Títulos, riquezas y alta estima
Porque ¿qué has ganado si ganas fama, títulos, riquezas y alta estima… pero te pierdes?
Elminster del Valle de las Sombras,
Runas en una roca,
publicado en el Año de la Estrella del Amanecer.
Horaundoon de los zhentarim lanzó una maldición.
Cuando los Espadas entraron en la Torre de Bastón Negro, su escudriñamiento quedó bloqueado. Al parecer, esas puertas oscuras no permitían el paso de nada.
Sacó una varita de un cajón, se inclinó sobre el orbe escudriñador y susurró el conjuro capaz de robarle poder para añadir esa magia a su escudriñamiento.
La Torre de Bastón Negro seguía siendo un muro oscuro y sólido para su escrutinio… pero los ojos de la guardiana de la puerta se entrecerraron.
Con expresión ceñuda, dibujó un círculo en el aire con el dedo índice y enfocó una de sus varitas al interior del mismo.
Precipitadamente, Horaundoon pasó una mano por encima de su orbe y abandonó la cámara en la que se encontraba.
La explosión que se produjo detrás de él hizo que saliera despedido por un corredor y que los suelos y los techos se sacudieran. El polvo lo hizo toser y se llevó las manos a la cabeza porque la onda expansiva había hecho que le retumbaran los oídos.
Se puso de pie y se marchó pasillo adelante, lanzando maldiciones en voz baja.
Era como si alguien hubiera metido un puño en su cabeza y le hubiera sacado algo. El enlace del gusano mental simplemente había desaparecido.
Los Espadas volvieron a parpadear. No podían ver nada dentro de la Torre de Bastón Negro. En medio de la más impenetrable oscuridad, sólo relucía débilmente un sendero de piedras que indicaba cómo salir de ella.
Daba la impresión de que recorría una distancia más grande de la que podía caber en el interior de la torre… o al menos del tamaño que parecía tener la torre desde fuera.
Pennae alzó su piedra luminosa. Su débil brillo sólo era suficiente para ver la piedra, pero no permitió ver nada de las tinieblas que los rodeaban.
Estaban tensos. Sentían en la nuca una amenaza, como si alguien los estuviera observando.
—Maldita sea —dijo Pennae entre dientes—. Jhess, abre la marcha.
—¿Yo?
—Fue idea tuya, chica, esto de entrar así, sin más, en la torre del propio Bastón Negro.
—Pero…
—Yo abriré la marcha —dijo Florin pasando por delante de ellas—. No apartéis los pies del sendero y no tratéis de asir nada en la oscuridad.
Observaron mientras se alejaba de ellos. Después de unas cuantas zancadas desapareció, convirtiéndose en parte de la gran oscuridad. Todo lo que podían ver de él era el movimiento de las juntas de las piedras del sendero.
—Vamos —les ordenó Islif a los demás, poniéndose en marcha detrás de Florin—. Eh, santurrones, que no se os ocurra formular ningún conjuro.
Todos partieron sendero adelante y no tardaron en dar alcance a Florin, que estaba de pie sobre un pequeño conjunto de piedras relucientes. Delante de él acababa el sendero y había unos escalones, cada uno de los cuales parecía flotar en un vacío aparente.
Con el ceño fruncido, Pennae subió el primer escalón y a modo de precaución echó las manos a ambos lados y las retiró de inmediato.
—Piedra fría y dura —murmuró—, pero no puedo verla.
Pasó la mano sobre la dura nada que había a su derecha para ver hasta dónde llegaba y la retiró con un siseo. Algo pequeño, invisible, la había mordido a modo de advertencia.
—¿Qué es? —preguntó Florin.
—Sólo hay que subir —dijo ella meneando la cabeza—, y no separar las manos.
Así lo hicieron.
Al final de la escalera, más oscuridad. Un camino liso, plano, se extendía no se sabía hasta dónde. Pennae avanzó cautelosa, tanteando con los dedos para asegurarse de que el siguiente paso se asentara sobre piedra sólida.
—Quedaos quietos —dijo por encima del hombro—. No vayáis a desviaros.
Dio otros dos pasos cautelosos, y de repente, silenciosamente, sin previo aviso, una luz brillante cobró vida en torno a sus rodillas.
Era de un verde esmeralda, un marrón parduzco, azul oscuro y gris entremezclado con blanco: un reluciente mapa de Faerun que parecía real flotaba en la estancia en torno a ella. Era como si ella fuera un coloso andante de pie en el corazón de… los Altos Bosques, con Aguas Profundas aquí y Cormyr por allí, Suzail un diminuto brillo en la costa y Arabel…
—Por todos los dioses —murmuró Florin maravillado. Todos los Espadas miraban con estupefacción el esplendor que los rodeaba y caminaban con sumo cuidado a pesar de que no perturbaban nada con sus movimientos.
—¿De modo que vosotros sois…?
Era una voz antigua, seca, calma y masculina. Parecía provenir de todo el contorno.
Miraron a todos lados, inseguros. Seguían viendo sólo oscuridad donde debería haber paredes y un techo.
Florin carraspeó antes de responder.
—Soy Florin Mano de Halcón, invisible señor, un…
—Ya sé quién sois, sé quiénes sois todos. Debería haber hablado con más claridad. ¿En qué os habéis convertido, vosotros seis?
Los Espadas de la Noche se miraron los unos a los otros.
La voz volvió a hablar.
—Tal vez sea pedir demasiado. Bien, veamos al menos si sois el tipo de arma susceptible de ser apuntada. ¿Qué os parecería ser señores y damas de un hermoso valle perdido en los bosques, con un castillo al que podáis llamar propio?
Pennae respiró hondo. «Ahora es cuando nos matan».
—¿Dónde está la trampa?
Se oyó una risita y el mapa que los rodeaba desapareció y en lugar de él se filtró una luz en la habitación que les permitió ver, no paredes ni techo, sino un débil resplandor sin relieve.
De pie en medio de él había un hombre corpulento, de anchos hombros, musculoso y vigoroso, con una túnica tan negra como el bastón que tenía en la mano. Sus cejas hirsutas y su rebelde pelambrera también eran negras, lo mismo que su barba bien recortada pero con un mechón blanco en el centro, y el rostro que había encima de su bigote negro como ala de cuervo, era escarpado y ceñudo.
—Soy Bastón Negro —dijo—. Bienvenidos a la Torre de Bastón Negro, Espadas de la Noche; he oído hablar bien de vosotros.
—¿De veras? —preguntó Islif, a quien la sorpresa la hizo hablar—. ¿Y a quién si puede saberse?
Khelben rio, un sonido seco y herrumbroso, como si este mago en particular no fuera muy dado a las expresiones de alegría.
—Fuentes sorprendentes —fue todo lo que dijo cuando dejó de reír.
Florin se lo quedó mirando, esperando que dijera algo más.
Khelben se limitó a sostener la mirada fija del guardabosques y a sonreír.
Sobrevino un largo silencio.
Un silencio que se prolongó.
Por fin, Semoor suspiró.
—Decidnos algo más de esta oferta de ser señores y señoras —pidió— y, tal como ha dicho Pennae, de cuál es su contrapartida. Todos sabemos que siempre la hay.
Khelben asintió, y de repente algo apareció flotando en el aire ante la nariz de Florin.
Era un objeto extrañamente retorcido que colgaba de una cadena que flotaba en el aire como si rodeara el cuello de un fantasma.
—Contemplad el Colgante de Ashaba.
Los Espadas lo contemplaron en silencio.
—El señorío del Valle de las Sombras —añadió Bastón Negro—. Es vuestro si lo queréis. No significa nada si no vais al Valle de las Sombras, a la Torre Retorcida de Ashaba, que permanece vacía, y no la reclamáis como vuestra. Uno de vosotros puede ser señor del Valle de las Sombras. Os juro que es uno de los lugares más bellos que he visto jamás, rodeado de verdes prados bordeados por grandiosos bosques, sobre la principal ruta comercial entre el Mar de la Luna y Cormyr. Vuestra fortuna está hecha si lo aceptáis.
Acabó de hablar y otra vez reinó el silencio.
—No pretendo ser irrespetuosa, gran Bastón Negro, pero sigo esperando saber dónde está la trampa —dijo Pennae.
Khelben arqueó una poderosa ceja.
—La vida —respondió—. La vida es la trampa. La forma en que se desarrollan y se cruzan los acontecimientos puede hacer fracasar el mejor plan, el sueño más brillante. Los dioses juegan con todos nosotros, y yo no soy ningún dios como para tener habilidad alguna en semejantes juegos. Así pues, podéis esperar muchas trampas, pero si sois los osados aventureros que habéis sido hasta ahora, se irán desmontando una tras otra ante vuestros ojos.
El colgante relumbró.
—Esa chuchería —añadió Bastón Negro— sólo tiene una magia que la preserva del tiempo. No hace ningún daño a quien la toca. Florin, ¿queréis cogerla?
Florin negó con la cabeza.
—Soy un explorador. Quiero recorrer los bosques y ser libre y para nada ansío sentarme en un trono de piedra. Necesito sentir el viento en la cara, ver los amaneceres y los crepúsculos al raso. Me bastaría con cabalgar de un lado a otro, llevando el estandarte del Valle de las Sombras. Pero, señor mago, mis compañeros son todos gente valiosa. Probablemente, todos ellos serían buenos señores del Valle de las Sombras.
—El trono sólo lo puede ocupar uno —dijo Khelben con tono seco—. Elegid entre vosotros, entonces. —A su alrededor, la luz empezó a desvanecerse.
Vacilantes, los Espadas se miraron y luego juntaron todas las cabezas.
—Puede matarnos con sólo chasquear los dedos —susurró Pennae—. Empiezo a creer que aceptar ese señorío es la única manera de salir vivos de aquí.
—De acuerdo —bisbiseó Semoor con amargura—. Entonces: ¿quién se queda con el título y el poder?
—¿Por qué no Islif? —propuso Jhessail—. ¿Tiene que ser un «señor»?
—No —dijo Islif decidida—. Yo no lo voy a aceptar. Yo podría ser un buen tirano, pero un mal señor, y llegaría a odiarme tanto como para desear la muerte mientras gobernara. No voy a hacerlo.
—¿Pennae? —preguntó Jhessail.
—Soy demasiado inquieta, y también demasiado corrupta —respondió la ladrona sonriendo al tiempo que le daba un codazo a Doust—. ¿Y qué tal tú? ¿Te sientes afortunado?
Doust gruñó.
—El mejor señor es aquel que lo es a regañadientes —dijo Florin.
—Sí —confirmó Pennae—. ¿Y bien?
—Cuenta con mi voto —dijo Semoor.
—Y con el mío —añadió Jhessail.
—Un momento —dijo Islif—. Doust, ¿tú que sientes realmente?
El novicio de Tymora negó con la cabeza, suspiró y dijo:
—Bueno, si nadie lo quiere, yo lo haré, pero no me culpéis si…
—No lo haremos —dijo Islif. Acto seguido lo cogió por los hombres y poniéndolo de frente al mago llamó—: ¿Lord Arunsun? Ya tenemos un candidato.
Empujó a Doust para que diera unos pasos adelante.
El mago de Aguas Profundas parecía divertido.
—¿Ansioso? —preguntó.
Doust suspiró.
—Señor, a mí… a todos nosotros… nos resulta un tanto incómodo esto. Tenemos una cédula real de Cormyr y algunas promesas aún por cumplir. No somos mejores que cualquier proscrito si no cumplimos nuestra palabra.
Entonces parpadeó, sorprendido, cuando el colgante desapareció de donde estaba flotando, y reapareció, sólido y pesado, en sus manos.
Bastón Negro sonrió.
—Empiezo a pensar que sois la maravilla de las maravillas. Vuestra llegada no fue algo inesperado por más que encontrasteis vuestro propio camino para llegar y no fuisteis guiados. Me atrevería a decir que Arabel está de cabeza siguiendo vuestro rastro. Y, dicho sea de paso, ¿cómo le va al joven Amanthan? Era uno de mis más prometedores apren… pero dejemos eso para más tarde. Que os baste saber que habíamos previsto vuestra llegada. En vista de lo cual, mientras Alaise os demoraba en mi escalinata, yo hice lo que había que hacer. Entré por vuestra puerta.
Detrás de Khelben apareció silenciosamente una arcada que se destacaba sobre un suave resplandor.
Vacilantes, los Espadas fueron hacia ella. La habitación que quedaba a sus espaldas se oscureció y Khelben desapareció con ella mientras la que tenían por delante empezó a iluminarse.
Los Espadas contemplaron un trono con una mujer coronada de aspecto majestuoso sentada en él, y una mesa en forma de media luna junto a ella donde un hombre con aspecto de sabio escribía con frenesí.
Alzó la vista, dejó su pluma y se puso de pie.
—Arrodillaos ante vuestra reina. Aventureros, contemplad a la reina Filfaeril de Cormyr.
Los Espadas miraron boquiabiertos a la mujer sonriente del trono y presurosos se pusieron de rodillas.
Filfaeril agitó la mano.
—Alzaos y poneos cómodos —dijo—. Basta ya de tonterías, Alaphondar. Espadas de la Noche, os propongo un trato. Necesito que se lleve a cabo una misión, y a cambio creo que puedo modificar vuestra cédula real. A Cormyr le gustaría muchísimo tener amigos en los que poder confiar en el Valle de las Sombras, como una luz brillante en el camino que tanto metal y moneda del Mar de la Luna nos aporta al tiempo que enviamos allí víveres y carne de caballo. O sea que, poneos de espaldas y abrid vuestra bragueta, Florin: necesitamos la cédula.
Sonriendo al ver la sorpresa de los Espadas, la reina dijo con serenidad:
—Cormyr tiene muchos ojos vigilantes. Algunos de ellos hacen que confíe mucho en que los señoríos que voy a conceder son plenamente merecidos. Florin, por ejemplo, hizo tan buen trabajo con lady Narantha que docenas de madres de noble cuna desean enviarle a sus hijas.
—Vaya, vaya, vaya —murmuró Islif mirando al techo—. ¡Eso sí que va a ser divertido!
En una habitación en la cual, a media altura, flotaba un duplicado a tamaño real de la habitación donde ahora Filfaeril estaba concediendo señoríos a manos llenas, Dove Mano de Plata se echó el cabello hacia atrás y rio estentóreamente.
—¡Ah, Islif—murmuró—, podríamos ser hermanas!
A continuación la alegría desapareció de su rostro.
—Aunque no te desearía semejante condena —añadió.
Al parecer, Alaphondar había estado ocupado escribiendo las proclamas que ahora expuso sobre la mesa ante los Espadas mudos de asombro.
—Los señoríos siempre van acompañados de una concesión de tierras —añadió la reina Filfaeril— o una torre o monedas, en realidad gemas, ya que son más fáciles de llevar encima que veinte mil leones. Alaphondar, pagadles.
El sabio vaciló.
—Majestad, primero hay que atender a una necesidad heráldica.
—¿Y bien?
—Se los debe nombrar caballeros de algún lugar.
—Pues del Valle de las Sombras, está claro.
—No, bondadosa reina, deben llevar el nombre de las tierras de Cormyr que se les hayan concedido o, a falta de eso, de un lugar legendario.
—¿Un lugar legendario?
—Sí, como «del Bosque Eterno» o «del Castillo Invisible». Un lugar meramente inventado, pero conocido de los heraldos y especialistas en heráldica que o bien estén perdidos o arruinados.
—¡Bien, elegid una!
—No, alteza, son ellos quienes deben elegir uno.
Filfaeril se encogió de hombros y se volvió hacia los Espadas, abriendo las manos a modo de muda pregunta.
Los aventureros la miraron y después se miraron los unos a los otros.
—Veamos… —empezó Doust y al quedarse sin palabras, guardó silencio. Pennae se encogió de hombros y Florin e Islif se miraron sin saber qué decir.
En lo alto de la torre más alta de su mansión de Arabel, el mago Aranthan sonrió sobre una diminuta bola de cristal en cuyas profundidades se veía la habitación de la Torre de Bastón Negro, y con gran habilidad hizo un conjuro rápido.
Una campanilla sonó en la Torre de Bastón Negro que se estremeció con el eco.
Khelben apareció tras el trono de Filfaeril, con los ojos entornados y un gesto serio… y algo hizo que Jhessail y Florin dijeran al mismo tiempo:
—Seamos Caballeros de… Myth Drannor.
—Vaya —dijo Alaphondar con satisfacción, hundiendo la pluma en el tintero de metal con forma de flor que tenía ante sí—. Es perfecto.
Bastón Negro contempló a los Espadas caviloso mientras Filfaeril rebuscaba algo en una fina cadena que pendía de su escote: un sello.
Mojándolo en una escudilla de tinta de forma oval que Alaphondar le alargó, lo aplicó a los seis pergaminos, uno por uno, garabateó su firma en un óvalo alrededor de cada marca del sello, y anunció:
—Hecho. Las gemas, Alaphondar.
Con el sabio pegado a sus talones, la reina se dirigió a donde estaban los Espadas, sacó una primorosa daga que llevaba al cinto, les hizo un corte diminuto en el dorso de la mano y dijo:
—Os nombro a todos Caballeros de Myth Drannor. Y ahora la misión.
Los recién nombrados Caballeros contuvieron la respiración, temiéndose lo peor.
Filfaeril sonrió.
—Después de haber sido apartada de forma tan precipitada de mi esposo, preferiría volver a Suzail con bastante más dignidad, a lo cual, de hecho, contribuye una escolta caballeresca. Hay muchos establos reales de posta en el Camino del Dragón, cerca de Zundle, y de ahí hay una cómoda cabalgada a casa. Si vosotros accedéis, mis caballeros.
Florin tragó saliva, buscando las palabras, pero la lengua de Islif fue más rápida.
—No tenéis más que mandarnos, alteza.
Mientras Alaphondar corría a recoger sus cosas, Filfaeril se volvió hacia Khelben.
—¿Bastón Negro?
—Por supuesto —respondió Khelben—. Conozco el lugar. —Alzó una mano indolentemente… y los Caballeros de Myth Drannor, el sabio Alaphondar y la reina Filfaeril de Cormyr se encontraron de repente, parpadeando perplejos, rodeados de paja de olor penetrante.
—Nunca me voy a acostumbrar a esto —suspiró Filfaeril. A continuación miró a los aventureros con una sonrisa de niña traviesa.
—¡Caballeros, escoged vuestras monturas!
Un puñado de cabellos se prendieron fuego rápidamente. Horaundoon los miró con satisfacción.
Su conjuro había funcionado. Los cabellos de Florin, arrancados en aquella noche de Luna por encima de la Garganta del Agua de Estrellas por las manos ardientes de Narantha, permitirían ahora al taimado zhentarim llegar una vez más al guardabosques.
¿Conque el explorador está fuera de las defensas de la Torre de Bastón Negro y en… Cormyr?
—Maldita sea Mystra —exclamó el zhentarim sin podérselo creer.
¿Acaso Bastón Negro estaba con el guardabosques?
Horaundoon lanzó un conjuro sobre el cuenco de agua y miró cómo se agitaba para luego aquietarse… entonces se encontró mirando unos establos y a tres, no, los seis Espadas supervivientes llevando por las bridas a los caballos… magníficas bestias… y otros dos: un cortesano y…
La reina Filfaeril.
—Que Mystra me devuelva el favor —exclamó atónito.
Batiendo palmas corrió al otro extremo de la habitación en busca de lo que le hacía falta y se puso a trabajar. Ningún mago consigue la victoria prescindiendo de conjuros.
Moviendo sus lenguas de fuego con todas sus fuerzas, Amanthan hizo añicos la bola de cristal por cuestiones de seguridad.
En vida, Viejo Fantasma había sido un mago que casi no tenía rival, pero Bastón Negro era uno de los Elegidos de Mystra.
Pobre condenado bastardo.
Con los ojos reluciendo fantasmagóricamente por la presencia de Viejo Fantasma, el joven mago fue corriendo a la habitación contigua en busca de otra bola de cristal. Era hora de escudriñar a Horaundoon antes de que el necio zhent hiciera algún otro desaguisado.
—¡Ahí está! —dijo Horaundoon atronador, apartándose de la serpiente voladora. Estaba inmóvil, en éxtasis de conjurar, con las alas abiertas y la cabeza echada hacia atrás, formando su cuerpo una grácil curva. Acababa de colocar el último de sus ocho gusanos mentales alrededor de su hocico. Seis Espadas eran una presa importante, pero un cortesano de primera línea de Cormyr… ¡y su reina!
Resopló de pura alegría y formuló la teleportación que lanzaría a su serpiente por los aires justo detrás de la cabeza de Florin Mano de Halcón, para que pudiera lanzarse en picado y atacar.
Amanthan estaba elaborando frenéticamente un conjuro propio, alzando a veces la vista de una de las dos bolas de cristal que tenía a uno y otro lado, la que estaba escudriñando a Horaundoon.
Listo. Uh. Los cabellos que había sacado de la ampolla que había aparecido ante él se fundieron, y el mago se reclinó satisfecho.
Viejo Fantasma prevalecería, como siempre.
Con un movimiento ondulante de las manos activó el segundo cristal y pasó la vista del primero —el de Horaundoon— al segundo: los recién creados Caballeros de Myth Drannor cabalgaban rodeando al sabio real y a la Reina Dragón de Cormyr.
Parafraseando a Horaundoon, esto iba a ser todo un espectáculo.
Un resplandor brotó silenciosamente en el aire detrás de las cabezas de los Caballeros, ocultos al abrigo de las ramas de los árboles bajo las cuales acababan de pasar. De esa luz que se desvaneció velozmente salió una serpiente voladora. Una sola vez batió las alas y pasó por encima de las ramas planeando largamente con la boca abierta hacia la nuca de Florin.
Los gusanos mentales se deslizaron por la cabeza puntiaguda de la serpiente y se agruparon entre sus colmillos. Eran oscuros y relucientes.
Dove se incorporó alarmada y abrió mucho los ojos.
—¡No!— gritó despidiendo destellos plateados por los ojos y cerrando los puños—. ¡Florin, no!
El Tejido aulló por la frenética furia de su gesto.
Pero llegó demasiado tarde.
Ella también llegó demasiado tarde.
La serpiente golpeó y Florin lanzó un gruñido y se puso rígido, pero no se le clavaron los colmillos en el cuello, porque al primer contacto, la serpiente se desvaneció en un estallido repentino de luz de conjuro.
Horaundoon ni siquiera tuvo tiempo para parpadear antes de encontrarse con las fauces de la serpiente delante mismo de su cara.
Sí encontró el momento para gritar cuando lo atacó, clavándole los colmillos, y los gusanos mentales lo invadieron.
Siguió gritando mientras retrocedía a tumbos por la habitación, asiendo a la serpiente mientras los gusanos mordían y devoraban, hundiéndose cada vez más en su interior.
Sintió que el hargaunt huía de él, pero estaba demasiado sumido en el dolor como para que le importara, y sólo se ocupaba de arañar a la serpiente hasta que consiguió arrancarle las escamas y, finalmente, se la desprendió junto con buena parte de sus mejillas y su frente, y la arrojó contra una pared a la que aporreó y con la que se fundió.
La soltó aturdido, y a tientas trató de encontrar las pociones que sabía que tenía. Seis brebajes curativos, y las demás que en este momento no le servían de nada…
Horaundoon las tragó frenéticamente, notando la sensación cálida del líquido que entraba en su cerebro, más y más a fondo, mientras los gusanos mentales seguían royendo. Mystra, ten piedad, ocho, son ocho…
Todavía seguía ciego. De hecho podía sentir que uno de ellos roía por detrás de sus ojos y en vano trató, con manos traicioneramente temblorosas, de lanzar un conjuro contra sí mismo.
—No, no.
—No la condenación que… que ansío —dijo en voz alta, entrecortadamente, volviendo a tientas a la mesa y lanzando por los aires las pociones inútiles. ¡Ja! ¡Ya lo tenía!
Asiendo el cetro que estaba buscando, Horaundoon lo orientó hacia sí y pronunció la palabra que lo activaba.
Sintió sobre la piel el calor de un resplandor que no podía ver. Se retorció, presa de un temblor incontenible, pero no soltó el cetro, sino que orientó el rayo que le causaba estragos incluso mientras se hacía un ovillo en torno a él para combatir el dolor.
Tenía plena conciencia de que estaba resplandeciente y palpitante.
A cada palpitación de su cetro, Horaundoon de los zhentarim cobraba un aspecto cada vez más fantasmagórico. Ahora estaba traslúcido…
Mirando en el interior de la bola de cristal que tenía la imagen del zhent, Amanthan maldijo en voz baja con los puños apretados.
—Muere, maldito seas —susurró—. Como lo hice yo.
El pellejo de un cuerpo se desmoronó. Dio un grito desgarrado de desesperación y de repulsión y de él brotó un resplandor exasperado.
Entre sollozos y gemidos, Horaundoon se desplazó como un remolino por sus habitaciones y luego salió de ellas, aullando.
Un carretero gordo con barba de varios días estaba atando los caballos en la calle. Horaundoon atravesó al hombre, en un impulso descontrolado de matar.
El carretero se tambaleó, jadeó, miró la calle con ojos desorbitados, de perplejidad, y cayó de bruces, inerte mientras sus caballos relinchaban y trataban de apartarse.
Era así de fácil. Condenadamente fácil.
¿Es que eso le servía de consuelo?
Horaundoon aulló otra vez y se lanzó calle abajo como una flecha pálida y sin forma, para volver a matar una y otra y otra vez. Dragones Púrpura, tenderos, borrachos de los que abundaban en los callejones…
Una mujer de formas exuberantes se miraba al espejo junto a la ventana de una planta alta. Entró en tromba en la habitación y la rodeó, no con el intento de matar, sino de tocar… ¡tocar lo que ya no podía tocar!
La mujer dio un grito y se echó a temblar, demasiado asustada para respirar, tambaleándose… Trató de sostenerla mientras caía, pero sólo consiguió meterse dentro de ella, atravesando no su cuerpo, sino su mente.
Una mente más oscura y superficial de lo que había esperado. Eso lo disgustó un poco, aunque sintió que podía coaccionar… así… y configurar los pensamientos de… así. Cuerpo no tenía, pero, sin embargo, podía vivir en los cuerpos de los demás.
La mente de la mujer era una cosa pequeña y acobardada, que lo rehuía. Horaundoon la azotó, despreciativamente, mientras la obligaba a hacer esto y lo otro.
Ella se fue levantando del suelo con dificultad, con el vestido que se había estado probando a medio poner, y se dirigió a la escalera, presa de convulsiones y dando tumbos.
Cuando llegó a la calle, caminaba más o menos erguida, rígida. Le salía espuma por la boca y tenía en los ojos una mirada extraviada.
Horaundoon todavía estaba aprendiendo a controlar.
—Siempre el mismo idiota, basto y torpe —se burló Viejo Fantasma a través de los labios de Amanthan mientras escudriñaba el andar desmañado de la mujer cuya mente dominaba Horaundoon—. Y mientras tú vas a tumbos por ahí, lo mismo sucede con tus planes.
Sí, ahora ya había dos en su especie, él y el zhent. Espíritus posesivos, doblegadores de mentes.
Horaundoon todavía no se había dado cuenta de la gran victoria que había conseguido.
—Supongo que el nuestro es un magro y amargo triunfo —murmuró Viejo Fantasma.
El hargaunt serpenteaba con toda la rapidez de que era capaz, deslizándose por el frío suelo de piedra de un pasillo oscuro.
Los guanteletes flotantes que saltaron sobre él lo alzaron por el aire y se cerraron en torno a él formando una prisión esférica, fueron toda una sorpresa… pero no hicieron el menor caso de sus tintineos beligerantes.
—Tú, pequeña amenaza flotante, vas a resultarle muy útil a este Mago de Guerra traidor —dijo con regocijo el usuario de los guanteletes mientras jugaba con un anillo que llevaba tallada una gran cabeza de unicornio—. Sí, muy útil cuando llegue el momento.
Los Magos de Guerra habían sido corteses, incluso respetuosos en sus interrogatorios y hasta le habían permitido cierta privacidad para recuperarse mientras le llevaban la comida.
Por eso Narantha Corona de Plata estaba sentada a solas en una cámara amueblada con gusto del palacio de Suzail cuando la certeza se estableció en su mente de forma tan espantosa que sólo pudo lloriquear.
¡Había algo llamado gusano mental que tenía en la cabeza y que la vinculaba a un mago zhentarim que había sido el asesino de su tío Lorneth!
Que a sangre fría se había apoderado del rostro y la voz de su tío para engañarla y servirse de ella para difundir gusanos mentales entre Florin y los demás… tantos otros… ¡nobles de todo el reino!
—Que los dioses me protejan —dijo con voz entrecortada cuando consiguió encontrar las palabras—. ¿Qué he hecho?
Esta revelación era consecuencia de la propia desgracia de ese Horaundoon. Observó cómo sufría el monstruo a manos de su propia serpiente y de sus gusanos mentales, y sintió su dolor y su náusea… o al menos una repercusión de ellos, mientras su propia mente se tambaleaba…
Y mientras él se estremecía y gritaba y se revolcaba en su agonía, la mente aturdida de Narantha recorrió a tumbos sus planes oscuros que ahora, por fin, se le revelaban.
—No —susurró—. Oh no.
Él iba a sobrevivir a esto.
Iba a controlarla otra vez a través del gusano mental implantado en su cabeza, y, por su intermedio, a todos los que ella había infestado.
—¡Oh, dioses! —susurró—. ¡A tantos!
Tenía que hacer algo. Ahora mismo…
De modo que este era el sabor del miedo. Miedo por todo Cormyr.
Sollozando y temblorosa salió de la habitación y corrió a través del palacio.
—Un fracaso, señora regente —dijo Tenaz con amargura—. Un absoluto fracaso. Los fugitivos huyeron limpiamente. Me merezco cualquier castigo que queráis imponerme.
Los ojos de Myrmeen Lhal lo atravesaron como si estuviera escrutando algo escrito con letra pequeña en el fondo de su mente, pero no dijo nada.
Y siguió sin decir nada cuando una cortina se abrió detrás de ella y el Vigilante de las Marcas Orientales entró en la habitación, se hizo a un lado y franqueó el paso a una mujer desconocida, como si lo superara en rango. Era alta y musculosa, con una larga cabellera de plata —no «de plata» como se dice en las leyendas antiguas, sino con el brillo del metal pulido— y vestía prendas de cuero verdes. Además, en la hebilla del cinturón y colgado al cuello, llevaba el sello de la media Luna de las Arpistas.
El barón Thomdor miró a Tenaz con una sonrisa.
—Bien hallado seáis, ornrion Dahauntul, por mí y por Dove Mano de Plata, de las Arpistas.
Dove inclinó la cabeza.
—Myrmeen, Tenaz. No tenéis ningún fracaso en común. Los fugitivos a los que perseguíais acaban de ser armados caballeros por la reina Filfaeril, y en estos mismos momentos entran triunfales en Suzail.
Idéntica expresión de estupor se reflejó en los rostros de los dos.
—Cuando vuelvan a pasar por Arabel —dijo Dove casi con ternura—, dentro de diez días aproximadamente, haríais bien en darles la bienvenida en lugar de perseguirlos o encerrarlos.
En el rostro del recién rehabilitado ornrion se reflejaba la estupefacción más absoluta.
—Os ruego me disculpéis —farfulló—, pero ¿cómo sabéis esto? Las palabras se pronuncian con facilidad, pero es más difícil darles crédito. ¡Yo ni siquiera os he visto antes!
—Claro que sí, galante Tenaz. Aquella noche en El Corzo Retozón, cuando bailasteis sobre las mesas, ¿os acordáis? ¿Cuando cantasteis las loas de las posaderas de determinada moza? —Dove se volvió y adoptó una pose—. ¿Acaso vuestros dedos pueden olvidar tan rápido este trasero? Tenaz se puso rojo como la grana y volvieron a faltarle las palabras mientras Myrmeen y Thomdor rompían a reír.
Dove sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo al ormrion.
—No os preocupéis «osado frente al enemigo», ¿os acordáis?
La Puerta del Cuerno de Guerra se alzaba impresionante delante de ellos.
—Majestad —murmuró Florin por encima del hombro—, deberíais abrir la marcha y nosotros cabalgar detrás. No es correcto que…
—Seguid adelante tal como vamos —ordenó Filfaeril con voz de hierro aunque amortiguada.
Florin volvió la cabeza y descubrió que la Reina Dragón se había cubierto la cabeza con el manto y se hacía pequeña en la montura.
Intercambió una mirada con Islif y los dos se encogieron de hombros. Un ornrion se interponía en su camino con la mano alzada imperiosamente.
—¡Alto! —dijo con tono severo—. ¿Un grupo tan numeroso, y armado? ¿Quiénes sois y qué os trae a Suzail?
—Somos caballeros de Cormyr y además tenemos cédula de aventureros, de modo que estamos doblemente autorizados para entrar en esta bella ciudad con nuestras armas —respondió Florin tirando de las riendas de su caballo.
—¿Caballeros y aventureros con cédula real? ¿Y con cabalgaduras que llevan la corona real en sus arneses? —La voz del oficial expresaba incredulidad—. Desmontad, señor y mostradme vuestra cédula real… si es que la tenéis.
Los Dragones Púrpura que estaban detrás de él, en el arco de la puerta, ya los apuntaban con sus ballestas y los miraban con desconfianza.
—No lo creo necesario —sonó la voz de la reina Filfaeril—. ¡Abrid paso, leales Dragones! —Se adelantó a Florin echando hacia atrás el manto y alzó la mano en un gesto que hizo que la gente empezara a murmurar y que los guardianes de la puerta se hincaran de rodillas, apresurándose a apuntar a otro lado con sus ballestas.
—Habéis actuado con diligencia, ornrion. Vuestra vigilancia goza del favor real —dijo la Reina Dragón con tono vivo mientras azuzaba a su caballo y pasaba delante del oficial, indicando a los caballeros el camino hacia el paseo.
Al parecer, la voz corrió como la pólvora y la gente empezó a salir de las tiendas y de las calles laterales para contemplar el paso de los jinetes.
—Me pregunto cuántos enemigos nos estará creando —susurró Pennae con inquietud mientras surgían a su alrededor aclamaciones desordenadas, la reina saludaba y la gente, tanta gente, los miraba. Cientos de ellos—. No me gusta nada tener tanta notoriedad pública.
—Pues es mejor que os acostumbréis —murmuró Alaphondar—, y no dejéis de sonreír. Cada villa y cada reino, y el pueblo que los habitan, necesitan cabezas de turco y héroes.
—Ah —dijo Semoor con ironía cuando se abrieron las altas puertas de hierro del patio real ante ellos—. Me pregunto cuál de las dos cosas somos nosotros.
Alaphondar respondió con una sonrisa tensa.
—Aprender a no convertirse en cabeza de turco es lo que hace que un héroe sea héroe.
Mientras cabalgaban por el ancho y cenagoso patio, los cuernos empezaron a sonar.