Capítulo 24

Magos espectrales y dragones furiosos

¿Otra vez me preguntas qué enemigo es peor, si un Mago Espectral o un dragón furioso? Bueno, creo que mi respuesta debe ser la misma: todo depende de lo bien que bailes.

El personaje Hellflame,

el hombre dragón del primer acto de

Matar a un mago,

Una obra de Stelvor Orlkrimm,

publicada en el Año de la Luna Menguante.

—¡Allí! —gritó Florin señalando al frente con su espada mientras avanzaban a paso firme a lo largo de un callejón resbaladizo por los restos de verduras en descomposición. La respuesta inmediata fue un disparo de ballesta seguido por otro.

Florin se arrojó contra la pared, arrastrando a Islif consigo, y el Dragón que corría tras ellos dio un grito y cayó de bruces, retorciéndose y quejándose con un proyectil clavado en la rodilla.

—Jhess —gruñó el guardabosques poniéndose de pie—. No deberías estar aquí, no tienes armadura…

—Cállate, Florin —fue la furiosa respuesta al mismo tiempo que se oía el grito de dos voces familiares.

—¡Esperadnos! ¡Traemos la bendición divina!

Jhessail puso los ojos en blanco.

—¿Quieres dejarme fuera a mí? ¿Y qué me dices de ellos? ¿Los mismísimos Danzarines Santurrones en persona?

Islif le dedicó una de sus escasas sonrisas y Florin agitó la mano como dándose por vencido… a continuación echó una mirada y lanzó un grito de admiración.

Una Pennae, débil y pálida, que se mantenía en pie de milagro, corría junto a Doust y Semoor.

Juntos una vez más, los Espadas avanzaban, con el lionar de la guardia resoplando junto a ellos.

—Hemos cerrado las puertas y hemos sacado hasta el último hombre de los barracones. Hasta la mismísima señora regente ha vuelto a empuñar la espada. ¡No se nos pueden escapar! Es sólo cuestión de tiempo…

Islif le lanzó una mirada de amargura, pero no dijo nada hasta que hubieron sorteado un carro desvencijado que estaba permanentemente estacionado allí para salir del callejón.

—¡Allí! —gritó entonces mientras señalaba.

El «allí» era el oscuro portal de un almacén, un umbral sembrado de basura, donde Agannor estaba arrancando la espada de la garganta de un Dragón Púrpura que se tambaleaba y echaba sangre por la boca. Dos virotes de ballesta salieron de la oscuridad y pasaron por delante de él cobrándose la vida de otro Dragón. Un Mago de Guerra se puso a un lado para esquivar el siguiente, y con una increíble sangre fría siguió formulando un conjuro.

Por todas partes aparecían Dragones Púrpura. Agannor echó una mirada en derredor, vio a los Espadas y burlonamente les dijo adiós con la mano antes de desaparecer en el interior del almacén. Otro par de virotes de ballesta acabaron con otros dos Dragones.

—¿Dónde están nuestros ballesteros? —preguntó el capitán de la guardia resoplando al lado de Florin.

—¡Quién sabe! Esos bastardos asesinos podrían estar ahí dentro, armados y esperándonos —jadeó otro Dragón mientras corrían hacia la puerta del almacén, pegados a las paredes de otros edificios para no toparse de frente con más saetas.

Islif mostró su sonrisa lobuna.

—Lo sé. Cuento con ello.

Algo se estrelló delante de ella, estallando en astillas al rebotar y salir disparado. Una silla, o lo que había sido una silla.

Islif miró hacia arriba, a tiempo para ver a un par de hombres de sonrisa feroz que le lanzaban un armario por encima de la barandilla de un balcón.

—¡Cuidado! —gritó dando un salto largo.

El estruendo a sus espaldas fue monumental. Dos Dragones no tuvieron siquiera tiempo de ver lo que se les venía encima.

Semoor, que venía a la carrera, no pudo evitar resbalar en el charco de sangre que se formó de inmediato, pero consiguió recuperar el equilibrio y siguió adelante.

—¿Qué demonios está pasando? ¿Nos están tirando armarios?

Un tiro de ballesta salió zumbando del almacén y lo hizo volverse en redondo al darle de refilón en el codo e ir a clavarse en la cara de un Dragón que estaba más allá.

—¡Maldita sea! —dijo Semoor con un respingo, y dos pasos más adelante gritó—: ¡Jo! ¡He cambiado de idea! ¡Prefiero los armarios!

—¿Qué demonios está sucediendo? —preguntó Jhessail asombrada mientras se acercaban a la puerta abierta del almacén—. ¿Quiénes son todos estos enemigos?

—Agentes zhent —dijo detrás de ella un Dragón de voz ronca—. Al menos los del balcón lo eran.

—¿Eran?

—Acaban de liquidarlos —gruñó satisfecho.

Florin se agachó y recogió los restos de un cajón destrozado.

—¿Conjuro de fuego? —dijo volviéndose.

—Hecho —respondió Jhessail rebuscando en su bolsa las cosas que necesitaba. Un Dragón Púrpura siguió adelante y entró en el almacén agachándose para protegerse, y no tardaron en oír su grito: dos proyectiles habían hecho blanco en él.

De la mano de Jhessail brotó una llamarada que envolvió la madera podrida que Florin le alargaba y después otro cajón traído por Islif.

Florin le dio las gracias con una sonrisa, se volvió y arrojó la madera encendida al interior del almacén, donde su luz brillante iluminó todas las estanterías polvorientas llenas de sacos y arcones, y permitió ver a un hombre muerto desmadejado y a otros dos que huían con sus ballestas, al Dragón Púrpura que había recibido los dos disparos agonizando en el suelo, y…

—¿Dónde están las cadenas de las cabrias? —preguntó el explorador mirando con aire desconfiado—. ¿No tienen estos altos almacenes cabrias para cargar las carretas justo al otro lado de la puerta?

Islif metió su madero ardiente para alumbrar mejor y negó con la cabeza.

—No las veo por ninguna parte. Vamos.

Envalentonados al ver que no había ballesteros esperando, los Dragones Púrpura corrieron hacia el portal desde varias direcciones. Los Espadas se incorporaron a la corriente de guerreros que corrían, pero quedaron un poco rezagados respecto de los primeros, que dieron el grito de alarma y murieron a continuación aplastados cuando alguien a quien no se veía dejó caer desde arriba las cadenas que en el estruendo de la caída enterraron a los hombres a los que mataron o dejaron sin sentido.

Otras cadenas salieron balanceándose desde los rincones oscuros del almacén, describiendo arcos mortíferos que transformaron a los hombres en desechos humanos, y los lanzaron contra sus compañeros más lentos.

Cuando Florin llegó al caos de hombres muertos o que se debatían en el interior del almacén, vio un resplandor que le resultó familiar y miró hacia arriba.

—¡Atrás! —rugió, echando mano a Islif y obligándola a volverse. Ambos chocaron con Jhessail, que llegaba a la carrera y el golpe casi los dejó sin respiración—. ¡Atrás todos!

Una espada brilló como un relámpago por encima de las cajas y barriles en llamas que había encima de las cabrias, cortando una cuerda, y junto con el traqueteo de un guinche que se había vuelto loco, la ígnea carga se desplomó en el suelo.

—¡Fuera! —gritaba Florin haciendo señas con los brazos a los Dragones Púrpura que venían a la carga—. ¡Fuego!

Todavía seguía gritando cuando el estrépito lo sacudió lanzándolo despedido y el almacén se desplomó. Lenguas de fuego pasaron a su lado lanzando sobre sus compañeros a hombres en llamas que gritaban.

Los Dragones Púrpura lanzaban juramentos de lo más variados, los Magos de Guerra se protegían los ojos con los brazos, y por encima del estruendo se oyeron los cuernos de guerra dando la señal de incendio. Una, dos, tres veces, ya a continuación el bramido de Tenaz imponiéndose al tumulto.

—¡Magos de Guerra, sofocad ese fuego! ¡Capitanes de la guardia, traed a todos los sacerdotes que podáis encontrar! ¡Hay que extinguir ese incendio!

Mientras los Espadas se reunían en torno a él, Florin se encontró cara a cara con un Dragón al que conocía: el capitán Nelvorr.

—Señor Espada —el capitán dio un respingo—, apartad el acero. Los que perseguimos están en ese almacén. —Describió un círculo con el brazo—. Lo tenemos rodeado hasta el otro lado y nadie ha intentado salir por allí todavía. Si lo hacen, morirán.

Florin miró al interior. El lugar era un infierno nada más cruzar la puerta, y por la pared frontal se filtraban el humo y unas lenguas de fuego que ascendían rápidamente al prenderse las líneas de alquitrán que se habían usado para sellar las junturas de los tablones. Sin embargo, a uno y otro lado de la puerta, el almacén parecía intacto. Ni siquiera salía humo de las ventanas cerradas con celosías.

—¿Hay algún sótano? ¿Túneles? —preguntó con brusquedad.

—No —respondió una voz detrás de él, una voz que había oído antes—. Al menos —añadió la señora regente de Arabel, con una varita preparada en la mano—, se supone que no, y mis recaudadores de impuestos llevan muy bien la cuenta de todas esas cosas.

—Voy a entrar —le dijo Florin cuando un Mago de Guerra acabó un complicado conjuro y el fuego remitió de forma notoria.

—No me sorprende —replicó ella con una media sonrisa alentándolo con un gesto de la mano. Florin la saludó con una sonrisa y una inclinación de cabeza, y salió corriendo, con los Espadas pisándole los talones.

El humo les salió al encuentro, espeso y denso, cuando Florin entró pegado al poste oriental de la puerta y abrió el camino, espada en mano y manteniéndose agachado.

Entre la penumbra azulada que empezaba disiparse, los Espadas se dieron prisa, mirando en todas direcciones con la esperanza de ver las temidas ballestas antes de que un virote los encontrara a ellos.

El lugar era un laberinto de plantas abiertas por los laterales, pilares con soportes de escalada y sacos, barriles y cajones sujetos con cuerdas. Había rampas por todas partes, y telarañas, y las cadenas de las cabrias que colgaban inmóviles.

Brillaron los faroles muy por detrás de ellos cuando los Dragones Púrpura entraron en el almacén. Ahora las luces movedizas de las llamas habían desaparecido, dejándolos por toda iluminación la débil luz de unas cuantas piedras luminosas situadas en lo alto de las paredes en sus soportes de hierro llenos de telarañas.

Avanzaron hasta otro pilar.

Y luego otro. Cada paso era más cauto que el anterior; pronto llegarían al fondo del almacén. Si los hombres a los que buscaban no estaban en el otro extremo —y, por el sentido en el que corrían las pasarelas que había en las vigas del techo y donde Florin había visto aquella espada cortando las cuerdas de izar, no era probable— tenían que estar por aquí.

Cerca.

Esperando.

Por supuesto, este era el nivel más bajo; podían estar en cualquier parte detrás de los sacos, en todos aquellos pisos oscuros, abiertos por los lados.

—Me pregunto cuántos almacenes como este tendrá esta ciudad —le dijo Semoor a Pennae en un susurro—. Me da la impresión de que se podrían robar mercancías a carretadas durante años y no echarían nada de menos.

Pennae le dedicó una mirada feroz y luego una sonrisa aún más feroz.

—Más adelante —le dijo al oído—. Ya hablaremos de esto más tarde, santurrón de elevados principios.

Florin, que iba delante, alzó el brazo a modo de advertencia. Luego se apartó pegándose a una pila de cajones y señaló.

Los Espadas miraron lo que había descubierto: un mar de grano derramado, caído de sacos abiertos a cuchillo en algún accidente y que ahora colgaban inertes y casi vacíos.

Por encima de ellos había una hilera de rastros de botas que acababan abruptamente en lo que habría sido un montón de trigo no hollado. Los hombres habían salido de prisa por ahí y luego, sencillamente, se habían desvanecido.

—Jhessail.

La joven maga dio un paso adelante con expresión seria hasta detenerse justo al borde del grano.

—Magia muy potente —murmuró abriendo los brazos casi como si estuviera disfrutando del sol y abrazando a continuación el vacío—. Me golpea en la cara como si fuera fuego. —Dio un paso lateral largo, meneó la cabeza, después hizo lo mismo en la otra dirección, volviendo al punto de partida—. Justo aquí.

—Como una puerta —murmuró Doust.

Semoor se agachó, recogió grano formando un cuenco con las dos manos, caminó por el sendero de grano desordenado y, al llegar al final, arrojó el que llevaba en las manos hacia adelante.

Salvo por una pequeña voluta de polvo en suspensión, se desvaneció de golpe, justo frente a él.

—El camino está abierto —dijo, haciéndose a un lado rápidamente.

No salió ninguna saeta silbando de la nada, y después de un instante o dos de tensión Semoor volvió a reunirse con ellos.

—¿Crees que Agannor y Bey se marcharon por ahí?

—Eso creo —dijo Islif con gesto sombrío.

Florin también asintió.

—De acuerdo. No tenemos nuestras armaduras ni nuestro equipo, pero si volvemos a por ellos me temo que los asesinos se nos escaparán para siempre. ¿Qué decís?

—Vamos a cogerlos —susurró Pennae—. Vi sus caras, y la sangre de Martess en sus espadas… además me atacaron con saña.

Jhessail asintió.

—Lo saben todo de nosotros y no quiero que eso me vuelva a asaltar cuando menos me lo espere. ¡Cualquier noche mientras duermo! ¡A por ellos!

Se oyó un grito furioso detrás de ellos.

—¡Eh! ¡Alto! ¡No os mováis y deponed las armas!

Los esparranos se volvieron, con las armas en alto, y se encontraron ante los Dragones Púrpura, montones de Dragones Púrpura. Estos llevaban la armadura de combate completa, con yelmos y escudos, y tenían lanzas en las manos.

—¡Espadas de la Noche, dejad las armas y rendíos! ¡Ahora!

Un ornrion de expresión dura al que jamás habían visto antes y que llevaba un dragón rojo rodeado de llamas en el escudo, avanzaba amenazándolos con un dedo cubierto por el guantelete.

—¡Os conocemos muy bien! Quedáis arrestados, todos, por incendiarios y…

—¿Qué? —dijo Florin mirándolo con incredulidad.

—Deponed las armas o acabaremos con vosotros. ¡Y daos prisa! ¡De lo contrario aprovecharé la excusa para ahorrarle a Arabel un montón de problemas matándoos como los perros rabiosos que sois! Los aventureros son siempre un incordio…

Arrastrando tras de sí la espada con la punta de los dedos, Florin avanzó hasta quedar frente a frente con el hombre que venía hacia él como un huracán, chapoteando en el grano y sin cejar en su empeño.

—Os equivocáis —empezó el guardabosques—, y la señora regente de…

—¡Todo eso son embustes, mentiroso aventurero! ¡Precisamente a ella hemos oído todos hablar de vuestra villanía! Vuestras ballestas han dado muerte a una docena de Dragones esta noche, y si no estuviera vinculado por sus órdenes de cogeros vivos, yo…

Florin abrió las manos mostrando sus pacíficas intenciones… y la mano del ornrion lo cogió por la garganta.

Por un momento, el guardabosques se quedó mirando aquella cara de sonrisa feroz sin entender nada. Luego, su puño se disparó con toda la fuerza que fue capaz de poner en él y lanzó un puñetazo aplastante bajo la mandíbula del Dragón.

El ruido de los dientes al chocar se oyó perfectamente, y el ornrion se encontró de golpe mirando a las vigas del techo, alzado sobre las puntas de los pies y sin sentido. Su mano soltó la garganta de Florin, el guardabosques se retorció y tiró del escudo con el flamígero Dragón, que se soltó del cuerpo del hombre cuando este cayó.

—¡Espadas! —rugió Florin girando en redondo con la espada en una mano y el escudo del que acababa de apoderarse sobre su otro brazo—. ¡A mí!

Dicho esto cargó a través del grano hasta que… desapareció.

Hubo un instante de suave caída a través de interminables nieblas de color azul brillante y por fin la bota de Florin aterrizó sobre la dura piedra. Piedra de algún lugar subterráneo por el aire frío y húmedo y el olor a tierra. La luz azulada se desvaneció…

Más o menos al mismo tiempo, algo se estrelló contra su escudo y lo atravesó, chocando contra él con fuerza suficiente para destrozar el resistente metal.

Y también el brazo de Florin que estaba debajo.

Una risa triunfal sonó por delante cuando el extremo emplumado del virote de ballesta roto que lo había herido pasó rozando la nariz de Florin y se perdió en el olvido.

Mientras se tambaleaba bajo aquel dolor lacerante, Florin se preguntó cuántas probabilidades había de que a él le pasara lo mismo.

Los Dragones Púrpura cargaron como una ola vociferante erizada de mortíferas lanzas.

—¡Pasad! —gritó Islif a Jhessail y a Pennae, empujándolas para que se dieran más prisa mientras pasaba a su lado—. ¡Stoop! ¡Clumsum! ¡Entrad ahí!

Agitaba la espada desafiante mientras corría tras ellos, enseñando feroz los dientes cuando la primera lanza trató de alcanzarla y se quedó a un palmo de atravesarla.

Y entonces parpadeó y se encontró cayendo a través de una niebla azulada.

Volvió a parpadear e Islif se encontró en un corredor oscuro de piedra con el resto de los Espadas que estaban reunidos alrededor de… ¿Florin? ¿Herido?

—¡Atención! —gritó al tiempo que daba media vuelta para enfrentarse al resplandor azul que había a su espalda—. ¡Desenvainad!

Del torbellino azul salían lanzas y detrás Dragones Púrpura de expresión torva. Tres soldados de ojos desorbitados a la vista de lo que los rodeaba.

Más desorbitados todavía, cuando Islif hizo a un lado dos lanzas con su espada y corrió hacia el tercer Dragón, al que le dio un revés en toda la cara.

Este trastabilló y cayó contra sus camaradas. Hubo un momento de manoteos y maldiciones desorientados, y Pennae salió de la oscuridad con un grito sobrecogedor empuñando una daga en cada mano y con Doust y Semoor pisándole los talones.

Los Dragones Púrpura vacilaron e Islif le dio un poderoso rodillazo a uno en la entrepierna, y a continuación sacó la pierna de lado haciendo caer a ese soldado contra el que estaba a su lado. Pennae aterrizó con fuerza sobre sus indecisas lanzas, aplastándolas contra el suelo de piedra y rompiendo el astil de una de ellas al impulsarse hacia adelante y golpear un par de yelmos con las empuñaduras de sus dagas.

Los Dragones perdieron pie, y Pennae cargó contra sus yelmos aplastando el metal sobre sus caras. Forcejeaban debajo de ella, manoteando y dando puntapiés en un intento de levantarse, y mientras Islif les arrancaba las lanzas de las manos a dos de los hombres, Semoor se inclinó, se apoderó de una maza que colgaba del cinto del otro y coronó al hombre contundentemente con ella, dejándolo medio inconsciente.

—Siempre he querido hacer eso —dijo feliz—. ¿Ahora vais a empezar a cortarlos en pedazos?

Los Dragones ya trataban de hurtarse a sus intentos, y sus palabras cayeron sobre ellos haciendo mella. Salieron corriendo hacia la niebla azul con la risa de Islif y Pennae resonando en sus oídos.

—Ahora apartaos —les ordenó Islif señalándoles las paredes del corredor—. Contra las paredes, alejaos. No descartaría que se les ocurriera buscar algunas ballestas y empezar a disparar directamente por este…

Una lanza surgió de la niebla y voló pasadizo adelante hasta dar en el suelo con sucesivos rebotes y detenerse justo al lado de Jhessail, que estaba ayudando a un sudoroso Florin a levantarse y a desprender de su brazo el desvencijado escudo.

—¡Moveos! —rugió Islif cuando una segunda lanza siguió a la primera.

Los Espadas obedecieron a toda prisa al pasar una lanza zumbando por delante de ellos.

—Florin dice que hay un ballestero en algún lugar por delante de nosotros —advirtió Jhessail mientras avanzaban todos juntos.

—Me rompió el brazo —gruñó Florin—. No conseguí verlo.

—¿Cuándo va a empezar la diversión? —se quejó Semoor—. Montones de monedas y de piedras preciosas, danzarinas, nuestros propios castillos… ¿Cuándo nos favorecerá ese aspecto de la aventura?

Por detrás de ellos, el resplandor azul estalló en una explosión descontrolada, cegadora, que empezó a lanzar rayos relampagueantes contra ellos por el pasadizo, rayos que crepitaban y retumbaban en un caos que sonaba como cientos de arpas tocadas todas al unísono, como cuerdas metálicas cencerreantes y rechinantes. Después de eso, toda luz desapareció. El resplandor azul se había disipado.

—Un Mago de Guerra que se asegura de que no vayamos a volver —dijo Jhessail al cernirse la oscuridad dejándolos a ciegas.

—¿Y ahora qué? —gruñó Doust.

—Bueno —dijo Semoor—, podemos sentarnos aquí mismo y rezar, los dos, y que en la plenitud del tiempo se nos conceda el poder de hacer la luz para poder ver.

Una luz tenue apareció no lejos de su codo y se hizo más brillante cuando la descubrieron y la mantuvieron en alto, llegando a tener aproximadamente la misma potencia de un farol atenuado con mica.

—O —les dijo Pennae sosteniendo lo que ahora podían ver como una piedra luminosa del tamaño de una mano— podemos usar esto. —Todos pudieron ver su dulce sonrisa.

Le tocó ahora a Jhessail gruñir.

—Me gustaría saber dónde has encontrado eso.

Pennae se encogió de hombros.

—Supongo que la señora regente, o algún miembro de su personal, lo echará de menos tarde o temprano. Sin embargo, dudo de que ahora puedan perseguirnos para reclamarla.

—¿Qué sucede si la dejas caer? —preguntó Doust—. ¿Puede romperse y apagarse?

La respuesta vino acompañada de un encogimiento de hombros.

—No me he planteado averiguarlo.

—¿Dónde estamos, pues? —inquirió Florin con voz entrecortada por el dolor—. ¿Y adónde vamos?

—A las Moradas Encantadas, por supuesto. En el pasadizo largo que está justo al norte de la estancia donde encontramos las botas, el fardo y la garrota. ¿Veis esas grietas en la pared? —La ladrona las señaló con la piedra luminosa—. De modo que la forma más rápida de salir es por ahí… y Bey podría recordar el camino; dudo que Agannor haya prestado alguna vez atención a los mapas… pero los tres a los que perseguimos fueron por ahí.

—A por ellos —dijo Florin con voz ronca. Pennae asintió.

Islif la sujetó por un codo y orientó su mano para que sostuviera la piedra luminosa cerca de Florin para poder echarle un vistazo.

—¿Curación, hombres santos?

—Tendríamos que rezar antes un buen rato —le dijo Semoor—. Agotamos el favor divino al ayudar a Pennae.

—Viviré —les dijo Florin tajante—. Persigámoslos.

Los Espadas asintieron, empuñaron sus armas y se introdujeron en la helada oscuridad.

Habían recorrido apenas unos pasos cuando se toparon con una ballesta tirada en el suelo. Pennae la examinó.

—No está rota —murmuró—. Se ha quedado sin proyectiles.

—Buenas noticias —comentó Semoor.

Pasaron rápidamente a una cámara más amplia que ofrecía una puerta y tres pasadizos para seguir adelante. Islif se dirigió a la puerta, hizo un gesto para indicarle a Pennae que escondiera la luz y la abrió.

Lo único que vieron fue la silenciosa oscuridad. Entonces Pennae tocó a Islif en el hombro y volvió a sacar la piedra luminosa del bolsillo. Nada. La habitación estaba vacía, y al otro lado de la puerta, en la pared del fondo, había una telaraña reciente. Pennae meneó la cabeza y retrocediendo salió de la habitación.

—Probablemente fueran por ahí —dijo, señalando el pasadizo que conducía al salón de festejos—, pero será mejor que probemos este camino sin salida, sólo para asegurarnos. No quiero ni imaginarme que nos ataquen por la espalda y corten a Doust o a Semoor en rebanadas.

El pasadizo sin salida iba en dirección noroeste un pequeño trecho y a continuación giraba hacia el oeste hasta una cámara donde todavía había, junto a una pared, restos desvencijados de antiguos barriles y carretillas. En el centro de la pared frontal había una puerta de piedra que llevaba a una habitación que, días atrás, cuando habían andado explorando, estaba vacía.

Al acercarse, Pennae se puso tensa y retrocedió.

—Una voz de hombre —susurró—. Desconocida. Está recitando unas frases grandilocuentes que no consigo entender. Yo diría que está haciendo magia.

—¡Rápido! —dijo Islif entre dientes—. ¡Entremos antes de que acabe! —Y se lanzó contra la puerta seguida por Pennae.

Los Espadas irrumpieron por el corto pasadizo que había al otro lado de la puerta y sorprendieron a un hombre que allí estaba haciendo que mirara por encima del hombro.

Era Bey. Tenía la espada cogida con ambas manos.

—¡Huye! —le gritó a alguien que había a la vuelta de la esquina, y corrió en esa dirección.

Los Espadas corrieron tras él, doblaron la esquina agachándose con las armas por delante.

Llegaron a tiempo de ver la bota de Agannor desapareciendo por un óvalo vertiginoso de luz azul, del mismo tono que la que los había llevado hasta allí. Un hombre desconocido, en traje de cuero de combate, impedía con su brazo extendido que Bey lo siguiera, pero lo levantó en cuanto Agannor hubo desaparecido y permitió que Bey se zambullera dentro.

Con una sonrisa malévola a los Espadas que venían corriendo, también él atravesó la puerta dejando tras de sí el resplandor azul.

—¡Maldita sea! —exclamó Jhessail—. ¿Adónde conducirá esto?

—Vamos a averiguarlo —dijo Pennae echando atrás la cabeza y corriendo hacia el vertiginoso portal seguida de Islif.

El resplandor se las tragó a ambas antes de que los demás Espadas tuvieran ocasión de responder.

Ornrion Barellkor volvió a parpadear. La cabeza todavía le daba vueltas. Unos brazos fuertes lo sujetaban por las axilas, ayudándole a incorporarse.

—¿Estáis bien? —preguntó uno de sus capitanes.

Barellkor se llevó una mano a la mandíbula y trató de mover la cabeza, lo cual fue un error. Tuvo la sensación de que le partían la cabeza lentamente con un hacha de guerra. El mentón estaba todavía peor.

—Creo que tengo la mandíbula rota —farfulló.

—Idiota —le dijo tajante la señora regente de Arabel obligándolo a ponerse de pie—. Si eso fue lo único que os pasó debe de ser que Tymora os sonríe, Barellkor. Apartaos de mi vista antes de que decida reduciros a lionar.

El ornrion la miró perplejo.

—Pero yo… pero ellos… ¡Fueron ellos los que mataron a nuestros hombres!

—Diantres, Barellkor, que es lo que creo que soléis decir —le soltó Myrmeen—. ¿Por qué no os adelantáis y tratáis de estrangular al Mago de Guerra que destruyó el portal en vez de atacar a un joven y galante guardabosques? ¡A lo mejor así me libraría al mismo tiempo de vosotros dos!

Pennae se sorprendió un poco de que no saliera a recibirla una hoja de acero cuando el resplandor azul se disipó delante de ella.

Ella e Islif, y un momento después el resto de los Espadas, quedaron aún más sorprendidos por lo que vieron en la gran cámara que tenían ante sí.

En la pared del fondo había enmarcados tres retratos enormes, intensos y muy gráficos de unos monstruos rampantes que todos los Espadas conocían bien por haberlos visto en los bestiarios: un chuul, un ettin y un umber hulk. A la derecha, unos escalones de piedra conducían a un pasadizo que se estrechaba más adelante, y al cabo de estos a un hombre joven de sonrisa fría y pelo blanco vestido con jubón negro, calzas y botas, que a todas luces parecía un cortesano de baja categoría como los que siempre había cerca del Trono del Dragón.

Flotando en tres redes verdes, como remolinos, de las que trataban de liberarse, estaban Agannor, Bey y el hombre de traje de cuero que los había seguido a través del portal.

—Supongo que estos son vuestros —les dijo el hombre a los Espadas—. ¿Seríais tan amables de matarlos? —Señaló al del traje de cuero—. Especialmente a ese, que tuvo el descaro de abrir uno de mis portales privados y, al parecer, conducir hasta aquí a la mitad de los aventureros de Cormyr.

—¿Quién sois? —preguntó Pennae con cara de estupefacción—. ¿Y dónde estamos?

—Bueno. —El hombre hizo un movimiento con la mano y el resplandor que había detrás de los Espadas parpadeó; el portal había desaparecido—. Como no tendréis ocasión de volver a encontrar este lugar, no hay problema en que os diga que estáis en la Cripta de Susurro. Yo soy Susurro, uno de los magos más poderosos de los zhentarirn.

—Oh, maldita sea —dijo Jhessail con desánimo—. ¿Cuándo se acabarán todas estas carreras y las luchas y matanzas?

El zhentarim le sonrió.

—Cuando muráis, por supuesto.