Un auténtico tesoro
En la vida hay tres tesoros verdaderos: la pareja, los verdaderos amigos y tus sueños más brillantes. El secreto está en no perderlos a lo largo del camino.
Elminster del Valle de las Sombras,
Runas en una roca,
publicado en el año de la Estrella del Amanecer.
No —murmuró Horaundoon—. No me atrevo a usar un enlace mental ahora. No cuando es tan probable que uno de estos necios se haga matar mientras nuestras mentes están en contacto. —Se echó hacia atrás con un suspiro para observar lo que aparecía en el orbe escudriñador.
Si los dioses le eran propicios tal vez no perdiera todas sus herramientas ese día.
Si…
El orbe se volvió más luminoso. En sus profundidades, el zhentarim contempló cómo Florin daba órdenes escuetas.
—¡Jhess, detrás de mí! ¡Pennae, detrás de Islif! Si arrojan sus lanzas…
Una lanza surcó el aire, y su espada la desvió hacia arriba y hacia afuera. Otra llegó a continuación, mientras los Dragones empezaban a avanzar.
—¡Las varitas! —gritó Jhessail adelantando a Florin para apuntar con la que sostenía en la mano—. ¡Usadlas! ¡Ahora!
Más lanzas volaron, los Espadas entonaron extrañas palabras y fuego, relámpago, hielo y oscuras sombras con tentáculos salieron disparadas. El silencioso torbellino de la puerta se convirtió en un rugido que se oyó por encima de todo lo demás.
El propio aire pareció entrar en ebullición, los Dragones Púrpura salieron disparados en todas direcciones como muñecos de trapo, y Semoor gritó al explotar su varita llevándose consigo la mayor parte de su mano. La varita de Doust empezó a escupir chispas y a relumbrar y él la arrojó lejos y se agachó, arrastrando a Semoor al suelo con él.
La varita explotó contra la pared más cercana del almacén con una furia que lanzó despedidos a todos entre un estruendo de maderas rotas, de grano y de polvo que se arremolinaron formando una nube enceguecedora.
Horaundoon estuvo un rato escrutando en vano la arrolladora oscuridad. A continuación se encogió de hombros. Después de todo, podía rastrear a Florin en cualquier momento gracias al gusano mental.
Si, por supuesto, aquel noble y necio guardabosques todavía seguía con vida.
En una remota cámara subterránea, oscura y fría, un lich se volvió sorprendido cuando su bola de cristal cobró vida repentinamente. ¿Cómo…?
Algo de brillo mortecino pasó como un rayo por su mohosa mesa de trabajo, sorteando libros mágicos que ya eran viejos cuando el lich vivía, y se lanzó a su cara huesuda antes de que este pudiera levantar una mano descarnada.
El lich se puso de pie abruptamente, volcando su silla de alto respaldo, y agitó los brazos, desesperado. Sus extremidades huesudas se removían y chocaban como los brazos de una muñeca sacudida por un niño furioso. Se estremeció, se dobló en dos y después arqueó la espalda hacia atrás y salió corriendo por la cámara, farfullando medias palabras que tropezaban unas con otras y a veces se convertían en gritos. Partes de su cuerpo se cubrieron de pelo, o de escamas, o de abultados músculos que a continuación desaparecieron con igual velocidad.
Entonces se sacudió de pies a cabeza, como un alce que llega a la orilla de un río y se sacude el agua, y por fin se quedó quieto, vuelto una vez más a su forma de lich casi esquelética.
La bola de cristal, cuya cubierta de tela envejecida se había caído, mostró una nube arrolladora de polvo y escombros. El lich hizo un movimiento ondulante con la mano, y dio la impresión de que la nube se movía, dejando ver montones oscuros de cuerpos y un brillo de bordes rasgados. Un agujero en la pared por el que salía gente dando tumbos.
Gente que habría sido desconocida para el lich, pero a la cual Viejo Fantasma, que ahora dominaba lo que había sido el lich, conocía. Qbservó que aquel al que llamaban Semoor se bebía una ampolla mientras corría y la arrojaba a un lado mientras miraba cómo se curaba su mano destrozada.
—Espadas de la Noche —dijo en medio de la oscuridad. Su mandíbula recién adquirida rechinó—. Me vais a resultar útiles. Sólo tenéis que vivir un poco más hasta que os dé alcance.
Entonces se le desprendió la mandíbula.
El llanto de una mujer era algo tan raro en el Palacio Real de Suzail que Vangerdahast, que estaba hablando con Laspeera junto a las puertas de la habitación del Alto Dragón, no pudo por menos que volver la cabeza.
Dos Magos de Guerra impasibles conducían a una llorosa lady Narantha Corona de Plata por la Sala de la Guardia hacia donde él estaba.
Los dos Magos de Guerra de mayor rango la miraron pasar en silencio. Cuando hubo pasado, Vangerdahast le dijo a Laspeera con tono bastante sombrío:
—Me gustaría poder atenderla personalmente, pero…
—Estoy segura de que así es —murmuró Laspeera echándole una mirada de consuelo—. Seguro que sí.
—¡Aquí abajo! —bisbiseó Pennae, señalando, y desapareció.
Los Espadas la siguieron, sorteando un montón de cajas podridas que había en medio del ruinoso callejón, y bajaron por una escalera de piedra desgastada que parecía cubierta de ratas chillonas. Llegaron a una habitación cubierta de piedra y llena de basura que Pennae ya había cruzado. Ahora los llamaba desde una puerta oscura.
—Los sótanos —dijo en voz baja—. ¡Vamos!
Atravesaron la habitación corriendo, después otra y ya estaban a mitad de camino de la siguiente cuando una luz fría surgió en el aire justo frente a ellos. De ella salió un hombre alto, de aspecto esquelético, que parecía sostener su mandíbula mientras lo rodeaban unos diminutos estallidos de luz azulada. A punto estuvo Pennae de chocar con él en su intento de parar en seco sin caerse. Era alto, sin pelo, y tenía unas facciones marcadas. Iba vestido con unos ropajes oscuros que dejaban al descubierto su pecho pálido como la muerte, y despedía un hedor a tumba y a moho.
—¡Alto, Espadas de la Noche! —dijo con voz de ultratumba mientras su mandíbula a medio curar amenazaba con desprenderse—. Yo…
Pennae se lanzó contra él con dagas relucientes en ambas manos.
Antes de que uno de esos dientes de metal pudiera dar en el blanco, una magia invisible la lanzó por los aires y su cuerpo dio con Doust y Semoor en el suelo.
—¡Alto, he dicho! —les soltó el lich alzando las manos.
Florin e Islif ya estaban en movimiento. Se requería un esfuerzo sobrehumano para vencer esa magia invisible, pero con voluntad férrea llegaron hasta el lich y lo atravesaron con sus espadas.
El lich hizo una mueca de dolor, aunque de su boca marchita no salió ningún grito, si brotó una especie de lágrima de brillo espectral, una sustancia fantasmal voladora que, con la velocidad de una flecha, describió un círculo en torno a los Espadas mientras iba aumentando de tamaño tras esquivar a Doust, que trató de alcanzarla con un envión dislocado de su maza.
El lich permaneció inmóvil hasta que un poderoso tajo de Islif lo derribó al suelo, donde quedó inerte. No obstante, el objeto volador seguía esquivando el feroz ataque de Florin, pasando por debajo de su brazo a cada una de las reiteradas embestidas del guardabosques, y sólo se mantuvo flotando sobre ellos el tiempo suficiente para que Jhessail adoptara una postura firme y elevara las manos para lanzarle un conjuro.
A través de su resplandor pudieron ver la cabeza de un varón humano barbudo y de expresión torva que iba en pos de ella como la cola de un cometa. Los miró con furia, se hizo a un lado para evitar la espada de Islif y a continuación se lanzó contra Jhessail.
La joven formuló su conjuro atropellada y desesperadamente, y nunca supo si había usado la magia adecuada o no ya que la cabeza chocó con ella.
Jhessail dio un respingo. No se produjo un choque, sólo sintió un frío que pasaba por su corazón y le llegaba a la cabeza y la dejó mirando fijamente, sin aliento, a una oscuridad interior en una especie de alucinación.
Detrás de ella, el grito de Semoor fue más de alarma que de dolor antes de quedarse rígido cuando la cabeza lo atravesó como había hecho con Jhessail y, mientras esta observaba, hizo lo mismo con Doust.
El mago que respondía al nombre de Amanthan alzó la cabeza de golpe, como si olfateara el aire. Había estado oyendo el estruendo de las botas de Dragones a la carrera, el sonido de breves toques de cuerno de guerra y órdenes dadas a voz en cuello desde hacía un rato por encima del muro que separaba Arabel de su jardín, pero esto… esto era otra cosa.
Magia potente, extraña. Madre Mystra, ¿y ahora qué?
En esta ciudad de gentes que tenían tan aguzado el sentido del olfato como el de la vista, era mejor abandonar al lich. Había servido a sus necesidades, y un cuerpo vivo sería un huésped más adecuado por varias razones.
Viejo Fantasma se lanzó callejón abajo, sumamente satisfecho. Había pasado a través de todos los Espadas y había conseguido dos cosas al hacerlo: dejar sus mentes abiertas a su regreso, independientemente de los escudos que pudieran existir y —hasta esa visita futura— permitirles percibir cualquier portal cercano en el que pusieran la vista como una «puerta» reluciente.
En forma de cabeza barbuda de irradiación traslúcida, con toques canosos en las sienes y cejas de gesto sarcástico sobre unos ojos color gris de tormenta, Viejo Fantasma siguió corriendo, girando en cada esquina. Dobló una en la que el lionar Tenaz corría, gritando órdenes a los Dragones que lo seguían a la carrera… y como una flecha se le metió por la vociferante boca.
Los ojos del lionar relucieron fantasmalmente apenas un momento.
A continuación, Tenaz siguió corriendo con una sonrisa aviesa.
—¡Por aquí! —dijo Pennae con voz entrecortada bajando por otra calle.
El otro extremo de los sótanos había estado lleno de Dragones Púrpura que buscaban a los voluntariosos Espadas de la Noche. Los Espadas se habían visto obligados a huir por escaleras antiguas y desvencijadas y a través de un obrador lleno de gordos cocineros chillones. Al salir a la calle se encontraron con más Dragones que cerraban su cerco sobre ellos.
Arabel estaba en pie de guerra contra ellos.
—¿No sería mejor —preguntó Doust jadeando y dando tumbos detrás de ella— tratar de encontrar las puertas de la ciudad y marcharnos?
—No —le contestó Pennae—. Esos tres toques de cuernos de guerra, ¿los has oído? Eso significa la confirmación, puerta por puerta, de que todo está cerrado. ¡No hay manera de salir por ahí!
—¿Volvemos a la guarida subterránea del mago? —propuso Semoor taimadamente.
—Anda y que te den —le dijo Pennae vivamente—. Con una pala.
Otro cuerno sonó, más cerca, y la ladrona estalló en toda clase de improperios al mirar a la alta e intacta muralla de piedra de una residencia señorial que tenían al lado.
—¡Ay, si quisiera Máscara que tuviera yo uno de esos cuernos! —terminó.
—¿Para hacer llamadas falsas? —preguntó Florin con voz entrecortada.
Asintió Pennae mientras doblaban una esquina y a continuación señaló una carreta cargada hasta los topes que venía traqueteando por la calle hacia ellos.
—¡Parad a ese! ¡Preguntadle al carretero si conoce Oddjack y puede decirnos dónde encontrarla!
Florin la miró perplejo, pero envainó la espada y, poniéndose en el camino del vehículo, empezó a hacer señas con las manos.
—¡Eh!
Pasando al lado de la carreta, Pennae no esperó a que el intrigado carretero tirara de las riendas.
—Seguidme —bisbiseó, y acto seguido se encaramó a los sacos que llevaba la carreta en la parte trasera, donde el hombre no tenía posibilidades de verla. Encaramada sobre la carga, saltó por encima de la muralla de la mansión de adusta piedra, y atravesó una ventana con un ruido de cristales rotos.
Jhessail se quedó mirando a la ventana con la boca abierta y luego sonrió irónica, aferrándose a los sacos de la carreta que iba reduciendo la marcha, se encaramó junto a unos resoplantes Doust y Semoor y uno por uno se colaron por la ventana.
Se encontró dentro de un salón grandioso lleno de tapices y de colgaduras prolijamente plisadas. El suelo estaba cubierto por alfombras de piel y sembrado de cristales rotos.
Pennae estaba en el quicio de una puerta, escuchando unos chillidos a lo lejos.
—La rica viuda y todas sus doncellas que corren al otro lado de las puertas para cerrarlas y atrancarlas —dijo con una sonrisa aviesa—. ¿Vienen los demás?
Doust entró por la ventana, se enganchó los tacones en una alfombra y tras sentarse de golpe llegó patinando hasta la mitad de la cámara, lo cual fue una suerte, dado que Semoor cayó a continuación como un saco de grano en el preciso lugar donde había estado Doust.
—Que los dioses nos asistan. Pero si son nuestros bromistas —observó Islif mientras aterrizaba con un pie a cada lado del cuerpo encogido de Diente de Lobo. Se agachó, lo levantó como el saco de harina que parecía y lo ayudó a salir de en medio.
No obstante, pasaron unos instantes antes de que Florin apareciera en el alféizar de la ventana y aterrizara en el mismo lugar.
—¡Por todos los dioses, todo lo que pudo maldecir ese boyero! —dijo con admiración—. Y bien, ¿de quién es esta gran mansión? Espero que no sea de un comandante de los Dragones.
—Tu sentido del humor es todavía más retorcido que el mío —le dijo Pennae—. No, esta pertenece a la viuda de un mercader. Hace diez días que robé aquí. No es buen lugar para esconderse aun cuando no estuvieran chillando todas como una bandada de banshees. Me dirijo a la mansión del otro lado; ahí vive un mago que nunca sale a la calle.
—Un mago. ¡Fantástico! —dijo Islif con tono cáustico—. ¡Vaya, qué alegría!
—¿Tienes una alternativa mejor? —le soltó Pennae—. ¿No? ¡Entonces vamos!
Y encabezó otra carrera, esta vez bajando escaleras y atravesando los grandes salones de una opulencia desbordante. Los cuernos de los Dragones seguían sonando fuera, cerca, y Pennae les respondió con maldiciones mientras se lanzaba a través de una puerta a un jardín donde había un pequeño estanque, unas estatuas de sirenas pudorosamente cubiertas de musgo y setos recortados con gran arte.
Los Espadas la siguieron, salieron de los jardines, atravesaron los establos donde un caballo sorprendido se despertó y sacudió la cabeza, y treparon por una pared cubierta de hiedra al otro lado de la cual había árboles. Cuando el último de ellos —Semoor— la hubo escalado, hombres con armadura aparecieron por la esquina de la mansión que acababan de dejar atrás, gritaron, y empezaron a correr por el jardín. Hubo chapoteos cuando los que llevaban la delantera exploraron precipitadamente el estanque de los peces. Un pez plateado dio un salto sinuoso en el aire.
Sonriendo, Semoor se volvió y trepó por las últimas hiedras hasta la cima de la pared, deslizándose al otro lado, lo cual resultó sumamente oportuno.
El rayo relampagueante que lo recibió pasó rozando su hombro, erizándole todos los pelos de ese lado del cuerpo, y se perdió inofensivo en el cieno.
A la luz del orbe escudriñador, Horaundoon sonrió y se echó hacia atrás, sin hacer caso de las quejas del hargaunt. Esto se estaba convirtiendo en un espectáculo insuperable. ¿No había sido Amanthan discípulo de Bastón Negro?
—¡Largo de aquí! —dijo el alto y joven mago temblando de furia—. ¡No temo a secuestradores y ladrones! Voy a…
—Vivir más tiempo si os calmáis y controláis vuestra lengua —le dijo Pennae sacando una varita del bolsillo y apuntándolo con ella.
Detrás de ella, el resto de los Espadas blandían varitas de diversos tamaños y cetros de los que se habían apoderado en la guarida de Susurro y apuntaban al mago con ellos. Todo hacía suponer que no tenía la menor idea de lo que hacían esos artilugios ni se habían preocupado de averiguarlo.
Todos tenían los ojos fijos en los del mago, excepto la muchacha de cabello color de fuego que parecía contemplar los jardines con gran interés.
Amanthan tragó saliva y otra vez siguió con la vista la fila de varitas. La chica vestida de cuero, que estaba al frente, sostenía ahora en la palma de la otra mano algo más que la varita con que lo apuntaba: de no se sabe dónde había sacado una pequeña esfera metálica. Jugueteaba con ella y tenía una mirada fría e indiferente.
Amanthan volvió a tragar saliva.
—¿Qué qu… queréis? —tartamudeó.
—Entrar en vuestra casa en paz —dijo el explorador alto—, y escondernos allí. Nosotros…
Jhessail puso una mano apaciguadora en el brazo de Florin y señaló al otro lado del jardín donde podía verse un resplandor azulado entre dos árboles.
—¿Adónde lleva ese portal?
—A Aguas Profundas —dijo el mago sorprendido.
—Bien, dejadnos pasar sin problema por él y no digáis a nadie adónde hemos ido. Hacedlo y os dejaré esto —señaló el cetro que tenía en la mano— a tus pies cuando nos vayamos. Como regalo.
Amanthan parpadeó y a continuación se encogió de hombros.
—De acuerdo —dijo.
Los aventureros pasaron a su lado velozmente, sin dejar en ningún momento de apuntarlo con sus varitas. La muchacha del pelo rojizo se detuvo para hacer lo que había prometido, agachándose para enviar el cetro rodando hasta los pies de Amanthan.
Él lo miró y rápidamente se hizo a un lado observando el portal con atención.
Tres veces respiró hondo y nada llegó volando por el portal hasta él. Por fin suspiró, cogió el cetro con cuidado y dio media vuelta cuando oyó el ruido de la hiedra que se desprendía de la pared de piedra.
Una oleada de Dragones Púrpura armados inundó el jardín.
Amanthan dio un paso adelante y se dio cuenta de que no le hacía falta fingir que estaba furioso.
—¿Y esto qué significa? —les dijo con brusquedad.
Los Dragones aterrizaron pesadamente, jadeando y tambaleándose. Uno de ellos, un lionar por sus galones, se adelantó a la docena aproximada que procuraban desenvainar.
—Prófugos de la justicia —dijo—. Seis que pasaron por encima de ese muro hace un momento. ¿Adónde fueron?
En el rostro de Amanthan apareció una sonrisa tensa.
—¿Prófugos? ¿De verdad? ¿Qué tipo de prófugos?
—Señor —dijo con tono frío el Dragón Púrpura—, tres mujeres y tres hombres con trajes de combate. Es casi imposible que no los hayáis visto. Hay una distancia desde vuestra casa a donde os encontráis ahora, y nosotros veníamos pisándoles los talones.
—Lionar —replicó el mago en un tono de voz tan frío como el suyo—. No soporto que ningún huésped no invitado pisotee mis flores… y viva para contarlo. —Movió el cetro de forma significativa—. ¿Me he expresado con suficiente claridad?
Algunos de los Dragones palidecieron. Detrás de ellos asomaron unas escaleras y muchas cabezas cubiertas con yelmos a lo largo de toda la pared, y dejaron caer cuerdas hacia el interior. Por una de ellas llegó resoplando un lionar más corpulento.
—Ah —dijo Amanthan con satisfacción—, más para mi cetro. Bien, llevo tiempo sin alimentario debidamente…
Unos cuantos soldados retrocedieron, tratando de llegar ala pared o, al menos, de ponerse detrás de sus compañeros, pero el lionar Tenaz, dejando el extremo de su cuerda, se quitó los guanteletes y avanzó, ofreciéndole la mano al mago.
—Os ruego aceptéis mis disculpas, señor. Amanthan de Aguas Profundas, ¿verdad? Os presento las disculpas y las súplicas de lord Thomdor, Vigilante de las Marcas Orientales, y de Myrmeen Lhal, señora regente de Arabel. Perseguimos a seis bellacos por orden suya, y ellos serán responsables de cualquier daño que nosotros hayamos hecho. Estaba a punto de preguntar si podríamos registrar vuestras posesiones, pero si habéis visto a estos seis…
Amanthan estrechó la mano tendida.
—Me temo que estáis perdiendo el tiempo: los seis a los que buscáis ya… no están. Me estaban atacando, arrojaron armas contra mí y me defendí con mi cetro, reduciéndolos a polvo, como podéis ver. Bueno, más bien, no ver.
Sus manos se unieron y el mago se puso en tensión, como si alguien lo hubiera golpeado.
—Ah —respondió Tenaz volviendo la cabeza para mirar en derredor—. Entonces, supongo… que está todo dicho.
El capitán Nelvorr, que estaba cerca, notó como una voluta de una especie de niebla que se desplazaba de la boca del lionar a la de Amanthan.
El mago volvió la cabeza para mirar a Nelvorr, y este rápidamente apartó la vista, y se estremeció.
—Así pues, mi rey, esto es mucho más que evasión de impuestos y esclavitud.
Vangerdahast dio una vuelta espectacular, con gran revuelo de su túnica.
—Esto tiene que ver con un posible ataque a vuestra persona. Un intento más de apoderarse del Trono del Dragón.
Seis rostros lo miraban con expresión nada complacida.
Azoun estaba sentado con su reina al lado, el sabio Alaphondar en un asiento más bajo, cerca de ellos. Había un alto caballero montando guardia detrás de cada uno de ellos.
No había nadie más en la Imponente Sala del Dragón, salvo lord Vangerdahast, hasta que este se volvió e hizo un gesto que hizo aparecer las imágenes de tamaño real de otros dos hombres en el aire junto a él.
—Me causa pesar tener que informar de esto, majestad —dijo el Mago Real indicando la imagen con la mano—, pero aquí está la prueba: la reunión de lord Gallusk con el exiliado lord Sorn Merendil. Observad el lugar donde se encuentran.
—El Cisne—delfín, en Marsember —murmuró la reina Filfaeril, lo cual hizo que Azoun la mirara con absoluta sorpresa—. Faltan las habituales danzarinas cortesanas.
El rey parpadeó otra vez, mientras Alaphondar y Vangerdahast miraban para otro lado a fin de que no viera su gesto divertido. A salvo detrás de las figuras reales, dos de los caballeros sonrieron abiertamente.
—¿De modo que la Casa de Gallusk —dijo Azoun— está proporcionando esclavos para formar un ejército rebelde?
—No, majestad. Lord Anamander Gallusk (no creemos que su familia esté al tanto de nada de esto) tiene bandas que secuestran a picapedreros, peregrinos y pastores, así como gentes de las explotaciones del centro del país, de caravanas y marineros a los que convencen pagándoles las jarras de cerveza en las tabernas de los muelles y los entregan como esclavos a Rorth Torlgarth.
—¿Quién es…?
—Un patrón de Sembia que posee una flota considerable, y en rápido crecimiento, de veloces carabelas. Tolgarth vende los esclavos en otras partes, por el mar Interior, y a su vez recluta mercenarios y los envía a las tierras de Gallusk, cerca de la frontera sembiana, de Daerlun. Las monedas de Torlgarth les pagan la temporada; de esta manera, Gallusk está formando un ejército privado. Creemos que Merendil, a quien aquí veis, le está dando no sólo dinero, sino también órdenes, y que es el cerebro y la mano que está detrás de todo esto.
—¿Y hasta el momento no habéis conseguido planear que le ocurriese un accidente a Merendil, ni siquiera cuando abandona Sembia o Puerta Oeste transgrediendo su orden de exilio para entrar en nuestro suelo?
—Merendil tiene quienes lo respalden: tres Magos Rojos a las órdenes de uno al que llaman Klelan y cuyo Arte, debo confesarlo, supera al mío. —Vangerdahast alzó una mano para señalar la figura flotante de lord Gallusk.
—Anamander Gallusk, en cambio, está a nuestro alcance en este mismo momento. Está aquí, en la ciudad, y puedo hacerlo detener ahora mismo. Me temo que debo recomendar su arresto y ejecución. Es preferible la cabeza de un hombre que un ejército sobre la marca y cientos, tal vez miles, de muertos. Más si otros en Sembia y en otras partes ven una oportunidad de atacarnos.
El rey suspiró. No parecía muy dispuesto.
—Cada asesinato hace que la gente me odie más y en cierta medida le resta al reino empuje, capacidad de maniobra y vigor. —Se volvió a mirar a los altos caballeros que estaban detrás—. Hacedlo.
—Laspeera se reunirá con vosotros —añadió Vangerdahast—, para que elijáis qué Magos de Guerra queréis que os acompañen.
Los altos caballeros asintieron brevemente.
—Esto no será ningún placer —dijo el de más edad—. Lord Gallusk me formó y me patrocinó.
—Lo sé —replicó Vangerdahast—. Siempre lo he sabido.
—¿Y qué pasa con la Arcrown? —preguntó Alaphondar—. He oído que la gente de Daerlun está difundiendo rumores de que Gallusk la tiene, que ha descubierto cómo utilizarla para espiar los pensamientos de cualquier hombre, e incluso hay quienes dicen que ha empezado a escudriñar a todos los que le tienen antipatía o le causan problemas. Si se defiende con ella…
—Estará esgrimiendo una fantasía. —La sonrisa de Vangerdahast era realmente taimada—. Ya no existe la Arcrown. Khelben Bastón Negro Arunsun llegó a poseerla y hace algunos años se la ofreció a la divina Mystra. Ella misma la destruyó ante sus ojos, como una afrenta a la magia en todas sus variantes.
Alaphondar quedó perplejo.
—Pero… pero… todos los rumores, vuestros magos recorriendo el reino…
Vangerdahast se contempló las uñas.
—Falsedades, difundidas por mí para sacudir a los Magos de Guerra de la complacencia a la que son tan proclives, y para mantenerlos alerta (por no hablar del populacho en general) para que detecten actos de traición y cosas inusuales en todos los rincones del reino. Todavía dejaré que sigan buscando un tiempo más.
Filfaeril sonreía, pero a su esposo no parecía divertirlo tanto.
—¡Ha muerto gente por esto, Vangey! Se ha puesto en duda la confianza en la seguridad del reino y la competencia del Trono del Dragón. ¿Y la sagrada Mystra no tendrá algo que decirte al respecto?
—Palabras y hechos que aumentan el poder real o aparente de la magia, y la estima en que todos la tenemos, son alentadas por la Señora de los Misterios —replicó Vangerdahast con suavidad—. Su precisión no viene al caso. En cuanto a cuestiones estrictamente cormyrianas, los peligros para el reino están aumentando. Por lo tanto, he hecho que sus habitantes estén más alertas y, en consecuencia, más dispuestos a hacer frente a cualquier enemigo. —Dicho esto, hizo una reverencia, se dio media vuelta y se marchó de la Imponente Sala del Dragón, en medio de un remolino de su túnica.
—He observado —dijo Filfaeril— que nuestro buen Mago Real no ha contestado exactamente a tu pregunta, sino que más bien ha respondido con la doctrina de Mystra.
—Yo también lo he observado —coincidió Azoun—. Me pregunto cuántas otras preguntas directas está esquivando estos días.
Los Espadas de la Noche miraron en derredor con gesto de estupor.
Estaban en medio de una ciudad bulliciosa y atestada en la que se mezclaban diversos olores y con una montaña que se elevaba como una gran muralla… y una fortaleza igualmente impresionante delante de ellos. Las piedras sobre las que se apoyaban sus pies estaban a menos de un paso de los escalones que llevaban a las puertas frontales cerradas.
El muro de piedra curvo de la torre que se cernía sobre los Espadas dominaba el rellano que había donde culminaban los escalones, formando un porche peculiar, donde una mujer joven vestida con una túnica se levantó de una silla y los miró con expresión de extrañeza. Llevaba brazaletes de cuero y de cada uno de ellos pendían varitas que sobresalían de las palmas de sus manos, listas para ser cogidas en un instante.
—Estáis ante la Torre de Bastón Negro —anunció formalmente para añadir luego con tono de curiosidad—: No recuerdo haber visto antes a ninguno de vosotros. ¿Fuisteis aprendices del maestro?
—Sí —mintió Jhessail descaradamente—. Os ruego nos llevéis ante él.
La mujer los miró con detenimiento con el ceño levemente fruncido y asintió.
—Subid y entrad, pero tened presente de que sea quien sea que os esté escudriñando no verá nada en cuanto hayáis atravesado estas puertas. Si queréis comunicarle algo, hacerlo ahora.
—¿Escudriñándonos? ¿Nos están vigilando? —soltó Semoor.
Al ver que la mujer empezaba a asentir con la cabeza, Jhessail abrió las manos con un gesto ampuloso—. Es peor de lo que imaginaba —susurró con tono melodramático—. ¡Démonos prisa!
Los Espadas subieron los escalones con rapidez. Cuando la aprendiza del guardián de la puerta retrocedió poniéndose fuera de alcance y con las varitas listas en ambas manos, las puertas se abrieron solas.
Con decisión, Jhessail y Pennae entraron juntas en la oscuridad que las aguardaba.