Capítulo 19

Simas tenebrosas y más

Habiéndome casado tres veces y habiendo sido amante de muchos hombres, he penetrado en las mentes de muchos de ellos con mis conjuros. Resulta sorprendente, incluso después de todo este tiempo, observar las simas tenebrosas que son las mentes de la mayoría.

Murathauna Darmeir,

Cuarenta años de vida alocada:

Memorias de una joven noble venida a menos,

publicado en el Año del Errabundo.

A estas alturas, Narantha sabía lo que llevaba. El cofrecillo que colgaba de su cadena contenía algo que el tío Lorneth le había dicho que describiese a los jóvenes lores desleales como «mi regalo para ti: un objeto mágico de placer que sus creadores, una sacerdotisa de Sharess y su amante, un sacerdote de Siamorphe, consideran adecuado sólo para personas de sangre noble».

Como todas sus entregas anteriores, consistía en una gema que mediante un conjuro presentaba en sus profundidades escenas cambiantes de hermosas mujeres desnudas que ella podía manipular sin peligro, pero que mágicamente se fundía con la piel de los hombres con los que se reunía hasta desaparecer.

El tío Lorneth afirmaba no conocer los detalles exactos de lo que hacía con los jóvenes, pero Narantha sospechaba que los hacía objeto de una magia que permitía a los Magos de Guerra examinar sus pensamientos para detectar conatos de traición, e incluso rastrear sus idas y venidas.

Narantha estaba satisfecha de ampliar el alcance de la Corona contra quienes tramaban contra ella, aunque encontraba a la mayoría de los jóvenes nobles, perfumados, arrogantes, todavía más desagradables de lo que le hubieran parecido antes de conocer a Florin Mano de Halcón.

Eso sí era un hombre…

La joven se deleitó con las sensaciones que le suscitaba el simple hecho de pensar en él y a punto estuvo de morderse el labio mientras sonreía. Entonces recordó que debía abandonar su carruaje ante las mismísimas puertas de la Mansión Erdusking, y rápidamente puso los cinco sentidos en la tarea que se traía entre manos.

Para la gente más refinada del Reino del Bosque, lady Narantha Corona de Plata estaba buscando parejas adecuadas entre los nobles disponibles de Cormyr. Su búsqueda había empezado con este recorrido de breves visitas de cortesía que no privilegiaba a ningún lord en particular sino que le permitía conocerlos a todos, a solas y cara a cara, sin las muchas distracciones que representaban las veladas y los bailes de la Corte.

El traje que llevaba era recatado aunque espectacular por su corte elegante y lujoso. Los volantes del cuello alto formaban un marco perfecto para su pelo recogido con un estilo exquisito. Las gemas llamativas de sus pendientes chispeaban y sus doncellas se habían encargado de que sus ojos parecieran lo más grandes y misteriosos que fuera posible.

Uno de los guardias apostados ante la verja de los Erdusking tragó saliva visiblemente al ayudarle a bajar del carruaje; el otro, arrodillado delante de Narantha con su capa de bienvenida extendida para que ella apoyara allí sus pies, se la comía con los ojos.

La joven le dedicó un levísimo guiño y tuvo buen cuidado de avanzar primero su pie izquierdo para que la abertura de su falda le permitiera un atisbo atrevido de su muslo, aunque mantuvo la expresión inalterable.

Establecer cierta complicidad con un sirviente a cargo de una verja bien podría llegar a ser útil en el futuro.

Procuró mantener la más absoluta inexpresividad mientras atravesaba la puerta y sintió en su mente un extraño revoloteo que significaba que un mago estaba tratando de echar abajo las defensas que el tío Lorneth había instalado para protegerla.

El intento de invasión la enfureció, pero lo más incómodo era que algo en el interior de su cabeza estaba todavía más furioso que ella.

—Estoy empezando a tenerle verdadero afecto a la muchacha —dijo Horaundoon respondiendo al tintineo inquisitivo del hargaunt—. Casi me da pena que tenga que morir tan pronto.

El hargaunt emitió un melodioso repicar de campanillas.

—No —le dijo el zhentarim—, en realidad no son gemas. Tienen el aspecto y el tacto de las gemas gracias a mis conjuros. Eso es para evitar que nadie destruya a un gusano mental antes de que se introduzca en su persona.

Horaundoon se dirigió al otro extremo de la habitación, hasta las garras articuladas puestas encima de un pedestal chamuscado por los conjuros y a la falsa gema que sujetaba. La recogió y le dio vueltas en la mano observando las relucientes chispas de magia desatada que jugaban sobre sus facetas.

—Una hermosa piedra, o eso parece, en cuyas profundidades puede verse una secuencia de imágenes de lánguidas mujeres desnudas que aparecen y desaparecen en un ciclo sin fin. Eso hace que los varones a los que Narantha subvierte por nosotros recojan la piedra para examinar más de cerca a las bellezas.

Otra vez sonó el tintineo del hargaunt. Horaundoon devolvió la piedra a su soporte y mostró su sonrisa lobuna.

—En cuanto tocan este gusano mental, un conjuro penetra en ellos y les produce un placer tan intenso (el más intenso que hayan conocido en su vida) que no pueden por menos que cogerla en las manos, llevados por el arrobamiento de las sensaciones mientras se funde en su interior. Y así se conquista otra mente en este reino en el que estamos cosechando.

Al parecer, los Erdusking eran una casa desconfiada. Ante las puertas de entrada había dos enormes guardias, vestidos con armadura de placas completa de color negro esmaltado y erizadas de pinchos en lugares poco habituales a lo que se sumaban cadenas que acompañaban sus movimientos con sonidos metálicos. La recibieron con las celadas bajas y le indicaron el camino por el que debía avanzar con las puntas que remataban sus hachas de guerra. A continuación la escoltaron, atronando con sus botas las gruesas alfombras de piel de oso.

Subieron por una grandiosa escalera que parecía interminable y cuyos escalones eran tan anchos que parecían descansillos, y recorrieron un pasillo en cuyas paredes aparecían colgadas las cabezas de muchas bestias al parecer molestas por haber sido muertas por un Erdusking, hasta llegar a la puerta de dos hojas que llevaban a un salón de audiencias ornamentado con una antigua armadura Erdusking y con amarillentos bustos de mármol de los ancestros de la familia.

La presa de Narantha estaba de pie, a solas, en el centro de la estancia, con una levísima sonrisa en los labios. El hijo mayor y heredero de la Casa Erdusking tuvo que despedir a los guardias nada menos que tres veces antes de que a regañadientes abandonaran el salón, cerraran las puertas e indudablemente se apostaran al otro lado con las armas preparadas.

El tesoro que protegían no parecía merecer tanto empeño.

Malasko Erdusking era alto, de nariz aguileña y de rostro y modales crueles, arrogante e incluso abiertamente lascivo. El fuerte olor de su pelo negro como el azabache gracias a aceites y tintes hizo que a Narantha se le frunciera la nariz y se le cerrara la garganta, y tuvo que luchar para mantener el control de la expresión de sus ojos y su cara necesarios para cumplir ese nuevo encargo del tío Lorneth.

Afortunadamente, como tantos otros nobles, Malasko sólo veía lo que quería ver.

—Veo que os produzco un estremecimiento —dijo con voz incitante, moviendo sus largos miembros para adoptar otra pose. El hombre parecía vivir en una serie de poses indolentes que causasen impresión con sus calzas y su túnica ajustadas.

Malasko vio adónde se dirigía la mirada de la joven y le dedicó una sonrisa untuosa.

—Parecemos hechos el uno para el otro. ¿No pensáis lo mismo?

Narantha inclinó un poco la cabeza, dejando que pensase que su sonrisa era de deseo.

—Señor —murmuró—, necesito…

Dejó la frase sin terminar a la espera de ver cómo llenaba él el silencio.

La sonrisa del heredero de los Erduskin se hizo más ancha.

—Un dueño y señor digno de vuestra belleza —dijo jadeante—. Pequeña dama Corona de Plata, yo soy la respuesta a todo lo que necesitáis.

Ante el temor de romper a reír, Narantha se mordió el labio y bajó los ojos hasta el gruñido eterno del oso de la alfombra.

—Empiezo a creerlo, lord Erdusking. Sin embargo, como sin duda habréis oído, yo soy, ante todo, obediente. A vos, si nos casamos, pero hasta entonces a mis padres, y es el deseo de ellos que vea a todos los nobles casaderos de edad adecuada del reino antes de hacer una elección más precisa. Me temo que todavía tengo otras mansiones y otros hombres a los que visitar.

—Ah, pero sin duda puede siquiera empezar a…

—Lord Erdusking, es muy posible que así sea, pero en esto me atengo a la voluntad de mi padre. —Alzó los ojos y le dijo casi implorando—. Y aunque se necesitaría la valentía de un hombre de Cormyr para desafiar a lord Maniol Corona de Plata, habría que ser un tonto de baba para desafiar a lady Jalassa Corona de Plata, algo que nunca podría decirse de vos.

Por primera vez en más de una temporada, Malasko se encontró por un momento falto de palabras. Se rio incómodo preguntándose si acababa de insultarlo o no.

—Por supuesto que no, lady Narantha —dijo con voz apaciguadora.

—Sin embargo, a fin de que la esperanza no desaparezca enteramente de vuestros ojos —dijo con voz grave su hermosa visitante, sacando un pequeño y brillante cofrecillo de la bolsa que llevaba a la cintura—, deseo profundamente que aceptéis de mí este pequeño regalo para recordaros mis deseos, cuyo rescoldo mantengo siempre bajo las sonrisas y modales con que me presento al mundo que me observa.

Le alargó el pequeño cofre y lo abrió con habilidad y elegancia.

Malasko reía entre dientes.

—Ah, señora, semejante regalo resulta innecesario, entre dos personas como nosotros…

La frase quedó sin terminar cuando vio la gema, de un tamaño impresionante incluso para los nobles más ricos, que no eran los Erdusking, y sus pupilas se dilataron.

A continuación se acercó más y sus ojos se dilataron aún más.

Sacando la piedra del cofre, Malasko Erdusking la sostuvo bajo su nariz para examinar más a fondo sus profundidades y su mirada se llenó de asombro.

La estuvo observando durante largo tiempo, tragó saliva y alzó la vista para echarle una mirada que era toda una promesa.

Lady Narantha Corona de Plata sostuvo su mirada con otra que echaba chispas. Entreabriendo los labios se pasó la lengua por ellos lentamente mientras con una mano se acariciaba lánguidamente el cuello.

Estaba a punto de llevarse la mano a la boca cuando la gema desapareció totalmente penetrando en los dedos de Malasko, y su expresión de lujuria no disimulada se transformó en otra de transida felicidad.

Unos ojos desconfiados observaban a través de una ornamentada ventana ovalada, sin perderse un detalle de la desaparición de Narantha Corona de Plata en el interior del carruaje que la esperaba. Mientras el coche se alejaba ruidoso por el empedrado, el observador suspiró, se apartó de la ventana, fue a una habitación de paredes cubiertas de tapices y alumbrada por un único farol, y cuidadosamente formuló un conjuro.

La palma de su mano izquierda le escoció y relumbró y acto seguido dio la impresión de que sostenía el rostro de una mujer que se movía y hablaba.

Nardryn Tamlast era un hombre cuidadoso, prudente. Cualquier mago de los Erdusking tenía que serlo para sobrevivir más de un mes.

—Laspeera, he observado aquí ciertas cosas inquietantes.

—¿Que os inquietan sólo a vos o las comparten los Erdusking?

—Sólo a mí. —Tamlast era un hombre de mediana edad y rostro anodino que nunca había poseído grandes riquezas. Era tan parco en palabras como en el gasto de su fortuna—. Seguramente estáis al corriente del recorrido de lady Narantha Corona de Plata por las casas nobles donde hay jóvenes casaderos. Acaba de marcharse de aquí. No creo que haya encontrado al joven lord Erdusking de su gusto, pero tampoco creo que realmente esté buscando pareja. No es una actriz tan consumada como cree.

—No sería necesario que lo fuera para embaucar al joven Malasko, ni a la mayoría de los de su calaña, para ser sincera. Sin embargo, coincido con vos. Su razón pública para visitar a todos estos jóvenes nobles es tan disparatada. ¿Habéis observado algo del encuentro?

—No, señora. En esta casa no se hacen esas cosas. —Algo que podría haber sido el fantasma de una sonrisa muerta hacía tiempo pareció rondar brevemente los labios de Tamlast para desvanecerse a continuación sin dejar rastro—. No con todos los escudos mágicos y detectores de conjuros que los Erdusking coleccionan y aplican tan profusamente. Se consideran de vital importancia para el reino, y la gente importante protege sus secretos.

—Por supuesto —coincidió Laaspera con sequedad—. De modo que pensáis que los Magos de Guerra deberíamos…

—Señora, por favor. No os haría perder tiempo enviándoos un consejo innecesario. He descubierto algo específico que debería ser de gran interés para vos.

—Os ruego que me perdonéis, Nardryn. ¿De qué se trata?

—Me he permitido la osadía de sondear la mente de lady Corona de Plata a su llegada. Por supuesto, está protegida por algo que pareció responder a mis conjuros como si pudiera pensar, aunque la dama no formuló ningún conjuro propio, por lo que pude ver. Sin embargo, antes de que me echara afuera me enteré de que la dama cree que está realizando una especie de misión secreta para el rey.

El rostro que aparecía en la palma de Tamlast lanzó una maldición, lanzando las palabras más temidas en un susurro.

Tamlast arqueó una ceja.

—¿Se debe esta reacción a que teméis haber descubierto una traición? ¿O es que ha intervenido la mano del Mago Real?

—Sí —respondió Laspeera en tono todavía más seco antes de desaparecer dejando al mago de la casa mirando atónito la palma de su mano.

En todos los años que llevaban trabajando juntos, la maternal subcomandante de los Magos de Guerra jamás había interrumpido abruptamente un enlace mágico.

Horaundoon hizo una mueca de complacencia. Las campanillas del hargaunt sonaron extrañamente cuando se pegó a su cara.

—Ya son once los que ha infestado por mí —dijo con absoluta satisfacción—, y lo mejor del caso es que los Magos de Guerra no pueden encontrarme. Todos los gusanos mentales están vinculados al primero, al gusano de Narantha. No directamente a mí. Si hacen algo contra ella bastará con que me retire para no estar allí. En realidad, no habré estado allí jamás para que ellos me encuentren.

El campanilleo del hargaunt se animó todavía más. Hasta él se mostraba entusiasmado.

Horaundoon juntó las puntas de sus dedos y sonrió por encima de ellos. Si este plan funcionaba, sería su logro más brillante y le ganaría el favor de Manshoon y gran admiración de todos los zhentarim, y hacía que su prevista desaparición fuera urgentemente necesaria.

El hargaunt volvió a repiquetear, de modo insistente, y Horaundoon se apresuró a responder.

—Gracias a los gusanos mentales, puedo hacer que estos jóvenes nobles hablen y actúen como yo quiera. Si uno de ellos se vuelve contra mí, sólo puedo prevalecer por un instante, pero de todos modos, más que suficiente para confundir a los Magos de Guerra, a los Dragones Púrpura y demás con respecto a su lealtad y a sus planes.

Horaundoon se dirigió a donde tenía sus frascas para servirse un trago de Berduskano Oscuro.

—Esto —añadió antes de que el hargaunt pudiera volver a decirle que estaba cansado de sus medias respuestas— debería hacer que todos estos nobles cayeran en el descrédito y resultasen muertos mientras se resisten a ser arrestados, porque a menos que sus mentes sean más fuertes que las de la mayoría de los Archimagos, no recordarán nada coherente sobre mi coacción sobre ellos, y por lo tanto se mostrarán sorprendidos ante el trato que les den las autoridades. Si se exponen es muy probable que los ejecuten por traición. Sólo tienen la opción de rendirse, morir luchando o huir al exilio, lo que prefieran. Sus familias muy probablemente acabarán desposeídas de sus bienes y exiliadas.

Abrió la frasca que buscaba y miró en derredor con aire triunfal buscando la copa adecuada.

—Los Obarskyr, al actuar contra estos nobles, sembrarán el miedo y el odio hacia ellos entre el resto de la nobleza, con lo cual puede que a continuación las cosas se vuelvan en su contra. Lo cual redundará —se sirvió, tomó un sorbo, suspiró apreciativamente y llenó la copa— en que dichos nobles sean mucho más receptivos de lo que vienen siendo tradicionalmente a taimadas ofertas secretas de dinero, de alianzas, de colaboración comercial y, por lo tanto, a los sonrientes y útiles agentes locales de los zhent.

Dejó la copa sobre la mesa.

—Dicho lo cual… —murmuró.

Se acomodó en la butaca más próxima y pensó en Florin. Cuando el gusano mental que llevaba en su mente se removió, la tanteó con suavidad para que el joven no sintiera su presencia y se alarmara disponiéndose a combatirlo.

«Ah. Nuestro Florin estaba preocupado y furioso con alguien, con una amiga, y mantenía un enfrentamiento con ella». Bien. No notaría una luz que procurara captar la forma en que hablaba, las frases que le gustaba usar…

El conocimiento cayó en la mente ocupada de Horaundoon como una fría y pesada losa, y con una mueca se secó el repentino sudor de la cara. Obligar a una mente a revelar algo o a decir algo era un trabajo rápido y sencillo. Esto se parecía más a tratar de escalar una colina resbalosa cargado con un gran peso que no paraba de moverse…

Tratando de mantener el equilibrio bajo el frío peso, pensó en Narantha Corona de Plata… y en un periquete sintió que ella se ponía rígida al notar su contacto mental. Trató de hacerse pasar por Florin, así su mensaje mental sonaría más verosímil.

—¿Narantha? ¿Me oís? Un amable Mago de Guerra ha formulado un conjuro para que pueda comunicarme con vos mentalmente.

—¡Florin! Dueño de mi amor, ¿cómo estáis? ¡Os echo de menos!

»—Y yo a vos. Estoy muy bien, pero no puedo hablar mucho tiempo manteniendo la privacidad de nuestra conversación. Lo que quiero deciros es que acabo de hablar con alguien muy especial para todos los cormyrianos y me he enterado de vuestro servicio al rey. Nantha, estoy muy orgulloso de vos. Todo el reino debería estaros agradecido, y sin embargo nunca podrán saber lo que estáis haciendo, pero yo debo daros las gracias. Ruego que no corráis ningún peligro y os doy las gracias nuevamente.

—Oh, Florin.

La oleada de amor de Narantha fue como un cálido viento, tan fuerte que dejó a Horaundoon con la boca seca. Parpadeó. ¡Por Bane y por Mystra, se estaba retorciendo en su butaca!

¡Su influencia sobre Narantha a través del gusano mental implantado en su cabeza rozaba la perfección! Sintió que lo embargaba un goce comparable al de Narantha…

Por los dioses, esto era un trabajo duro. Agradable, gracias a las emociones de la chica, pero… era mejor ponerle fin.

—Narantha, el mago desfallece. Debo marcharme. Os amo.

—Y yo a vos, Florin. ¡Y yo a vos!

Horaundoon rompió el vínculo y se encontró bañado en sudor, con el hargaunt estremecido sobre su cara. Sonrió y echó mano a su copa.

El éxito de su engaño y la eficacia de su control bien valían un brindis.

—¡Y —le dijo al hargaunt con tono triunfal— mientras nos regocijamos, va siendo hora de enviar al apuesto Florin a los dormitorios nobles de Arabel para empezar a subvertir también a algunas nobles damas!

El de Rhalseer era un sitio mucho más barato donde vivir que cualquier posada. En realidad, era una fonda arabelana de mala muerte.

Esto significaba que estaba casi sin amueblar, no demasiado limpia y desguarnecida. Las celosías cubrían unas ventanas que jamás habían conocido cristales y las tablas del piso crujían al andar sobre ellas.

Justamente ahora crujían al andar Florin por el destartalado piso superior y abrir furioso la puerta de la habitación que compartían las mujeres de su grupo.

Pennae, descalza y vestida con los pantalones y el dethma, estaba sentada con las piernas cruzadas junto a la única ventana abierta, donde la luz era más intensa, cosiendo un gran desgarro en la manga de su jubón de cuero. Alzó la vista, vio la expresión de Florin y suspiró.

—Cierra la puerta, Florin. Si has venido a gritarme, tal vez prefiramos que el resto de los huéspedes de Rhalseer no oigan hasta la última palabra.

Florin cerró la puerta. Después atravesó la habitación y se sentó junto a Pennae sin mirarla.

—Voy a tratar de no gritar —dijo mirando a la pared—. ¿Te das cuenta de la forma tan tonta en que te estás comportando?

—¿Por un pequeño hurto? —preguntó ella enarcando una ceja.

—Sí —dijo Florin con furia—, precisamente por eso. Por un pequeño hurto.

—Oye, chico —le preguntó Pennae—, ¿cuánto pesa tu bolsillo?

—Esa no es la cuestión…

—Pues sí que lo es. Vamos a pasar hambre y frío en cuanto llegue el invierno si no hemos reunido dinero suficiente para encender un fuego en estas habitaciones, y para pagar la renta de Rhalseer y comida para llenarnos el estómago. El rey nos dio una cédula real, pero no dinero para vivir, y hasta el momento, nuestras grandiosas aventuras no nos han dado ni un puñado de monedas.

—Arabel es caro —dijo Florin—, pero ni siquiera deberíamos estar aquí.

Pennae dejó a un lado su costura y apoyó una mano en el brazo del guardabosques.

—No vamos a volver a Estrella de la Noche —le dijo—. Ahora no. No mientras Tessaril nos vigila con la ayuda de todos los Magos de Guerra de los que puede echar mano, y con un número de hombres con ballestas ansiosos todos de hacernos un agujero, hombres cuyos nombres y rostros ni siquiera conocemos como para atacar antes de que acaben con nosotros. Oh, no. En Arabel estamos a salvo de crear problemas en el corazón de Cormyr y de mancillar la reputación de cierta joven lady Corona de Plata. No te ruborices, Florin. Ya sé que tú la trataste con el máximo respeto, pero debes admitir que ella estaba encaprichada de ti, de modo que será mejor que el rey se olvide de nosotros.

—Pero yo…

—A ti te remuerde la conciencia porque no estamos muriendo en las Moradas Encantadas para complacer al rey. También estás, y perdona, chico, pero eso lo vemos todos, tan inquieto como un jabalí cuando llega la época del celo, encerrado en esta ciudad sin árboles, sin maleza, sin pequeñas cosas peludas que se te metan entre los pies. Si quieres volver a Estrella de la Noche sólo dime una cosa: ¿cómo? ¿Vamos a ir andando, sin dinero para comprar comida, bebida y pagamos el alojamiento, y sin caballos? No tenemos dinero suficiente como para pagar a un carretero que nos lleve con todas sus demás mercancías. ¡Por todos los magnánimos dioses!

Florin la miró a los ojos con una expresión que seguía siendo hosca… después meneó la cabeza y apartó la vista.

—Es sólo… ¡Esto no es lo que yo soñaba cuando quería ser un aventurero!

—¿Ah, no? —dijo Pennae con aire desenfadado levantando su dethma para dejar ver una sarta de monedas que llevaba atada a la altura de las costillas. Dio un golpecito a una de tres coronas entre una larga fila de leones de oro. Florin, que trataba de apartar la vista, pero sin conseguirlo, se inclinó para mirar a su pesar.

—Vaya —dijo Pennae con tono guasón—, una de tres coronas. ¿No habías visto ninguna antes?

Florin se ruborizó y apartó la mirada.

—No —dijo lacónicamente—. Nunca. Pero las monedas que tienes ahí son suficientes para volver a Estr…

—No —le dijo la ladrona—. A menos que —añadió ladinamente— pienses que me las puedes quitar.

Florin la volvió a mirar rojo como la grana.

—Sabes que no intentaría tal cosa —farfulló—. Yo…

Pennae pasó los pulgares por debajo de la sarta de monedas y la empujó hacia él.

—Échales una buena mirada, chico, antes de sacar la lengua a paseo…

La puerta se abrió y aparecieron Doust y Semoor con las caras arreboladas.

—Bueno, bueno, valiente héroe de la batalla del Hoyo del Cazador —dijo Semoor—. ¡Parece que hemos llegado justo a tiempo para participar de cualquier oferta que esté haciendo la dama Durshavin! ¡El que comparte es un buen tipo!

Sin dejar de mostrar los tesoros que sostenía con las manos, Pennae le sonrió a Florin.

—Y además, por supuesto, está la grata perspectiva de viajar de vuelta a Estrella de la Noche con maese Lengua Larga, brillante servidor de Lathander, aquí presente.

Volvió a bajar el dethma, retomó la costura y dejó a Florin con los ojos fijos en ella… después miró a los dos sacerdotes en ciernes y otra vez a ella.

Doust tuvo pena de él.

—Estamos aquí —explicó— para decirle a Pennae que hemos hecho el préstamo del oro a Vaerivval, tal como nos sugeriste. Trató de ofrecernos un carruaje como garantía, en lugar de…

—¿No lo aceptasteis? —preguntó Pennae.

—Eh, eh, tranquila, chica —le dijo Semoor—. Tenemos la escritura de su parte del trato aquí mismo, para ser presentada al pago de nuestro oro, y otra pieza de oro cada diez días o, ejem, quedarse con parte del mismo. ¿Ves? Puedo seguir las instrucciones bastante bien para un hombre santo.

—Buen chico —dijo Pennae como si se lo dijera a un cachorro—. No te olvides de darle la escritura a Islif para que la guarde en su calzón en cuanto vuelva.

—¿A ella? ¿Dársela a Islif? Pero ¿por qué? Era mi oro en su mayor parte, y…

—Venga, deja ya de presumir, Semoor. Vaerivval te vio coger la escritura y ponerla en tu bolsa. ¿No es cierto?

—Oh, sí…

—De modo que sabe adónde enviar a los ladronzuelos que sin duda contratará para recuperarla. Por lo tanto, es hora de que lleves esto y sólo esto en tu bolsa. Dale tus monedas a Doust para que las lleve él.

«Esto» resultó ser un trozo doblado de pergamino bastante sucio con las cuentas garabateadas por alguien por un lado y unas palabras escritas de puño y letra de Pennae en el otro. Decía: «No esperes quedarte con nuestro oro de esta manera, Vaerivval».

Lentamente, Semoor empezó a reírse entre dientes. Doust asintió y sonrió, lo mismo que Florin cuando le mostraron la nota.

—Eres una bruja —le dijo a Pennae casi afectuosamente mirando mientras terminaba de coser y cortaba el hilo con los dientes—. Nos tienes a todos bailando al son que tú tocas.

Ella le hizo un guiño.

—Querrás decir que soy música, chico. Los tragos corren por mi cuenta esta noche en El Tonel. Oh, y espero que los hurtos de esta música sean más osados en el futuro. Unas simples inversiones oscuras con un tendero solitario no nos van a traer más dinero… y no nos atrevemos a tratos con gente más encumbrada.

—¿El Tonel Negro entonces, al atardecer? —preguntó Semoor.

Pennae asintió.

—Y nada de escabullirte a la tienda de quesos, maese Diente de Lobo. Tienes el tiempo justo para sacar a nuestro guardabosques por la puerta sur y traerlo de vuelta antes de que la cierren.

—¿Qué? ¿Por qué habría de darme prisa para hacer eso?

—Para mostrarle un árbol, por supuesto.