Capítulo 22

Se desata la tormenta

¿Ves esas colinas, muchacho? En este momento parecen tan apacibles pero no querrías estar aquí cuando se desate la tormenta.

El personaje de Huesos Viejos,

el Pastor en el primer acto de

Matar a un mago,

Una obra de Stelvor Orlkrimm,

publicado en el Año de la Luna Menguante.

Sarhthor resopló.

Poderosísimos magos realmente. Susurro tenía intención de transformar rápidamente a los intrusos en alimento para sus bestias atrapadas, pero ¿era necesario refocilarse como un jovenzuelo irresponsable? ¿O dilapidar las vidas de los mejores agentes zhent de Arabel?

Sí, ya iba siendo hora de poner fin a la carrera de Susurro, el mago. Ya había motivos más que suficientes, y a menos que Susurro hiciera algo realmente sorprendente, estaba a punto de dar a Sarhthor una bonita oportunidad.

Con la sonrisa más taimada, Sarhthor se inclinó sobre su orbe escudriñador y empezó a formular un cuidadoso conjuro.

—¿Y bien? —les preguntó Susurro a los Espadas—. ¿A qué estáis esperando?

Con un gesto señaló las redes de luz verde y a los hombres maldicentes que se debatían en su interior.

—Os he dicho que los matéis.

—A mí… es decir a nosotros… no nos gusta el aspecto de vuestra magia —le dijo Islif apuntando con su espada al resplandor color esmeralda—. ¿Qué me pasará si introduzco mi espada ahí?

—Ah, bueno. —La sonrisa de Susurro era ahora más fría—. Estás haciendo la pregunta equivocada, muchacha. Lo que deberías haber preguntado es: «¿Qué me sucederá si no introduzco la espada ahí?».

A un gesto suyo, el aire se estremeció. Aunque los Espadas todavía podían verlo, estaba ahora detrás de una pared de magia activa.

—Habéis de saber que no estoy nada contento con vosotros —anunció, y sin inmutarse hizo otro conjuro. Las tres luminarias verdes cobraron mayor intensidad.

Ahora Agannor imploraba la ayuda de los Espadas. Bey y el zhent del traje de cuero reservaban sus energías para la inevitable lucha contra el mago que los tenía prisioneros.

Este los empujaba ahora por la habitación hacia… los tres retratos.

Diminutos rayos relampagueantes de color verde saludaron a los retratos y siguieron su trayectoria hasta que cada bola de luz se detuvo delante de un cuadro… y a continuación penetró en su interior.

Las redes de color esmeralda se disiparon, y los monstruos pintados empezaron a moverse alargando las garras con avidez… hacia Agannor, Bey y el zhent, que atravesaron la pintura como si se desplazaran por una habitación, gritando silenciosamente de terror mientras agitaban desesperadamente sus espadas y sus dagas.

Los Espadas contemplaron su cruenta muerte a manos de los monstruos. Les llevó unos instantes apenas, mientras Susurro los miraba con una sonrisa cada vez más ancha.

—Comed, guardianes míos —murmuró—. Comed y estad contentos. Os prometo…

Al oír su voz, las tres bestias se volvieron, lo miraron con furia y salieron de las pinturas apareciendo en la habitación.

Susurro los miró estupefacto, pero tartamudeando hizo un rápido encantamiento con voz evidentemente alarmada.

El umber hulk fue el primero de los tres monstruos que se arrojó contra él, se sacudió cuando su conjuro lo alcanzó y se dirigió en cambio hacia los Espadas de la Noche.

Cargó contra ellos enarbolando su garrote y seguido por el ettin y el chuul.

—Maldita sea —dijo Islif en voz baja—. Esto es la muerte.

Con expresión determinada, alzó su espada para cargar a su vez… entonces el umber hulk se quedó paralizado, se detuvo de forma tan abrupta que se tambaleó, y se dio la vuelta para enfrentarse una vez más a Susurro.

Mirando la escena en su orbe escudriñador, Sarhthor de los zhentarim sonrió y formuló otro conjuro.

Susurro, el mago, sacó una varita de su cinturón y se puso en guardia detrás de su escudo, viendo a los monstruos que venían a por él.

Cuando el umber hulk se acercó, el escudo de Susurro se hizo más brillante, hasta que adquirió el aspecto de una pared sólida que lanzaba chispas furiosas. El umber hulk se estremeció y redujo la marcha, como si la penetración en la magia le resultara dolorosa y difícil. Susurro empezó a sonreír.

Entonces el escudo se desvaneció repentinamente, y el umber hulk llegó triunfal hasta el mago que, horrorizado, lo miraba perplejo. Las garras del monstruo casi habían alcanzado la cara de Susurro cuando este dio un salto hacia atrás y disparó su varita.

El fuego salpicó al monstruo y lo dejó tambaleante y sombrío. Como se estremeció y redujo el paso, el chuul abrió sus enormes garras y se lanzó contra Susurro desde el otro lado.

El mago giró y le lanzó un estallido ígneo, retirándose rápidamente al ver que el umber hulk avanzaba nuevamente. El chuul se resintió pero siguió adelante; sólo el ettin se retrajo con gruñidos hostiles.

Pennae observó al zhent con los ojos entrecerrados, empuñando una de sus dagas, y cuando Susurro se volvió nuevamente para rodear al umber hulk con su fuego, arrojó el arma con rapidez y decisión.

Mientras volaba girando sobre sí, reflejaba la luz de fuego, y Susurro, al verlo, se protegió. El umber hulk se lanzó hacia adelante, estirando sus grandes antebrazos; la daga de Pennae dio contra uno de ellos y salió desviada sin producir daño alguno.

Susurro volvió a arremeter contra el umber hulk y una andanada de fuego envolvió a la bestia, pero mientras apuntaba su varita, Pennae arrojó una segunda daga.

Esta dio en el blanco, atravesando la mano de Susurro y haciendo que la varita se le cayera de la mano. Gracias a esto, una garra del chuul alcanzó al mago en el otro hombro, haciéndole iniciar una vuelta torpe e inestable.

La otra garra salió disparada hacia adelante, pero Susurro formuló entre dientes un frenético encantamiento y huyó escalera arriba.

Tras él unos proyectiles relampagueantes en cadena impactaron contra el cuerpo del chuul. El monstruo empezó a sacudirse lateralmente y de sus articulaciones empezaron a salir volutas de humo mientras sus garras se agitaban en extraños espasmos que producían un ruido metálico. El umber hulk lo empujó hacia un lado… pero Susurro ya había iniciado la huida.

Logró dar tres zancadas antes de que el zarpazo lanzado por el ettin le hiciera perder pie y lo estampara contra la pared.

El umber hulk trató de alcanzarlo nuevamente, rugiendo, y Susurro sacó algo oscuro y diminuto de su cinto y se lo hizo tragar al monstruo que tenía la boca abierta mientras se lanzaba hacia un lado.

El umber hulk explotó, lanzando encima del chuul tambaleante astillas marrones afiladas como navajas (de las placas que cubrían su cuerpo) que se le clavaron en una docena de lugares, haciendo que el ettin saliera despedido con la onda expansiva.

El ettin cayó al suelo con gran estruendo y se deslizó por la piedra al tiempo que se retorcía y rugía de dolor. Cuando por fin se detuvo, se puso de pie tambaleante y volvió a lanzarse hacia adelante.

Para entonces, los Espadas ya lo habían adelantado y subían a la carrera la escalera con las armas preparadas.

Susurro estaba de pie, apoyado en la pared y mirándolos con furia.

Islif corrió hacia él, seguida de cerca por Pennae y por un pálido Florin. El zhentarim alzó una mano sangrante para hacer un conjuro.

Con gesto ceñudo, Islif se lanzó contra él moviendo la espada frenéticamente con la esperanza de deshacer el conjuro.

Aterrizó justo fuera del alcance de la espada y se volvió a echar adelante lanzando estocadas furiosas. El cuerpo de Susurro parpadeó y desapareció, y mientras Islif maldecía y golpeaba a ciegas el espacio vacío donde había estado, lo vio aparecer nuevamente apenas un paso más allá.

La vio y empezó a gritar. Su primer tajo fue en la boca, para impedir cualquier conjuro.

A continuación llegó Pennae, que le clavó una espada hasta la empuñadura bajo las costillas y otra más en la garganta.

Jhessail se incorporó a la carnicería, y el mago se tambaleó, se desplomó y, desangrándose, dio una sacudida y por fin quedó inmóvil. Su sangre formó un charco de color carmesí que se extendió rápidamente a su alrededor.

Islif saltó por encima del charco para salir a recibir al ettin, flanqueada por Doust y Semoor, que se dieron la vuelta maldiciendo y con sus mazas listas para golpear.

Movidos por el miedo, los Espadas se reunieron en torno a la bestia maloliente, arremetiendo contra ella con espadas, cuchillos y mazas por todos lados. No tardó en caer como un árbol talado encima de Susurro.

A lo lejos, en Estrella de la Noche, en la sucia rebotica de Maglor, un hombre jadeante y ensangrentado llegó vacilante hasta un banco, se aferró a él el tiempo suficiente para recobrar el aliento, arrancó una tela polvorienta que cubría el orbe escudriñador y pasó la mano por encima.

El orbe se activó con un brillo mortecino y silencioso, y se fue calentando mientras una escena remota iba tomando forma en sus profundidades.

Con la respiración todavía entrecortada, Susurro observó cómo se tambaleaba Maglor mientras las espadas se clavaban brutalmente. Vio cómo el boticario moría gritando en su lugar y dio las gracias fervientemente a Bane y a Mystra por el conjuro preparado hacía tiempo que emitía el intercambio entre su cuerpo y el de Maglor, y por el conjuro aún más antiguo que daba a Maglor el rostro y la apariencia de Susurro.

Mientras los Espadas mataban al ettin en las profundidades del orbe, Susurro se volvió de espaldas y se apartó dando rumbos, sintiéndose enfermo y aterrado. Era la primera vez que sentía realmente miedo en… sí, en años.

Surgió un resplandor pálido, fantasmal, que desvaneció la penumbra de la fría y oscura tumba mientras Viejo Fantasma retrocedía con los ojos encendidos de furia.

—Esta vez has llegado demasiado lejos —murmuró—. Es cierto que Maglor era un gusano, pero era mi gusano; su vida me pertenecía y podía disponer de ella cuando y donde quisiera. Susurro, tu vida no vale nada.

El espectro salió de la tumba hecho una furia, un fuego helado que se movía con veloz determinación.

El Mago de Guerra acabó su conjuro, dejó caer los brazos y suspiró.

Con un suspiro mucho más leve, una puerta resplandeciente apareció en el aire delante de él.

—Ahí es adonde fueron —dijo—. Ahora debo volver junto a la señora regente. A estas horas podría estar a medio camino…

—¡Aguardad! —Tenaz estaba tan furioso como aparentaba. Sus palabras saltaban como los disparos de una ballesta—. ¿No hay riesgo en atravesarla?

El mago se encogió de hombros.

—Podría haber cualquier cosa esperando del otro lado, por ejemplo, una docena de espadas listas para ensartar a quien llegase. Sin embargo, a menos que el que creó aquel portal domine una magia tan potente que el encantamiento del portal pueda subvertir mis conjuros de sondeo, lo cual es improbable pero no del todo imposible, resulta seguro atravesar el portal, sí.

Tenaz dio las órdenes de forma brusca, dirigiéndose por su nombre a determinados Dragones para que atravesaran aquella puerta.

—Y el capitán Draeth, supongo —acabó con muy malos modos.

Draeth tragó saliva.

—Eh… ¿no sería mejor resolver esto con la señora regente Myrmeen Lhal?

Tenaz giró sobre sus talones y su rugido estuvo a punto de arrancar del suelo al capitán.

—¡Que cuelguen a Myrmeen y también a sus órdenes!

—¡Vaya! Yo creo que no, lionar Dahauntul —dijo una voz decidida que salió de la oscuridad.

Tenaz escudriñó las sombras sin poder ver quién había hablado.

—¿Quién ha hablado? Y yo soy un ornrion, no un lionar.

—Desobedecer a los oficiales superiores y hablar de provocar su muerte son ofensas que os pueden acarrear algo más que una simple degradación, lionar Dahauntul —replicó la voz con tono cortante.

El que había hablado se adelantó hasta quedar iluminado por la luz del farol, y hubo respingos y juramentos en voz baja cuando los Dragones allí reunidos reconocieron al primo del rey, el barón Thomdor, Vigilante de las Marcas Orientales.

Toda la guardia se puso de rodillas, Tenaz entre ellos.

—¡Os ruego me perdonéis, señor! —farfulló—. Debo confesar que yo…

—Ahorraos el discurso —le dijo Thomdor—, decidme: ¿quiénes pasaron por ahí y por qué pretendéis seguirlos?

—Aventureros —explicó Tenaz—. Tienen una cédula real, pero van camino de convertirse en un estorbo ingobernable. Hay quienes dicen que prendieron fuego al almacén, pero lo cierto es que huyeron por este camino mágico a algún punto fortificado desconocido de los zhentarim, con agentes desconocidos de ese origen que han matado a un buen número de Dragones esta noche. Voy a ir… es decir, quiero perseguirlos con todas las fuerzas que pueda reunir, con Magos de Guerra y todo, y expulsar a los zhents en el otro extremo de ese portal para siempre.

—No —dijo el barón Thomdor—. Dejaremos que estos Espadas de la Noche se ocupen de esos asuntos. Para eso se dan las cédulas reales a los aventureros de la Corona.

—Si estuviera tratando de engañarnos —señaló Pennae— ¿crees que lo haría con unas pociones que había ocultado tan hábilmente?

—Un pensamiento muy agudo —dijo Doust cogiendo una de las ampollas que ella le pasaba.

Jhessail echó una mirada a la suya.

—¿Qué es esta marca de un sol radiante?

—Un símbolo de curación —respondió la ladrona observando mientras Florin quitaba el tapón que ella previamente había aflojado y empezaba a beber el contenido de su ampolla.

—Está haciendo efecto —dijo en voz baja, alargando la mano para que le diera otra.

Pennae sonrió y le puso otra ampolla en la mano.

—Bien. Bébela hasta el final. Al parecer, Susurro ha escondido sus libros de conjuros y cosas por el estilo en otra parte, y la perspectiva de tropezar con viles trampas para encontrar el resto de su magia no me seduce precisamente.

Florin tragó, exhaló un hondo suspiro y apoyó la espalda contra la pared. Empezaba a tener mucho mejor aspecto al desaparecer de su rostro el rictus de dolor. Alzó el brazo que ya no estaba roto y movió los dedos con cuidado.

Los Espadas examinaban cautelosamente la guarida de Susurro, apoderándose de las escasas riquezas que podían encontrar y de la magia que se atrevían a tocar. En una habitación contigua, esperaban dos portales relucientes.

El hecho de no saber adónde conducía cada uno de ellos había dado lugar a un animado debate sobre lo que debían hacer a continuación.

Pennae sonrió.

—De todos nosotros, yo fui la que más callejeó por Arabel.

—Cierto —interrumpió Semoor—, y me atrevería a decir que también visitaste más dormitorios, almacenes y trastiendas.

Hubo una risa generalizada a la que se unió Pennae mientras le hacía un gesto obsceno.

—… y vi la misma proclama real fijada en cinco lugares —prosiguió—. Un escrito prometiendo el título de barón de las Tierras Rocosas acompañado de un ejército y una fortuna, a quienquiera que construyese un castillo en las Tierras Rocosas y resistiera allí durante dos años limpiando la zona de una cantidad determinada de bandidos y bestias, debiendo aportar las cabezas de las bestias como prueba de ello.

Islif dio un resoplido.

—¿Y no prometía también la divinidad?

Todos rieron.

—El mes que viene, si te parece —comentó Semoor—. Después de que volvamos a estar enteros y animados, y allá en la Casa de la Mañana los sacerdotes me hayan otorgado mi nombre divino y me hayan dicho qué gran campeón de la fe soy.

Dirigiéndole a Semoor una mirada hostil, Pennae señaló el pequeño y único cofre de monedas que habían encontrado.

—¿Y exactamente qué parte de este dinero vas a tener que darles para conseguir eso?

Otra vez rieron, una diversión a la que contribuyó Doust cuando carraspeó y les recordó que también había otros dioses a los que había que agradecerles debidamente.

—Malditos sean —dijo Susurro entre dientes buscando entre artilugios mágicos escondidos allí hacía tanto tiempo que casi había olvidado qué eran—. ¡La verdad, malditos sean todos los condenados aventureros!

¿Qué necesitaría para desintegrar a esos malditos Espadas? Habían hecho picadillo a sus tres guardianes y también a Maglor, y ahora sin duda estaban apoderándose de su magia. Al menos su maltrecha mano estaba bien otra vez, aunque había tenido que consumir dos pociones. Bastardos hijos de un demonio.

—Que Mystra los deje secos y Bane los maldiga —dijo con furia mientras seguía buscando. Sólo había baratijas y material de guerra inutilizado. ¡Necesitaba algo que desintegrase, fundiese y humillase!

Perdido en su furia, Susurro no reparó en el pálido resplandor que se iba formando detrás de él y que se deslizó hacia adelante para invadirlo silenciosamente.

Cuando el frío de Viejo Fantasma le recorrió la espina dorsal, ya era demasiado tarde.

El mago se vio obligado a ponerse de pie con un gorgoteo ahogado y a estirarse para agarrar una varita que había entre sus tesoros y que captaba metales y minerales.

Sosteniéndola con rigidez, Susurro se volvió y caminó, pesada e involuntariamente, al portal de su invasor, que esperaba.

Sus esperanzas de que, fuera lo que fuera lo que lo había invadido, desapareciera durante la translocación se vieron defraudadas cuando se disipó la niebla azul y se encontró de pie en un oscuro pasadizo de su cripta.

Provisto de una varita inútil, el indefenso zhentarim empezó la lenta e involuntaria marcha hacia su almacén, donde seguramente estarían los aventureros: la marcha hacia su perdición.

Otros ojos miraban con sorpresa las profundidades de otro orbe escudriñador.

A continuación, los ojos de Horaundoon se entornaron.

La renuencia de Susurro a volver ya había sido bastante sorprendente, pero su ojo remoto le estaba revelando algo más. Un resplandor levísimo había tomado el mando de Susurro: ¡Otro ser sensible!

Con una sonrisa socarrona, Horaundoon se inclinó hacia adelante dispuesto a no perderse un detalle de lo que estaba a punto de suceder.

Esto prometía ser muy interesante.

—¡Maldita sea! —Doust se puso de pie con cara de perplejidad. Susurro había aparecido amenazador en el quicio de la puerta, apuntándolos con una varita.

Los demás Espadas miraron, vieron y se quedaron de piedra.

Lenta, muy lentamente, casi como si pequeños segmentos de su labio superior fueran dejando al descubierto sus dientes uno por uno, el zhentarim sonrió.

Y una de las dagas de Pennae salió describiendo círculos por los aires y fue a clavarse, hasta la empuñadura, en el ojo derecho del mago.

Los Espadas se lanzaron al ataque, desplegadas las armas, pero…

Susurro ni siquiera se movió.

Hasta que, con la sonrisa todavía en los labios, se desplomó cayendo de bruces en el suelo sacudiendo los desmadejados miembros.

Ante la mirada de los Espadas, algo fantasmagórico y pálido salió de su cuerpo en forma de volutas para juntarse espectralmente en el aire sin hacer el menor caso de los Espadas que lo atacaban por todos los flancos. Cuando hubo adquirido la fuerza y la forma de un hombre alto, de anchos hombros, volvió la cabeza lentamente para mirar a los horrorizados aventureros uno por uno. Aunque no tenía boca, daba la impresión de que sonreía con suficiencia, casi con regocijo… mientras se elevaba y se alejaba, con el porte decidido y reposado de un gran tiburón.

Jhessail se estremeció al verlo marchar, y ninguno de sus compañeros dijo una palabra ni levantó una mano para hacer nada hasta que lo perdieron de vista.

En ese momento, como era de prever, fue Semoor el que reaccionó primero.

—¿Qué demonios era eso?

Nadie supo qué responder.

Horaundoon se apartó del orbe escudriñador como si alguien le hubiera arrojado estiércol a la cara… después volvió a inclinarse para mirar con sumo interés.

Estaba seguro de que aquella cosa fantasmagórica que se había condensado encima del cadáver de Susurro, que había salido de su cuerpo, había mirado a todos los Espadas y se había marchado flotando lentamente.

Cuando se inclinó más para mover el campo del orbe escudriñador para seguirla, cayó en la cuenta de qué era lo que estaba viendo y dio un respingo.

Se estremeció involuntariamente, pero fue el hargaunt el que sufrió un espasmo, gritó horrorizado y se le meó en la cabeza.

—Hay algo que resuena en el aire —dijo Pennae—. Magia.

El pasadizo estaba oscuro, pero a la luz de las piedras relucientes que los Espadas habían sacado de las habitaciones de Susurro, pudieron ver estatuas de forma humana cubiertas de polvo reunidas en el pasadizo.

—Este camino parece… no haber sido utilizado —dijo Florin en voz baja—. Tal vez la magia sea una especie de barrera y lo que haya más allá, territorio virgen, a falta de un término más adecuado.

Pennae se encogió de hombros.

—Un camino que explorar. —Siguió adelante, desoyendo su murmullo de protesta, internándose en la magia reverberante.

Nada le ocurrió, y la magia ni se alteró ni se desvaneció, pero en cuanto Pennae dio un paso más allá, las polvorientas estatuas se movieron, levantando los brazos hacia ella. La ladrona retrocedió rápidamente, mirando cómo manoteaban en su dirección, y volvió a donde estaban sus compañeros.

—Muertos vivientes —dijo—. Busquemos otra salida.

—Seis… no, siete portales allá atrás —le recordó Semoor.

Pennae asintió.

—Me temo que vamos a acabar metiéndonos en uno de ellos.

—¿Y si uno de ellos resulta ser una trampa mortal y nos metemos en el fuego o en una turbulencia relampagueante? —preguntó Islif.

La ladrona la miró con amargura.

—La verdad, hubiera preferido que no dijeras eso.

—Soy lady Narantha Corona de Plata —le dijo Narantha al viejo Mago de Guerra de barba blanca haciendo como si no viera a los magos menores que la habían escoltado hasta la cámara de piedra situada en las profundidades del palacio.

Todas las cámaras de esta fortaleza en la que se encontraba eran más lúgubres e inhóspitas que las habitaciones del palacio de Suzail. Estaba empezando a odiar realmente Arabel.

—¿Queríais verme?

El Mago de Guerra la saludó con una inclinación de cabeza.

—Yo no, señora. —Se hizo a un lado y señaló la cortina que había detrás de él.

Con un suspiro de exasperación, Narantha siguió adelante y, apartando la cortina, entró en una sala de audiencias con un simple trono de piedra flanqueado por dos enormes candelabros. Dos Magos de Guerra se encontraban bajo la luz de los candelabros, y una mirada al hombre sentado en el trono hizo que Narantha se hincara de rodillas.

—¿Narantha Corona de Plata? —preguntó el barón Thomdor.

—La misma, señor barón —respondió Narantha. Salvo cuando lo había atisbado desde lejos en veladas y ocasiones de Estado, no había visto al barón desde que era niña. ¿Qué interés tendría ahora por ella?

—Lamento la brusquedad de todo esto —dijo Thomdor levantándose y alargándole la mano—, pero vuestro padre tiene una necesidad imperiosa. Vuestra madre ha muerto, y lord Corona de Plata desea fervientemente vuestra presencia en estos momentos.

Narantha se lo quedó mirando sin poder hacer otra cosa.

—Estos leales servidores de Cormyr están dispuestos a llevaros ante él —le dijo el Vigilante con suavidad, señalando a los Magos de Guerra.

Narantha se acercó a ellos tambaleándose, cegada por una repentina cascada de lágrimas.

Alguien estaba llorando amargamente, hundida su cabeza en el pecho de un extraño, antes de que se diera cuenta de que ese alguien era ella.

En el décimo de los pasadizos oscuros, los Espadas se detuvieron y echaron una mirada de disgusto.

Una vez más resonó ante ellos la custodia de Susurro. Al otro lado aguardaba el décimo grupo de muertos vivientes en silenciosa espera.

Una docena de esqueletos se lanzaron contra ellos, blandiendo unas espadas herrumbrosas. Uno se extralimitó un poco y cayó hecho polvo mientras la custodia lo traspasaba convirtiéndose en una reluciente muralla de chispas. Más allá de ese letal resplandor, algo que podría haber sido el esqueleto de un gigante avanzó por el pasadizo blandiendo un hacha más grande que Florin.

—Está claro —suspiró Islif mientras retrocedían—: O abandonamos este lugar por uno de esos portales… o nos morimos aquí de inanición.

Todos asintieron con la cabeza, aunque a regañadientes.

—¿Y si probamos alguna de las varitas de Susurro? —preguntó Doust indeciso levantando la que llevaba en la mano.

—¿Y desencadenar poderes que no conocemos contra un conjuro que retiene ahora mismo a esos muertos vivientes y que podría explotar? ¿O lanzar relámpagos? ¿O dejarnos a todos de color púrpura? ¿Contra muertos vivientes a los que podría destruir, o hacer crecer, o volver a la vida? ¿O…?

Y dicho esto, Pennae tomó la delantera hacia el portal que tenían más cerca, tras un par de miradas vacilantes a lo que probablemente había sido el sótano de almacenamiento de Susurro.

Todos la siguieron sin hablar.

—Es mi turno —dijo Florin internándose en el resplandor.

Lo atravesó y salió por el otro lado con cara de perplejidad. Seguía en el sótano. Lo volvió a atravesar en dirección contraria, hacia el resto de los Espadas… y se encontró mirándolos de frente, como si sólo hubiera atravesado el vacío.

—Jhess —dijo Pennae—, quítate el cinturón y vuelve a hacer la prueba. A lo mejor es el cinturón lo que impide que funcione; he oído casos de portales así.

Jhessail les entregó su cinturón y atravesó la primera puerta. Igual que Florin, simplemente apareció al otro lado. Volvió a atravesarlo en sentido inverso. Seguía en el sótano. Con un encogimiento de hombros, fue al segundo portal y lo intentó, con idéntico resultado.

—A lo mejor deberíamos tener una contraseña —sugirió Islif.

Pennae asintió.

Semoor suspiró.

—Bueno, Susurro está demasiado muerto a estas alturas como para preguntarle, ¿no os parece? Vamos, probémoslos todos.

Después de muchas pruebas infructuosas se encontraron nuevamente en la habitación de cuadros, ahora vacíos, y restos de monstruos muertos esparcidos. Susurro todavía yacía donde había caído, debajo del ettin.

Las ratas huyeron en desbandada cuando los Espadas bajaron los escalones y se detuvieron ante el óvalo resplandeciente.

—¿Os parece que deberíamos volver a Arabel? —preguntó Semoor.

—¿O tal vez nos llevará a otro sitio? —añadió Doust.

—Gracias, alegres santurrones —dijo Pennae con una sonrisa sarcástica—. Bueno, creo que hay una sola manera de averiguarlo.

Florin empuñó su espada y avanzó.

—Otra vez me toca a mí. —Silenciosamente, el resplandor se lo tragó.

Rápido, ahora —dijo Islif siguiéndolo—. ¡Y tened preparadas esas varitas!

Los Espadas obedecieron.

Un conjuro hecho hacía tiempo, que mostraba a los vigilantes aprendices de guardia quién pasaba por determinados portales, cobró vida una vez más.

El maestro de aquellos aprendices, que cruzaba la habitación por detrás de los escritorios, se paró de golpe para ver quién salía de la cripta de Susurro hacia Arabel. Asintió y nada dijo, cuando unas imágenes pasaron, una tras otra, por esa parte de la pared.

—Los Espadas de Estrella de la Noche —informó uno de los aprendices con nerviosismo.

—No me sorprende nada, Alaise —replicó su maestro—. Te ruego que ahora te dediques a vigilar la puerta de Thander. Es probable que no tardes en ver a los Espadas en persona.

Siguió andando, con la mente en montones de cosas más importantes.

No es que los Espadas carecieran de interés. A decir verdad, para un Archimago que hablaba a menudo con Dove Mano de Plata y a veces con Piedralcón el explorador, y que en ocasiones se asomaba a las mentes del heraldo de Espar, de lord Elvarr Espuela Brillante y de Tenaz, de los Dragones Púrpura, por no mencionar más que tres, estos aventureros novatos resultaban realmente interesantes.

No sólo por quiénes eran y por lo que hacían, sino por quienes intentaban manipularlos.

El mago subió por una escalera de caracol a un piso más alto de su torre, pasando por muchos nichos de almacenamiento abiertos en las paredes. Su mirada tropezó con un curioso colgante retorcido que estaba colgado en un nicho, detrás de la custodia que dejaría todas las manos menos la suya con los huesos al aire, y volvió a pensar en los Espadas.

Tenía planes para los Espadas de la Noche. Ya lo creo que los tenía.

Florin se encontró pisando sobre grano movedizo en un conocido almacén ahora brillantemente iluminado, con cuarenta Dragones Púrpura rodeándolo con miradas impasibles y apuntándolo con sus lanzas.

Un círculo de Dragones Púrpura, por lo menos de dos en fondo, interrumpido sólo en un punto justo delante de él, por un oficial espada en mano, que lo miraba con expresión cautelosa y nada divertida.

—Cogedlos —dijo el lionar Dahauntul rotundamente cuando los Espadas se reunieron en torno a Florin.

—¿Vivos? —preguntó un Dragón veterano.

—Cogedlos —repitió Tenaz con gesto sombrío.