nos pone a todos a buscar la Arcrown. Al parecer, cree que podría haber llegado a Arabel, de modo que soy portador de sus órdenes más recientes.
—¡Sí, y un dragón! ¿Y que hay de nuestra partida de cartas de mañana?
—Con un poco de suerte, la estaremos jugando con el capitán en funciones de la guardia de Arabel, un…
—¿Un oficial de la guardia? ¿Es que ahora nos van a poner a trabajar con esos botarates de la guardia para los cuales todo el que los mira mal es culpable?
—Bueno, en realidad es un oficial de los Dragones Púrpura: al parecer, el rey dio órdenes secretas hace unos años de que, debido a las constantes tendencias rebeldes de Arabel, todos los guardias de esa hermosa ciudad fueran Dragones Púrpura, directamente bajo su mando…
—Ajá, y ya sabemos que astuto mago real estuvo detrás de aquello, ¿verdad?
—No tengo la menor duda. Pero fuese o no la astuta mano de Vangey la que estuviera detrás, este capitán en funciones es el encumbrado Taltar Dahauntul, y según tengo entendido…
—Ah, sí, Tenaz, el incondicional.
—¿Eh?
—El Tenaz, así lo llaman todos. Al parecer le gusta y él mismo usa este nombre ahora. El duque de Bhereu en una ocasión dijo que era «tenaz en su persecución» o algo por el estilo, y el nombre hizo fortuna. Es el indicado. Un poco serio, como si al jurar su cargo hubiera prometido también no reír, pero así son todos. ¿Las órdenes del viejo Lanza Truenos dicen algo sobre qué varitas mágicas y demás instrumentos debemos llevar?
—No —dijo el tintero que Tarthanter tenía delante de sus narices con cierta acritud, con una voz que hizo que los dos Magos de Guerra se quedaran paralizados y estupefactos al tiempo que palidecían—, pero voy de camino hacia vosotros, necios charlatanes, para rectificar eso. No os mováis de donde estáis, aunque os hagáis pis encima. La planta de la maceta que está junto a la ventana está casi seca, la podéis usar de orinal. Y de paso, Doarmond: los dos mercadores mienten en las cartas que os han enviado, pero Harmantle es el que debe ir a la cárcel esta misma noche. Me ocuparé de ello. Vosotros dos vais a estar muy ocupados.
—A veces me parece que llevara toda la vida caminando con vos por el bosque —susurró Narantha—, y sólo hace unos días. ¿Y este va a ser el último? No quiero que acabe ahora.
—Me temo que debe ser el último —dijo Florin—. Delbossan debe de estar volviéndose loco, buscándoos sin parar desde que os perdió. A estas alturas estará loco de atar por la falta de sueño. Si se ha atrevido a comunicarlo a lord Hezom, ya habrá docenas de hombres buscándoos, y si no lo ha hecho, es probable que Hezom haya enviado jinetes hacia el sur para ver qué es lo que demora a Delbossan. Y si algún Mago de Guerra ha intervenido en esto, vuestros padres también estarán enterados y estarán poniendo la Corte Real patas arriba, cámara por cámara, sacando a los Dragones Púrpura de sus cuarteles y mandándolos a caballo a galope tendido a buscaros.
Narantha puso cara de disgusto.
—No quiero las enseñanzas de lord Hezom. Lo que yo quiero… oh, no sé lo que quiero realmente. Yo…
Florin se volvió sobre sus talones y le puso dos dedos sobre la boca.
—Silencio —musitó mientras inclinaba la cabeza para escuchar algo.
—¿Qu…? —Narantha se calló y trató de oír lo que Florin estaba escuchando con tanta atención. Estaban en pleno bosque, andando sobre una alfombra de hojas muertas y grandes helechos verdes. A su alrededor se alzaban los enormes troncos de los copasombras y de los árboles negros que parecían oscuras columnas. Al frente se veían unas formaciones rocosas y más allá el bosque parecía menos denso, como si penetrara más sol a través de las copas.
Se oía un débil choque de metal contra metal, y Florin se volvió hacia Narantha con una feroz advertencia de mantener silencio absoluto en los ojos. A continuación el ruido subió de tono, un ruido como de sonajas y un ronroneo. Florin se puso de rodillas y arrastró a la joven con él.
—¿Oís eso? —le susurró al oído. Su aliento era tan cálido como la llama de una vela—. Eso es un torno: están tensando una ballesta para disparar. No hay un solo guardabosques que utilice ballestas. Los Dragones Púrpura tampoco.
—¿Prófugos de la justicia?
Florin asintió con gesto torvo.
—Es lo más probable. Donde da el Sol, al frente, es el Hoyo del Cazador, donde el Camino del Dragón pasa por el bosque, entre Espar y Tyrluk. Muy apropiado para una emboscada. —Alzó un dedo admonitorio—. Quedaos aquí y en silencio. No gritéis, a menos que algo o alguien se os eche encima para mataros.
—¿Me vais a dejar aquí sola, indefensa?
Florin le puso una daga en la mano. La miró con expresión férrea.
—Debo hacerlo —dijo con determinación—. Esto es lo que significa el amor a Cormyr. Está por encima de todo, servir al reino antes que a nada…
Y con esas decididas palabras pronunciadas en un susurro, Florin avanzó rápido y silencioso, a cuatro patas. Rápido primero, ondulante después, y otra vez rápido. Como las panteras a las que lord Huntsilver le gustaba soltar en sus jardines para mantener a los ladrones alejados de sus juergas, y a sus invitados dentro de su mansión en lugar de andar en medio de la oscuridad en citas amorosas y negocios turbios o huyendo antes de que terminara la velada con algunos de sus más hermosos candelabros o camafeos. Narantha miraba a Florin boquiabierta. En ese momento se parecía más a un animal que a un hombre.
Vio cómo se levantaba cual una sombra vengadora junto a un árbol, a ese lado del promontorio rocoso, y cómo observaba atentamente a su alrededor, protegido por una rama baja cargada de hojas. En ese momento se oyó un ruido sordo, después otro. Un caballo relinchó. Hubo gritos de alarma y silbaron las espadas al salir de sus vainas con precipitación… y Florin salió de detrás del árbol como una flecha, en una mano la espada y en la otra la daga, olvidándose del sigilo.
Narantha se quedó mirando el punto por donde había desaparecido, por encima del borde del peñasco, a continuación asió fuertemente la daga que él le había puesto en la mano, apretó los labios con determinación, y salió disparada en pos de él.