Capítulo 4

En lo profundo del bosque, una bella dama

En lo profundo del bosque

una bella dama

su secreto esconde

y a los lobos llama.

Es cuestión de honor

que ellos comprueben

que los nobles tienen

su propio sabor.

Anónimo,

Los nobles tienen su propio sabor,

Balada, popular

en el Año del Acero Silencioso

El mundo fue volviendo a ella entre nubes de humo. Era espeso y picante y provenía de un fuego que crepitaba bastante… ¡Manada de Dragones perezosos! ¿Es que nunca iba a encontrar unos sirvientes diligentes? ¡Vaya, pero Khalandra estaba siendo imperdonablemente descuidada esta mañana! Ninguna doncella que se preciase podía dormirse de ese modo, jamás. ¡Esas chispas podían llegar a estropear una valiosa alfombra de Sthkartlan! Toda la habitación podía quemarse en cuestión de segundos si…

Alguien le tocó los pies con suavidad. El roce suave, diestro, hizo que un dolor la recorriera de pies a cabeza y lady Narantha Corona de Plata se despertó bruscamente.

Parpadeó ante el brillo de esmeraldas de las hojas bajo el resplandeciente Sol de la mañana, y vio un cielo azul, sin sombra de nubes, sobre su cabeza. ¡Por todos los dioses vigilantes! ¿Dónde se encontraba?

En medio de algún bosque, sin duda, pero ¿cómo…?

Entre los árboles corría un torrente cantarín, un poco más allá de sus doloridos pies. El olor a fuego que le había llegado provenía de una pequeña hoguera que estaba un poco más lejos, y ahora venía mezclado con aroma a carne y pescado asados y… y uno de los jóvenes más apuestos que había visto en su vida estaba lavándole y vendándole los pies. ¡Sus pobres pies desnudos, arañados y llenos de cortes!

De pronto, el recuerdo de la noche la asaltó: el miedo, los terribles gruñidos, su huida frenética hacia la oscuridad amenazadora, el ruido de sus perseguidores, cómo la habían atado cruelmente y transportado, con los ojos tapados, como si fuera un fardo, a trompicones —ahora ya no tenía las ataduras. ¡Loado sea el Dragón!— y una especie de pelea en torno a ella en la oscuridad, entre los proscritos y los hombres del rey…

Los proscritos serían sin duda unos asesinos violadores, barbudos y sucios. No creía que fueran capaces de lavarle los pies a nadie. Tampoco iban a desatar a una cautiva.

De modo que lo más probable era que este hombre la hubiera rescatado y que estuviera al servicio del rey. ¿Sería así?

Él no la había mirado, aunque su respiración agitada mientras recordaba todo aquello sin duda le había anunciado que estaba despierta. Lady Narantha se incorporó apoyándose en un codo. ¡De repente tomó conciencia de que sólo llevaba puesta su arrugada y destrozada bata que otrora había sido espléndida, y de que un hombre estaba de rodillas a sus pies, desde donde podía ver de ella más de lo conveniente!

Sintió que la embargaban el miedo y la furia y tuvo ganas de darle un puntapié y gritarle por ser un lascivo villano… pero todavía no había acabado de vendarle los pies y… por los dioses, le dolía horriblemente la espalda. ¡Uhhh! Peor todavía, empezaba a darse cuenta de que tenía dolores y magulladuras por todo el cuerpo. Era probable que ni siquiera pudiera ponerse de pie sin su ayuda.

Narantha cerró los puños hasta que sintió sus propias uñas clavándosele en las palmas de las manos, y se tragó las furiosas palabras que había estado a punto de pronunciar. Necesitaba a este campesino, fuese quien fuese, para hallar el camino de vuelta hacia algunos Dragones Púrpura que la escoltaran hasta lord Hezom: ¡ese triplemente maldito, apestoso patán de los bosques al que su padre, por alguna razón descabellada, había encomendado su educación! ¡Vamos, la única educación que ella estaba dispuesta a admitir…!

Una punzada especialmente dolorosa hizo que Narantha volviera a prestar atención al presente. Con una mueca, miró a su alrededor.

Estaba tendida en una franja arenosa cubierta de helechos junto a un río que corría en medio de un bosque. Olisqueó el aire: sí, un conejo y dos truchas de río, esos olores los conocía bien, se estaban asando en una parrilla improvisada hecha de ramas entrelazadas sobre un pequeño fuego encendido sobre una roca.

Junto al fuego estaba la hoja más grande que hubiera visto jamás llena de algunos brotes recién cogidos que se disputaban unos pajarillos pardos. El hombre que estaba a sus pies los espantaba con amplios manotazos, sin mirarlos siquiera. En la palma de esa bronceada mano tenía una cicatriz blanca y larga.

Iba vestido con una polvorienta armadura de cuero manchada de barro —traje de guardabosques— y sin embargo parecía un rey. No como un hijo de la sangre del rey Azoun, se apresuró a reconocer Narantha. Más bien tenía el mismo aire de tranquilo dominio y de inteligencia despierta que el duque de Bhereu o el barón Thomdor… o que el propio rey.

En ese momento, ese extraño sucio, alzó la vista y la miró, y fue la perdición de Narantha.

Unos ojos amistosos, de color entre azul y gris, la miraban desde un rostro de mandíbula firme y expresión principesca que se abrió de repente en una sonrisa cálida, acogedora, bondadosa.

Una sonrisa que ella hubiera deseado merecer una y otra vez. Su corazón empezó a latir con fuerza.

—Bien hallada, bella dama —dijo él con voz calmada—, soy Florin Mano de Halcón, hijo de Hethcanter e Imsra de ese nombre, de Espar.

Apartó la vista un momento y ahuyentó a un pajarillo que al salir volando dejó caer un brote que llevaba en el pico. Con elegancia recogió en el aire la pequeña esfera verde y la volvió a poner en la hoja.

—Perdonadme —añadió—, pero los atrevidos habitantes del bosque están empeñados en robar nuestro desayuno.

—¿Dónde está Delbossan? —preguntó ella a bocajarro—. ¿Y dónde me encuentro?

Florin volvió a mirarla y abrió las manos con gesto de perplejidad.

—En cuanto a lo primero, no lo sé, aunque si os referís a maese Delbossan, que es caballerizo de Hezom, señor de Espar, lo conozco, igual que cualquier esparrano, ya que Espar no es un lugar grande. Es un buen hombre. En cuanto a lo segundo: aquí. En el bosque. El Bosque del Rey, para ser más exactos, junto al río llamado Dathyl.

—¿Y dónde está eso? —dijo con un resoplido—. ¡El Bosque del Rey abarca la mitad del reino!

—Así es —coincidió él con una sonrisa, y alargando una mano tan rápida como un látigo cogió a un pajarillo al vuelo, se dio la vuelta y lo arrojó al otro lado del río. El ave emitió un chillido agudo, evidentemente sorprendida al ver su trayectoria tan drásticamente modificada.

Florin le respondió con un chillido igualmente agudo, y el pájaro volvió a responderle con la misma rudeza mientras desaparecía al otro lado del Dathyl en medio de un oscuro grupo de árboles.

Narantha se lo quedó mirando. ¿Podría hablar con los pájaros? ¿O acaso estaba totalmente loco y…?

Entonces ese guardabosques esparrano con la misma mano con que había cogido el pájaro —sin lavarse antes— le tocó el tobillo.

—Tenéis bastantes cortes, no cabe duda —dijo, y se volvió hacia un lado en cuclillas, con tanta gracia como un bailarín, para buscar detrás de sí y sacar algo de una bolsa.

»No es prudente —añadió con suavidad— salir al bosque, a cualquier bosque, sin ir calzado con unas buenas botas, señora. Sin embargo, la fortuna os acompaña este día ya que yo nunca salgo sin llevar un par de recambio.

Con suavidad le empezó a poner unas botas en los pies vendados, unas enormes, horribles y pesadas botas de hombre, hechas para unos pies que eran el doble de los suyos. Los pies de él, sin duda. ¿Y qué era lo que hacía ahora?

Estaba rellenando, sí, rellenando las botas con más vendas. Metía un rollo tras otro de vendas no muy limpias alrededor de sus pies, y después alrededor de sus tobillos y pantorrillas…

—¿Qué estáis haciendo?

—Os ruego me perdonéis, señora, pero las botas son demasiado grandes para vuestros pies. Es preciso ajustarlas bien para que no se os salgan al caminar, de lo contrario os rozarán y es probable que el pie se os salga fuera o que os torzáis un tobillo y caigáis al suelo.

El guardabosques introdujo un último rollo de vendas, lo empujó hacia abajo con dos dedos bien fuerte y se echó hacia atrás con expresión satisfecha. Ella no necesitaba saber que todo aquello: botas, petate y vendas habían salido del refugio de los guardabosques. Tampoco era algo de lo que hubiera que preocuparse pues era muy poco probable que la altanera y poderosa lady Narantha Corona de Plata hubiera oído hablar siquiera de los refugios de los guardabosques, ni siquiera de los guardabosques.

De todos modos, aunque ya lo hubiera catalogado de sirviente sin rostro, él no tenía por qué tratarla con rudeza.

—Debo haceros otra advertencia, señora. No sigáis caminando si sentís un dolor permanente en algún lugar de un pie. Tendremos que detenernos a menudo para volver a lavar y vendar vuestras heridas.

Los ojos de lady Narantha lanzaron chispas.

—¿Esperáis que camine? ¿Con los pies llenos de cortes?

Florin se encogió de hombros.

—Tenéis que hacerlo —le respondió con calma—. En cuanto los lobos y los osos-lechuzas capten vuestro olor, os seguirán. Si no podéis manteneros por delante de ellos os comerán. Lentamente si el que os captura es un oso—lechuza. Les gusta divertirse cruelmente con su comida.

—¿Qué? —chilló Narantha con un grito nada propio de una dama y que seguramente habrían oído los osos-lechuza de todos los confines del reino—. ¡Sacadme de aquí! ¡Debéis saber que soy una Corona de Plata… una Corona de Plata! ¡La más antigua y encumbrada de las familias nobles de Cormyr! ¡Sacadme de aquí en seguida! Os lo ordeno, en nombre del rey, cuyo Decreto sobre Derechos Nobiliarios os obliga a costa de vuestra propia vida: ¡Llevadme de vuelta a Suzail! ¡Deseo salir de este horrible bosque sin demora!

El guardabosques se puso de pie, con la fluidez de movimientos de un danzarín de la espada que Narantha hubiera visto en cualquier velada familiar, y la miró desde su elevada y fornida estatura frunciendo el ceño.

—Jamás he estado en Suzail —murmuró, y era la pura verdad. Luego miró hacia el otro lado del río por si su expresión delataba la gran falsedad que iba a añadir—. No conozco el camino.

Hasta un niño sabría que si era capaz de encontrar el camino, que estaba en todas partes en esa dirección, era imposible que no llegara a Suzail. Los caminos reales no eran tan retorcidos. Dirección sur, pasando por Waymoot hasta Suzail, siguiendo las señales claras y perfectamente mantenidas por todo el camino.

Hasta un niño, cierto… pero ¿y una joven de la nobleza?

Vaya, no empezó a lanzar sobre él improperios tachándolo de mentiroso. Se limitó a mirarlo con absoluto desaliento.

—Lo que sí puedo, y es lo que haré, es llevaros a Espar —le dijo con tono solemne—, pero…

—¡Villano! ¡Taimado y mentiroso bastardo de un proscrito! ¡Campesino de cara de estiércol! ¡Traidor, imbécil, perro desvergonzado! ¡Asaltante de doncellas! ¿Cómo osáis…?

—Pero nos llevará unos cuantos días —prosiguió Florin, alzando la voz sin esfuerzo para imponerse a la suya sin gritar—, porque estamos en medio del bosque, donde pululan grandes bestias.

—¿Unos cuantos días? —repitió incrédula. Entonces se puso de pie de repente y empezó a golpearlo en el poderoso pecho con sus pequeños y pálidos puños—. ¡Incompetente! ¡Ignorante! ¡Desdichado, mentiroso, cabezón! ¡Sirviente perezoso e indolente! ¡Mujeriego, embustero, cara de caballo —resolló—, inútil…!

Sin hacer caso de los golpes que llovían sobre él, Florin se encogió de hombros y con toda la calma le dio la espalda y se puso a reunir sus trastos. Tampoco hizo caso cuando ella empezó a darle puñetazos en la espalda, ni siquiera cuando le atizó un fuerte puntapié en la entrepierna desde atrás, golpeándose las doloridas puntas de los dedos en lo que sin duda era una bragueta de metal.

Enderezándose y cargando el petate al hombro mientras canturreaba como si ella no estuviera allí, el alto guardabosques empezó a andar siguiendo la orilla del río a paso largo e increíblemente tranquilo.

—¿Adónde creéis que vais? ¡Volved aquí! Volved, os lo ordeno, insignificante…

El silencioso gamberro seguía andando. Narantha lanzó un resoplido exasperado, e incómoda dentro de sus botas, inició un trotecito tambaleante que la llevó a pasar por encima de un tronco muerto, a continuación tropezó con otro, raspándose una pierna cubierta apenas con la andrajosa y húmeda bata, y por fin se enredó en un arbusto espinoso y por fortuna seco y quebradizo y acabó de narices en el suelo.

El cenagoso y apestoso suelo, todo lleno de raíces y de gusanos deslizándose apresuradamente entre las hojas y…

—Volved —gritó, presa de terror ante la perspectiva de quedarse abandonada, totalmente sola, en medio del enorme bosque, perdida y… y perseguida…

»¡Por favor! —su voz se quebró en un sollozo—. ¡Eh, hombre! ¡Guardabosques! —Con desesperación trató de recordar su nombre hasta que finalmente, medio ahogada por el llanto, gritó—: ¡Florin, os lo ruego! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Ayudadme!

En medio de sus lloros y mientras se esforzaba por ponerse de rodillas, cegada por las lágrimas y sintiéndose absolutamente desgraciada en su indefensión, lady Narantha Corona de Plata no oyó cuando su salvador a la fuga murmuró en voz muy baja:

—¿Qué? ¿Acaso parezco un ejército? ¿Yo, un campesino bastardo, perezoso e inútil?

—¡Por favor, volved! —imploraba ahogada por las lágrimas—. ¡Buen Florin, por favor!

El buen Florin sonrió, dio otro paso para borrar su expresión de regocijo y reemplazarla por otra muy seria, y entonces giró en redondo y volvió sobre sus pasos.

Por los dioses que esperaba ser capaz de mantener esta ficción hasta volver a ponerla en manos de Delbossan. Esto era una aventura, cierto, pero…

Su expresión era perfectamente calma y gravemente hermética cuando pasó al lado de ella y volvió a la arenosa orilla.

—Por la Reina del Bosque ¿en qué estaría yo pensando? Quedé tan impresionado por vuestra grosería de baja estofa que por poco me olvido del desayuno.

De rodillas sobre la tierra, Narantha Corona de Plata sintió que la rabia volvía a sacudirla mientras miraba al guardabosques boquiabierta. Su… ¿grosería de baja estofa?

¿Baja estofa?

¿Grosería?

—Loada sea Mielikki, ni siquiera han empezado a quemarse —dijo Florin retirando del fuego crepitante el pescado.

Narantha lo seguía mirando atónita. ¿Cómo se atrevía a…?

¿Era esa realmente la imagen que tenía de ella?

Florin se volvió.

—Señora —dijo con tono cordial ofreciéndole una hoja verde con un filete de trucha humeante—, el desayuno está servido.

Narantha se dio cuenta de repente de que la boca se le hacía agua. Tan hambrienta estaba que, al llegarle el aroma del pescado, se arrastró hacia él sin decir nada, arrancando las ramas a su paso para llegar antes.

—No os comáis la hoja —le dijo Florin—, usadla como plato para no quemaros con el jugo y no mancharos la ropa. Sostened el borde hacia arriba, así, y no caerá nada. Podéis inclinar la hoja para beber el jugo. Comed tranquila, no le queda ni una espina.

Con miedo a quemarse, Narantha dio un mordisquito a un extremo del filete. ¡Qué bueno estaba! Muy caliente, es cierto. Tardó en tragarlo para darle tiempo a que se enfriara y no quemarse los labios, pero ¡estaba estupendo!

Unos dedos largos y fuertes le quitaron la hoja perfectamente limpia de las manos y la cambiaron por otra, esta vez ahuecada en torno a un puñadito de brotes verdes. Narantha los miró con curiosidad y alzó una mirada inquisitiva.

—Brotes de cavanter —le dijo Florin señalando un arbusto cercano—. De aquella mata. Sólo son buenos para comer en esta época del año, cuando están verdes y jugosos. Están deliciosos cuando se fríen en un poco de mantequilla.

De todos modos, a Narantha se le seguía haciendo la boca agua. Observó a Florin mientras mordía un brote como si fuera una aceituna o un rábano, y lo imitó. Crujiente… no era un sabor conocido… parecido a la zanahoria por la textura, pero sabía a pan frito. No era tan espectacular como la trucha, pero… no estaba mal.

El guardabosques dio buena cuenta de su pescado y sus brotes en un abrir y cerrar de ojos y ya estaba manos a la obra con el conejo, partiéndolo sobre otra hoja. Por suerte, su cuchillo ya había hecho desaparecer la cabeza, y de tan crujientes, las patas se partían como una corteza muy cocida. En un instante le ofreció otra hoja.

—Cuidado —le advirtió Florin—, esto tiene huesos. Escupidlos en esta hoja, no en otro sitio.

Narantha ya había comido conejo muchas veces, por lo general acompañado con las salsas más finas que se preparaban en las cocinas de muchas de las grandes casas e incluso en palacio, pero este, sin salsa y excesivamente caliente, que le hacía arder los dedos mientras mordía y lo enfriaba en la boca, este los superaba a todos. Era lo mejor que había comido en su vida.

Se acabó cuando todavía le apetecía más, y eso que no reparó en que el guardabosques había deslizado su parte en la hoja que ella sostenía en sus manos mientras comía, como tampoco se dio cuenta de que todo el tiempo había estado gimiendo de puro placer.

Se chupó los dedos con avidez y se echó hacia atrás mirando las hojas engrasadas. En todos los festines a los que había asistido, hasta donde podía recordar, jamás había probado nada tan exquisito.

Florin se estaba lavando las manos, y al parecer también el mentón, en el río.

—Venid —le dijo amablemente—. Tenemos por delante un largo camino antes de que caiga la noche para escapar de las bestias. Lavaos.

Narantha lo miró sorprendidísima. Su momento de gozo había quedado atrás.

—¿Estáis sugiriendo —preguntó con acento glacial— que debo ponerme de rodillas y beber agua del río como si fuera un perro?

—Sólo un poco. No es bueno beber mucho de golpe. Utilizad la arena para frotaros la boca y las manos.

Ella ni se inmutó. Se limitó a echarle una mirada asesina.

Sin perder la calma, el guardabosques echó agua sobre el fuego, que produjo una gran escandalera de humo y de silbidos hasta que consiguió apagarlo. Las astillas más grandes fueron a parar al río, donde quedaron enterradas en la arena. Las hojas en las que habían comido sufrieron idéntica suerte.

Entonces Florin cogió con las manos arena seca y cubrió con ella las cenizas dispersas del fuego, tras lo cual se volvió a enjuagar las manos en el Dathyl.

—Lavaos —le dijo con firmeza, y a Narantha le recordó a una de las niñeras que había tenido en su infancia.

—¿Y quién sois vos para darme órdenes a mí?

Florin la miró con la misma expresión de rancia sabiduría y seria decepción con que la habían mirado sus tíos muertos hacía tiempo.

—El olor del pescado y de la carne quedarán pegados a cualquier rama u hoja que toquéis, dejando un rastro claro que hasta un lobo o un oso—lechuza cortos de mollera podrían seguir. Los conduciréis directos a vuestro gaznate. Y eso por no hablar de las molestas moscas y otras especies que os encontrarán mucho más rápido y os seguirán con sus zumbidos a dondequiera que vayáis. Lavaos.

Derrotada, la bella flor de los Corona de Plata lo miró al pasar con mudo desdén y se dirigió al agua, dándole la espalda al llegar.

—Podéis aliviaros por ahí —añadió Florin indicando un lugar entre los árboles—. No hay espinas ni hojas punzantes. Sí, aquella maleza es más espesa, pero tendréis picor y ardores durante días si os metéis allí.

Narantha se puso tensa, pero no replicó.

—Si esperáis a hacerlo más tarde —añadió Florin sin inmutarse—, recordad que lo que vais dejando a vuestro paso es un invitación a las bestias salvajes para que os persigan.

Sin mediar palabra, Narantha se dirigió hacia donde él le había indicado.

—Usad las hojas grandes y claras —añadió Florin, y sospechó por la forma en que se habían movido las vides salvajes tras las cuales se había metido, que le había respondido con un gesto muy grosero.

Miró todo en derredor buscando señales de su estancia, removiendo la arena con el canto de su bota para borrar las huellas de botas, rodillas y manos.

Cuando lady Narantha salió de entre los arbustos, mirándolo con furia pero sin decir palabra, Florin murmuró:

—Seguidme, por favor —y se metió en el agua.

Narantha no se lo podía creer.

—Pero ¿qué diantres estáis haciendo?

—Siempre hay que hacer esto al dejar un lugar de acampada en el bosque —respondió Florin con el agua hasta la rodilla—. De esta manera les resulta más difícil a los monstruos más inteligentes seguir la huella desde las hogueras al siguiente lugar donde uno duerma. De lo contrario, no tardarían en atacaros.

La flor de los Corona de Plata se miró las extrañas y enormes botas que llevaba en los pies con expresión de disgusto.

—Voy a estar fría y húmeda —dijo cortante—. Odio estar húmeda.

—Entonces cuanto antes terminéis, mejor —respondió Florin con brusquedad—. Lo mejor es enfrentarnos a lo que nos disgusta y hacerlo pronto, así queda tiempo para lo que nos gusta más, ¿no os parece?

Narantha lo miró con furia.

—Todo esto os da gusto, ¿no es cierto? Disfrutáis humillándome cada vez que se os presenta la ocasión, burlándoos de mi ignorancia sobre cómo hay que andar por el bosque y recordándome que soy una perfecta inútil. Os odio. Los hombres galantes de Cormyr, los auténticos hombres de Cormyr, jamás tratarían así a una dama.

Florin alzó los ojos al cielo.

—No tenemos todo el día —dijo con tono coloquial—. Tenemos que atravesar un coto de caza de osos-lechuzas para salir de este bosque. Sería una verdadera pena que la noche nos sorprendiera pasando por su guarida.

—¡Dejad ya de inventaros historias! —le esperó Narantha—. ¡Mentís! ¡No hacéis más que inventaros cosas para asustarme y obligarme a obedeceros! ¡Pues no, se acabó! ¡En algún lugar tiene que haber un puente para cruzar al otro lado… o podéis cortar un árbol y hacer uno para mí! ¡Sí, señor! ¡Escuchad mi orden: cortad un árbol, aquí mismo, y…!

Florin salió del río a grandes zancadas y galantemente la cogió por el codo y la guio… directamente al Dathyl. Cuando ella empezó a resistirse al ver adónde la llevaba, su mano se hizo de acero y la remolcó hasta la mitad de la corriente, donde ella empezó a tambalearse, a manotear y a gritar al ver que una bota amenazaba con salírsele y quedarse allí, debajo del agua.

—Pisad con fuerza —le ordenó Florin sin perder la calma—, o perderéis esas botas y tendréis que andar a gatas durante días en medio del bosque. Eso si las bestias permiten que duréis tanto.

No la soltó, e hizo bien, teniendo en cuenta la cantidad de pozos y de piedras en las que parecía tropezar a cada rato, sin querer. Incluso estuvo dos veces a punto de caer sentada. Así le dio un largo y húmedo paseo por el río antes de subir a las rocas de la otra orilla con una Narantha chorreando agua a su lado.

Le pareció captar un movimiento junto a un árbol que había un poco más allá, y Florin pronunció unas palabras en una lengua suave, de sonidos líquidos y cambiantes, que Narantha jamás había oído. Creyó oír un atisbo de susurro a modo de respuesta antes de que Florin la volviera a arrastrar hacia el agua y siguiera caminando hasta superar una curva del río.

Esta vez sí que se cayó. Se desasió de la mano de él, que la sujetaba, y perdió pie. Se levantó tosiendo, escupiendo y muy mojada, y no protestó cuando él volvió a cogerla por el brazo. Le castañeteaban los dientes cuando por fin volvieron a salir del Dathyl.

—¿Qué fue lo que dijisteis antes? —preguntó con tono quejumbroso mientras se cubría el pecho con los brazos, tratando de que él no la viera con aquel empapado andrajo en que se había convertido su bata—. ¿Y a quién?

—Un saludo educado y un mensaje de que no intentábamos hacer ningún daño a alguien en cuya casa estuvimos a punto de irrumpir.

Narantha esperó, temblando, hasta que le dio la impresión de que el alto guardabosques no estaba dispuesto a decir nada más.

—Jamás he oído ese idioma antes —le dijo por fin—. ¿Qué era?

Florin la miró enarcando una ceja.

—¿Jamás habéis oído hablar en driádico? ¿Con todas las cosas que os enseñan a los nobles?

—Nosotros los nobles —le dijo Narantha con tono glacial— no esperamos tener grandes tratos con las dríadas cuando se debaten asuntos del reino. En cambio, si se tratara de élfico, eso sí puedo escribirlo y hablarlo… un poco.

Florin se limitó a asentir.

—¿Y qué? ¿Vos sabéis élfico?

Florin hizo otro gesto de asentimiento. Parecía muy interesado en los árboles que los rodeaban, como si estuviera buscando algo. Después de unos instantes, asintió con satisfacción, como si una mano invisible le hubiera mostrado algo. Volvió a coger a Narantha de la mano y se puso en marcha entre los árboles en una dirección ligeramente diferente, con paso lento y decidido.

—¿Era realmente una dríada? —le preguntó la mujer noble con curiosidad mientras se dejaba guiar por él—. Yo… yo realmente no vi nada.

Florin asintió.

—Precisamente por no ver —le dijo Florin con suavidad— es por lo que estaríais muerta antes de llegar la noche si anduvierais por este bosque, sola. No os apartéis de mí si queréis volver a vuestra espléndida casa.

Narantha abrió la boca como para decir una verdadera grosería, pero la volvió a cerrar sin emitir sonido alguno.

Florin tenía la espada en la mano, y ella ni siquiera lo había visto desenvainarla.

—Ah… ¿hay peligro?

—Siempre —respondió él lacónicamente avanzando entre los árboles. Narantha iba detrás, chapoteando dentro de sus botas.

—¿Por qué está tan sucia vuestra espada? —preguntó cuando ya llevaban lo que a ella le había parecido una eternidad caminando—. Las espadas de mi padre, todas las espadas de los Corona de Plata, y todas las que veo en la Corte, brillan como la plata, relucen como si fueran espejos.

Florin asintió.

—Mi vida puede depender de que un enemigo no vea la luz del Sol o de la Luna reflejada en mi acero. Por eso la restriego con goma de los árboles que al mismo tiempo la protege del óxido. Las espadas de las que habláis están pensadas para impresionar. Yo jamás he tenido que impresionar a nadie ni había nadie a mi alrededor a quien impresionar. Ni los granjeros ni los exploradores de Cormyr se dejan impresionar por una espada.

Dicho esto volvió a guardar silencio, dejando a la mujer noble pendiente sólo de los golpes y roces de su propio y torpe avance, y ansiosa de oír algo más. ¿No sería capaz ese patán de mantener una conversación galante? ¿De pasar el día pronunciando palabras más inteligentes?

No, por supuesto que no. Era un palurdo ignorante, sin gracia, de algún andurrial perdido que se sabía uno o dos trucos y por eso se creía superior que… que quienes eran superiores a él. Cuanto antes se viera libre de él y pudiera hacer que unos cuantos Dragones Púrpura lo castigaran por su desvergüenza…

Se torció el tobillo por enésima vez, se golpeó en un lado de la cabeza con una rama y empezó a caerse. Manoteando consiguió por fin aferrarse a unas ramas que impidieron su caída.

—¿Esperáis llevarme andando hasta Suzail? —gritó por fin con voz entrecortada.

Florin la miró con sorpresa.

—¿Por qué no? ¿Cómo soléis ir de un lado para otro?

—A caballo —le dijo Narantha entre dientes mientras procuraba recuperar la postura erecta—. En carruaje, en barcaza, en palanquín. Eso es: me llevan mis sirvientes.

Siguieron abriéndose camino un poco más.

—¿Y bien? —le soltó ella enfadada—. ¿Ni siquiera os vais a ofrecer a llevarme?

Florin le enseñó su espada.

—Ya tengo ocupada una mano con esto. Además, este petate ya pesa más que vos. ¿No sois capaz de aguantar de vos misma?

Narantha no encontró respuesta para eso y siguió caminando en silencio y a trompicones hasta que llegaron a una pequeña elevación, todavía en lo más hondo del bosque, y encontraron un resbaladizo sendero para bajar por el otro lado.

—Estoy horrorizada —declaró al llegar otra vez a terreno más o menos llano y preguntándose por qué tantos árboles parecían tener necesidad de juntarse en tales cantidades formando una masa que ningún guardabosques era capaz de atravesar—. Horrorizada, ¿me habéis oído?

Florin no respondió, con lo cual se vio obligada a explicarse.

—¡Me horroriza la idea de que esperéis que yo recorta todo el reino andando!

Florin miró hacia otro lado. Ella tuvo la sospecha, fundada, aunque eso no podía saberlo, de que él estaba ocultando una sonrisa.

—¡No os atreváis a no hacer caso de mí, ignorante patán de baja estofa!

Florin la arrastró todavía con mayor rapidez, adoptando un paso veloz que la obligó a trotar en pos de él. Cuando la joven trató de ir más lentamente, la sujetó con fuerza de la mano y empezó a arrastrarla.

—¡Me estáis haciendo daño! —le gritó ella otra vez con renovada furia—. ¡Sois un bruto despiadado! ¡Un torpe y un patán! ¡Bastardo atolondrado! —Florin no respondió nada, y la flor de los Corona de Plata se quedó repentinamente en silencio. Su jadeo le permitió adivinar por qué: de tanto insultarlo se había quedado sin aliento.

Manteniendo una expresión férrea para contener la sonrisa que pugnaba por asomarle a los labios, Florin apuró aún más el paso.

—¡Más despacio, bellaco! —dijo la joven—. No puedo… no puedo…

—¿Recobrar el resuello mientras no dejáis de gritarme? No me sorprende, pero no podemos ir más despacio. No cuando vais haciendo semejante ruido. Seguro que todos los osos y los lobos en kilómetros a la redonda habrán oído…

Narantha cerró la boca de repente, apretando los labios en una línea delgada y llena de furia.

—… el ruido de vuestras pisadas… y nos deben de estar siguiendo ahora mismo, esperando pacientemente a que os canséis y hagáis un alto para descansar.

—¡Oh, maldita sea… que os den! —le soltó lady Corona de Plata, tropezando con la furia que llevaba y a punto de caer de bruces en un agujero lleno de barro y de hojas en descomposición.

Florin enarcó las cejas en abierta desaprobación, y hasta tal punto se pareció a su padre que Narantha se replegó. El guardabosques le dio la espalda mostrándole su disgusto y ella sintió que le ardían las mejillas de mortificación.

Le habrían ardido por otro motivo si hubiera podido ver la sonrisa ladeada que Florin ya no era capaz de contener por más esfuerzos que hacía.