Leyes, intrigas y destinos funestos
En lo que llevo vivido he observado tres cosas que persiguen a todos los reyes: las leyes que los hacen tropezar o que se usan contra ellos; las intrigas de los traidores, que buscan debilitarlos, avergonzarlos y ponerlos a mal con sus súbditos hasta que con sus maquinaciones consiguen sacarlos de la escena; y los destinos funestos que los esperan al cabo del camino. Sin embargo, ¿no se lo merecen? Después de todo, el sino de los reyes es siempre un problema mucho mayor para todos que el asesinato de simples panaderos, guardabosques y zapateros remendones.
Havandus Haeratchur,
Cavilaciones de un tabernero,
publicado en el Año del León.
El orbe flotante de escudriñar se oscureció y descendió un poco cuando Horaundoon le pasó la mano por encima, haciendo desaparecer una escena de otro mago elfo que yacía muerto con una cara inevitable de estupefacción absoluta.
Canturreando una melodía desenfadada, Horaundoon pasó junto a una mesa sobre la cual descansaban, en una fila perfecta, tres calaveras humanas, y se dirigió a otra donde esperaban varios volúmenes antiguos y enormes encuadernados en metal. Al acercarse, delante de su nariz, el aire se enturbió un poco, presentando una compleja señal reluciente a modo de advertencia.
No se detuvo en absoluto y el sigilo rápidamente se desvaneció, sin el ruido atronador de Arte desatado que habría matado a cualquier otro hombre.
El Archimago alargó una mano que relumbraba de anillos encantados y cogió el más oscuro y vapuleado de los libros. El Libro Mágico de Galaundar sin duda contendría lo que estaba buscando, en las páginas que venían después de la sección sobre la preparación de miembros cercenados para convertirlos en focos de conjuros…
En la habitación que tenía a sus espaldas se oyó un ruido como de campanillas.
Retiró la mano y se volvió.
—¿Sí?
El sonido se repitió, esta vez más líquido y con diferentes notas ascendentes. Al mismo tiempo, un resplandor surgió en el aire, como una llama pasajera surgida de no se sabía dónde, y una pequeña escena iluminada bailó por encima de la calavera situada en el centro.
Horaundoon la miró detenidamente. El hargaunt le mostraba su último asesinato: la imagen del mago elfo precipitándose por los escalones de su jardín y cayendo desmadejado y sin vida con los ojos desorbitados para siempre.
Otra vez se oyó su lengua gorgoteante con sonoridad de campanillas.
—Sí —reconoció Horaundoon con gravedad—, el conjuro es realmente peligroso, pero sólo si me sorprenden realmente utilizándolo. No deja ningún rastro, nada que lo vincule conmigo ni con este lugar.
Las Campanillas sonaron en cascada y otra escena surgió brevemente cuando la anterior hacía segundos que se había desvanecido. Al parecer, al hargaunt lo dejó indiferente.
Esta vez fue uno de los primeros asesinatos, el del anciano elfo que había corrido en vano tratando de ponerse al amparo de sus conjuros de protección y había muerto manoteando el aire lejos todavía de su chisporroteante alcance.
El Archimago asintió pacientemente.
—Ninguna magia es infalible. Con el Arte, dirigimos y conformamos energías que a veces tienen intención propia, en un mundo lleno de conjuros antiguos, ocultos, que pueden cobrar vida sin advertencia previa. No obstante, ved lo seguro que es este invento mío dentro de lo plagada de incertidumbres que está la magia necesariamente. Los magos son muy dados a las reivindicaciones grandilocuentes y a ostentaciones que exceden con mucho su verdadero talento, pero esta no es sólo mi obra maestra, sino una obra maestra de la magia a todos los efectos.
Retrocedió atravesando la custodia de protección, haciendo con la mano un gesto ondulante para invocar una visión propia, mucho mayor que las emitidas por el hargaunt.
El aire entre ellos se llenó de repente con la imagen de otro mago elfo, esta de tamaño natural, que luchaba contra algo entrevisto que se arremolinaba a su alrededor. En su rostro se reflejó el terror que le produjo darse cuenta de que no podía hacer nada para repeler ese ataque y que por fin se enfrentaba a su destino funesto.
Horaundoon pasó directamente a través de la imagen antes de que esta empezara a desvanecerse en su paso hacia la calavera.
—Mi conjuro maestro puede detectar cualquier manto y desplazarse hacia él, recorriendo medio Faerun si es necesario. ¡Cuando da con él, me pone en conocimiento de ello, y a una orden mía, el conjuro se apodera del manto y lo vuelve en contra de quien lo usa! Desde la gema de enfoque del manto golpea la mente del portador del mismo, dirigiendo sus conjuros al interior de la gema y dejando su mente debilitada. De esto también me entero cuando me envía a mí esos conjuros. El peso de ese estallido mental puede ser pasmoso, pero, como veis, sigo en pie. Entonces doy orden a mi conjuro, entremezclado con el manto, de que se inmole junto con la gema, el manto y el portador de este, o simplemente su mente, convirtiendo su cerebro en cenizas al hacerlo.
El hargaunt volvió a repicar.
—Ah, pero ha funcionado todas las veces. He matado a un elfo tras otro, aunque ahora voy a tener que actuar con mucha rapidez. Se está corriendo la voz y el Linaje Bello está dejando de usar sus mantos desde Evereska hasta las costas de Dragonreach. Me he ido apoderando de los conjuros de los magos más poderosos a los que puedo sorprender a solas, evitando sólo a los maestros de la Alta Magia, y con cada mente que vacío, los conjuros que domino se enriquecen.
El hargaunt emitió su silbido inquisitivo, acompañado por esa voluta rosa apenas perceptible con que decía «¿por qué?» con la misma claridad que si hubiera gritado la palabra en la Lengua Común.
Horaundoon se encogió de hombros.
—Los zhentarim se vuelven cada vez más hostiles; las intrigas y traiciones y falsas acusaciones se acumulan rápidamente. Si me mantengo con el ingenio y la categoría que todos me conocen, seguiré estando en su punto de mira. Tarde o temprano, y lo más probable es que sea temprano, algún rival o camarilla de rivales acabará matándome.
El Archimago alzó una mano y el aire que lo rodeaba emitió un canturreo débil y breve que le permitió saber que sus conjuros de protección, que bloqueaban cualquier escudriñamiento y le advertían de cualquier pretendida intrusión o de cualquier intento de desbaratarlos, seguían en pie.
—Por eso tengo que hacerme lo bastante poderoso para poder apartarme de los zhentarim. Por eso tolero a los aprendices. Mi magia ya los ha transformado en mis esclavos aunque ellos no lo sepan. Cuando llegue el momento adecuado, obligaré a uno de ellos a tomar mi forma y apariencia. Los demás, igualmente vinculados por el conjuro, matarán a este falso Horaundoon, lo cual me dejará en condiciones, con la nueva forma que tú me des, de escapar al reconocimiento de la Hermandad. Volveré a ser libre.
El hargaunt se removió, presentando una escena que emitió un leve resplandor azul.
—¿Ya? Haularake, ¿qué camino lleva el día? —Horaundoon se desató rápidamente la cuerda que sujetaba su túnica y con un movimiento dejó que se deslizara de sus hombros y cayera hasta donde sus brazos la sostenían a la altura de la cintura—. Lo sé, lo sé —añadió antes de que el hargaunt pudiera interrumpirlo—, hacer conjuros lleva siempre más tiempo de lo que yo quisiera. Maldita sea, esta vez vamos a tener que darnos prisa de verdad.
Extendió la otra mano hacia el cráneo que inmediatamente se hinchó, se removió y se convirtió en una serpiente ciega de tonalidad marfileña que trepó por su brazo con velocidad decidida sin dejar el menor vestigio del cráneo que había sido.
—Maldición, maldición, maldición —murmuró el Archimago con impaciencia, quedando la última palabra amortiguada por el hargaunt que fluía por sus labios mientras daba a su cara una forma distinta, cambiando sus facciones de forma decisiva. El rostro de una mujer de sorprendente belleza.
Por debajo de la nueva barbilla aguzada de Horaundoon, el hargaunt había tomado la forma de unos pechos decididamente femeninos e indudablemente atractivos.
Cuando llegó al espejo de su armario, respiraba agitado por la prisa. Formuló el conjuro que cambió su aspecto de hombre peludo y bastante enjuto por otro que no tenía nada que ver, el de una mujer de rostro hermoso, y suaves e insinuantes curvas. Lanzándose a sí mismo un beso burlón, dio las gracias a los dioses vigilantes (no era la primera vez) de que la moda del momento impusiera los tacones bajos y la sencillez en las joyas, y se dio prisa en recogerse el pelo.
Se estaba mirando al espejo, con tres horquillas en la boca y una en la mano, cuando del lugar del que había venido le llegó un canturreo hueco.
Dejó las horquillas sobre la mesa y corrió a su estudio.
—¡Un intruso! —Los dos cráneos que quedaban entonaron un cántico común moviendo las mandíbulas. Todavía estaban levantándose de la mesa cuando Horaundoon se detuvo ante ellos.
»¡Un intruso! —repitieron.
—¡Hacedlo saltar por los aires! —rugió Horaundoon—. ¡Y no volváis a molestarme con esas minucias!
Había dado dos Zancadas hacia el espejo cuando el piso se sacudió un poco bajo sus pies. Se oyó una explosión larga y arrolladora y las calaveras interrumpieron su cántico a la mitad.
Bien volado. Bien.
Horaundoon recuperó las horquillas y con expresión hosca se puso otra vez a sujetarse el pelo. Con todos los Magos de Guerra que infestaban ese tan pacífico Bosque del Rey, la hermosa viuda de un acaudalado mercader tenía muchas más posibilidades de acercarse a los señores del rey que un Archimago de quien todos sospechaban que era zhentarim.
Y había dos o tres señores en Cormyr con quienes él deseaba trabar amistad. Podían llegar a ser sumamente útiles llegado el momento. Muy pronto.
—Estamos… estamos siguiendo el curso del río, ¿verdad? —dijo lady Narantha casi sin aliento tras la carrera para dar alcance a Florin junto a una maraña formada por raíces de árboles descubiertas y piedras.
El guardabosques le dedicó una mirada mordaz.
—Así es. Buena observación. Es la mejor manera de no perderse.
—Y los osos y las… las bestias salvajes ¿no lo seguirán también?
—Sí.
—Pero… —Narantha empezó a trepar por un laberinto de raíces que parecía una escalera para mirar por encima de las piedras. Florin alargó una mano y la cogió por el codo, y la joven se encontró con que, a pesar de que lo intentaba, no podía avanzar un palmo—. ¿Qué estáis…? —dijo con voz entrecortada.
Florin la atrajo hacia sí y le dijo en voz baja:
—Nunca os dejéis ver desde la cima de un promontorio como ese. ¿No me habéis estado observando? Sed cauta, agachaos, mostrad lo menos posible de vuestra cabeza mientras echáis una mirada. Así es como se hace. Ahora bien, acabáis de usar una de las palabras que menos me gustan: «pero». ¿Qué ibais a decir a continuación?
La mujer noble lo miró sorprendida de encontrarse tan cerca de su rostro. Luego puso cara de preocupación al recordar lo que había estado a punto de decir.
—Pero si las bestias siguen la corriente, nos encontrarán. Y entonces ¿qué?
—Ah —Florin asintió—— Entonces esto —le mostró la espada que Narantha había olvidado que llevaba en la mano.
Ella miró la espada y después lo miró a él.
—Nunca os han instruido en el uso de una de estas, ¿verdad? —preguntó el guardabosques.
Narantha lo miró incrédula.
—No, claro que no.
—Por supuesto, nada de nada. ¿En qué estarían pensando vuestros padres? ¿O es que no pensaban? Es probable que lord Hezom os haga practicar con el acero. Aseguraos de que sea uno ligero, acorde con vuestro brazo, no como este.
—Los Corona de Plata —dijo Narantha altivamente mientras agitaba una mano como señalando a legiones fantasmales de guardias con encajes y librea— no necesitamos usar la espada. Tenemos sirvientes más que suficientes para hacerlo por nosotros.
—¿Ah, sí? —Florin enarcó una ceja—. ¿Y si la persona que quiere mataros es uno de esos sirvientes? ¿Entonces qué?
La joven no daba crédito a lo que oía.
—Ningún sirviente osaría…
—Y sin embargo yo lo hago, al parecer constantemente, y vos no dejáis de exclamar que no debería tal o cual cosa. Creo que os llevaríais una desagradable sorpresa si vierais de qué sería capaz cierta gente de Faerun si alguna vez se encontrara a solas con alguien tan hermoso e importante como vos.
Narantha miró fijamente al guardabosques, con los ojos muy abiertos, y palideció. Dio un paso hacia atrás para apartarse de él. Tuvo la mala fortuna de que justo detrás hubiera una raíz.
Acto seguido se encontró mirándolo desconcertada desde el suelo, sin aliento, mientras Florin le tendía una mano para ayudarla.
Lo observó largamente, con la respiración entrecortada y con una expresión inescrutable. Después, lentamente, alargó la suya y cogió la mano que él le ofrecía.
Suave pero con firmeza, Florin tiró de ella hasta que estuvo de pie.
—Lady Narantha —dijo—. No pretendo daros órdenes ni trataros con rudeza. Pero hay algo que tenéis que entender muy bien: cualquier acción equivocada, aquí, en el bosque, puede significar la muerte. Por favor, haced lo que yo os sugiera hasta que estéis a salvo en manos de lord Hezom… o de vuestra familia. Por favor.
La flor de los Corona de Plata respiraba hondo y su expresión era tozuda y hostil, pero asintió brevemente.
—Lo intentaré —dijo lacónicamente—, hombre… repetidme vuestro nombre. ¿Era Mano de Halcón? Lo intentaré.
—Florin Mano de Halcón. Gracias, señora —dijo el atractivo guardabosques casi con humildad.
Narantha inclinó la cabeza con gesto majestuoso.
—Así está mejor —declaró Narantha y se dispuso a subir otra vez al peñasco.
Esta vez, Florin se lo permitió. Se limitó a rodear rápidamente el peñasco para echar una mirada al bosque que tenían ante sí antes de que cualquiera que pudiera estar al acecho lograra ver perfectamente a una joven noble de Cormyr con una bata sucia pegada al cuerpo y el pelo desgreñado, y calzada con unas botas de hombre que le sobraban por todos lados.
Un pájaro alzó vuelo asustado ante la aparición de Narantha, pero al parecer no había nada de naturaleza más siniestra en los árboles que tenían por delante.
—¿Venís, Mano de Halcón? —preguntó imperiosamente lady Corona de Plata—. Me estoy cansando de no ver nada más que rocas y árboles. ¿Es todo lo que hay en este rincón de Cormyr? No me extraña que a nadie se le ocurra siquiera venir por aquí. Mi padre debe de estar loco.
Florin puso los ojos en blanco. Y todo esto por haberla aterrorizado. De modo que así era la alta nobleza de Cormyr.
Y esto era una aventura.
Florin volvió a alzar los ojos al cielo. ¡Por todos los dioses!
—Quiero ver a la princesa de la Corona a solas —dijo Vangerdahast con tono frío y cortante.
El mago real quería dejar claro que no estaba acostumbrado a tener que repetir las órdenes, y que este no era uno de sus días pacientes.
Los dos altos caballeros de más categoría de la Guardia Real vacilaron.
—Nuestras órdenes…
—Os recuerdo que esas órdenes os las di yo mismo —dijo Vangerdahast con tono casi despreciativo—. ¿No llegaría fácilmente cualquier cabeza pensante a la conclusión de que si di aquellas órdenes también puedo dar contraórdenes?
Los caballeros asintieron a regañadientes, se volvieron y saludaron a la princesa que estaba entre el uno y el otro, y a continuación abandonaron la Cámara de Audiencias del Gran Guantelete, aporreando el suelo embaldosado con los tacones de sus botas. Justo antes de que los dos Magos de Guerra que montaban guardia frente a la puerta la cerraran para dejar a solas al mago real y a la princesa de la Corona, uno de los altos caballeros le comentó al otro, en un tono como para que su mensaje llegara claramente al otro extremo de la cámara:
—¡Bueno, es evidente que el viejo Truenaconjuros no tiene uno de sus mejores días!
Vangerdahast miró hacia otro lado antes de que la princesa Tanalasta pudiera ver su sonrisa. Era preferible que pensara que estaba furioso, así al menos por una vez se estaría callada y lo escucharía.
Tenía catorce años y se estaba convirtiendo en una verdadera lady Metomentodo; hacía tiempo que debería haber dominado su rebeldía. Estaba claro que Azoun y Filfaeril la habían malcriado. De todos modos, su deber estaba claro. Bueno, esta era una buena ocasión para empezar. Se volvió hacia la princesa con aire despreocupado, y se encontró con que estaba mirando hacia otro lado, al extremo oscuro y vacío de la estancia. Era evidente que no quería estar aquí y que trataba de aparentar, unos instantes más, que estaba en otra parte.
Tanalasta miraba hacia otra parte, no fuera que el taimado y viejo Vangey notara su sonrisa de satisfacción. No tenía sentido darle algo en que basarse como evidencia de esa rebeldía displicente de la que tantas quejas solía recibir su madre. Quería tener libertad para imponerle disciplina, sin llegar a encadenarla o a azotarla como se hace con los caballos salvajes, o tal vez, con los mismos métodos, y era capaz de aprovechar lo que fuera para conseguirlo.
Y en Cormyr, lo que el mago real quería, lo conseguía. Pues bien, condenada o no, esta presa la iba a conseguir a muy alto precio. Se iba a comportar con toda la solemnidad y majestuosidad de que era capaz, todo iban a ser maneras formales y palabras cuidadosamente escogidas.
Vangerdahast se cogió las manos a la espalda y avanzó hacia ella. En el preciso momento en que alargaba una mano para señalar la solitaria silla de alto respaldo que había hecho colocar en el centro de la cámara, y antes de que pudiera ordenarle que se sentara, la princesa Tanalasta se recogió graciosamente la falda y se sentó sin que le dijeran nada, como si hubiera supuesto que era un trono.
—Me habéis solicitado una audiencia, mago Vangerdahast —dijo en tono neutral, sin mirarlo, con la vista fija en lo alto, en el guantelete gigantesco al que debía el nombre aquella estancia, un trofeo de una batalla muy antigua colgado en la pared que tenía frente a ella—. Vuestra petición fue hecha en términos que, según la reina, mi madre, no admitían réplica, y yo coincido con ella. Me parece sumamente… raro no encontrarme escoltada por mis doncellas o por mis caballeros de acompañamiento, y reunirme con vos en privado. —Se llevó las manos a la esclavina y se colocó mejor la Tiara de Fuego. Todo esto lo hizo con lentitud buscada y a continuación alzó los ojos para mirarlo directamente—. Y como esto debe de ser una cuestión de estado, he venido preparada, aunque no informada. Decidme, entonces, Mago Real: ¿Por qué estoy aquí?
De modo que Tana representaba su papel de absoluta solemnidad y apariencia adulta, decidida a ser majestuosa y a no apearse de la regia formalidad. De pie ante ella, Vangerdahast contenía una sonrisa socarrona. ¡Vaya importancia se estaba dando! ¿Cuánto tardaría en perder la compostura?
—Estáis aquí —le dijo Vangerdahast sin rodeos—, porque sois la princesa de la Corona, ungida formalmente o no con ese título; desde el momento en que murió vuestro hermano Foril y fuisteis confirmada como hija de Azoun y Filfaeril Obarskyr, habéis sido la princesa real. Estáis llamada a ser reina de todo Cormyr.
El mago real empezó a pasearse.
—Ser princesa, cualquier princesa del Trono del Dragón, no es una cuestión de llevar hermosos trajes y musitar vacuidades diplomáticas ni de sonreír y agitar la mano. Cormyr necesita princesas capaces de pensar. Ya hay demasiados príncipes y nobles señores que sólo razonan con la bragueta, de modo que las mujeres que no la tenéis debéis pensar por ellos.
—No creo que ninguno de mis tutores haya descubierto o comunicado hasta el momento alguna deficiencia en mi forma de razonar —dijo Tanalasta fríamente con expresión inescrutable—. Puede que no tenga mucho juicio, pero a este sin duda deberá contribuir mi experiencia que hasta el momento ha sido escasa. Ruego a los dioses que el rey, mi padre, siga ocupando el Trono del Dragón durante décadas y que mi experiencia siga siendo magra, por el bien del reino, que tanto prospera bajo su sabio y justo reinado.
Vangerdahast no pudo reprimir una risita.
—¡Vaya, un discurso tan fluido como el de cualquier cortesano que se precie, y mejor aún que la mayoría de ellos! ¡Bien dicho, princesa!
Tanalasta volvió a fijar la vista en el gran guantelete de la pared.
—¿Os estáis burlando de mí, Mago Real? Confieso que no estoy acostumbrada a veros alegre, y podría juzgaros mal.
—Jamás me burlo de ningún ciudadano de Cormyr. De sus mentiras, sí, y de sus opiniones mal fundamentadas, a veces, y en todas esas ocasiones lo hago en medio de un debate, en lugares abiertos donde todos puedan oírlo. Pero no importa, princesa, confieso que estoy más que acostumbrado a ser juzgado mal. Oídme bien: no pretendo causaros ningún mal, ni tampoco obligaros a nada con amenazas. Como seguramente sabréis, a menudo aconsejo a vuestros reales padres, individual y conjuntamente, en privado; es mi tarea diaria más importante. Como heredera Real, es importante que también vos recibáis mi consejo. Puede que mi sabiduría no sea grande, pero, gracias a los dioses, es mejor con mucho que cualquier otro consejo que pueda daros nadie en nuestro hermoso reino.
—Oigo protestas similares de Alaphondar y Dimswart, que son muy encumbrados caballeros, y de heraldos, doncellas y cortesanos también. Sin embargo, no pretendo debatir con vos sobre la calidad de vuestros consejos, Mago Real, sino simplemente pasar a su contenido. El día avanza y esta tiara es pesada. Os pregunto una vez más: ¿qué es lo que queréis decirme?
Vangerdahast inclinó la cabeza como aceptando un agudo razonamiento, enganchó los pulgares en el cíngulo que sujetaba su sobria túnica en la cintura, y dijo:
—Los gobernantes pueden llegar a gobernar por la fuerza, pero con frecuencia, los asuntos de espada no tardan en dejar a un rey gobernando sobre una tierra vacía, y una tierra sin gente que la cultive es una tierra en la que el rey y sus caballeros se mueren de hambre. Es por eso que los gobernantes imparten a diario la justicia y el orden mediante normas y leyes. Cormyr no es diferente, y nuestras leyes, decretos reales, tratados y legajos de disputas legales y de su resolución llenan los sótanos que hay debajo de este palacio, los puestos de trabajo de los escribas de los que estamos rodeados y cámaras de seguridad en cuatro otros lugares del reino: fortalezas en Arabel, Marsember y Cuerno Alto, y en un lugar secreto oculto en un bosque. De las especificidades de esas leyes sin duda habéis permanecido hasta hoy felizmente ignorante, pero ya es hora de que vos, como heredera, toméis conciencia de los límites que establecen unas cuantas de ellas, para que, por el bien del reino y por vuestro propio bien, no deis un traspié en el futuro. Debéis conocer vuestros derechos y responsabilidades, para que ningún falso consejo ni ninguna afirmación de quienes procuran hacer daño a Cormyr pueda induciros a actuar equivocadamente. Este aprendizaje puede llevar varios años, y tendremos que tener muchas reuniones como esta. No obstante, debemos empezar con una cuestión de la que debéis estar informada sin la menor dilación. Me refiero en particular a las leyes de la sucesión, comenzando por la vida y la muerte reales.
—Esas son cuestiones, sin duda, sobre las que no tengo control. No recuerdo que nadie me haya consultado antes de mi nacimiento.
—Sólo si sentís la necesidad, Tanalasta. No os obligaré a leer documentos legales ni hoy ni ningún otro día en los meses próximos; es más importante que entendáis qué son las leyes, las normas por las que se rigen todos los cormyrianos, y lo que hacen en términos sencillos. Por eso os voy a preguntar qué sucedería si, los dioses no lo quieran, vuestro padre y vuestra madre hubieran muerto esta mañana. ¿Qué trataríais de hacer?
—Convocar a los sumos sacerdotes de Chantea, Helm, Torm y Tyr para que hiciesen volver a mis padres de entre los muertos y para que siguieran gobernando. No sólo es mi deseo, sino también mi obligación.
—Pues no. Si intentarais hacer eso, no sólo estaríais quebrantando la ley sin también condenando al reino.
—¿Qué?
—Cuando se fundó este reino, los primeros Obarskyr que moraron en estas costas establecieron acuerdos con los elfos que ocupaban esta tierra, del mismo modo que los elfos habían tenido que pactar con los dragones que gobernaban aquí antes que ellos. A lo largo delos años, ha habido muchos desacuerdos sobre lo que sucedió realmente entonces, y sobre aquello que se acordó. Y para evitar incesantes guerras civiles valiéndose de pretextos tales como las banderas, se han escrito tratados solemnes y se han creado y aprobado leyes relativas a esos tratados. En suma, no importa lo que realmente acontezca, Cormyr se ha comprometido a aceptar en conjunto y a obedecer a cierta versión de los acontecimientos y normas vinculados a ellos. Si este acuerdo se viola, se nos dice (así lo creen desde las cabezas de las grandes familias hasta los rudos habitantes de todo este reino) que el Trono del Dragón se vendrá abajo, los dragones volverán en manadas para perseguir a los humanos y el reino será arrasado.
—De modo que un tratado establece lo que sucederá si mi… si el rey y la reina mueren.
—Así es. Dicho en pocas palabras, en Cormyr, los nobles del reino no pueden ser devueltos a la vida por medios mágicos. Está expresamente prohibido resucitar a los monarcas gobernantes y regentes y a todos los demás miembros de la sangre Obarskyr; sólo se los puede resucitar en caso de que hayan accedido a ello antes de su muerte y de que no sean fieles de una fe que prohíba esta costumbre. Los herederos no pueden ser resucitados y seguir siendo herederos; nadie que haya muerto y haya resucitado puede heredar el Trono del Dragón ni tampoco ocuparlo por derecho de conquista. Aunque la familia real se extinguiese y la sucesión pasase a otra casa, un proceso que casi seguro sumiría al reino a una sangrienta guerra civil.
Los ojos de la princesa Tanalasta tenían el tamaño de platos y su color era intensamente oscuro.
—¿Por qué…? —se humedeció los labios resecos, tragó saliva y volvió a intentarlo—. ¿Por qué no puede mi padre cambiar este estúpido tratado? ¿Por qué? ¿No puede un Rey Dragón nombrar una secuencia clara de sucesores para atajar la guerra?
—Ay, me temo que no, alteza —dijo con tono grave el mago real, paseándose con las manos tras la espalda—, porque hay una ley, otra ley relativamente reciente, pero tan firme como cualquier otra ley de nuestro código, que lo prohíbe. Me temo que las leyes se acumulan como las represas de los castores, formando una trama enrevesada que sólo puede transitarse con mucho cuidado.
Tanalasta adoptó una expresión de perplejidad.
—Pero ¡mi real padre es el rey! ¿Acaso no puede hacer caso omiso de una ley que impide que haga su voluntad? ¿Qué estorba a su justicia? ¿Acaso sus decretos no hacen las leyes?
Vangerdahast se volvió sobre sus talones, arremolinando su túnica y apuntándola con un dedo, y a pesar de todo su entrenamiento, a pesar de todo lo que se había propuesto hacer y no hacer en el momento de entrar a la cámara, Tanalasta se encogió para evitar un conjuro que no se produjo.
Habría roto a llorar si el mago real se hubiera burlado de ella o hubiera mostrado una expresión divertida.
En lugar de eso, él se la quedó mirando con expresión severa, como si ella hubiera sido muy, muy mala.
—Las leyes y las normas —dijo con firmeza— deben ser observadas en todo momento. Porque si un reino es un caballero de brillante armadura, cada norma es un trozo arrancado de su armadura que deja el camino abierto para la espada de un traidor que sostendría: «Si en épocas pretéritas, tal rey se saltó esta norma, ¿por qué no habría yo de hacer otro tanto?».
Tanalasta se estremeció un largo instante. Primero palideció y luego se sonrojó.
—Pero vos transgredís las normas. Todo el tiempo. He oído decir eso a mi padre, y a los nobles y a Alaph… —Repentinamente se calló, temerosa de decir más, temblando de inquietud.
El mago real dio un paso adelante.
—Lo hago —respondió con tono muy calmado—, por el bien del reino. Ese es mi deber… y mi sino. Para que el gran motor que es la corte funcione, alguien debe empujar y tirar de él todos los días, transgrediendo las normas cuando es necesario… las normas que todos los demás deben seguir. Yo soy el Rompe Normas.
Ahora el temblor de Tanalasta estaba casi fuera de control, pero de todos modos alzó la barbilla y lo miró a los ojos, desafiante.
—¿Y si alguna vez os equivocáis al hacerlo? ¿Qué es lo que os diferencia de un traidor? ¿Qué os diferencia de un proscrito al que hay que perseguir?
Ahora Vangerdahast realmente estaba sonriendo, y era una sonrisa tirante, que no expresaba alegría ni satisfacción.
—Me he equivocado ya, como vos decís. Muchas veces. Sin embargo, los reyes me han perdonado.
—¿Por qué? —susurró la princesa—. ¿Los habéis… encantado?
—¿Para obligarlos? No. Aunque la mayor parte del reino así lo cree. Tampoco es que los reyes me dejen libre porque me temen, ni porque me odian. ¿Os parece a vos que vuestro padre me teme?
—Sí. —La princesa de la Corona estaba tan blanca como su capa de armiño favorita, sus labios habían perdido su color, pero su susurro fue firme.
El mago real la miró. Ya no sonreía y su rostro fue otra vez viejo e inexpresivo durante tan largo rato que a ella se le encogió el corazón.
—Bueno, tal vez a estas alturas tiene la cordura suficiente como para hacerlo —dijo por fin con tono despreocupado—. Dejemos estas cuestiones para otro momento, alteza, y volvamos a las cuestiones que debéis saber y entender sin que pase una noche más. Es necesario que sepáis estas cosas, que seáis apta para servir debidamente al reino, cuando llegue el día en que debáis hacerlo.
Indecisa, Tanalasta se llevó una mano a la boca.
—¿Cuando… cuando mi padre muera y yo… me convierta en reina?
Vangerdahast volvió a ponerse serio.
—Cabe esperar sinceramente que cualquier princesa de Cormyr sirva al reino como es debido, en muchos, muchos sentidos, de lo más grande a lo más pequeño, antes de que sea llamada a gobernar de verdad. Hay otras formas de servir además de dar órdenes.
—Como bien sabéis —murmuró Tanalasta.
La colerilla sonó tan parecida a las de su madre que el mago, lejos de enfadarse, no pudo por menos que sonreír. No cabía duda de que la chica era una auténtica Obarskyr debajo de aquella máscara irreductible y aquella pose envarada. Lo mejor era hacer caso omiso de su comentario y simplemente…
—Mago, ¿por qué me estáis diciendo todo esto ahora? —Tanalasta lo miraba con auténtica preocupación—. ¿Qué es lo que queréis decirme realmente? Mi padre hace más de diez días que salió de cacería. Está bien, ¿no es cierto?