Un engaño tras otro
La mayoría de nosotros somos víctimas de los embrollos en que nos metemos cuando incurrimos en falsedades rara vez y lo hacemos con demasiada torpeza. Sin embargo, hay cortesanos, buhoneros, videntes y prestamistas que mienten hábilmente y pueden hilar mentira tras mentira con gran destreza en lugar de hacerlo con desesperación o sin intención. Siempre están al borde de ser descubiertos, como los embusteros más torpes, pero también juegan con otro peligro: el de entrelazar tan bien sus mentiras que pierdan de vista quiénes son y, sin darse cuenta, acaben transformados por su propia falsedad.
Tarth Ammarander, Sabio de Athkatla,
El mundo de las monedas: cavilaciones sobre el comercio,
publicado en el Año de la Silla de Montar.
—Aquí haremos un alto —murmuró Florin dejándose caer de rodillas en otro lugar rocoso. Narantha llevaba algún tiempo cubriéndose con ambos brazos y tiritando, y en su rostro se veía claramente lo harta que estaba de ver árboles y nada más que árboles. Se dejó caer a su lado sin decir palabra.
—¿Veis esto? —le indicó Florin señalando con el dedo un símbolo toscamente dibujado y que consistía en dos óvalos unidos por un arco sobre una piedra del tamaño de una cabeza. Narantha asintió con gesto cansado.
—Recordadlo, este es un escondite de los guardabosques. Hay cientos de ellos en el Bosque del Rey. —Apartó el pedrusco y quedó a la vista un arca de piedra enterrada en el suelo, rodeada por otras piedras apiladas y cubiertas de musgo. En un periquete, Florin le quitó la tapa, metió la mano dentro y sacó un hatillo de cuero que olía a moho.
Cuando lo desplegó, quedaron al descubierto otro par de botas, un cinturón, una guerrera, una cuerda y una capa impermeable. También había un saco en el fondo del arca, junto a un cuchillo con su vaina, que estaba cubierto de algo oscuro, pegajoso y aceitoso, y algunas flechas.
Florin extrajo el saco, puso un puñado de nueces sobre una piedra y le dio a la mujer noble otra piedra.
—Partid algunas y coméoslas.
Ella lo miró con furia y a continuación asintió y se puso a trabajar.
Las nueces resbalaban y saltaban bajo sus torpes golpes, pero Florin no le prestó atención. Se levantó una brisa que removió los árboles a su alrededor mientras Florin sacudía y estiraba las prendas.
Narantha acababa apenas de romper su primera nuez sin hacerla añicos y la estaba masticando con bastante fruición mientras se le hacía la boca agua al darse cuenta del hambre que tenía.
—Poneos de pie de frente a ese árbol —dijo el guardabosques.
Ella le obedeció, con aire cansado, sin dejar de masticar. Florin le quitó las botas. Al mirar hacia abajo para ver lo que le estaba poniendo en los tobillos, a punto estuvo de protestar, pero se limitó a abrir los brazos con gesto exasperado y se calló lo que había estado a punto de decir prefiriendo ayudar subiéndose los bombachos. Eran de piel rígida, resistente, olían un poco a moho y le sobraban en la cintura. Eran del doble de su tamaño.
—Aguantadlas —murmuró Florin mientras pasaba una cuerda por las trabillas del cinturón. Tiró para arriba de la bata de la joven para que no estorbara y le pasó la cuerda alrededor del cuello.
—¿Qué estáis…?
—Paciencia. Quitaos la bata.
—Sí, claro. Si pensáis que voy…
—Es por eso que estáis de cara al árbol y yo estoy detrás de vos.
Quitáosla.
Con un suspiro resignado y temblando sin parar, lady Narantha Corona de Plata obedeció. Rápidamente, Florin ajustó la cuerda convirtiéndola en unos tirantes y, cogiendo la bata de las manos de ella, la usó para revestir el áspero cáñamo e impedir así que le rozara la piel. A continuación cortó la cuerda sobrante, le metió la camisa por la cabeza, le puso la capa para la lluvia sobre los hombros —más olor a moho— y se la ajustó a la cintura con el cinturón. Después de hacer que se volviera a sentar, volvió a ponerle las botas y a rellenarlas con cuidado, masajeándole los pies donde se veían enrojecidos. Narantha se avergonzó al ver que despedían un leve olor.
—Ya está —dijo Florin volviendo a ponerla de pie—. Con eso debería…
Narantha se desasió furiosa de su mano.
—Debería, un cuerno. Parezco una vagabunda que ha robado un saco de harina y se lo ha puesto encima. ¡Me niego a llevar esto!
Florin se encogió de hombros y con un gesto florido le quitó la capa y la camisa, desató la cuerda, tiró de ella dos veces y los bombachos quedaron enredados a la altura de las bien torneadas pantorrillas Corona de Plata.
Tiritando en su capa de piel de gallina, Narantha se encogió y se agachó rápidamente, llevada más por la incomodidad que por el pudor.
—¡Por los dioses, qué frío! —dijo con los labios morados y temblando. La brisa formó un remolino a su alrededor, como burlándose de ella.
La mano firme de Florin la cogió del cogote y volvió a ponerla de pie. ¡Como si fuera un campesino y ella una gallina!, pensó Narantha con rabia. Rápidamente procedió a vestirla otra vez. Ella se tragó la furia y lo dejó hacer.
Oliendo a moho, con un ruido de roce de cuero contra cuero a cada movimiento, la bella flor de los Corona de Plata, con su nuevo atavío, dio unos cuantos pasos de prueba. Estaba un poco más caliente, pero se seguía sintiendo una desgraciada. Suspiró y fue en busca de sus nueces.
Florin estaba masticando un puñado de ellas y le alargó otro, ya sin cáscara.
Ella las cogió.
—Seguiremos andando —dijo el guardabosques—. Comedlas mientras caminamos, no quiero estar por aquí cuando se empiece a hacer de noche. —Señaló un trozo de piel enganchado en la corteza de un árbol cercano—. Un oso —dijo con expresión sombría.
Narantha meneó la cabeza y se echó una mirada.
—Parezco una… una… —no encontró las palabras y se mordió el labio al tiempo que volvía la cabeza con expresión desolada.
—Una mujer hermosa —completó Florin la frase que ella había dejado en suspenso—, cuya belleza resplandece a pesar de lo que lleve puesto.
Cuando ella lo miró con incredulidad, él parpadeó.
—¡Oh! ¡Os odio! —le dijo la joven atravesándolo con la mirada.
Florin se encogió de hombros.
—Es una manera de ir por la vida, aunque el exceso de odio corroe a una persona por dentro. Haríais mejor en convertir todo ese… brío… en amar, asistir y ayudar. Pronto tendríais a todos los señoritos en busca de novia revoloteando a vuestro alrededor si lo hicierais.
Narantha sopló con desprecio.
—¡Esos necios! ¡Arrogantes cabezas huecas, todos ellos! Dudo que alguno de ellos sea capaz de encender un fuego, de pescar o de…
Se paró en seco y apartó la mirada con el rostro encendido.
Florin se cuidó muy mucho de decir nada.
El conjuro parpadeó y perdió intensidad de forma notoria, pero no lo suficiente para oscurecer la escena que observaba atentamente quien lo había formulado.
Una dama solitaria, vestida con un traje oscuro, intercambió por última vez una sonrisa con un Derovan Skatterhawk excesivamente ruidoso y bastante achispado. A continuación bajó con grácil paso la ancha escalinata hacia la larga fila de carruajes alineados bajo las lámparas de la mansión.
—Otra fiesta que ha resultado todo un éxito, por lo que veo —murmuró el observador jugueteando con un anillo en forma de cabeza de unicornio que le bailaba en el dedo.
El conjuro de escudriñamiento estaba a punto de desaparecer; sólo el favor de los dioses había hecho que durara hasta ahora, a pesar de todas las protecciones y los conjuros de vigilancia que habían montado en torno a la casa Skatterhawk Laspeera y sus entusiastas acólitos, todos ellos ambiciosa escoria de los Magos de Guerra.
El mago observador dejó escapar un furioso silbido al pensar en ellos. Después hizo un gesto desdeñoso al que acompañó con un gesto displicente de la mano en que llevaba el anillo.
—Bah, debo dejar de lado esos sentimientos. Al fin y al cabo yo también fui uno de ellos.
Ayudaron a la dama a subir a un carruaje. Le dijo adiós con la mano a Derovan que, desde detrás de su bigote y su monóculo, le devolvió el gesto acompañándolo de una mirada lasciva y a punto estuvo de caer de bruces sobre la escalinata cuando el carruaje se alejó.
—De modo que Horaundoon de los zhentarim adopta ahora una forma femenina y coquetea con los viejos nobles de Cormyr. Me pregunto por qué.
—Tiene que deberse a un plan muy complejo, a menos que Horaundoon haya cambiado mucho de dos veranos a esta parte…
—Y lo más importante —dijo el observador pensando en voz alta mientras el conjuro se deshacía en una cascada de chispas parpadeantes—. ¿Se lo podrá culpar de forma convincente de lo que yo haga cuando por fin me decida a actuar?
—Jhess, ¿estás segura de que quieres intentarlo?
Jhessail le echó a Doust una mirada fulminante.
—No te he arrastrado hasta aquí en plena noche para no hacer nada. Apaga el farol.
Su amigo frunció el entrecejo.
—¿Por qué? Esta bien protegida…
—No quiero que interfiera con mi conjuro —dijo ella entre dientes sosteniendo su capa abierta para formar un escudo sobre él.
Doust se apresuró a apagar la lámpara sin que se propagara mucha luz a la oscuridad que los rodeaba. Retrocediendo de rodillas con cuidado para no volcarla, se volvió y le dio a Jhessail una palmadita en el brazo.
—Hazlo —le dijo.
Ella asintió, le entregó su capa y, a cuatro patas, se acercó al borde del pequeño valle.
Tal como había previsto, estaba inundado con la luz de la Luna y seguramente dos aves nocturnas estarían desgarrando la carcasa de la que había sido la más gorda de las ovejas de Hlorn Estle antes de haberse caído torpemente por el acantilado.
Hizo un gesto de disgusto: los buitres de las Tierras Rocosas eran animales crueles, voraces, que cazaban día y noche. Doust había traído un garrote, pero esperaba que no fuera necesario. Una de esas aves nocturnas podía fácilmente matar a una persona, y esparcían gusanos y pulgas con más abundancia que evacuaban.
Estremeciéndose ante la idea de enfrentarse a sus garras con los puños, Jhessail se apartó con cuidado del borde de la pared rocosa que representaba una muerte segura para cualquiera que se despeñara por ella, fuese humano u oveja. Se volvió a poner de pie, respiró hondo y empezó a andar con mucho cuidado por el borde del barranco con Doust detrás. Tenía que llegar a donde pudiera ver a las aves para que el conjuro funcionase.
Si es que podía hacerlo funcionar.
«Aquí —pensó—, este lugar está bien».
Los podía ver picoteando la carcasa. Grandes, de color negro desteñido, con cabezas como yelmos chamuscados por el fuego y unos picos como… como…
Otra vez se estremeció y cerró los ojos para hacer a un lado esos pensamientos. Respiró hondo para concentrarse en la imagen del fuego azul atravesando arrollador la oscuridad.
«Mi primer conjuro importante. Mi primer conjuro de batalla que puede hacer daño a otros».
»Fuego azul, crepitante y repentino.
»Si no lo consigo es que no tengo poderes mágicos».
Por Mystra y Azuth, la formulación era realmente simple. De modo que si este Arte estaba fuera de alcance para ella, todo el Arte lo estaría.
Hizo a un lado esa idea, llenó su mente de fuego azul y se sumergió en él.
Cuando la imagen cobró brillo y fuerza en su mente, abrió los ojos otra vez y dirigió a Doust una sonrisa acompañada de un gesto de la cabeza. Él retrocedió con cuidado, apartándose de ella.
Jhessail alzó la vista hacia las estrellas, volvió a la imagen mental del fuego azul y cuando lo vio claro y se sintió parte de él, miró rápidamente al fondo del valle y, concentrando su rabia en una de las aves, describió con los dedos un rápido círculo y con esa misma mano apuntó al buitre.
Sintiendo el estremecimiento del fuego azul en su interior, dijo:
—¡Alavaer!
Sintió que algo liberado, algo maravilloso le corría por el brazo y, saliendo con la rapidez de una flecha, la sacudía toda dejando en pos de sí una sensación de vacío. Salió del dedo con que apuntaba como un relámpago de color azul profundo y surcó la oscuridad con un susurro apenas audible.
Un buitre miró a la luz repentina. Una luz que se aproximaba cada vez a más velocidad…
Alarmado, trató de agitar las alas para emprender vuelo…
Y murió antes incluso de poder desplegarlas, arrancado del suelo y fulminado, atravesado por un fuego que no era fuego y arrastrado entre las piedras y las plantas del fondo del valle. A continuación todo fue silencio. Un silencio mortal.
El otro buitre miró hacia arriba y graznó como haciendo una pregunta que nunca tendría respuesta.
—¡Sí! —gritó Jhessail exultante, elevando los puños al cielo—. ¡Lo he conseguido!
El grito hizo que la otra ave levantara vuelo y se alejara del pequeño valle en busca de banquetes más tranquilos.
Riendo con deleite, la joven Árbol de Plata corrió hacia Doust y lo abrazó, haciéndolo girar en medio de las sombras de la noche.
—Creo —dijo él con una sonrisa— que sería de mal gusto mostrarse sorprendido por que tu conjuro funcionara. Por lo tanto: claro que lo conseguiste. ¡Bien hecho!
Extasiada y empapada de sudor, Jesshail lo abrazaba, derramando sobre él su risa jubilosa como una inundación.
—Ahora ten cuidado —dijo Doust con la nariz embutida en su pecho—, o empezarás a sugerirme ideas pecaminosas.
—¿Ah, sí? —respondió ella riendo y apretándolo más todavía—. ¿Y osarías hacer algo al respecto ahora que puedo aplastarte con mi magia?
—Sería para pensárselo —le dijo él ya a la altura de su estómago, ya que la desbordada alegría de Jesshail había hecho que se deslizara hacia abajo y su voz saliera amortiguada y sofocada.
Un instante más tarde, dio con el mentón en la rodilla de la joven, que era realmente dura y lo hizo echar la cabeza hacia atrás durante un momento de ligero mareo, antes de que su mentón diera contra el suelo de piedra, que resultó ser todavía más duro.
—Ouch —dijo—. Realmente para pensárselo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Narantha en un susurro cuando el chillido se repitió.
—Una lechuza —musitó Florin—. Muy buena cazadora.
La joven se puso de lado para mirar desde la áspera almohada del petate de él. El guardabosques —su guardabosques— estaba sentado como antes, con la espalda contra un árbol y la espada sobre las rodillas, mirando fijamente la oscuridad. Vio titilar las estrellas por encima de su hombro.
—¿Vais a estar ahí sentado toda la noche?
—Sí.
Narantha esperó que dijera algo más. Esperó un minuto, dos minutos, antes de que se reanudaran los ruidos de los insectos nocturnos.
Entonces suspiró exasperada.
—Pero ¿cuándo vais a dormir?
—Mañana.
—Pero si dijisteis que íbamos a caminar por el bosque todo el día.
Entonces ¿cuándo?
—Encontraré tiempo más que suficiente para adormecerme —replicó— mientras vos habláis.
—¿Qué? —preguntó, molesta.
—Habéis hablado más de la mitad del día de hoy —señaló el guardabosques con seriedad—. ¿Nunca os cansáis?
—Sois… Sois imposible —le dijo con los dientes apretados. ¡Vaya grosería!
—La maldición de nuestra generación, según se dice —dijo Florin dirigiéndose a la noche—. Por eso Cormyr decae tristemente después de la época dorada de nuestros abuelos.
Su imitación del gruñido de un viejo de barba blanca le sonó a Narantha tan parecido al de su tío Lorneth que no pudo por menos que reír. Fue una risita que fue creciendo dentro de ella y que tuvo que sofocar mordiéndose los nudillos y dándose la vuelta para meter la cara en el maloliente petate.
Por encima del movedizo bulto de Narantha envuelta en su capote, Florin sonrió mirando las estrellas.
—Padre, yo…
—Ni una palabra, Torsard —dijo lord Elvarr Espuela Brillante lacónicamente, en un tono que no admitía réplica—. Ni una sola palabra.
Alzó un dedo admonitorio, y bastó para que su sorprendido hijo se quedara mudo el tiempo que lord Elvarr necesitaba.
Levantando una de las grandes bolas de madera lustrada que coronaban uno de postes de los pies de su cama, el cabeza de la casa Espuela Brillante sacó una fina cadena de un escondite que había en el poste en el que se asentaba la bola, como un diente gigante, y volvió a colocar esta en su sitio.
Torsard se quedó boquiabierto. No cabía en sí de asombro cuando su padre abrió un fino broche de plata que había en un extremo de la cadena y la colocó en la muñeca de Torsard, cerrando el broche del otro extremo dela cadena en torno a su propia muñeca. Lord Elvarr asintió mirando hacia el balcón.
Sin abrir la boca, Torsard lo siguió. Lord Elvarr no dijo ni palabra hasta que no estuvieron fuera, en el balcón, con las grandes puertas del dormitorio cerradas a sus espaldas y con la brisa nocturna pasando fantasmal bajo la luz de la Luna.
—Sí, la cadena es mágica, y me costó más que nuestra mansión de Suzail, de modo que no te separes de mí bruscamente y vayas a romperla. Protege lo que hablamos de cualquier oído indiscreto. Tu madre podría situarse entre nosotros ahora mismo y aunque habláramos con las bocas pegadas a sus oídos no podría oír nuestras palabras, sólo le llegarían sonidos inconexos. Ni siquiera podría oírnos un Mago de Guerra, con todos sus conjuros. Esto es un secreto de familia. Tenlo presente, ni siquiera Thaelder lo sabe. Procura que todo siga igual.
Se acercó a la balaustrada de piedra, y Torsard tras él. Juntos miraron la profundidad de la noche y las no muy lejanas montañas, bajo un cielo lleno de estrellas. Debajo del balcón, en los prados y los huertos, no se veía a nadie.
—Ahora bien, ¿querías preguntarme algo?
—Sí, padre. Eh… en la fiesta de la Luna Menguante oí a lord Delzuld hablando con algunos de los lores de más edad, entre ellos Gallusk e Illance, sobre el rey. ¡Dijo que los Obarskyr son corruptos y que ya es hora de que nos libremos de ellos y que no tienen más derecho al Trono del Dragón que cualquiera de nosotros! ¿Es eso cierto? ¿Por qué odia tanto a los Obarskyr? ¿Y por qué había tantos que estaban de acuerdo con él?
—Calma, hijo, calma. Una pregunta por vez. No esta inundación de porqués. En cuanto a la primera: lord Delzuld… te refieres a lord Creion, ¿no? ¿El jefe de su casa? Eso pensaba… dice tantas cosas. La mayor parte no son ciertas, pero él cree que si las dice a menudo y en voz bastante alta, los que lo escuchan empezarán a creer que son verdad. La verdad es algo sorprendentemente cambiante.
Lord Espuela Brillante sonrió con actitud.
—En cuanto a la segunda: los Delzuld son los nobles más acaudalados de Arabel y llegarían a ser mucho más ricos si no tuvieran que pagar impuestos al Trono del Dragón y podrían aplastar a sus rivales comerciales sin la enojosa molestia de la ley de la Corona. Más aún: la mayor parte de la gente de Arabel —tanto la gente llana como las casas nobles— de buena gana se verían libres de Cormyr si pudieran. En una época fueron una ciudad libre y ansían volver a serlo; eso no va a cambiar, ni tú ni yo lo veremos mientras vivamos.
Lord Espuela Brillante se volvió para mirar a su hijo de frente.
—En cuanto a por qué está teniendo tanto apoyo, te diré que pocos nobles están contentos con el rey en este momento. No lo han estado desde que el mago Vangerdahast pasó de ser mero mago de la corte a ser también Mago Real, jefe de los magos reales y, en todo salvo en el nombre, el auténtico gobernante de Cormyr.
—Vangerdahast. Lo odian, lo sé —dijo Torsard Espuela Brillante—. Pero ¿por qué? ¿Sólo porque temen a sus conjuros?
—Por eso y porque utiliza a los Magos de Guerra como sus espías. Más de uno de los que se atrevieron a alzar la voz contra él (recuerda a lord Lorneth Corona de Plata) ha desaparecido, probablemente silenciado para siempre por nuestro bienamado Mago Real. No debería ser una sorpresa para ti que odiemos a todos y a todo lo que pretende restringir nuestros poderes, del mismo modo que los granjeros odian a los recaudadores de impuestos y los proscritos odian a los Dragones Púrpura. Bueno, el rey Azoun y su Mago Real Vangerdahast no han parado de hacer nuevas leyes estos últimos años, restringiendo cada vez más el poder de todos los nobles para hacer lo que les plazca con los que habitan en sus tierras. El descontento con el reinado de Azoun es grande, y va en aumento.
—Entonces ¿por qué no actuamos todos en conjunto?
—Muchacho, ¿alguna vez has conocido más de tres nobles que estuvieran de acuerdo sobre algo?
—¡Sí, en que el gobierno del rey es malo! O sea que los Obarskyr son pocos y tengo entendido que los magos reales sirven a Vangerdahast, no al rey…
—Correcto.
—… de modo que si un número suficiente de nosotros hacemos causa común y recurrimos a los magos de nuestras casas…
—¿Para hacer qué? ¿Transformar en ruinas humeantes el palacio de Suzail? ¿Quemar las vacas en los campos? ¿Fundir a las banderas de los Dragones Púrpura que acudan a arrestarnos? ¡Di cosas sensatas, muchacho!
Molesto, Torsard Espuela Brillante golpeó la balaustrada del balcón y miró a la profundidad de la noche.
—¡Bueno —dijo en tono petulante—, no veo por qué no nos limitamos a usar los conjuros de nuestra casa para conseguir lo que queremos! He visto a Thaelder…
Lord Elvarr lo miró exasperado.
—¿Es que no sabes nada sobre la caza y la cetrería? Torsard, todas las familias nobles de Cormyr tienen un mago, y hasta el último formulador de conjuros de los que hay en todo el reino es un Mago de Guerra o por las noches sueña con serlo. Los magos que tenemos en nuestras casas sirven para mantenernos en línea y comunicar al viejo Vangerdahast el menor conato de traición y todas las demás cosas interesantes que hacemos. No lo olvides si quieres conservar tu cabeza durante algún tiempo.
—Alzó la mano e hizo sonar la cadena de forma significativa. Su magia brilló obedientemente.
—Entonces ¿no podemos hacer nada para parar a los Obarskyr? ¿Y al viejo Lanza Truenos? ¿Y ellos pueden hacer con nosotros lo que les plazca?
—Calma, muchacho, calma. Yo no he dicho exactamente eso.
—¿Entonces?
—Entonces, ya lo sabrás a su debido tiempo. La noticia se extenderá como la pólvora por los mercados y tabernas, una noticia que nos producirá gran sorpresa a todos nosotros, que no sabemos nada y no hemos tenido nada que ver.
—¿Nada que ver? ¡Somos nobles!
—Precisamente. Y la esencia de ser nobles es conseguir lo que se quiere sin dar la impresión de haber hecho nada para conseguirlo. Con la reputación intachable y las manos limpias. Recuerda eso, aunque no recuerdes nada más.
Florin sonrió.
Aquella ladera le resultaba familiar; estaban exactamente donde había planeado que estuvieran. Ya habían pasado Espar hacia el oeste y ahora debían marchar en círculo de vuelta hacia el norte y hacia el este para reincorporarse al camino en el Hoyo del Cazador, donde había quedado en reunirse con Delbossan. Era hora de ir más lentos para no llegar al camino hasta ese tercer día.
Detrás de él, tratando de darle alcance, Narantha gruñó. Florin se volvió y enarcó una ceja a modo de muda pregunta.
—¡Me duelen los pies! —dijo ella entre dientes—. ¡Estas malditas botas!
Florin asintió.
—Os las podéis quitar ahora; vamos a hacer un alto aquí. Es hora de que nos bañemos.
Lady Corona de Plata levantó la cabeza y lo miró con auténtico estupor.
—¿Bañarnos? ¿Dónde?
Florin señaló el río. En ese lugar, las aguas del Dathyl formaban un remanso y se veían verdes al deslizarse plácidamente sobre las rocas cubiertas de musgo. Narantha miró el agua con disgusto y, como era de imaginar, hizo un gesto de desagrado.
—¡Yo no voy a mojarme en eso!
Florin se volvió y señaló por entre los árboles en otra dirección donde se veía una nube de diminutos insectos que sobrevolaban un pozo de barro.
—Esa es la alternativa.
Lady Narantha Corona de Plata se irguió y en su tono más altanero y frío dijo:
—Mano de Halcón. Si pensáis que voy a meterme ahí…
—Los dos vamos a lavarnos —dijo Florin tajante—. Uno por vez, mientras el otro vigila por si viene alguna bestia. Los dos olemos tanto que cualquier animal puede encontrarnos sin dificultad desde bastante lejos. El hecho de que llevéis el pelo largo y os hayáis negado a mojaros hace que oláis mucho peor que yo, y si esperamos mucho más el olor impregnará nuestra ropa y atraerá a las bestias, y a los mosquitos, tan seguro como si fuéramos tocando cuernos de caza a cada paso.
—¿Es que apesto?
—Sí.
—Ya veo —dijo Narantha ofendida—. ¿Y cómo esperáis que me lave en… eso?
—Os quitáis la ropa, os sentáis aquí… hay un banco de arena debajo del agua, ¿lo veis? Cogéis arena en la mano y os frotáis con ella. Pica un poco, pero acabaréis pronto, y yo os echaré un poco de savia de ardante en el pelo. Huele muy bien.
—¿Y cómo voy a secarme?
Florin señaló al Sol que se colaba entre los árboles y daba sobre una gran roca.
—Os tendéis ahí al Sol hasta que estéis lo bastante seca para vestiros.
—Mientras vos me miráis con lascivia. ¿Realmente esperáis que haga eso?
—No tengo expectativas, señora, pero me han dado a entender que muchos nobles de nuestro reino tienen algunos arranques de sensatez. Espero que ese sea vuestro caso.
Echando fuego por los ojos, Narantha cerró los puños y se acercó hasta casi tocar con su nariz, tuvo que mirar hacia arriba para ello, lo que aumentó aún más su furia, y eso que ya estaba que echaba chispas.
—¿Sabéis quién soy yo, patán? ¿Sabéis quién soy?
Los ojos entre azules y grises de Florin ahondaron en los suyos.
—Señora, cada vez os voy conociendo más, y ya sé que sois una muchachita perezosa, arrogante y malcriada. Al parecer malgastáis vuestros esfuerzos en diatribas y juramentos, insultándome, porque os parecen mal mis servicios, unos servicios que os presto por mi buena voluntad y mi deber para con la Corona, no porque tenga ninguna obligación con vos ni porque me paguéis. Según un dicho sólo un léucrota sería tan tanto coma para morder la mano que le da de comer. Pues bien, señora, sois una léucrota.
—¡Cómo osáis hablarme de ese modo! ¡Si no fuera por la nobleza, por nobles como yo, en Cormyr no habría más que palurdos que se morirían de hambre y se revolcarían en la suciedad, acostándose con sus madres y hermanas y sin más ley que los puños y hablando sólo con gruñidos! ¿¡Cómo os atrevéis!?
—Hace tiempo que alguien debería haberse atrevido, y debería haberlo hecho a menudo para desmontaros de esta visión pasmosamente equivocada de lo que es el mundo. Oíd esto, Narantha, y oídlo bien: Faerun no va a cambiar porque a vos se os antoje. O bien cambiáis vos para vivir en él, o acabará con vos.
Florin se despojó del petate que llevaba sobre los hombros.
—Lleváis tanto tiempo haciendo esto que vuestros insultos se han convertido casi en una costumbre. Es la forma en que os enfrentáis siempre a lo que os desagrada. Dad gracias a Tymora de que yo no sea el palurdo que vos creéis que son todos los que no son nobles, porque si no os hubiera hecho callar para siempre con el dorso de la mano o al menos hasta que hubierais despertado con un tintineo en los oídos y hubierais empezado a gatear para encontrar los dientes que os faltaban. Nos enseñan a ser corteses, a nosotros, los plebeyos, y a no pegar jamás a una mujer, ya que las mujeres son las que se ocupan de sacar adelante a las familias y contribuyen a que el reino sea fuerte. Sin embargo, en este momento, mi educación está a punto de irse al traste.
Cerró la boca abruptamente y volviéndose sobre sus talones se dirigió hacia el agua, despojándose de la ropa por el camino.
Narantha se quedó mirando su espalda con la boca abierta.
Estaba de espaldas, desnudo. No podía creerlo.
Cerró la boca con firmeza y miró para otro lado. ¡Cómo se atrevía a hablarle así! ¿Por qué se empeñaba en olvidar cuál era su sitio y en no mantenerse en él? Por qué…
Volvió a mirar el río y rápidamente apartó otra vez la vista. Por los dioses. Estaba usando la arena.
Se estremeció, se dirigió a la gran roca y empezó a montar guardia por si aparecía alguna bestia. Bestias que no estuvieran mojadas y no tuvieran pelo ni se lo pasaran a lo grande allí, en medio del río.