Capítulo 20

Sus colmillos piden sangre

Guardaos bien, todos, porque las serpientes andan sueltas y sus colmillos piden sangre.

El personaje Borstil Rugiente,

en el primer acto de

Juicios del Dragón,

Una obra de Athalamdur Durstone

publicada en el año del Manto Alto.

—Lady Jalassa Corona de Plata —anunció el anciano mayordomo con precisa dignidad, dando entrada a la última de las tres nobles invitadas a la Cámara de la Torreta.

Lady Amdranna Manto Verde le dirigió una autoritaria inclinación de cabeza.

—Gracias, Thaerond. Ahora puedes retirarte de la Torre Norte y esperar en el vestíbulo hasta que volvamos a requerir tu presencia. Nadie debe entrar en la torre, ni en el propio salón, hasta que yo lo indique.

—Muy bien, mi señora —replicó el mayordomo con una profunda reverencia y dirigiéndose de espaldas a la salida. Oyeron cómo cerraba las puertas y también las del pasillo a lo lejos.

—¿Es de fiar? —preguntó lady Muscalian.

—Absolutamente. —Lady Manto Verde le pasó un decantador y una copa—. Permito que me complazca una vez y ya está ansioso por volver a hacerlo. El cumplimiento de órdenes especiales lo retribuyo con favores especiales.

—Parece al borde de los setent… —empezó a decir lady Yellander, pero se ruborizó y cerró la boca cuando lady Muscalian le echó una mirada tan fría como el viento de invierno.

Imruae Muscalian había superado ya los ochenta inviernos y no le quedaba ni un solo cabello que pudiera llamar propio. Su larga y lustrosa cabellera negra eclipsaba a la de la propia Rharaundra Yellander, pero se decía que debía más a las melenas de ciertos caballos de posta que a los cueros cabelludos de los sirvientes. La mayoría de las matronas de Aguas Profundas tenían una peluca o dos, aunque sólo fuera para impresionar a sus maridos en escasas noches con recuerdos de antiguas aventuras a la luz de la luna con otras mujeres, pero Muscalian la Vieja Arpía era la única persona a la que conocía Jalassa Corona de Plata que tenía una peluca-máscara que siempre llevaba puesta.

Era una cosa fabricada en Sembia por cerrajeros y magos, una banda de metal que se atornillaba al cráneo de Imruae Muscalian, pero hacía algo más que penetrar en la cabeza de quien la llevaba: su borde anterior estaba adornado con una fila de diminutas garras que tiraban de la arrugada piel de la cara antes de que tres esforzadas doncellas le aplicarán los polvos. Había quien decía que el carácter agrio de Imruae Muscalian se debía a años de encarnizados escarceos en la alta sociedad de Suzail, pero según otros era consecuencia del constante dolor de cabeza que le producía su peluca-máscara. Fuera cual fuese la causa, la encorvada y huesuda lady Muscalian, cuyo aspecto recordaba al de un pájaro, raramente participaba en una conversación sin hacer comentarios agrios y desagradables.

En cambio, lady Rharaundra Yellander, que rondaba los cuarenta años, era alta, de pelo color azabache, escultural y tenía una lengua afilada cuando no se mostraba altivamente educada.

La anfitriona, lady Amdranna Manto Verde, parecía mucho más asequible. Era más baja, de formas más redondas y pelo rubio, una belleza acogedora de abundantes encantos.

Las tres mujeres miraban a Jalassa esperando que iniciara la conversación.

Y así lo hizo, con todo el brío que se esperaba de ella.

—¿Vuestro Mago de Guerra?

Lady Manto Verde sonrió.

—No nos molestará. Está de camino a Marsember cabalgando al lado de mi esposo, para asegurarse de que la Casa Manto Verde no incurra en ninguna estupidez mayúscula ni en una traición en nuestros tratos con los propietarios de la flota.

—Deberíais haber comprado vuestros propios botes, hace tiempo… —empezó lady Yellander.

—Barcos, querida, se llaman barcos —dijo lady Muscalian, tan incisiva como de costumbre—. Y podemos dejar ese tema para otro momento. ¡Jalassa está aquí y por su expresión creo que por fin ha llegado el momento de atacar el punto neurálgico de la Corona de Cormyr!

—Shhh, Imruae —la reprendió Jalassa—. ¡Hasta que no os pongáis todos estos collares, mis custodias sólo me protegen a mí contra los Magos de Guerra espías!

—¡Pero, Jalassa, todas llevamos puestos estos collares-custodia, lo mejor que puede conseguirse en el mercado! Realmente, yo…

—De la mía estoy segura. ¡Las vuestras podrían ser cualquier cosa, algo que os haya vendido un timador, incluso el propio Vangerdahast, disfrazado con un conjuro! E incluso las custodias de calidad pueden interferirse entre sí dejando brechas que puede detectar un Mago de Guerra desde lejos. ¡Quitaos las vuestras, dejadlas en aquel sofá, y poneos estas!

Tres manos se lanzaron ávidas a por las sencillas cadenas de plata que Jalassa les ofrecía. Esta observó un anillo que llevaba puesto. Cuando un cambio en su brillo le indicó que todas las custodias estaban enlazadas y en funcionamiento, sonrió, levantó el decantador y la copa que Amdranna había colocado delante de ella y se inclinó hacia adelante.

—¡Sí, señoras, por fin ha llegado el momento!

Dejó que brindaran y chocaran sus copas.

—Como sabéis —añadió—, llevo años conspirando contra la Corona de Cormyr, tratando de liberar a nuestro hermoso reino de los decadentes y lujuriosos Obarskyr y de sus siniestros Magos de Guerra que los han transformado en sus marionetas, magos que son los que realmente gobiernan esta tierra sin tener el menor derecho a ello. Desde que os recluté para mi causa, aquellos para los que trabajo os han puesto a prueba a todas de forma encubierta, en repetidas ocasiones…

Hubo gestos de indignación y de desencanto que Jalassa disipó con su sonrisa.

—No temáis, señoras, a ninguna se os ha podido achacar nada. Mis superiores han llegado a prometerme que tanto a mí como a todas vosotras se nos asignarán puestos de importancia en el gobierno de Cormyr después de que los Obarskyr y los magos que los controlan hayan desaparecido. Siempre y cuando realicemos ciertas tareas.

—¿Tareas?

Tres rostros de ojos encendidos se adelantaron, pendientes de sus palabras.

Jalassa esbozó una sonrisa hermética.

—Se trata de un trabajo… delicado para el que sé que estamos preparadas porque así lo he deducido de las conversaciones que hemos mantenido. ¡Y al realizarlo haremos una gran contribución a la liberación de Cormyr!

—¿Sí? —Se veía que lady Manto Verde ya no podía esperar más.

Jalassa se examinó las uñas recién pintadas y a continuación la hizo partícipe de ciertas reflexiones.

—La mayor parte de los Magos de Guerra son hombres, y todos los hombres pueden ser seducidos de una manera u otra.

—¿Sí? —Esta vez le tocó a lady Yellander, y su tono de deleite dejaba claro que acababa de adivinar lo que se avecinaba.

La sonrisa de Jalassa se hizo más amplia.

—Cada una de nosotras se las arreglará para encontrarse a solas con cierto Mago de Guerra de alto rango. Estos hombres fueron elegidos porque son adecuados y porque se sabe que prefieren a las mujeres maduras por su refinamiento y poder. Provocaremos «accidentes» que les sucederán en privado. Lo mejor es herirlos en la cabeza. Caerse por la escalera o por encima de las murallas, estar justo debajo de una estatua que se cae… ese tipo de cosas. Herir o, preferiblemente matar, pero es de vital importancia que no haya magia ni participación abiertamente hostil por vuestra parte, de modo que si vuestro desgraciado Mago de Guerra sobrevive por cualquier causa, no sospeche que pretendimos hacerle daño.

Jalassa conocía bien a sus compañeras. Estas damas aburridas, insatisfechas y rencorosas no se mostraron escandalizadas ni vacilantes, sino muy dispuestas y vivamente ansiosas.

Ni siquiera lady Muscalian tuvo nada mordaz ni descalificador que decir. Todo lo que hizo fue pasarse la lengua por los arrugados labios.

—¿Quién y cuándo? —preguntó entre dientes.

Ni siquiera Jalassa sabía que los collares-custodia protegían contra todos menos contra un Mago Vigilante.

Para ese vigilante sonriente, ellas eran ojos y oídos.

Por eso sonreía a pesar de los molestos ruidos de campanillas y entrechocar de metales que había a su alrededor: el estruendo colectivo de los conjuros-custodia más potentes que él sabía cómo fabricar y que en ese momento cubrían la reunión de la Cámara de la Torreta de la Mansión Manto Verde mucho mejor de lo que podían hacerlos los collares.

Las nobles no podían evitar ser cogidas y eliminadas. Aquello se había convertido en deseable. Ya era tiempo más que sobrado de librarse de ellas y de sus tejemanejes. Había tenido mucho cuidado en que ninguna vinculación que pudiese seguir incluso el mago más brillante pudiese conectarlo a él con Jalassa Corona de Plata, de modo que estaba a salvo.

Lo más probable era que las cuatro fracasaran en lo fundamental. Sin embargo, cualquier daño que pudieran producir resultaría útil. Su objetivo eran los mismísimos Magos de Guerra que, por inclinación o investigación activa, estaban más cerca de descubrir a este Mago Vigilante, lo supieran o no.

Vaya con las damas rencorosas. Eran las perfectas embaucadoras.

Mientras jugaba con su anillo preferido, acariciando las suaves curvas de su cabeza de unicornio, la sonrisa del Mago Vigilante se iba ensanchando.

Un segundo o dos más tarde, cuando Jalassa con tanta precisión describió a las demás la tarea que él mismo le había impuesto, cobró mucho más brillo.

Es decir, precisión salvo por una pequeña omisión. Jalassa Corona de Plata olvidó mencionar a su ansioso público que sus misteriosos superiores con base en Puerta Oeste —que era donde Jalassa creía que estaban ellos, aunque nunca supo realmente con quién estaba tratando— le habían prometido dos mil rubíes, todos ellos más grandes que su pulgar, si llevaba a cabo satisfactoriamente todos los asesinatos.

Entonces, tal vez lady Corona de Plata era más lista de lo que él había pensado. Tal vez sabía que los rubíes no existían, o que ni ella ni las otras tres conspiradoras podrían vivir lo suficiente como para cobrarlos.

Puede incluso que pensara que los insignificantes artilugios mágicos que tan cuidadosamente había ido coleccionando a lo largo de los años le permitirían huir a algún país lejano para vivir allí bajo un nombre falso, a salvo de cualquier conjuro vengativo que pudieran lanzarle desde Cormyr.

Vamos, esto iba a ser realmente divertido.

En la fonda de Rhalseer no había dónde esconder monedas. Una de cada dos tablazones del suelo podía sacarse con facilidad ya que estaban medio podridas, pero eso cualquiera lo sabía. Los techos no estaban en mejores condiciones, y el resultado más probable de tratar de hacer agujeros en las paredes era que se le cayera la casa encima a un ladrón obstinado.

Ahora que la oscuridad era total y los Dragones de las almenas de la ciudadela o de las murallas de la ciudad no podrían detectarla a menos que la buscaran especialmente, Pennae estaba encima de un tejado de pizarra desvencijado junto al palacio de Arabel, tratando de atar debidamente su precioso bulto en el ángulo adecuado entre las chimeneas y cubrirlo con los restos llenos de excrementos de viejos nidos de pájaro que llevaba en un saquito atado al cinto.

Encontró lo que buscaba en el tejado de Hermosas Alfombras, Perfumes y Lámparas de Hundar, y consiguió sujetar y disimular su tesoro en unos instantes de respiración agitada. El traqueteo de cuatro carros que pasaron llenos de pizarra incluso fue suficiente para enmascarar los pequeños ruidos que hizo.

Entonces se estiró con movimientos felinos y se encaramó al borde del tejado para mirar hacia abajo. Había sido un día largo. Sus amigos debían de estar saliendo de El Tonel en esos momentos… sí, ahí estaban. Florin se volvió a decirle algo a Islif mientras iban saliendo a la calle uno por uno… tal vez algo sobre lo de tener en sus filas a una ladrona que salía temprano para ocuparse de oscuros trabajos…

Fue entonces cuando vio algo más.

Algo que hizo que tensara todos los músculos y se pusiera alerta en un instante.

Había un alero de suave pendiente delante de la tienda de Hundar, por debajo de donde ella estaba apostada, y allí había un hombre con pantalones de cuero grises como los que usan los caballerizos y tendido boca abajo sobre el tejadillo con algo en la mano que pocos caballerizos llevaban así como así: una ballesta. Junto a él había otras cuatro, todas cargadas y listas para disparar, dispuestas en arco ante las manos del hombre.

Aquel hombre tenía un aire vagamente familiar… Ah, porque había entrado antes en El Tonel a tomar un trago en la barra y había mirado a los Espadas que estaban en el otro extremo de la sala.

Un asesino que en este preciso momento estaba levantando su arco, afirmando el brazo que lo sostenía con la otra mano, apuntando…

Pennae tenía en la mano el cuchillo que vivía en su manga, y se dejó caer de pie por encima del borde de su tejado inclinando el cuerpo de modo que pudiera caer verticalmente contra los escaparates superiores de Hundar y empujar al asesino a sueldo hacia el borde, para que cayera, en lugar de recibir ella el golpe.

Debía de contar con alguien de apoyo… tenía que mirar… encontrar…

Indar Crauldreth oyó algo, ladeó la cabeza para mirar hacia arriba, sin soltar el arma, y Florin Mano de Halcón vivió un poco más sin una virota de ballesta clavada en su cara. El cuello de Indar estaba torcido cuando las dos botas de Pennae, acompañadas de todo su peso, le dieron de lleno.

El asesino se tambaleó, se retorció espasmódicamente y disparó el virote que salió en una dirección indeterminada en medio de la noche, más o menos hacia la parte trasera de Cordelería Ongluth. Mientras Indar, con el cuello y la garganta aprisionados, emitía una especie de gorgoteo, Pennae se golpeó fuertemente en la espalda, gruñendo de dolor. El último intento desesperado e irreflexivo de Indar fue tratar de desasirse, saltar…

Y saltó, hacia la nada. Desde el borde del alero a los adoquines de la calle, arrastrando a Pennae consigo ya que esta tenía la bota izquierda enganchada en la ropa del asesino.

Pennae manoteó desesperada, retorciéndose, y consiguió apoderarse de una de las ballestas que se le puso en el camino al deslizarse del tejado.

Los dos cayeron juntos en el pavimento, ante la mirada atónita de los Espadas, y Pennae, que oyó el ruido de huesos rotos debajo de sí, le cortó el gaznate al hombre más que nada por hábito y se puso de pie con una voltereta mientras miraba frenéticamente a los tejados de los alrededores.

—¡Dispersaos! —les dijo a sus amigos—. Seguramente hay…

En ese preciso momento vio lo que estaba buscando: un hombrecillo oculto en las sombras detrás de El Tonel, equilibrando una ballesta enorme sobre algunos barriles, haciendo puntería…

Pennae dio un grito de alarma mientras alzaba su ballesta de mano y disparaba.

Pero no disparó nada. La cuerda se tensó y emitió su zumbido. Todo inútil. El virote se había desprendido en la caída.

El arco del segundo asesino resonó, un ruido seco y fuerte, y un virote de guerra capaz de atravesar a un hombre de lado a lado salió volando hacia los Espadas.

Pennae ya se había lanzado a la carrera contra el hombre, sabiendo que llegaba tarde y esperando…

Sólo había un hombre próximo a la trayectoria del proyectil, y era un cansado guardabosques que acababa de tomarse dos jarras de cerveza. Un guardabosques que no solía vacilar en la batallas y a quien no le importaba lanzarse de cabeza sobre unos adoquines duros y sucios.

Florin se lanzó al suelo y dio una voltereta. El virote pasó sin rozarlo por donde había estado y siguió su trayectoria a través de la calle hasta clavarse a fondo en el marco de una de las lujosas ventanas que adornaban la mansión con torretas del acaudalado terrateniente local y comerciante de comestibles, Kraliqh.

Los sirvientes de la casa no oyeron nada, o hicieron como si no, mientras los Espadas gritaban y sacaban ruidosamente las armas de sus vainas y Pennae, que corría con todas sus fuerzas, vio que el asesino a sueldo dejaba caer el arco y giraba sobre sí para darse a la fuga.

La daga de Bey pasó volando a su lado y se clavó en el cuello del hombre por detrás. Este cayó como una bolsa de harina, emitió un único gruñido y quedó inmóvil.

Cuando lo pusieron boca arriba, sus ojos estaban en blanco y por su garganta asomaba la punta del cuchillo.

—Larguémonos —dijo Bey tras recuperar el arma—. No quiero pasarme toda la noche explicando a los desconfiados Dragones por qué hemos matados a dos buenos ciudadanos de Arabel en plena calle.

Pennae se volvió sobre sus talones.

—¡Moveos! —dijo—. ¡A nuestras habitaciones más rápidos que el viento!

Los demás así lo hicieron.

El Mago de Guerra siguió el rastro con todo sigilo, varita en una mano y daga en la otra, y con cada movimiento pequeñísimas motas de luz parpadeaban, chispeaban y se desvanecían.

Maglor sonrió. Un conjuro de protección de algún tipo, para mantener al mago totalmente seguro contra conjuros, flechas… y también espadas, sin duda.

En esos tiempos, los magos eran hombres valientes.

La grieta entre las dos rocas le permitía al boticario una visión limitada, pero podía ver su trampa muy bien. Tres de sus cuencos para hacer las mezclas, los dos que habían contenido los dos polvos y el tercero donde los había mezclado… y el símbolo reluciente que había hecho, una vez mezclados los polvos, había empezado a brillar.

Los magos jamás se pueden resistir a los símbolos de aspecto mágico.

Este se acercó con cautela al borde del antiguo campamento y miró desconfiado a su alrededor, escudriñando la oscuridad de la noche. El símbolo, una cosa formada por círculos, arcos, arabescos que parecían escritura, y tonterías similares, una simple fantasía que se le había ocurrido dibujar a Maglor hasta que se le acabó el polvo, relucía a los pies del mago, brillante e impresionante.

Sin atreverse casi a respirar, Maglor seguía agazapado, observando.

El mago echó una mirada larga y atenta a los alrededores, y sus ojos se fijaron en la trampa propiamente dicha: una piedra, a seis pasos más o menos del símbolo, tirada en el suelo. Estaba cubierta de huellas digitales relucientes, ya que Maglor la había cogido con la mano todavía llena de polvo y la había dejado otra vez. Encima, un trozo de pergamino.

Los magos no pueden resistirse a los trozos de pergamino.

El Mago de Guerra se adelantó, sin apartarse de la linde de los árboles, mirando en derredor a menudo para detectar signos de movimiento cuando no miraba el suelo por delante de sus botas.

La noche se mantenía apacible, y Maglor respiraba de la forma más superficial y tranquila que podía, con las seis piedras grandes y afiladas delante de él para arrojarlas. Esperaba no tener que enfrentarse a los conjuros de este sabueso.

El Mago de Guerra llevaba días olisqueando por Estrella de la Noche, evidentemente, siguiendo órdenes de buscar a transgresores de la ley y conspiradores zhentarim, por ejemplo. Y boticarios locales sospechosos que muy bien podían preparar venenos. Malbrand —ese era su nombre— había pasado la mayor parte del día metiendo las narices en los brebajes y leyendo las etiquetas descoloridas de los frascos de Maglor, haciendo preguntas totalmente casuales sobre los usos de esto o sobre quién había encargado aquello.

Había dado a entender claramente que Vangerdahast y todos los magos que trabajaban con él estaban perfectamente al tanto de las concomitancias de Maglor y los zhent, y que estaban esperando que un mago importante de la Hermandad se cayera por allí antes de lanzarse a capturar, torturar, herir y matar al boticario de Estrella de la Noche y a su huésped. Porque ¿por qué conformarse con uno cuando se podían matar dos pájaros de un tiro?

«Es cierto. ¿Por qué? Pero, veamos qué anzuelo sabe mejor…».

Maglor contuvo la respiración. El mago estaba mucho más cerca, a pocos pasos de las rocas donde él se escondía. Y se había detenido al lado de la roca para mirar el pergamino.

Se detuvo, se agachó y se puso a mirar todo en derredor escuchando atentamente.

Silencio. Las estrellas brillaban, no había ni la más leve brisa… aquí en las lindes de las altas praderas que dominan la boca del Cañón del Agua de Estrellas, muy por encima de Estrella de la Noche, la noche seguía pasando, indiferente.

De repente, Malbrand volvió a la roca, la hizo a un lado con su daga y saltó apartándose para evitar cualquier cosa que saltase, una serpiente al acecho o…

La piedra rodó, dejando ver más escritura reluciente: nuevamente tonterías, pero tonterías intrincadas escritas con caracteres muy pequeños y apretados. El Mago de Guerra le echó un vistazo y a continuación levantó la piedra para mirarla más de cerca.

Maglor, que seguía conteniendo la respiración, sonrió aliviado y satisfecho. El hombre acababa de condenarse.

Malbrand cogió el pergamino en la otra mano y le dio la vuelta.

Eso significaba que ahora estaba, al resplandor de la roca que todavía tenía en la otra mano, leyendo las palabras que Maglor había escrito:

Muere a manos de uno que te ha superado permanentemente, necio Mago de Guerra. Maglor es quien te mata.

El Mago de Guerra alzó la cabeza de inmediato y se puso de pie, o al menos intentó hacerlo. Cuando se estaba poniendo de pie empezaron a temblarle las piernas y ya no lo sostuvieron, haciendo que cayera de bruces indefenso sobre la tierra pisoteada y las cenizas antiguas.

El mismo veneno impregnaba la piedra y el pergamino, y para alguien que no hubiera tomado el antídoto, tocar la una o el otro significaba la muerte.

Había veneno suficiente en una o en otro para matar a una docena de Magos de Guerra.

Seguramente, la parálisis ya había afectado a los pulmones de Malbrand, sofocándolo lentamente, pero Maglor había reunido las piedras para arrojarlas, y quería usarlas.

Hicieron impacto en la cabeza y en los hombros del mago indefenso con fuerza satisfactoria; una vez hecho esto, la cabeza de Malbrand, vista por detrás, estaba mucho menos presentable que antes.

Riendo entre dientes, Maglor se agachó para recoger su morral y el cuenco más grande de su colección.

Sería necesaria una gran cantidad del brebaje que estaba a punto de mezclar para disolver el cuerpo del mago, de modo que más le valía empezar ya.

Por supuesto, tan pronto como recogiera los ojos, la lengua, el cerebro y el corazón.

La puerta se cerró de un golpe detrás de Doust, y Pennae salió de la oscuridad, junto a la pared, para entregarle la tranca. Él le ayudó a ponerla en su sitio, resoplando por lo rápido de la carrera, y alzando la vista hacia ella le dijo jadeante:

—Lo que… quisiera saber… es cómo sabías que tenía que haber un segundo asesino.

—Los asesinos a sueldo que se precian trabajan por parejas —le contestó Pennae con voz ahogada mientras ambos se aferraban a la barandilla de la oscura escalera de Rhalseer tratando de recobrar el aliento.

—¿Ah, sí? —la miró Semoor conmocionado—. ¿Y eso cómo lo sabes?

Pennae, respirando aún con dificultad, lo miró sin decir palabra. A su alrededor, todos los Espadas esperaban jadeantes su respuesta.

Esperaban una respuesta que no llegó.

Cuando se hizo evidente que no iba a decir nada más, Florin, que estaba a su lado, señaló:

—Creo que nunca nos dijiste nada específico sobre lo que hacías antes de que nos conociéramos en Waymoot.

Pennae lo miró de igual a igual.

—No, no creo haberlo hecho —fue su tajante respuesta.

—Han pasado diez días desde que Indar Crauldreth falló en su intento. ¿Estarán estos Espadas todavía buscando asesinos a sueldo detrás de cada esquina y dentro de cada sombra?

—No —respondió el mejor de los espías de Varandrar—. Lo hicieron durante cinco o seis noches, pero son jóvenes y todavía se consideran poco menos que invencibles. Hasta la advertencia más seria se olvida rápido a esa edad.

—Lo recuerdo —dijo Varandrar—. ¡No hace tanto tiempo que dejé de ser joven, barba blanca!

—He oído y entendido tus palabras, señor —replicó Drathar.

Varandrar estuvo a punto de echarse a reír. La mayor parte de los magos de la Hermandad que había conocido eran hombres crueles, sin sentido del humor, demasiado ansiosos de matar o herir a los subordinados que buscaban ayuda en ellos. No habrían sido capaces de suscitar en una banda de espías ni la décima parte de la lealtad que Varandrar había conseguido inculcar en sus hombres.

Ese era el motivo por el que Varandrar, careciendo de la menor capacidad para crear conjuros o incluso para sentir la mayor parte de la magia, ganaba dinero contante y sonante para los zhentarim en Arabel, donde magos de más categoría y con una opinión de sí mismos mucho más alta, se habían dado de bruces con el fracaso.

—Dicho sea de paso, ¿sabe alguien quién contrató a Crauldreth?

—No, señor. Mejor dicho, se corren muchos rumores, como de costumbre, pero no tienen ningún fundamento.

—¿Y se han atravesado los Espadas en el camino de alguno de los nuestros?

—No, señor. Ese al que llaman Florin, con la ayuda de la mujer Islif Lurelake y el novicio de Tymora, Doust Sulwood, les está haciendo mantener una conducta impecable y buscar trabajo. No es que hayan encontrado nada, todavía. Unos cuantos mercaderes necesitan protección para sus almacenes o para sí, pero no han tropezado con estos aventureros todavía. Los Dragones sospechan de ellos, por supuesto, y las patrullas regulares los vigilan, pero los zoquetes han puesto sólo a algunos tipos a los que pagan unas pocas monedas para seguir a los Espadas por no sembrar la alarma. Están preocupados por la reciente cédula real. Creo que nadie quiere demostrarle demasiado rápido al rey lo tonto que ha sido.

Esta vez, Varandrar sí se rio.

—Dices que ese tal Florin tiene a raya a sus compañeros. ¿Qué me dices entonces del osado robo que atrajo tu atención al principio? ¿Es que están aprendiendo a ser cautos o…?

—Bueno. La única excepción a ese buen comportamiento es una chica llamada Alura Durshavin, a la que ellos llaman Pennae. Una ladrona bastante atrevida que hasta el momento sólo se ha dedicado a vaciar los cofres de los dormitorios de los mercaderes y a robar de vez en cuando un buen trozo de venado asado, aunque parece que cada vez les echa el ojo a botines más importantes. Tan circunspectos son los Espadas que los Dragones todavía no los han relacionado con los robos, pero si sigue así, media Arabel empezará a buscarla, y cuando surge el clamor popular, los primeros sospechosos son los forasteros.

—Sí, es cierto. Parece que lo tienes todo bien controlado, un…

Varandrar se puso tenso. Le faltó el habla y momentáneamente puso los ojos en blanco.

Drathar se alarmó e hizo el rápido gesto «Máscara sea conmigo» para alejar la magia espectral o cualquier peligro, pero cuando lo acabó, Varandrar se había vuelto a calmar y había recuperado tanto el habla como la vista.

—… y sólo quisiera hacerte una advertencia: no prestes atención a los Espadas Agannor Plata en Bruto y Bey Manto Libre. Sólo debes observar a los demás.

En las brillantes profundidades del orbe escudriñador, se podía ver al último de los espías saliendo. Varandrar despidió a Drathar con un gesto amistoso y este cerró la puerta.

Varandrar volvió a quedarse solo.

Horaundoon sonrió y acabó su conjuro.

El orbe mostró al señor comercial de los zhentarim vacilando otra vez y con expresión desconcertada.

Humm. No tenía nada de mago, pero el hombre tenía una mente más sensible que la de la mayoría. El mero hecho de retirarse de él así lo dejaba en esas condiciones.

A lo mejor, Horaundoon de los zhentarim necesitaba reclutar a una docena de magos como Varandrar.

La figura surgió de la noche como una sombra fugaz, aterrizando sobre el tejado iluminado por la Luna de la casa de alojamiento Rhalseer con una pisada levísima.

Florin le permitió recuperar el equilibrio y respirar hondo una o dos veces antes de salir de la sombra del conjunto desordenado de vetustas chimeneas de la casa Rhalseer.

Ella sacó el cuchillo en menos tiempo del que le llevó adoptar otra vez la posición de ataque.

—Pennae —dijo—, soy yo. Aparta el acero. No pretendo hacerte daño, sólo quiero hablar.

—¿Me has estado esperando aquí arriba?

—Eso parece.

—¿Por qué?

—Necesito imperiosamente conocer algunas cosas antes de que sea demasiado tarde y las preguntas que yo formulo de buenas maneras nos las lancen a la cara, a todos, unos furiosos Dragones Púrpura mientras nos tienen encadenados en la más oscura de sus mazmorras.

Pennae suspiró.

—Quieres saberlo todo sobre mi misterioso pasado.

—Sólo si has estado en prisión y los delitos por los que todavía te buscan. Si los hay, por supuesto. Ah, y lo que dice la gente sobre ti. Y dónde lo dicen: los reinos, las ciudades…

—¿Sobre mi notoriedad? —Pennae parecía divertida. Envainó su cuchillo, se dirigió al estrecho camino de tres tablas de ancho que coronaba la cumbre del tejado, junto a las chimeneas, y se sentó, invitando a Florin a hacerlo a su lado.

Así lo hizo el guardabosques y se quedaron mirándose bajo la Luna un segundo o dos, abrazando las rodillas con los brazos y tocándose por los codos.

—Nací aquí —dijo Pennae—, en Arabel, no hace muchos años.

Se estiró y se tendió de espaldas formando un arco sobre la cumbre con las caderas más próximas a las estrellas.

Florin se volvió hacia ella para poder oír lo que murmuró a continuación.

—Jamás conocí a mi padre, supongo que sólo estuvo aquí una estación. Un Dragón Púrpura de la guarnición que le entró por la vista a mi madre, Maerthra Durshavin, una pastelera nada mala, pero dura de mano, voz y modales. Tenía pocos amigos, bebía mucho y me pegaba hasta hacerme sangrar. Lleva tres inviernos muerta.

Pennae se calló, volvió a estirar sus esbeltos brazos arqueando los hombros y haciendo una mueca de dolor.

—Una magulladura que no sabía que tenía… sigamos. La cuestión es que me las arreglaba como podía. Comía lo que podía conseguir, cogía todo lo que podía, no tenía mucho más que mi ingenio y mis dotes de equilibrista para conquistar Faerun. Siempre estaba sola. Cada vez que confiaba en alguien me defraudaba al poco tiempo.

Dejó que reinara el silencio.

—Dime, Pennae —la voz de Florin era vacilante—. ¿Te hemos defraudado los Espadas?

La chica se incorporó y una luz de divertida satisfacción brotó en sus ojos. Los hombres eran tan predecibles, tan fáciles de manejar con riendas que ni siquiera sabían que llevaban puestas.

—Todavía no, y ruego que no lo hagáis jamás —dijo con la nariz pegada a la de él y con voz ronca. Después su tono se transformó en un susurro desesperado—. Oh, Florin, estoy tan cansada de estar sola. —Sus últimas palabras se transformaron en un sollozo y le abrió los brazos al guardabosques. Cuando los labios de él buscaron tímidamente los suyos, Pennae se lanzó a ellos con voracidad, arrollándolo.

Cierto, los hombres eran tan predecibles…

Su lengua se enredó con la de Florin, Pennae miró a las estrellas con una sonrisa en los labios, y se permitió una predicción más: esta noche no habría más preguntas sobre su pasado.