Capítulo 22

Y he sido enviado para hacerte mía

Con ayuda de tres juglares y danzarinas

Cabalgo dejando atrás árboles y rocas

Mi alto señor me llama a sellar tu boca

Y he sido enviado para hacerte mía.

Tanter Hallweather, Bardo de Elturel,

Y he sido enviado a hacerte mía,

primera balada popular de juglares, en

el Año del Yelmo Perdido.

El León Bicéfalo eta la cuarta taberna que había inspeccionado Tenaz hasta el momento en busca de esos Espadas súbitamente esquivos, y no estaba precisamente del mejor humor.

Por lo tanto, se inclinó amenazador sobre la mesa de bebedores reidores y charlatanes, se echó atrás la capa que ocultaba su uniforme y se colocó rápidamente el yelmo que llevaba bajo el brazo.

—¡Vosotros! —bramó—. ¡Espadas de la Noche! ¡Os arresto en nombre del rey!

Agannor y Bey se levantaron de un salto tratando de desenfundar.

—¡Nel—vorr! —llamó Tenaz a voz en cuello.

Por lo menos una docena de Dragones Púrpura aparecieron por las puertas distribuidas por todo el salón. En el repentino y tenso silencio, sonó la respuesta brusca del capitán Nelvorr.

—¡Señor!

Los Espadas estaban rodeados.

—¡Agannor! ¡Bey! ¡Enfundad la espada! —ordenó Florin con una voz que aparentaba mucha más calma de la que sentía. Dejó su jarra sobre la mesa y miró al ornrion de expresión fría—. Resulta que tenemos una cédula real, señor… en nombre del rey. Nos la otorgó el rey en persona hace menos de un mes. Al rey reconozco y obedezco. A vos no os conozco. Así pues: ¿Quién sois y por qué pretendéis arrestarnos?

—Soy Tenaz, de la guardia, y tengo órdenes de la señora regente de Arabel de llevaros a su presencia, por razones que sólo ella conoce. ¿Vendréis con nosotros voluntariamente u os convertiréis en proscritos y resultaréis heridos en el proceso?

—En cuanto a eso —dijo Agannor con voz ronca—, no seremos los únicos en resultar heridos. La guardia no es muy querida en la mayoría de las tabernas, y aquí, en Arabel, todavía menos. Yo en vuestro lugar, ornrion, volvería a mi barracón y pensaría en una manera más cortés y más segura de invitar a unos aventureros respetuosos de la ley a visitar el palacio. ¿Tal vez una invitación por escrito?

El ornrion Tenaz esbozó una sonrisa y la expresión de Agannor se volvió más aviesa.

—¿Y bien? —preguntó, recorriendo con la mirada las mesas silenciosas que los rodeaban—. ¿Qué decís, gentes de Arabel? ¿Nos limitamos a mirar cómo irrumpen los guardias y se llevan a uno y otro a su antojo? ¿O les mostramos lo que duelen los golpes en la cabeza y los enviamos a hacer gárgaras?

Un hombre con una cicatriz que no estaba muy lejos lo miró con amargura.

—Hombre —dijo—, no sé de dónde venís vosotros, pero en esta ciudad se respeta a la guardia.

—Sí —dijo un carretero corpulento volviéndose hacia Agannor—. Por el bien de todos.

—Obediencia, no enfrentamiento —confirmó una mujer de pelo gris y rostro cansado—. La ley y el orden justo son todo lo que tenemos para evitar que la situación se descontrole y nos enfrentemos los unos con los otros, de modo que todos lo respetamos. Guardad vuestro acero, Espadas, y apoyaremos a la guardia contra vosotros, no alzaremos la mano contra ellos. Los Dragones son la mano dura que todos conocemos, vosotros podríais ser cualquier cosa.

—Bueno —dijo Doust—, ya ha quedado claro. Obedeceremos a estos oficiales tranquilamente y sin causar problemas. A menos que sean tan necios como para poner trabas a la santa devoción de Semoor y mía, y no creo que ningún Dragón Púrpura leal a la Corona hiciera eso.

—Y no os equivocáis —dijo Tenaz, y señaló una, dos y tres veces—. Vos —le dijo a Florin—, da la impresión de que dirigís, o al menos dais órdenes a algunos de vuestros hombres. Vendréis conmigo. —Se volvió hacia Pennae—. De vos tenemos informes, de modo que también nos acompañaréis y no saldréis huyendo o vuestros compañeros pagarán por ello. —Miró a continuación a Jhessail—. De vos me han dicho que hacéis conjuros, por lo cual los Magos de Guerra desean hablar con vos… o deberían. También vendréis con nosotros, y no usaréis magia alguna por el camino ni en presencia de nuestra señora regente.

—Nuestra cédula real —empezó a decir Florin, pero Tenaz alzó una mano represora.

—Ya sé lo que suelen decir las cédulas de la Corona —gruñó—. ¿Ibais a decir que esas restricciones no rigen para esta maga? —Cuando Florin asintió, Tenaz añadió—: Le estoy pidiendo que acate esta orden aquí y ahora. Si se negase, sería llevada a presencia de la señora regente atada, amordazada, maniatada y con los ojos tapados.

Semoor se removió y empezó a sonreír, pero Martess alzó la bota hábilmente debajo de la mesa y el lacerante dolor hizo que el novicio de Lathander bajara la cabeza y no dijera nada.

—Acepto las condiciones —dijo Florin—, pero sólo puedo hablar por mí. ¿Pennae? ¿Jhessail?

—De acuerdo —dijeron las dos mujeres y, tras acabar sus bebidas, se pusieron de pie. En torno a ellos se reanudaron las conversaciones, y el aire de enfrentamiento se disipó junto con el silencio que lo había precedido.

Los Dragones Púrpura se reunieron cautelosos en torno a Florin, Pennae y Jhessail mientras los tres se dirigían con Tenaz hacia la puerta. Florin saludó al tabernero con una inclinación de cabeza, como si fuera de la realeza y no estuviera arrestado, y le arrojó al hombre una moneda de oro que sacó de su bolsa.

Un paso después, su mirada tropezó con una mesa pegada a la pared, junto a la puerta, donde una mujer de aspecto cansado, una tendera por su aspecto, bebía a solas. Sus ojos se encontraron y Florin parpadeó incrédulo.

Habría jurado que jamás había puesto los ojos en esa mujer, sin embargo, su rostro tenía algo familiar.

No, no era su rostro… eran sus ojos. Azules e intensos, cargados de sabiduría. ¡Sí, había visto antes esos ojos! Hacía poco, por supuesto… ¿en una taberna?

Simas de un azul oscuro… que por un instante mostraron un destello plateado.

Un instante que dejó a Florin sin recordar nada sobre ellos. Así salieron de El León Bicéfalo custodiados por Dragones.

—No podemos encontrar a Manto Verde —soltó un joven Mago de Guerra, entrando a buen paso—. Es como si se hubiera borrado del mapa.

Laspeera suspiró, puso una mano sobre el hombro de Godal y lo condujo por la puerta hacia un vestidor.

—Poneos algo encima y hablaremos.

El Alto Mago de Guerra entrado en años asintió y se dirigió a la fila de túnicas-custodia. Laspeera preparó una infusión de manzana espinosa y le ofreció una taza cuando se sentó a su lado, sonrió y le indicó que podía empezar.

Laspeera no lo dudó ni por un momento.

—¿Por qué no os metisteis en la mente de lady Yellander cuando empezó sus maniobras? No creo que acostumbrara a trataros con tanta familiaridad. Tiene que haberos resultado sospechosa.

—Señora —dijo Godal, aspirando el aroma de la infusión caliente—. Tengo mis escrúpulos.

—¡Pamplinas, Az! ¡Después no dudasteis en hacerlo!

Godal ahuecó las manos en torno a la taza y miró en sus profundidades.

—No quería saber si tenía… motivos oscuros —dijo—. Después de tantos años, al menos por una vez quería ser real.

—Oh, Azimander —le dijo Laspeera con suavidad, inclinándose sobre la mesa para rodearlo con sus brazos.

Godal dejó su taza con mano temblorosa y la abrazó estrechamente.

Después de un instante, empezó a llorar.

—Por la sangre de Alathan —maldijo Semoor dirigiéndole a Martess una mirada siniestra por el puntapié en la entrepierna—. ¿Y ahora qué?

—Me gustaría hacerle tragar a ese ornrion su propia esp…

—Agannor —dijo Islif en voz baja, aunque sonó cortante como el acero en consonancia con la furiosa mirada que le dirigió—, contén la lengua. Ahora mismo. Podría haber espías de la guardia sentados en todas las mesas de alrededor. Será mejor que te reprimas y escuches.

—Estamos escuchando —dijo Bey con un codazo a su amigo.

Agannor frunció el entrecejo, pero asintió. Islif se inclinó sobre la mesa.

—Quisiera que vosotros dos os quedarais aquí, en el León, para esperar a Florin, Pennae y Jhessail hasta que regresen. Volved a nuestras habitaciones en la fonda de Rhalseer si no hubieran aparecido antes de que cierren, o si se arma alguna trifulca y alguien trata de meteros en líos. ¡Y por amor de todos los dioses que nos vigilan, no os emborrachéis y no iniciéis ninguna pelea!

Bey asintió, e Islif cogió la mano de Agannor que estaba frente a ella en la mesa.

—Agannor, tienes un temperamento muy vivo —le dijo mirándolo fijamente—. Domínalo y compórtate por el bien de todos. Recuerda que nuestro brebaje curativo está en la fonda de Rhalseer.

Se volvió a continuación hacia Martess.

—Marress —añadió con un suspiro—, odio tener que pedirte esto, pero es necesario que uno de nosotros salga ahora mismo y siga el rastro de la guardia para ver adónde llevan a Florin, Pennae y Jhessail, y tú eres la que menos llamará la atención.

—No necesitas pedirlo —dijo Martess poniéndose de pie de un salto—. Estoy encantada de hacerlo. ¡Allá voy!

Y así lo hizo. Salió a toda prisa sorteando las mesas.

—Todos vosotros —dijo Islif—, vigilad si alguien la sigue al salir de aquí. Doust y Semoor, venid conmigo. Nuestra primera tarea será detener a cualquiera que siga a Martess, y la segunda, encontrar nuevo alojamiento. Creo que nuestra estancia en Rhalseer está tocando a su fin.

—Creo que tienes razón al respecto —aceptó Doust.

—Y yo —dijo Agannor con gesto torvo.

Horaundoon sonrió a su orbe escudriñador.

—Bien, ahora —dijo acabando lo poco que quedaba de su pierna de cerdo asado—, Islif se comporta como una auténtica Comandante de Guerra. Me pregunto si ella ha sido la verdadera comandante, ella y la pequeña y brillante Pennae, todo este tiempo.

El repiqueteo del hargaunt le dijo que él también lo creía así.

Se preguntó brevemente hasta qué punto los hargaunts aprendían de los humanos, luego se encogió de hombros, dio el último bocado a su asado, se lavó las manos en el cuenco de agua de pétalos y salió presuroso de su cámara de conjuros.

Una planta más abajo llamó a la puerta de las habitaciones que compartían dos ocupadas y populares chicas de vida disoluta. Kestra y Taeriana tardaron en abrir la puerta porque ninguna de las dos estaba sola, y un cliente apurado es un cliente mal pagador, pero cuando por fin abrieron, los hombres a los que habían estado entreteniendo salieron por la puerta que daba a la escalera trasera. Entonces las miró a los ojos sonriendo, dominó sus mentes fácilmente con la magia que llevaba preparada y las envió a El León a toda prisa, después de calzarse y ponerse la capa rápidamente sobre sus atrevidas prendas de seda.

La puerta del vestidor se abrió. Abrazando todavía a Godal, Laspeera alzó la vista para ver quién estaba allí. Por un momento miró atónita.

En seguida su sorpresa se convirtió un gesto áspero.

Lady Rharaundra Yellander, cubierta con una túnica de Mago de Guerra que no le iba nada bien, estaba cerrando la puerta tras de sí.

Laspeera no dijo una sola palabra. Dejó que su silenciosa y torva mirada hablara por ella.

La dama la miró a su vez con expresión desdichada.

—Vangerdahast va a hacer algo con mi mente —dijo temblorosa.

—¿Y?

—Y —susurró lady Yellander con rabia dando un paso adelante—. Antes de que me olvide de quién soy y de lo que he hecho, hay algo que quiero hacer. Vangerdahast me ha dado permiso… si Azimander así lo quiere.

Le tendió la mano a Godal con gesto casi suplicante.

Desasiéndose lentamente del abrazo de Laspeera, el viejo mago alzó los ojos hacia ella. A continuación alargó la mano, lentamente, y cogió la que le ofrecía la dama.

Tiró de él poniéndolo de pie y lo abrazó.

—¿Tenéis una cama por aquí? —le preguntó a Laspeera—. ¿O una mesa que no estén usando?

Lord Maniol Corona de Plata no podía creer lo que veía. Parpadeó y volvió a mirar.

Sin embargo, las figuras de oscuras vestiduras no se fueron sino que se acercaron a toda prisa por su pasillo más ampuloso directamente hacia él.

—Por los Nueve Infiernos, ¿qué…? —dijo furioso, buscando la intrincada empuñadura de su enjoyada espada.

No hubo respuesta, aunque la siniestra mirada de la hermosa mujer que los encabezaba lo miró de arriba abajo, con frialdad.

—Por el Dragón Cara de Estiércol, ¿quiénes os creéis que sois? —la encaró—. ¡Irrumpir así en mi casa! —Los intrusos no se inmutaron, y un furioso lord Corona de Plata desplegó las manos y puso en funcionamiento todos los anillos, brazaletes y esclavas que llevaba. Todos los artilugios se encendieron amenazadores—. ¡Atreveos a dar un solo paso más y…!

La mujer hizo un gesto y el aire en torno a Maniol Corona de Plata pareció congelarse, como un puño helado que se cerniera sobre su corazón y su garganta y lo dejara sin respiración.

—Si por Dragón Cara de Estiércol os referís al rey —dijo la mujer con frialdad—, ya os podéis ir retractando, lord Corona de Plata. Somos Magos de Guerra y estamos aquí en nombre de la Corona. Si vuestra esposa no hubiera puesto custodias mágicas en su habitación (y me gustaría saber cómo llegó a dominar el Arte sin decírselo a nadie) nos habríamos teleportado allí y ni siquiera nos habríais visto. Soy Tsantress, del cuerpo de los Magos de Guerra, que «irrumpe en vuestra casa» por orden explícita de lord Vangerdahast para arrestar a una traidora del reino.

—¿Una traid…? ¿Jalassa? —Maniol Corona de Plata no podía creérselo, y su expresión era del más absoluto estupor.

En ese momento, Tsantress se convenció de que no sabía nada de los oscuros tejemanejes de su esposa, pero no se permitió ni sombra de piedad. Era un noble, y encima la cabeza de una de las casas más antiguas y orgullosas de Cormyr. Podía vociferar…

Y así fue.

—Y pensáis que podéis entrar aquí sin más, como si fuerais el maldito rey, y…

—Traición, lord Corona de Plata —dijo Tsantress con dulzura, un gesto que hizo que la fuerza fría que atenazaba a Maniol Corona de Plata se volviera tan helada que le impedía respirar—. Eso es lo que son las palabras que acabáis de pronunciar: pura traición. Pronunciadas delante de muchos testigos, además, y el castigo por la traición es…

A un movimiento ondulante de su mano, su magia desapareció e hizo que lord Corona de Plata cayera de bruces, sin aliento y sin fuerzas apenas para gemir.

—… la muerte —remató su frase.

Los Magos de Guerra pasaron junto a él con gran prisa y empezaron a subir la grandiosa escalera.

A duras penas oyó lord Corona de Plata la voz de un Mago de Guerra.

—¡Es aquí! —gritó—. ¡Este!

—¡Apartaos todos! —dijo otro.

Se oyó a continuación un ruido atronador mezclado con gritos de alarma… y algo parecido a un rayo de muchas puntas salió de la planta superior y pasó por encima de él restallando, casi vacilante.

Maniol Corona de Plata se puso de pie antes de que se disipara y empezó a subir la escalera con paso tambaleante sintiendo las piernas súbitamente débiles. Aferrándose al pasamanos con ambas manos, se arrastró escalera arriba mientras más rayos surgían de la puerta que había al final.

—¡Es cierto, está custodiada por conjuros! —gritó un Mago de Guerra apoyándose en la balaustrada que había junto a la escalera.

—Ya está bien de intentos para impresionar —dijo la voz firme y calma de Tsantress—. Cuando lo ordene, lanzad al unísono los conjuros, así…

Cuando lord Corona de Plata llegó al final de la escalera, destelló una luz blanca y enceguecedora. Los Magos de Guerra lanzaron un grito de desánimo… y al disiparse la luminosidad, la puerta del dormitorio de su esposa se abrió con un suspiro crepitando en su contorno una multitud de luminarias diminutas.

El dormitorio que quedó al descubierto era tan femenino como él lo recordaba, salvo por la zona ennegrecida del centro, donde unas tristes cenizas que todavía humeaban dibujaban la forma de un cuerpo humano con los brazos y las piernas abiertos.

Un corpulento y joven Mago de Guerra formuló un rápido conjuro, esperó con los brazos abiertos y los ojos cerrados e informó:

—Nadie. Nadie con vida.

Silenciosamente, los demás Magos de Guerra entraron en la habitación, dispersándose a uno y otro lado para formar un arco a lo largo de la pared en lugar de avanzar. Tsantress, que estaba en el centro, se volvió hacia el mago que permanecía inmóvil.

—¿Lorbryn?

Este negó con la cabeza con las manos todavía tendidas en el aire.

—No hay nadie en este nivel, hasta… hay una torreta, por allí, que está protegida contra mí.

—Acaba con esto —fue la terminante respuesta.

—¿Qué estáis diciendo? —preguntó lord Corona de Plata mientras el hombre abría los ojos y bajaba los brazos—. ¿Y Jalassa? ¿Dónde está mi Jalassa?

Tsantress se volvió a mirarlo con expresión inescrutable.

—Quedaos ahí —dijo—. No os acerquéis a esta cámara. —Miró intensamente a Lorbryn, que se colocó delante de Corona de Plata cerrándole el paso.

Por encima del hombro del mago, el noble vio a Tsantress volver a la habitación y dar órdenes en voz baja. Al elevar los brazos formulando un conjuro, el aire se encendió con un espectral resplandor blanquiazul, y entonces… algo entre rubí y naranja se elevó rugiendo de entre las cenizas y en un torbellino se desplazó por la habitación, formando una nube arrolladora y rechinante que dejó a los Magos de Guerra tambaleantes o de rodillas mientras se cubrían la nariz y la boca con manos desesperadas.

Entonces, de forma repentina, el ruido y el movimiento cesaron, y Maniol Corona de Plata se encontró ante una habitación que parecía llena de polvo, y de Magos de Guerra polvorientos que tosían, medio ahogados, mientras se movían a tientas en medio de los remolinos de polvo.

—¿Tsantress? —llamó preocupado Lorbryn por encima del hombro—. ¿Estáis bien?

—He estado mejor —fue la sombría respuesta proveniente del rostro ennegrecido por el hollín de la irreconocible figura que salió de la habitación y se puso delante de él—. Había un conjuro—trampa en sus cenizas que debía mezclarse con nuestro sudor y nuestro cabello para imposibilitar cualquier método de interrogación nigromántica.

Maniol la miró sin dar crédito.

—¿Nigro…? ¿Mi Jalassa… está…?

Tsantress asintió.

—¡Nooo! ¡No es posible! Mi… mi… ¡Mi Jalassa no!

Tsantress apartó suavemente a Lorbryn y dio un paso adelante.

Parecía un espantapájaros cubierto de hollín la que abrazó al desfalleciente y lloroso noble.

—Lord Corona de Plata —dijo—. Me temo que lady Jalassa nos ha dejado.

—¡Jalassa! ¡Jalassa! —El hombre sollozaba y manoteaba, tratando de desasirse para poder pasar. Los Magos de Guerra que salían de la habitación lo miraban con expresión sombría.

—¡Traedla de vuelta! —les gritaba Corona de Plata—. ¡Tenéis magia, podéis hacerlo! ¡Devolvédmela!

Tsantress meneó la cabeza con tristeza. Su cara ennegrecida casi tocaba la de él.

—Por favor —imploraba sacudiéndola—. ¡Por favor!

—Lord Corona de Plata, vuestra esposa estaba trabajando con un enemigo de la Corona de Cormyr. Hasta el momento no sabemos quién es ese traidor, pero fue él quien la mató para que ni nosotros ni nadie pudiésemos averiguar nada a través de ella. La mató, protegió la habitación en la que estaban sus cenizas con guardas y custodias para impedir escudriñamientos y translocaciones, selló las puertas con un conjuro y dejó una trampa mágica contra cualquiera que fuera a investigar. Si esto os sirve de consuelo, sabed que los Magos de Guerra no dejarán piedra sobre piedra hasta encontrar a ese traidor y destruirlo.

Maniol Corona de Plata echó atrás la cabeza y trató de recobrar el aliento sin dejar de llorar, y después de algunos sollozos convulsos consiguió decir:

—¡Eso no me consuela en absoluto!

Tsantress mantuvo firmemente su abrazo.

—¿Os gustaría acompañarnos a palacio? ¿O que alguien permaneciera aquí con vos? No deberíais quedaros solo.

—No —dijo entre sollozos—. No quiero que ningún mago ande por aquí pronunciando varias palabras de consuelo. ¡Los quiero a todos a mi lado, haciendo todos los conjuros de que sean capaces para encontrar a mi hija!

—¿A vuestra hija?

—¡Mi Narantha! Debo encontrarla. Ahora es todo lo que me queda de mi hermosa Jalassa.

Cada grupo de guardias los cacheó sin miramientos y con total indiferencia por el decoro y el sexo, quitándoles todas las armas que pudieron encontrar. Les llevó un buen rato llegar al último reducto.

—Decid vuestros nombres —les dijo entonces Tenaz con malos modos. Después de que Florin, Jhessail y Pennae obedecieran, asintió y señaló con la mano a la mujer de mirada torva y vestida con traje de faena absolutamente despojado de adornos que estaba detrás de la mesa sembrada de mapas—. Espadas de la Noche —dijo—, esta es Myrmeen Lhal, señora regente de Arabel. En esta ciudad, su palabra es la ley, y estáis aquí para darle satisfacción.

Florin hizo una profunda reverencia.

—Señora, somos leales al rey. ¿Qué queréis de nosotros?

—Mostradme vuestra cédula. Ahora —dijo la señora regente.

Florin repitió la reverencia, dio un paso atrás y se volvió de espaldas.

Tenaz se colocó a su lado como una centella, con la espada a medio desenvainar, para observar desconfiado mientras Florin se desabrochaba la bragueta y la abría para desatar un lazo que había dentro y sacar un trozo de pergamino muy bien doblado.

Jhessail se tapó los ojos avergonzada, pero Pennae, Tenaz y los guardias que estaban detrás de él sonreían cuando Florin volvió a cerrar la bragueta, se volvió sobre sus talones y, con gesto triunfal, desplegó la cédula real.

Una chispa de divertida ironía brillaba en los ojos de Myrmeen Lhal, pero no se extendió al resto de su cara. Cogió el pergamino que le alargaba Florin con gesto casi reverente, lo leyó y se lo devolvió.

—Vuestra cédula está en orden —anunció—, por lo tanto mi deber se reduce a haceros una seria advertencia. Espadas, vuestras actividades dentro de las murallas de Arabel no han pasado desapercibidas, y si se produce algún robo más, no quedará sin castigo. Pennae, correríais el riesgo de veros en prisión por mucho tiempo, con algunos de vuestros ágiles dedos rotos, lo que mermaría esa habilidad de que habéis dado muestras hasta ahora.

Empezó a pasearse, con las manos a la espalda, como un capitán de la guardia que riñese con severidad a los reclutas.

—Cormyr necesita galantes aventureros —añadió con firmeza—, pero en Arabel no hay lugar para pícaros y villanos que se comportan como bellacos ni para los ladrones, embaucadores y mentirosos proscritos. Vuestra cédula no os da derecho a despojar a otros de sus monedas por la fuerza, ni a alentarlos a llevar una vida de holgazanería, actividad furtiva o deslealtad dentro de nuestra ciudad.

Florin pestañeó. Ya había oído aquellas palabras a… Ah, sí. Sonrió. Tenaz adoptó una actitud de alerta.

—Mucha gente se limita a llevar una vida tranquila, tratando de mantenerse caliente en invierno, cosiendo o tallando o afilando espadas —añadió Myrmeen—. Puedo entender que limitéis vuestra actividad mientras la ventisca aúlla y la nieve se acumula. Puedo entender perfectamente que la inquietud se apodere de vosotros y decidáis que un poco de peligro, de peligro ilegal, es una buena manera de pasar los días fríos. Espero no tener razón alguna para sospechar de vosotros, y poder sonreír al oír hablar de los Espadas de la Noche, recordando su heroísmo y su galanura. Os rogaría encarecidamente que no defraudarais mis esperanzas ni me decepcionarais.

Dejó de pasearse.

—¿Hay algo que queráis decirme?

—Señora regente —dijo Pennae—, podéis confiar en mí y en todos nosotros.

Florin alzó una mano.

—¿Puedo solicitar una audiencia privada con vos, señora regente? ¿Ahora?

—Podéis. Todos menos Mano de Halcón podéis retiraros al primer puesto de guardia. Devolvedles las armas.

Tenaz y otros guardias contemplaron la perspectiva con gesto ceñudo, y el ornrion se atrevió a preguntar:

—Señora regente. ¿Lo consideráis prudente? Este hombre…

—Ha oído las órdenes que di tan bien como vos —dijo Myrmeen Lhal—, y probablemente espera tanto como yo que las acatéis.

Tenaz se miró la punta de las botas y farfulló una disculpa. Acto seguido se volvió y con voz ronca empezó a mandar salir a todos.

—Por los caballos del Señor de la Guerra —refunfuñó Agannor—. ¡Esto me huele muy mal! ¿Y si nunca vuelven? ¡La señora regente podría ponerles grilletes y encerrarlos en su mazmorra más oscura y olvidarse de ellos! Eso nos dejaría…

Dejó la frase sin terminar cuando una bonita chica, esbelta y de grandes ojos, cuya falda tenía una abertura que parecía llegar hasta la axila, se le sentó suavemente en el regazo.

—¡Fuisteis tan valientes vosotros dos! ¡Hacer frente a los Dragones de esa manera, sin siquiera desenvainar la espada! Soy Taeriana.

—Y yo, Kestra —le dijo a Bey una versión apenas más baja y un poco más rellena de Taeriana que con total desparpajo se aposentó en sus rodillas.

—Señoras —dijo Bey—. Tenemos que vigilar, y además no tenemos dinero para…

—Lo entendemos —dijo Kestra acariciándole la barbilla cubierta de una barba incipiente—. No queremos dinero… al menos no esta vez…

—Y pensamos que merecéis una recompensa —dijo Taeriana frunciendo los labios—. ¿Qué tal si pasamos un rato juntos, detrás de aquella cortina? Aviathus nos reserva ese lugar, es limpio y seguro; nos avisará si vuelven vuestros amigos. —Los dedos traviesos de la chica se introdujeron debajo del jubón de Agannor, directos a su pezón izquierdo, mientras añadía—: Al igual que nosotras, os admira por hacer frente a los Dragones. ¡Tan pacíficamente… pero, uhhh, con tanta firmeza!

Agannor y Bey se miraron y se encogieron de hombros.

—Me gusta mirar detrás de las cortinas —dijo Agannor llevando una mano cautelosa a la empuñadura de la espada.

El animado bullicio de El León continuó imperturbable cuando los cuatro se levantaron juntos y el tabernero acudió asintiendo con la cabeza y sonriendo para poner su delantal sobre la mesa como aviso de que seguía ocupada mientras se dirigía a la parte trasera del salón.

Los dos Espadas casi se sorprendieron al descubrir que no había hombres armados con cuchillos y porras esperándolos, sino una alcoba suavemente iluminada con dos mullidos catres.

Kestra y Taeriana eran afectuosas, apasionadas, y ya tenían las lenguas en las orejas de Agannor y de Bey un segundo después de sentarse juntos en los catres.

Otro segundo, y los dos Espadas se pusieron en tensión cuando unos gusanos mentales fríos y viscosos pasaron de aquellas cálidas lenguas a sus cabezas.

Entonces, por supuesto, el conjuro de Horaundoon se apoderó de ellos.

Lord Maniol Corona de Plata se quedó desolado mirando al techo durante largo rato hasta que su mente atribulada le confirmó que en verdad se trataba de un techo, su techo.

Unos rostros se inclinaron sobre él. Rostros graves y consternados.

Hombres santos.

—Estáis curado, señor —dijo uno—. Ahora os dejaremos.

Los sacerdotes se marcharon, dejando a Maniol mirando desde su cama a otros hombres, de expresión ceñuda, que antes estaban ocultos por los otros: Magos de Guerra, todavía oscuros y terribles en su mente, con sus frías voces hurgando como aguzadas espadas en sus secretos más íntimos, en sus ensoñaciones privadas…

Volvió la cara, sabiendo que seguía reflejando odio y miedo. Después de que la mujer que los encabezaba se hubo marchado, aquellos magos habían lanzado sus conjuros al interior de su mente, ajenos a su dolor, haciéndolo pasar de la tristeza a la inconsciencia.

Ladinos bastardos hijos de una ramera.

—Veamos entonces qué queríais decirme, joven guardabosques. —Myrmeen Lhal le dirigió a Florin una sonrisa y le señaló una silla vacía junto a su mesa.

Florin permaneció de pie. De repente vaciló. «¿Qué estaba haciendo aquí? Esta mujer era uno de los regentes del rey, una veterana endurecida y sagaz…».

Algo cálido sonrió dentro de su cabeza y dejó que la sonrisa aflorara a sus labios.

—Señora regente —se oyó decir—, jamás había conocido a una mujer a la que admirase más que…

Lorbryn miró al noble destrozado e intercambió suspiros con Jalander Mallowglar. Lord Corona de Plata no tenía más culpa que la de ser un tonto arrogante y grosero, y de haber amado a su esposa mucho más de lo que todo Cormyr hubiera creído.

—Magos —dijo el hombre dándose la vuelta para mirarlos con ojos rojos por el llanto que caía por su rostro nada agraciado—, ayudadme a encontrar a mi joya, a mi Narantha. ¡Por favor!

Bueno. ¿Y por qué no?

Lorbryn se inclinó hacia él.

—Llevamos algún tiempo vigilándola estrechamente, señor. Acaba de llegar a la casa de los Creth, en Arabel.

Corona de Plata meneó la cabeza, extrañado.

—¿Y qué está haciendo allí?

Jalander miró al otro lado de la habitación donde estaban las armas de los Corona de Plata representadas vívidamente en un tapiz.

—Creemos que ha estado buscando un marido, señor. Ha estado visitando a muchos jóvenes nobles por todo el reino.

—¿Qué? —Maniol se incorporó con expresión horrorizada—. ¿Acaso no sabe que al marido se lo escogeré yo? Bueno, ejem, yo y el padre del joven, por supuesto.

—Por supuesto —repitió Lorbryn, incapaz de disimular del todo el desprecio.

—¡Bueno —dijo con furia lord Maniol sin darse cuenta—, al menos parece haberse olvidado de esa tontería de casarse con Pie de Halcón, o comoquiera que se llame, de esos rompecuellos de los Espadas de la Noche! Y dicho sea de paso, ¿dónde están?

—En Arabel —dijo Jalander, con cierta satisfacción.

—¿Qué? ¡Es urgente que dé con ella! —El aullido de lord Corona de Plata resultó cómico—. ¡Y vosotros —les espetó tirándose de la cama y agitando ante ellos un dedo imperioso— debéis arrestar inmediatamente a esos Espadas!

El Mago de Guerra Tarthanter Dormond, que había estado escuchando desde la puerta, anunció con tono rimbombante:

—Os la vamos a enviar, lord Corona de Plata. Supongo que os gustará saber que los Espadas están bajo arresto ahora mismo.

—¡Que los dioses sean loados! —exclamó Maniol Corona de Plata echando mano a su mueble lleno de decantadores y sirviéndose una copa.

—¡Por los dioses vigilantes! —brindó, sosteniendo la copa en alto. Depositando con fuerza en el mueble la copa de vino de fuego encabezado, Corona de Plata volvió a coger el decantador, sonrió con fiereza a los magos de oscuros ropajes y vació la copa de un trago.

Volviendo a la cama se sentó en ella sin soltar el decantador vacío.

—¡Victoria por fin! —gritó, y rápidamente volvió a perder el sentido.

Los Magos de Guerra se lo quedaron mirando.

—Bah, nobles —dijo Jalander con disgusto—. Y todavía piensan que nosotros no servimos para prestar ningún servicio a Cormyr.

Lorbryn asintió.

—En algunos casos es cierto, pero al menos lo sabemos.

—Fuera de aquí, torpe galán —dijo Myrmeen Lhal con una mueca burlona—. Yo no soy una de esas muchachas esparranas que andan en busca de un marido. Llevaos a otra parte vuestro buen aspecto y esa sonrisa de ven—y—dame—un—beso, muchacho.

Florin se la quedó mirando, viendo desvanecerse sus esperanzas de ganar algún favor para los Espadas. Sólo estaba… atónito.

¿Qué se le había metido dentro? ¡Él bien sabía que era un muchacho que no tenía nada que ofrecerle a esa dama como no fuera una sonrisa descarada e insultante…!

—Lo siento —susurró, mirándola horrorizada—. Lo siento, os he insultado y os he faltado al respeto, y… oh, Dios, señora regente, lo siento… —Se puso de rodillas, desesperado. ¿Qué acababa de…?

Unos dedos firmes lo cogieron de la oreja y, tirando de ella, lo obligaron a levantarse dolorosamente. Con gran consternación se encontró de pie, mirando cara a cara a la señora regente de Arabel, que le sonreía casi con cariño.

—No os castiguéis —le dijo—, al menos me halagasteis y me entretuvisteis, idiota. —Le besó la punta de la nariz y a continuación lo obligó a dar la vuelta tirándole de la oreja—. ¡Y ahora, largo de aquí!