Las cosas cambian
Lo que hace la vida tan difícil es que las cosas cambian. Es algo que odiamos. Todos lo odiamos. Los seres queridos mueren. Los amigos se marchan. Recordad esto: no nos podemos aferrar a nada sin dañarlo.
Blors Brokenblade Ghontal,
El camino de un guerrero,
publicado en el Año de las Tempestades.
Ah, me temo que habéis sido tristemente engañada, lady Manto Verde —dijo el anciano Mago de Guerra—. Estos no son pergaminos de conjuros.
Alzó la vista de los documentos con genuina expresión de desolación. Bleys Delaeyn era un hombre bondadoso, y lo apenaba pensar que alguien había causado algún pesar a una de las mujeres nobles más bondadosas y hermosas que había conocido. Y todavía más que la hubieran despojado fraudulentamente de su dinero y que se enfadara con él por decírselo.
«Sin duda pensará que voy a ir rápidamente con el cuento a los demás Magos de Guerra para reírme de ella».
A decir verdad, lady Manto Verde parecía enfadada. Le temblaba el labio inferior y unas lágrimas amenazaban con desbordar sus grandes ojos de color esmeralda.
—Señora —le dijo Delaeyn—, os aseguro que esto será un secreto entre nosotros que no compartiré con nadie más, ni siquiera con el propio lord Vangerdahast. Me temo que habéis sido engañada por un hábil charlatán. Si deseáis que yo recupere vuestro dinero persiguiéndolo con algunos de los mejores agentes de la Corona que tiene Cormyr, lo haré con gusto, pero si lo que preferís es mi silencio, yo…
Sin saber cómo, lady Manto Verde se había acercado al lado de la mesa que él ocupaba y le arrancaba de las manos los ofensivos pergaminos. Mientras él la observaba, los arrojó por encima de su hombro, sin importarle dónde pudieran caer, y lo miró desde tan cerca que sus rodillas se tocaban.
—Señor mago Delaeyn —susurró—. Me importan un bledo los pergaminos de conjuros, verdaderos o falsos, siempre y cuando me llaméis Amdranna y os quedéis aquí conmigo un rato. Hay algo que necesito imperiosamente que hagáis por mí.
Bleys Delaeyn la miró desconcertado.
—Eh, señora, yo…
—Amdranna —susurró ella, acercándose más para pronunciar la palabra casi en su boca. El mago sintió el roce de sus pechos contra él y tomó conciencia de repente de su proximidad, del aroma embriagador de su perfume, de su suavidad…
—Eh, señ…, Amdranna —dijo casi en un gemido, apartándose de ella—. ¿Qué… qué estáis haciendo?
—Seduciros —murmuró ella, lamiéndole la garganta y la barbilla y provocando en él un temblor de desacostumbrada excitación, perfectamente consciente de que su envejecida espalda ya no se volvería a apartar de ella—. Si me lo permitís. Llevo años admirándoos, lord Delaeyn…
—Vaya, realmente no soy «lord», señora…
—Amdranna —lo reprendió, echándose sobre él como un tressym afectuoso hasta que se encontró tendido de espaldas, doblado sobre el brazo de la butaca, con el rostro ávido de la mujer sobre el suyo. Respirando entrecortadamente, ella se abrió el corpiño con repentina ferocidad.
—¡Amdranna, yo… esto es tan inesperado! Yo…
—¿No me deseáis? —le preguntó. Unas lágrimas repentinas bañaron sus mejillas—. ¿Después del tiempo que llevo soñando con esto?
Se apretó contra él y un estremecido Bleys Delaeyn supo que la deseaba mucho y que… que…
La dama hurgaba en su ropa, desatando los lazos de sus pantalones, mientras él farfullaba una protesta y trataba de apartarla empujando sus caderas hacia arriba.
Con una sonrisa que era pura lascivia, lady Manto Verde lo cogió por la hebilla del cinturón y se echó hacia atrás, arrastrándolo consigo. La hebilla resultó demasiado débil para aguantar la tensión y se abrió, y en un abrir y cerrar de ojos Bleys Delaeyn se encontró arrastrado por la habitación hacia un diván bajo que estaba junto a la escalera abierta que bajaba hacia el vestíbulo.
—Señora —susurró el mago—. ¿Y si uno de vuestros sirvientes…?
—Shhh —dijo ella tapándole la boca con la suya mientras lo seguía arrastrando.
Delaeyn pensó que no debería estar haciendo esto, ya hacía mucho que había pasado los diecinueve inviernos, y hacía mucho más desde que…
Recuerdos que se desvanecían como una niebla matutina ante su cálido influjo, sus ardientes besos, su…
Ella ya no estaba debajo de él, sino encima, con el pelo revuelto sobre los hombros desnudos, los ojos encendidos, inclinándose sobre él, cayendo de lado…
Oh, no, estaban…
Amdranna Manto Verde rodó cayendo por el borde del diván y golpeando con los hombros en el suelo de piedra. Sus manos se aferraron al pecho jadeante y velludo del mago como garras y su rodilla se le clavó en la entrepierna mientras lo soltaba y se retorcía…
Y con un grito sorprendido, desesperado, el Mago de Guerra Bleys Delaeyn se vio lanzado por encima del borde desguarnecido de la vieja escalera de piedra.
Los escalones eran de piedra vieja y desgastada por los años y descendían unos veinte metros. Contra ellos cayó el mago de cabeza. Lady Manto Verde oyó el crujido de los huesos y el ruido de los dientes desprendidos, entonces su puso de pie con toda la calma y fue a esconder su traje desgarrado —era mejor guardarlo por si necesitaba probar su alegación de que el viejo mago se había vuelto loco de lujuria y había tratado de forzarla— y a continuación se lavó y se arregló el pelo.
Hacía tanto tiempo que no se peinaba sin ayuda de sus doncellas —que, al igual que el resto del servicio, estarían ausentes todo el día— que casi había olvidado cómo hacerlo. Casi.
El valioso cigarro casi se había acabado. Taltar Dahauntul saboreó el humo y se reclinó en su butaca, envuelto en la aromática nube azul, con un suspiro de satisfacción.
Los finos cigarros de Narooran los hacían los halfling en algún lugar de Sembia —al parecer todo se fabricaba en algún lugar de Sembia— y eran sumamente escasos. Guardaba sus menguantes existencias como un tesoro. Incluso para el sueldo de un oficial de alto rango como él resultaban caros, y los leones extra que le caían ahora por ser Capitán en ejercicio de la Leal Guardia de su Majestad en Arabel no durarían para siempre. Nada duraba para siempre.
Si había una lección que se aprendía con los largos años de servicio entre los Dragones Púrpura era que nada es duradero. Las cosas cambian.
Tal vez un día cambiaran a mejor. Tal vez, aunque era condenadamente fácil dar un traspiés en esos días. No obstante, hasta los que le tenían antipatía lo respetaban por su capacidad. Los hombres lo llamaban Tenaz o lord Cabeza de Piedra VI, que es como llamaban entre ellos a sus tres superiores inmediatos.
¿Lord Tenaz? No, no era para él. Los lores eran arrogantes idiotas barrigudos con monóculo, ideas tontas y malos modales que se merecían todo el desprecio que se sentía por ellos.
Señor Tenaz, entonces… un hombre se tenía que ganar ese título. Miró el escudo que tenía en el regazo a través del humo que se iba disipando. Su blasón era un caos inacabado de tiza, porque Tenaz no era un dibujante consumado y porque todavía no había decidido lo que quería —alas y un león, sí, pero un león con alas era una mantícora, o sea una bestia estúpida, malvada e inútil— pero podía copiar caracteres ornamentados bastante bien. Su lema, enmarcado por un pergamino a medio desenrollar, se destacaba orgullosamente en el escudo: «Osado frente al enemigo».
Bien, eso es lo que era. Tal vez algún día Cormyr se lo reconocería.
Apagando a regañadientes la colilla antes de que le quemara los dedos, Tenaz escondió bien el escudo entre la tapa verdadera y la falsa que había añadido a su secreter, cubrió con la solapa la ranura que quedaba entre ambas, y cuidadosamente ajustó los pernos que lo sujetaban, espolvoreando una pizca de pimienta por encima para que pareciera polvo. Si alguien descubría esto indebidamente, sería un desastre.
A lo lejos sonó la campana, justo a tiempo. Suspirando, Tenaz se puso de pie, dejó la colilla del cigarro en el cenicero habitual en lo alto de la estantería, se puso el yelmo y salió a grandes zancadas de sus habitaciones, con el porte adusto y altivo de un ornrion de los Dragones Púrpura.
Era hora de que este fornido veterano, ceñudo, fumador, agudo y de enorme bigote volviera a poner en cintura una vez más a los Dragones Púrpura.
Y por Helm y por Torm que necesitaban mucho látigo.
—Nosotros, es decir todos los magos de la casa, tenemos órdenes de investigar cualquier muerte accidental de un noble, un mago o un sacerdote, señora —dijo Treth Ohmalghar—. Además, tanto vuestro señor esposo como yo mismo encontramos… interesantes vuestras órdenes de despedir a todos los sirvientes de los Manto Verde lo que quedaba del día.
Lady Manto Verde estaba blanca de ira.
—¿Os atrevéis…?
—Señora —dijo Ohmalghar con absoluta calma—, lo hago, debo hacerlo. Os ruego tengáis presente que lord Manto Verde y yo mismo hemos cuidado de hablar con vos en privado para no añadir la menor mancha a vuestra reputación, del mismo modo que vos consultasteis con Bleys Delaeyn en privado.
—Muy bien —dijo la dama, que seguía obviamente furiosa—. Preguntad lo que sea.
El mago de la Casa Manto Verde inclinó la cabeza cortésmente, abrió las manos y murmuró un encantamiento en voz tan baja que lady Manto Verde no pudo oírlo.
—Mago, ¿se puede saber qué estáis haciendo?
—Para ahorrarnos mucho tiempo y malentendidos, estoy buscando respuestas en vuestra mente —explicó Ohmalghar—. Los inocentes no tienen nada que temer de este procedimiento… —Se puso tenso y entrecerró los ojos.
Lady Manto Verde lanzó un pequeño grito, como el de un pájaro desfalleciente, y se llevó una mano a la boca. Sus ojos buscaron la campanilla que haría acudir a los sirvientes a la carrera, después las dos puertas por las que se salía de la habitación… y toda su furia pareció abandonarla dejando sólo miedo, cuando se dio cuenta de que el mago de su casa —que de repente ya no parecía un sirviente por encima de los demás, sino algo mucho más amenazador— se había situado hábilmente de tal modo que le bloqueaba el camino tanto hacia la campanilla como hacia las puertas.
Tenía en la mano una varita mágica y con ella la apuntaba.
—Lady Manto Verde —dijo con voz autoritaria—. Sentaos. En la silla que está detrás de vos. Ahora.
Amdranna Manto Verde se sentó.
Con los ojos fijos en ella, Ohmalghar formuló otro conjuro.
—Treth Ohmalghar para Ghoruld Applethorn. Urgente —dijo en voz baja.
La noble lo miraba, temblorosa y casi amarilla de tan pálida.
—¿Sí, Treth? —La voz surgió de la nada.
—Casa Manto Verde, Cámara de los Dos Yelmos. Estoy con lady Amdranna Manto Verde, y de su mente acabo de sonsacar que asesinó al Mago de Guerra Bleys Delaeyn. ¡Esto formaba parte de un complot para asesinar a Magos de Guerra de alto rango que le expuso lady Jalassa Corona de Plata y en el que también están implicadas las nobles damas Muscalian y Hellander! ¡Debemos informar de inmediato a lord Vangerdahast!
—Así es. ¿Conoce ella a alguna otra de las víctimas?
—Yo… creo que no. No cuento con los conjuros para sondear realmente.
—Allá voy.
Lady Manto Verde se estremeció. El aire entre ella y el mago de la casa relumbró y, de repente, un hombre alto, de aspecto imponente y ricas vestiduras, apareció sobre el rothé espectral moteado que servía de alfombra.
El pelo del Mago de Guerra Ghoruld Applethorn encanecía en las sienes y su rostro era tan atractivo como autoritario. Tenía anillos en los dedos, uno de ellos adornado con un gran unicornio de sorprendente talla, más hermoso que cualquiera de los que ella tenía en sus cofres. La miró con fiereza, lentamente fue girando para echar una mirada a toda la estancia, le dedicó a Ohmalghar una inclinación de cabeza y acabó de espaldas al Mago de la Casa. Amdranna Manto Verde vio que colocaba una mano ahuecada sobre el pecho, como sosteniendo un cuenco invisible, y murmuraba algo al interior de dicha mano y luego se volvía. Sonriendo al Mago de la Casa dio un paso adelante y abofeteó el rostro de Ohmalghar con esa misma mano.
El Mago de la Casa se tambaleó y con la respiración entrecortada cayó sobre la alfombra. Diminutas volutas de humo salían de sus ojos.
—Con dedicación, Ohmalghar —dijo Applethorn con tono casi jovial—, sólo se consigue una cosa: que te maten. ¿Quién habría de pensar que Delaeyn era un maldito traidor capaz de lanzar un retroceso sobre lady Manto Verde para lanzar una andanada mental sobre cualquiera que la sondeara, achicharrando su cerebro y convirtiéndolo para siempre en un idiota babeante?
Con una suave sonrisa dedicada a Amdranna Manto Verde, Applethorn formuló otro conjuro.
El aire volvió a relumbrar, y una criatura que lady Manto Verde sólo había visto representada en uno de los libros ocultos de su esposo apareció junto al Mago de Guerra. Era un espectro de piel gris, el eco demacrado de un hombre, con ojos enormes en una cabeza más grande aún, y tenía unos dedos largos como garras, pero carecía de nariz, de boca o de rasgos identificables.
—Por fin te ha llegado el momento —le dijo Applethorn al doppelganger, y señaló a lady Manto Verde.
—Muchass graciass —dijo siseando, con unos labios que tomaban forma mientras hablaba. La miraba directamente… e iba adquiriendo formas bien torneadas, femeninas, ojos verde esmeralda, un pecho abundante…
¡Por todos los dioses! ¡Se estaba convirtiendo en ella! ¡En ella misma, lady Manto Verde, la misma que veía por las mañanas en el espejo de su tocador!
Mientras Amdranna Manto Verde lo miraba horrorizada, su propia voz salió de aquellos labios.
—Applethorn, trata de no destrozar el vestido esta vez. Preferiría no tener que andar desnudo por esta casa tratando de encontrar el guardarropas adecuado y trastornando a las doncellas.
Mientras el mago asentía y empezaba a murmurar un conjuro, aquella… cosa que se había apoderado de su forma empezó a caminar hacia ella.
Amdranna Manto Verde abrió la boca para gritar y se puso de pie para huir, sin saber adónde, y empezó a correr de un lado a otro de la habitación, desesperada.
Sin perder la calma, Ghoruld Applethorn la desintegró.
Tenaz abrió de golpe la desvencijada puerta de su oficina y se quedó paralizado y con expresión ceñuda.
El lionar Almarr Toliphur estaba sentado en su sillón. ¡Un subordinado sentado en su sillón!
—¿Qué es esto? —rugió.
En lugar de ponerse de pie de un salto y de empezar a tartamudear excusas, Toliphur miró a su superior con una sonrisa descarada y le entregó el pergamino de órdenes.
—Tendré que quedarme sentado aquí y gruñir a todos los zoquetes como si fuerais vos porque tenéis que ir a presentaros en persona ante la mismísima Dragona.
Tenaz suspiró y se frotó la frente.
—Me había olvidado totalmente —dijo con un gruñido—. Se trata de esos Espadas de la Noche, ¿verdad?
—Exactamente —confirmó su ayudante con satisfacción.
Tenaz cogió el rollo que le alargaba Toliphur, dio media vuelta y se marchó. El pergamino iba traqueteando en su mano mientras se desenrollaba tras él en la prisa de la partida.
La señora regente de Arabel sabía muy bien cómo la llamaba la guardia, tan bien como lo sabía todo Arabel.
Y del mismo modo que los arabelanos preferían pasar por alto la injuria infligida a su lealtad que significaba que la Corona elevara a todo oficial de la vigilancia a la categoría de Dragón Púrpura con experiencia, Myrmeen Lhal prefería hacer como que no sabía que aquellos hombres —y la mayor parte de la ciudad haciéndose eco de ellos— la llamaban la Dragona.
Incluso la habían oído comentar, cuando alguien se lo gritó de una forma muy poco cordial en una calle atestada, que era un nombre mucho más pegadizo que señora regente del rey en Arabel.
Sin embargo, a Myrmeen la llamaban la Dragona por un buen motivo. Resulta que dormía menos, trabajaba más tiempo, corría más, era más hábil con la espada y pensaba con más rapidez que casi todos los que servían a sus órdenes. Era la única mujer de todo Arabel a la que Tenaz le tenía miedo.
A eso se debía que su «Capitán Dahauntul en Ejercicio se presenta a la Señora Regente de Arabel en misión oficial» sonó respetuoso y al mismo tiempo áspero, y los dos primeros guardias de la puerta le franquearon el paso con prontitud.
El segundo par le pidió la contraseña. Tenaz, que la había elegido y se la había transmitido a ellos en persona, junto con sus órdenes, poco después del amanecer, la dijo con tono bastante frío. Ellos mantuvieron su rostro inexpresivo mientras le permitían acceder al tercer puesto de guardia… cuatro esta vez, reforzados por un Mago de Guerra tan corto en años como en el Arte, que lo observó mientras se detenía y se colocaba sobre el glifo que revelaría su forma y su identidad verdaderas, y después sobre el otro capaz de detectar cualquier magia activa en su persona y hacerla relucir como el fuego.
Ni uno ni otro revelaron nada sospechoso, por supuesto, y lo escoltaron hasta una habitación donde una mujer que vestía traje de faena de cuero gastado y liso y llevaba una espada en la vaina sobre su cadera estaba con los largos brazos apoyados en una mesa llena de mapas, deliberando con varios cortesanos de aspecto asustado.
—No me he olvidado de dar órdenes para que se recorrieran estas alcantarillas cada seis días, Bluthskas… ¿Por qué lo habéis hecho vos? —decía con tono destemplado dando golpecitos sobre dos líneas con muchas ramificaciones en el mapa más grande.
—Señora, yo…
—Señora regente, yo… —corrigió otro cortesano antes de que pudiera hacerlo Myrmeen.
Ella asintió y ostensiblemente puso los ojos en blanco.
—Salid de aquí —dijo—, los dos, y pensad en la excusa que vayáis a darme. Que sea buena; no me sobra el entretenimiento. —Volvió la cabeza—. ¡Tenaz! Qué gusto veros. ¿Más noticias agradables?
El ornrion Dahauntul saludó.
—Señora regente, no me he parado a pensar si son agradables en algún sentido. Pero sí tienen una virtud que he observado: son cortas.
Myrmeen asintió con la cabeza y lanzó un bufido de agradecimiento mientras que con el gesto lo animaba a seguir.
Tenaz no se anduvo con rodeos.
—Hace diez días, poco más o menos, llegó ala ciudad una banda de aventureros. Es interesante que no figuren en ningún parte de la guardia. El hecho es que se registraron en El Descanso del Halcón, pero se trasladaron ala fonda de Rhalseer apenas dos noches después. Desde entonces están alojados en Rhalseer y si salen a beber lo hacen en El Tonel Negro. A pesar de alojarse en una de las fondas de mala muerte de la ciudad, parecen tener bastante dinero que invertir y bastante idea sobre dónde hacerlo. Han evitado escarceos y broncas, pero se sospecha que tuvieron algo que ver en un doble asesinato, el del asesino profesional Indar Crauldreth, de Marsember, y un cómplice de este.
Myrmeen arqueó las cejas.
—Deben de haber molestado de verdad a alguien, a alguien realmente rico. ¡Y además lo liquidaron! ¿En qué más han andado metidos?
Tenaz se encogió de hombros.
—Sospechamos que en robos, pero no podemos probar nada. Ninguna de sus víctimas nos pareció adecuada para hablar con ellas. —Él y Myrmeen intercambiaron miradas cómplices.
—Entre estos aventureros hay dos religiosos y, probablemente, dos magos de escasa entidad. No dan muestras de estar preparándose para viajar a otra parte.
—¿Tienen cédula? —preguntó la señora regente.
—No lo sé, señora regente —dijo Tenaz abriendo las manos.
Myrmeen se mordió los labios.
—Traed a su jefe, si es que tienen uno, ante mí —ordenó—. Vamos a meterles un poco de miedo.
Azimander Godal era muy alto. Tenía la barba larga, rala y en punta y encanecida por la edad, y su cabeza llena de pecas marrones estaba calva por idéntico motivo. Sin embargo, sus ojos brillaban de sabiduría y tenía una expresión alerta, un porte impecablemente digno y su vestimenta era espléndida y respondía a la última moda.
En ese preciso momento, miraba sin tapujos a lady Rharaundra Yellander.
—Perdonadme, lady Yell…
—Rhar —dijo ella frunciendo la boca y alargando una mano de largas uñas para acariciarle la mejilla—. Llamadme Rhar, por favor.
—Muy bien, lady Rhar. No puedo por menos que observar, y espero perdonéis mi franqueza, que hasta el momento me habéis hablado como si yo fuera una molestia apenas tolerable, y me habéis dicho a la cara que era un simplón de baja estofa indigno de respirar el mismo aire que vos.
Tenía que admitir que lady Rharaundra Yellander siempre se vestía con suma elegancia y además era de una belleza que dejaba sin aliento, y precisamente ahora, con su pelo color azabache suelto sobre los hombros y su traje de seda brillante con un corte sorprendente, estaba espléndida.
Le habría parecido espléndida aunque no se le estuviera echando encima, entreabriendo los labios que humedecía con la lengua y los ojos fijos en los suyos con mirada de deseo.
—He dicho muchas cosas para poneros furioso —susurró—, con el fin de que me recordarais y pensarais en mí. Y tendría muchos motivos para disculparme ante vos y… rendirme ante vos. Yo… necesito que me baje los humos un hombre que me cause admiración, un hombre como vos al que admiro más que a cualquiera que haya conocido.
—¿A mí, señora?
—Rhar, os ruego, Azimander. No deseo ser una dama con vos, sino… una mujer que merece que la llamen de una forma mucho más sugerente.
El anciano Mago de Guerra la miró sorprendido.
—Debéis admitir que esto es muy inesperado, Rhar.
—Hace más de dos estaciones que mi esposo y nuestro omnipresente espía, el Mago de la Casa, no se despegan de mí, Az. Esta es mi oportunidad. —Le presentó sus muñecas cruzadas.
—Os ruego, Azimander —susurró—. Tomadme.
El Mago de Guerra Azimander Godal se puso de pie sin prisa y se irguió cuan largo era. Lady Rharaundra era una mujer alta, pero aunque se hubiera puesto de puntillas, no habría podido igualar su estatura. Él la miró desde su altura, inexpresivo.
Rharaundra volvió a mirarlo, doblándose hacia atrás y con las manos todavía cruzadas, y se movió sinuosamente hacia adelante apoyándose en la parte del asiento que él acababa de abandonar. Sus movimientos hicieron que su traje se bajara, dejando al descubierto su piel.
Godal dio dos rápidos pasos apartándose de ella, le indicó con la mano que permaneciera donde estaba y entrecerró los ojos. Rharaundra oyó que formulaba un conjuro y levantaba una mano para hacer un complicado gesto y señalar al aire. Siguió señalando mientras se giraba, lentamente, en redondo, y a continuación dejó caer la mano, asintió y dijo:
—Estamos realmente solos. Debo admitir que temía alguna traición por vuestra parte. Señ… Rhar.
Rharaundra lo miró con aire de reproche mientras lánguidamente abandonaba el banco. Se puso de pie y se sacudió el pelo con los dedos para que pudiera ver que no escondía nada en él, se dio la vuelta lentamente mientras él la miraba.
—¿Traición, cómo, Az? Esto es todo lo que tengo, y todo lo que soy. Preferiría tener un aire más lunar, más misterioso e incitante, pero me preocupa lo cuidadosos que tienen que ser los Magos de Guerra. ¿Veis ese banco, allí?
Se dirigió a él.
—Un banco desnudo, simple. No oculta nada ni debajo ni detrás, aquí, junto a la barandilla. En él sólo estoy yo. —Le guiñó un ojo y le sonrió mientras se reclinaba en él provocativamente—. ¿Os parece seguro?
Azimander Godal asintió lenta, muy lentamente, y sonrió. A continuación hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Avanzó sin prisas, desatándose el fajín que cayó al suelo y con él la prenda que llevaba encima de su túnica que se abría sobre una pierna y no por el centro como la anterior.
—¿Puedo? —dijo Rharaundra con voz entrecortada, echando mano de la túnica. Godal se encogió de hombros y separó las manos a modo de muda invitación.
Ella la aceptó.
—Dejaos las botas puestas —susurró mientras el banco crujía bajo el peso de los dos.
Un rato después, ella se revolvió, riendo, debajo de él, y Godal se encontró de rodillas encima de ella, con la espalda contra la barandilla.
En ese preciso momento, Rharaundra se incorporó con un gruñido felino de triunfo, para obligarlo a hacer lo propio y quedar pecho con pecho.
—Adiós, Az —susurró con un destello triunfal en los ojos mientras cogía algo de detrás de él empujando fuertemente sobre su estómago y volviendo a dejarse caer sobre el banco… y lo rechazaba en sentido opuesto.
Detrás de él, la barandilla que acababa de retirar cayó al golpear sobre ella la espalda del mago, lo cual lo hizo caer de cabeza al oscuro gran salón en sombras que había debajo del balcón en el que habían estado retozando.
Azimander Godal se mordió el labio pesaroso cuando el anillo que llevaba en el dedo se iluminó, refrenando su caída, que se convirtió en un suave descenso.
—Por un momento apenas —dijo en voz baja— creí en vos, Rahraundra. Me permití tener esperanzas.
Entonces sus botas tocaron el pavimento y formuló otro conjuro.
En lo alto, en el balcón, lady Yellander maldecía en voz baja y empezó a gritar aterrorizada.
—¡Mago! ¿Qué estáis haciendo? ¡Fuera de mi mente!
—Az —le dijo el mago—, llamadme Az. Y no voy a transformaros en un murciélago ni en una rana ni en una gimiente idiota. Sólo voy a leer en vuestra mente lo que pueda de vuestros pensamientos y recuerdos.
Rharaundra se tiró del banco y huyó hacia la oscuridad. Una puerta se cerró de golpe tras ella.
El Mago de Guerra permaneció inmóvil, con los ojos entornados, abriéndose paso entre los pensamientos de la mujer envueltos en la tiniebla de su rabia.
Entonces rompió su conjuro y rápidamente formuló otro.
—¡Vangerdahast! ¡Escuchadme!
Godal no sólo vio sino que también sintió cómo Vangerdahast se paraba en medio de una palabra en una conferencia y volvía la cabeza. Sus miradas se cruzaron a kilómetros de distancia, e intercambiaron ideas tan rápidas como relámpagos sin pronunciar una sola palabra. La conversación terminó cuando Vangerdahast dijo, furioso:
—¡Tsantress, busca a lady Jalassa Corona de Plata! Envuelve su mente y tráela aquí inmediatamente. ¡Cuidado con su magia: ha estado juntando baratijas! ¡Luthdal! A la Casa Manto Verde, haz lo mismo con lady Amdranna Manto Verde. ¡Murtrym! Lo mismo con lady Imruae Muscalian, que tal vez os espere con todo tipo de tretas. Todos vosotros, llevad a todos los Magos de Guerra que consideréis necesarios. Ninguno de vosotros debe ir solo. No aceptéis ninguna demora ni reconozcáis ninguna autoridad que se os ponga en el camino. ¡Traed aquí a esas mujeres lo más rápido que podáis! ¡Tú también, Azimander!
El enlace se interrumpió tan bruscamente que dejó al pobre Godal tambaleándose. Sonrió, meneó la cabeza y empezó a subir por la escalera, lanzando un rápido conjuro para encontrar la mente de Rharaundra.
No había ido muy lejos.
La puerta tenía el cerrojo echado y había apilado los muebles contra ella. También tenía preparada cierta magia para atacarlo detrás de todo aquello, de modo que Azimander anduvo hasta varias habitaciones más allá, encontró el panel que estaba buscando, lo abrió y recorrió los pasadizos secretos que Rharaundra creía que sólo ella conocía.
Cuando apareció en su dormitorio detrás de ella y pronunció su nombre, ella se volvió con auténtico miedo en el rostro.
—¿Qué me vais a hacer? —preguntó en un susurro.
—Voy a llevaros ante Vangerdahast. Vuestro futuro depende de lo que él vea en vuestra mente.
Rharaundra se echó a temblar. Apretó tanto los puños que las uñas se le clavaron en la carne hasta hacerle sangre.
—Matadme, Azimander —suplicó—. Matadme ahora, que no tenga que enfrentarme a él.
—No lo haré —respondió él—. Venid conmigo y yo pediré clemencia para vos.
Ella lo miró desconfiada.
—¿Vos? ¿Vos vais a pedir clemencia para mí? ¿Realmente?
Él asintió.
—¿Por qué?
Azimander Godal alargó la mano y le acarició la mejilla con suavidad. Ella se retrajo, pero después, deliberadamente, movió la cabeza para permitir que él la tocara con más facilidad. Le castañeteaban los dientes.
—Lo que hicisteis lo hicisteis para matarme —murmuró—, pero lo hicisteis. Podrías haberme arrojado directamente por la barandilla, pero primero me disteis placer.
La rodeó con sus brazos.
—Y nadie ha hecho eso desde hace mucho tiempo.
Ella empezó a sollozar mientras la luz cambiaba a su alrededor y ambos aparecieron en una sala llena de Magos de Guerra entre los cuales estaba Vangerdahast.
El Mago Real los miró, sonrió y dijo con tono seco:
—Esas sí que son maneras de trasladar a una noble dama del reino.
Recuérdame que lo pruebe alguna vez.