Capítulo 2

Sed de aventuras

Las grandes aventuras son historias llenas de maravillas, osadía y peligro. Todos empiezan siendo relatos atropellados de alguien que pasó por momentos terribles en una época muy lejana y que por el camino fue encontrando algo de gloria y relumbrón.

Así es como los sabios hablan solemnemente de cualquier crónica. Quieran los dioses que velan por ti, sean cuales sean, que los narradores favorezcan tu relato para que te desenvuelvas con brillantez, y que no te desvíen demasiado en tu camino para que en él no se pierdan tu nombre y tu semblante.

Arasper Ardanneth, Sabio del Camino,

Pequeño libro de Arasper,

publicado en el Año del Príncipe.

Al norte de las dispersas cabañas de Espar, al oeste del camino del Rey, se elevan unas colinas que se extienden como verdes leviatanes medio enterrados un largo trecho hacia el norte, antes de que empiecen a aparecer, aquí y allá, pequeños bosquetes sobre sus lomos desiguales y vuelvan a formar otra vez un verdadero bosque.

Al oeste, las colinas encuentran antes bosques frondosos, ya que las gentes de Espar no son tan numerosas como para que su consumo de leña haga que los bosques mermen rápidamente.

En la cresta de la colina más alta, al borde de ese bosque cercano y familiar, se encuentran las piedras de una cabaña derruida hace tiempo. No hay en todo Espar quien recuerde quién vivió allí, ni cuando se convirtió en una ruina. Todos la conocen como la Fortaleza, aunque nunca fue una torre. Generación tras generación fue el terreno de juego favorito de los chicos más intrépidos de Espar.

Dos de estos rapaces, chicos jóvenes con bombachos, botas y ropajes humildes cubiertos de polvo, se encontraban sentados sobre las desgastadas piedras, observando cómo caía el sol hacia los árboles. Uno acababa de llegar y todavía resoplaba después de la apurada carrera colina arriba.

—Eh, Clumsum —fue le saludo con el que lo recibieron.

—Hola, Stoop —respondió tranquilamente el recién llegado. Casi nunca perdía la calma, lo que era poco habitual en un jovenzuelo (en realidad, en nadie) que llevara al cuello el medallón de plata y esperara ser ordenado para entrar al servicio de Tymora. Su nombre no era «Clumsum», aunque así era como lo llamaban casi todos en Espar—. Te vi esta mañana por el arroyo. ¿Hubo suerte?

—Mucha suerte, gracias a tus incansables plegarias —fue la respuesta sarcástica pero tranquila—, pero no tanto pescado. —Como para confirmar sus palabras, las tripas del muchacho rugieron sonoramente. Añadió un suspiro a lo dicho, hizo a un lado un matojo de hierba y cogió otra para masticarla. Aunque era «Stoop» para la mayor parte de Espar, tampoco era ese su verdadero nombre. Y aunque no llevaba al cuello un medallón de la suerte de Tymora sino un disco del sol de Lathander que él mismo había pintado, los dos esparranos eran buenos amigos, y lo habían sido siempre. Doust Sulwood y Semoor Diente de Lobo: Clumsum y Stoop.

—Siéntate, Doust —dijo Semoor mientras mordisqueaba la hierba, señalándole una piedra cercana—. Las chicas llegarán tarde, como de costumbre. —Tenía las botas apoyadas en una roca delante de él, y sus palabras pasaban flotando perezosas por encima de ellas.

Doust sonrió y se sentó.

—Bueno, lo cierto es que tienen más ocupaciones que nosotros —fue su respuesta.

Su amigo emitió una especie de gruñido desdeñoso, a medio camino entre un resoplido y un escupitajo, y movió un poco los pies a fin de dejar espacio para que Doust apoyara las botas en la misma roca. Semoor se veía más adormilado de lo que le hubiera gustado parecer. Una sonrisa simplona iluminaba su cara y llevaba el pelo castaño largo hasta los hombros, todo revuelto y lleno de polvo. Su prominente nariz señalaba altiva al resto del mundo, dándole un aspecto que recordaba al de un buitre.

Precisamente ahora saludaba con una mano desdeñosa a alguien apostado en la ladera de la colina.

Como de costumbre, la hierba estaba salpicada de las ovejas de Hlorn Estle que pastaban pacientemente, y como de costumbre, los tres hijos de Hlorn estaban sentados por allí, observando con desconfianza a los dos muchachos que ocupaban la Fortaleza.

—Es tan agradable —dijo Semoor con sarcasmo— ser deseado.

—Ah, ya veo que el rosado resplandor del Señor de la Mañana te nubla los sentidos —señaló Doust con una incipiente sonrisa mientras elegía su propia brizna de hierba.

—Que te den —dijo Semoor arrastrando las palabras, escogiendo la manera menos gentil de decir «tú mismo».

—Después de ti, para que pueda ver y aprender —respondió Doust y, señalando a continuación hacia los árboles que había al otro lado del camino, un poco más abajo, añadió con satisfacción—: ¡Ah! ¡Ahí viene Islif!

—Jhess llegará antes —replicó su amigo, señalando hacia la otra ladera al punto donde las ovejas estaban más amontonadas.

Doust se puso de pie de un salto.

—¡Vaya! ¡Belkur le echará los perros si pasa por en medio del rebaño!

—Ya lo ha hecho, y ella ha hecho alguna especie de conjuro; no se le acercarán —dijo Semoor encantado.

Los juramentos de Belkur Estle se oyeron con toda claridad en el aire del atardecer, entre aullidos caninos, y a través de ellos se vio asomar a una muchacha menuda de larga falda gris que avanzaba a grandes zancadas despreocupadamente, como si el campo fuera suyo y nada le impidiera andar por él a su antojo. Tenía una mata de pelo castaño cobrizo que le caía en cascada sobre los hombros y unos ojos grandes y chispeantes, de color gris verdoso.

—Eh, gandules —los saludó, levantándose las faldas para dejar ver dos odres de vino atados a la altura de sus ligas y dedicándoles una amplia sonrisa.

Fue recibida con entusiasmo. Semoor cogió uno de los pellejos y lo destapó ansiosamente.

—¡Vaya, Pelo de Fuego, te envía Lathander!

—No —rebatió Doust apoderándose del otro pellejo y volviendo a sentarse—. Creo que ha sido Tymora…

—Y yo creo más bien que fui yo quien se las ingenió para llegar hasta aquí… y para robar el vino de la última barrica de mi padre —les dijo Jhessail con acritud—. Y ahora no os emborrachéis, santurrones. Me cansa tener que abofetearos a los dos al mimo tiempo.

—¡Ah —le respondió Semoor con picardía—, pero nosotros no nos cansamos nunca de que nos abofeteen!

—Que te den —le dijo Jhessail con tono de indignación al tiempo que se acomodaba entre ellos. Los dos pusieron inmediatamente las manos en sus muslos con la esperanza de recibir un bofetón, pero ella se limitó a echarles una mirada incendiaria. Ambos sonrieron, se encogieron de hombros y se dedicaron a vaciar los pellejos de vino.

Una mujer joven, más alta y musculosa que cualquiera de los presentes en la colina —incluidas las ovejas— subía a grandes zancadas ladera arriba, acompañada de un sonido metálico. Islif Lurelake, tan erguida como una espada y con unos hombros comparables a los del herrador del pueblo, sin duda tenía prisa. Algunos de los perros de Estle le ladraron, pero ninguno se atrevió a molestarla ya que traía en la mano una reluciente espada.

El ruido metálico era familiar; provenía de su chaqueta de combate casera, un viejo chaleco de cuero al cual Islif le había cosido partes abandonadas de una antigua armadura de placas que se superponían unas con otras. Pero ninguno de los tres que esperaban en la Fortaleza había visto jamás esa espléndida espada.

—¡Vaya, Islif! —gritó Semoor Diente de Lobo cuando la mujer estaba todavía bastante lejos—. ¿De dónde has sacado eso?

La guerrera lo atravesó con unos ojos de color gris acerado como dos espadas.

—De Bardeluk —dijo sin más.

Doust frunció el ceño pensativo.

—Ah… vaya, el nuevo guardia de lord Hezom ¿no?

—Jo, jo —dijo Semoor burlón—. Lo convenciste para que te diera su segunda espada, ¿no es verdad? ¿Así, sin más?

Islif Lurelake llegó a la Fortaleza e hizo un alto, dominándolos a todos con su estatura. Vista así, de cerca, con sus anchos hombros, su pecho abultado y los brazos musculosos que a Doust y a Semoor les hubiera gustado tener, la chaqueta de combate ya no parecía nada ridícula. La chica era más llamativa que hermosa. Tenía una mandíbula prominente que hacía que más de una lengua hostil la llamara «Cara de Caballo», y llevaba el pelo negro azabache cortado a imitación del casco de un guerrero. Con aquellos ojos penetrantes, casi plateados, su aspecto era tan peligroso como la espada que llevaba en la mano.

—No dormí con él, si eso es lo que pretendes insinuar.

El aspirante a servidor de Lathander alzó su disco del sol y habló como si se dirigiera a él.

—Oh, jamás pensé que hubieras dormido durante todos aquellos medios días (y he dicho medios días) que pasaste encerrada con el afortunado maese Bardeluk.

Islif resopló y le dio con la puntera de metal de una bota llena de parches.

—¡Tienes un cerebro de mosquito, narizotas! Hemos estado encerrados para que él aprendiera a leer y escribir. Esto… —alzó la larga espada, levemente curva, y todos vieron el brillo azulado que la recorría—, fue el precio pactado por ese servicio, desde el primer momento.

—Deja ya de sacudir eso —dijo Jhessail en voz baja—. Me estás impresionando.

Islif apoyó la espada en la punta de su bota y los sorprendió a todos con una ancha sonrisa.

—Bueno —dijo mostrando sus dientes relucientes—, por algo se empieza.

—Sin duda estás impresionando a los chicos Estle —observó Doust—. ¡Tienen los ojos redondos como escudos!

Jhessail miró ladera abajo.

—A mí me parecen menos impresionados que desconfiados —dijo desdeñosa—. Creo que tienen miedo de que te lances sobre una de sus preciosas ovejas y la mates aquí mismo.

—Vaya —intervino Semoor—. Lo más probable es que estén esperando que empecemos a besarnos y tú te quites la ropa. Para eso es para lo que usan ellos la Fortaleza.

—Tú vives de ilusiones ¿no es cierto, Lobo? —replicó Jhessail con palabras cargadas de acidez.

El frailecillo de Lathander se encogió de hombros y abrió las manos en un gesto estudiado que perdió parte de su eficacia por el pellejo de vino medio vacío que tenía atado a una de ellas.

—Señora Pelo de Fuego —dijo como si le estuviera explicando algo a un niño retrasado—, eso es lo que hace la gente de bien. Vivir con la ilusión de que los dioses le concedan algo, todos los días.

—Hasta que, en la plenitud de la vida, te mueres como todos los demás —comentó Islif reclamando con mano exigente su pellejo de vino.

Semoor hizo como si no lo hubiera visto.

—Islif Lurelake, Jhessail Árbol de Plata, Semoor Diente de Lobo y Doust Sulwood —dijo con tono solemne—. ¡Osados aventureros!

Doust suspiró.

—Yo no estoy tan seguro de que osados sea la palabra adecuada. Digamos más bien ansiosos de aventura.

—Y has omitido mencionar al más osado de todos nosotros —dijo Jhessail desde donde estaba sentada, entre los dos sacerdotes en ciernes—: Florin, ¡que en este mismo momento está en algún lugar siguiendo el rastro de los ciervos y explorando el Bosque del Rey!

Fue Semoor quien suspiró entonces.

—El hombre a cuya sombra vivo, día tras día, estación tras estación.

—Bueno, eso se debe a que, en realidad, tú no eres lo bastante osado —señaló Islif apoderándose con decisión del odre de vino mientras a sus espaldas se levantaba una brisa que removía las hojas—. Florin lo es. Y por eso está en otra parte mientras nosotros estamos aquí, observando cómo se pone el sol, sin hacer otra cosa que hablar y soñar.

—¡Pero no podemos lanzarnos al bosque y liarnos a hachazos con lo que se nos ponga por delante y diciendo a todo el mundo que somos aventureros! —el gruñido de Semoor fue tan fiero como repentino—. ¡Así sólo conseguiremos acabar en una de las mazmorras del rey! ¡Necesitamos una cédula real, y las cédulas reales cuestan un dinero que nosotros no tenemos!

Doust miró a su amigo con unos ojos cuyo azul era más oscuro que de costumbre.

—¡El dinero podemos conseguirlo juntos, pero todavía tenemos que convencer a alguien de que merecemos una cédula real, y por los sagrados besos de Tymora que no sé cómo podemos hacerlo! ¿Les concederíais vosotros a un hatajo de jovenzuelos ansiosos licencia para ir por el reino adelante, a hachazos con las cosas y buscando problemas?

Semoor resopló.

—Por supuesto, es una pregunta ociosa. Por fortuna para el reino, y por desgracia para nosotros, yo no soy el rey Azoun.

—Alto, eso no lo digas siquiera. Tymora mira mal a los que mienten… la mala suerte.

—No es el ceño fruncido de la Señora de la Suerte lo que me hace desesperar de convencer alguna vez a un oficial de la corte de otorgarnos una cédula real —soltó Jhessail con la cara arrebolada—. Lo que me preocupa es nuestro aspecto. Miradnos: aburridos, ansiosos jovenzuelos ¿no es lo que somos? ¡Todos nos dirán que nos metamos a aprendices, que aprendamos un oficio, que nos ganemos la vida honradamente! ¡Y nos dirán que les comuniquemos que lo hemos hecho para ahorrarles el trabajo de enviar a un Mago de Guerra a espiarnos mientras servimos a todos los descontentos!

De pronto dejó de manotear, le arrebató el pellejo de las manos a Doust y bebió un buen trago de vino.

Los dos aspirantes a clérigos se miraron. Semoor fue el que habló primero.

—¡Vayamos a Sembia, y a los Nueve Infiernos con la cédula real!

Jhessail le echó una mirada asesina.

—¿Y decirle adiós a Cormyr? —Con un gesto abarcador señaló la colina con su hierba meciéndose al viento y luego las hojas que danzaban suavemente en los grandes y nudosos árboles que los rodeaban—. ¿Dejar todo esto? ¿Abandonar nuestro hogar?

—Bueno —dijo Islif cortante—. No he observado la presencia de bandidos en Espar. Ni de grandes tesoros, cuevas de dragones o magos malvados, la verdad. Y si vamos por los caminos y los campos de los alrededores, tratando de encontrar aventuras, muy pronto seremos nosotros los que estaremos fuera de la ley.

—Ah —dijo Doust lentamente, tendiendo la mirada sobre los campos—. Espar es un lugar hermoso y agradable… pero ver pastar a las ovejas es prácticamente lo más apasionante que se puede esperar aquí día tras día.

—Año tras año —corrigió Semoor con amargura.

Islif se encogió de hombros.

—Si alguna vez, por un casual, nos convertimos en aventureros, es probable que mantenernos a cubierto y combatir el hambre se conviertan en nuestros apasionantes acontecimientos diarios.

—Habló la alegría de la huerta —suspiró Semoor, dándole vueltas entre los dedos al disco del sol de Lathander.

—Tengo mejor oído que algunos de lengua larga a quienes no quiero nombrar —replicó la guerrera alzando la espada amenazante.

—¡Ooooh! —exclamó con fingido terror el aspirante a sacerdote de Lathander, encogiéndose con tanta sutileza como el viejo Laedreth el Laúd cuando representaba a una reina asustada en el gran salón del Ojo, con unas cuantas jarras de cerveza dentro—. ¡Das tanto miedo! ¡Ooooh!

Islif suspiró.

—¡Me bastaría un buen puntapié, narizotas, para hacer que gimieras de verdad!

Semoor le lanzó una mirada lasciva.

—¡Vaya, pero yo puedo hacerte lo mismo sólo con la lengua!

Islif puso los ojos en blanco.

—Semoor, tienes una mente más sucia que una pocilga. ¡Es un milagro que tus plegarias no hagan que el Señor de la Mañana eche las tripas al oírte!

La sonrisa de Semoor se desvaneció de inmediato.

—No hagas bromas con eso. ¡Lathander bendice las nuevas gestas, y así será si nosotros nos lanzamos a la aventura!

—Ay —concedió Jhessail pesarosa—. Si…

—Y si no —dijo Doust quedamente—, a Lobo y a mí nos espera cultivar el campo, separados, en alguna granja del interior, y a vosotras dos, envejecer aquí, en Espar, como granjeras, criando terneros, removiendo la tierra, teniendo hijos y cocinando, cocinando, cocinando.

—No me hables de eso —cortó Islif.

—Florin —dijo Jhessail con melancolía—. Necesitamos a Florin para que nos muestre la salida.

De repente el viento que se levantó en torno a ellos silbó como si les diera la razón.

—Eh, muchacho, los dos guardias están profundamente dormidos. —El mensaje bisbiseado llegó de la oscuridad del otro lado del árbol—. ¿Todavía quieres jugar a esto?

—Claro, Del —murmuró Florin desde su lado del gran árbol del polvo—. No me lo perdería por todo el oro de lord Hezom.

La forma oscura del caballerizo se movió bajo la todavía débil luz de la Luna naciente; Delbossan meneaba la cabeza.

—Ojo. Si llega a resultar herida, o si estos dos se despiertan, no será del oro de Hezom de lo que tendremos que preocuparnos. ¡Él tiene cuerda más que suficiente para ahorcarnos a los dos!

—No despertarán hasta la mañana —musitó Florin cerca del oído de Delbossan—. Confía en mí.

—Vaya, ¿otro de tus polvos de hierbas en la bebida?

—Si no preguntas, no tendré que decirte nada, ¿vale? —sonrió el guardabosques—. De todos modos tengo un fuerte presentimiento de que no van a sufrir daño y de que se despertarán cuando el sol esté ya alto. Recuerda que debes simular que a ti también te afectó y debes mostrarte muy preocupado para que ellos te ayuden a buscar por el camino para salvar el pellejo, en lugar de ir corriendo a Espar y dar la alarma. En algún lugar, al sur del puesto de la guardia de Hezom, vas y encuentras una senda y la sigues por los bosques, rodeando Espar, hasta el Hoyo del Cazador. Me reuniré contigo cuando el sol esté alto de aquí a tres días.

—Hecho, muchacho. No hagas que me arrepienta de esto.

—Confía en mí, Del. Ahora ponte en mi lugar aquí, detrás del árbol, y quédate escondido. Lo más probable es que ella huya hacia donde la Luna ilumine más, pero ¿quién puede saberlo?

—Con ese dragón, muchacho, nada es seguro, puedes creerme.

Los dos se rieron entre dientes, con las frentes casi juntas, y se separaron con unas palmaditas en la espalda, bajo la luz de la Luna. Tal como dice la vieja canción: Era hora de empezar a domar a la dama

El pabellón relucía como una brillante joya en mitad de la noche, lo cual no sorprendió a Florin. Una chica noble, criada en la ciudad, seguramente querría el calor y la tranquilidad que dan las lámparas durante la noche.

Las cortinas con filigranas del interior de la tienda proyectaban complejos y agradables dibujos sobre las paredes de la tienda, ocultando la bien formada silueta a los ojos curiosos de fuera, pero Florin veía lo suficiente para saber que la dama Narantha Corona de Plata seguía levantada y moviéndose de un lado para otro. Lo más probable es que anduviera descalza, a juzgar por la suavidad de las pisadas. Probablemente, si en algo se parecía a las esposas de los ricos mercaderes que a veces pasaban una noche en El Ojo Vigilante, la solitaria posada de Espar, se estaría cepillando el cabello. Seguramente se vería largo y brillante a la luz de las lámparas…

Florin tragó saliva, sacudió la cabeza para apartar esos pensamientos, y se deslizó tan silencioso como la niebla nocturna.

Sonreía como un lobo, mostrando ferozmente los dientes. Puede que no fuera mucho, y que no tuviera nada de heroico, pero después de todos estos años de soñar, Florin Mano de Halcón estaba viviendo una aventura.

—Me pregunto dónde estará Florin en este momento —dijo Jhessail haciendo un alto a la puerta de su casa.

—Seguramente a salvo en la cama en algún sitio —Islif acompañó sus palabras con un encogimiento de hombros—, si tiene algo de sentido común.

Jhessail alzó la vista para mirarla y dijo en voz baja:

—Pero al igual que yo, no crees que así sea, ¿verdad?

—No. —Los dientes de Islif destellaron a la luz de la Luna cuando se volvió para marcharse—. No lo creo. Pienso que ahora mismo está despierto y corriendo una aventura.

Florin Mano de Halcón miró atentamente en derredor, respiró hondo, se puso en cuclillas, y con la cara a menos de un palmo de la tela reluciente, lanzó un terrible rugido.

Oyó que dentro de la tienda alguien trataba de recobrar el aliento.

Sonrió y volvió a rugir, un prolongado grito bestial que pretendía ser feroz y… hambriento. A continuación hizo como que olfateaba y empezó a escarbar con los nudillos en el punto en que la lona tocaba el suelo.

En el interior del pabellón sobrevino un tenso silencio y pudo oír una respiración entrecortada que casi parecía un silbido.

Volvió a rugir, el rugido más terrible de que era capaz, y entonces se oyó el leve roce de unos pies desnudos moviéndose con rapidez.

—¿Delbossan? —llamó una voz trémula.

La joven se había dirigido a la parte frontal del pabellón, y sin duda ahora estaba de pie ante la entrada, mirando los nudos con que había cerrado hacía poco tiempo y preguntándose si debía empezar a soltarlos.

—¿Maese Delbossan?

Florin hizo que su siguiente rugido tuviera una nota de júbilo y empezó a arañar la lona con ambas manos, empujándola hacia adentro. Esto se vio recompensado con un gritito seguido de una llamada a voz en cuello.

—¡Delbossan!

El guardabosques desenvainó su espada y se valió de la empuñadura para ejercer una fuerte presión contra la tela, combándola y aplicando sobre ella todo su peso mientras seguía escarbando con la otra mano. Uno de los soportes de la tienda cedió y el pabellón se inclinó un poco, lo que arrancó un grito a lady Narantha Corona de Plata.

Olvidada de toda su dignidad, lanzó un grito de absoluto terror, trató de respirar y volvió a gritar.

Por los dioses, ¿es que el caballerizo Delbossan estaba duro de oído esa noche?

La joven noble llamó a Delbossan media docena de veces mientras Florin desprendía otro de los soportes de la tienda, y luego otro, para poder empujar hacia adentro toda la pared del fondo sin dejar de escarbar y de rugir todo el tiempo.

Sollozando de miedo y de rabia, lady Narantha volvió a atravesar el pabellón a toda prisa, y Florin, muy sabiamente, echó la cabeza atrás apartándola de su espada.

—¡Oooh! —La joven jadeaba con el esfuerzo mientras golpeaba la lona con algo pequeño y duro que hizo que su espada vibrara.

Florin lanzó un gruñido sorprendido que empezó con una nota de dolor y se transformó en un terrible rugido rabioso. Delante de sus narices, la lona empezó a abultarse hacia él, una y otra vez, mientras la noble dama del otro lado la golpeaba hasta que por la tela apareció la esquina dorada del joyero de la joven.

¡Señora del Bosque, en un momento se había hecho con él y había salido a la carga!

Entre gruñidos sofocados de esfuerzo, la joven lady Corona de Plata gemía pronunciando el nombre de Delbossan, hasta que, olvidado ya el miedo, su voz se fue haciendo más fuerte y chillona por la furia reconcentrada.

Entonces, la lona se deformó con lo que probablemente eran su cabeza y su hombro, lanzó un grito de sorpresa, y Florin oyó un ruido de cosas metálicas sobre el suelo. Había perdido el equilibrio y se había caído.

Con el rugido más fuerte de que era capaz, el guardabosques se abalanzó sobre ella, arañando y mordiendo la tela y procurando que ella sintiera los bordes aguzados de la empuñadura de la espada y de la hebilla de su cinturón y la daga todavía en su funda, con lo que consiguió que su siguiente grito volviera a ser de auténtico miedo. La lona empezó a moverse debajo de él frenéticamente y los gritos le resonaban en los mismísimos tímpanos…

Cuando Florin Mano de Halcón se puso de rodillas entre el revoltijo de tela, con la cabeza que le zumbaba por el ruido, su presa salió corriendo por la tienda que amenazaba con venirse abajo y sin dejar de gritar sonidos incoherentes y de sollozar empezó a tirar de los nudos de la cortina de la entrada, en un intento de soltarlos.

Florin gruñó tratando de recobrar el aliento y se puso de pie, sacudiendo la cabeza para despejarla. Acababa apenas de recuperar el equilibrio y de levantar la espada cuando algo descalzo seguido de una cascada de cabello largo y suelto irrumpió en la noche, arrastrando tras de sí una espléndida bata de cama.

—¡Delbossan! —gritaba corriendo hacia el fuego apagado con tierra y mirando desorientada a su alrededor mientras agitaba los brazos y tropezaba en su alocada carrera—. ¡Delbossan!

Florin se escondió detrás de la tienda y volvió a rugir.

La joven noble dio un alarido y se alejó de él, corriendo hacia el camino. No llevaba nada en las manos ni en los pies… No, no llegaría demasiado lejos antes de empezar a cojear y mirar hacia atrás.

Florin tiró de su chaleco y se cubrió con él la cabeza para esconder la cara, empezó a mover la espada a diestro y siniestro, y salió a la carrera tras ella, rugiendo y gruñendo.

Lady Narantha volvió a gritar y corrió aún más de prisa por el camino abajo, en dirección a la lejana Suzail. Florin iba tras ella, asegurándose de que oyera el ruido de las ramas quebradas por sus botas, mientras ella lloraba, gritaba y corría.

Cuando el guardabosques llegó al enorme tronco cubierto de musgo de un árbol caído hacía tiempo y por el cual todos los viajeros sabían que el lugar de acampada estaba cerca, lo saltó por encima y se metió entre los árboles, dejando atrás a su noble presa, que dio un tropezón, se quedó sin aire, trató de recobrar el aliento entre sollozos y volvió a tropezar.

Cuando lo vio salir de entre los árboles justo a su lado con un terrible rugido, una figura imponente, sin cabeza, con una espada en la zarpa, la dama volvió a gritar y corrió a ciegas, hacia el oeste del camino, internándose en el bosque.

Hacia el Dathyl, tal como él lo había planeado. Su guerrera ocultaba al mundo su sonrisa lobuna mientras corría tras la bella flor sofocada de la casa Corona de Plata.

La dama iba jadeando como un ciervo al límite de sus fuerzas, y Florin estaba a punto de ahogarse de emoción. ¡Una aventura, por fin!

Cormyr siempre había sido un lugar seguro, un refugio con calor, buenos alimentos y escurridizos sirvientes. Un lugar lleno de belleza, hermosos trajes y caricias, de brillantes estandartes y elegantes maneras. Oh, era el Reino del Bosque, por supuesto, pero sus bosques habían sido una línea verde lejana más allá del Campo del Bufón, y el lugar de donde habían venido todos los ciervos cuyas cabezas adornaban incontables mansiones y torres. Narantha recordaba vagamente de su infancia terribles historias de bandidos, osos-lechuzas y lobos, de guardabosques que simplemente desaparecían en las profundidades del oscuro follaje, y la magia feroz de malévolas hadas y elfos para los cuales los humanos eran enemigos, o incluso alimento… Oh, ¿por qué a su padre se le había ocurrido siquiera esta tonta, desagradable, odiosa idea de que ella necesitaba ser educada por algún paleto de los bosques? Hezom ni siquiera era un noble en todo el sentido de la palabra, sino uno de esos nobles menores nombrados por el rey. ¡Vaya, si hasta era posible que fuera un Dragón Púrpura viejo y borracho, o un prófugo de la justicia o un salteador de caminos al que Azoun le había dado un título para mantener bajo control a rivales más jóvenes y rebeldes!

¡Un prófugo de la justicia! ¿Qué importaba eso si ella iba a morir aquí, sola en la oscuridad, sin que nadie se enterara jamás de que había caído? ¡Oooh!

Un tobillo de Lady Narantha quedó cogido entre dos ramas y ella cayó de bruces encima de un espino que le arañó toda la cara mientras se debatía frenéticamente, tratando de recobrar el aliento y se volvía a poner de pie. Era la tercera caída, y ahora cada paso le producía una punzada de dolor. Habría llorado sin parar todo el camino de haber tenido aliento para hacerlo. Las ramas le golpeaban la cara y el pecho. Algunas incluso tiraban de su bata con sus cuernos, y ya había dejado mechones de cabello enganchados en ellas.

Sin embargo, no se atrevía a parar, porque detrás de ella, en la oscuridad, acechaba siempre esa cosa que rugía. Oía sus pasos y las ramas que pisaba de vez en cuando…

—Líbrame Tymora —rezaba entre dientes—. Torm, defiéndeme, Padre Silvanus, aleja de mí a tus… tus… cosas que cazan…

Dio de lleno contra una rama horizontal que la golpeó a la altura de las costillas. Se quedó sin aliento, la noche empezó a girar en un torbellino de alocadas motas de luz amarilla, y Narantha se sintió caer… caer…

La luz de la Luna desapareció, y la oscuridad que la esperaba con avidez avanzó sobre ella y la arrastró consigo…