Capítulo 18

Una noche más en Arabel

Dagas en mano

un hombre caído

sus ojos se apagan

caída su Corona

Acuden los Magos

Se acercan los magos

Dragones descienden

las torres caen

Los sacerdotes gritan

La cúpula del templo se desmorona

Llegan las hordas de los orcos

Y la plaga acabará con todo

Pero algo sé de cierto

Y lo conozco muy bien

Es una noche más en Arabel

Thumbard Voakriss,

Poderoso Juglar, de la balada

Otra noche en Arabel

publicado (como octavilla).

en el Año de la Espuela

Siendo ya noche cerrada en el jardín privado de Filfaeril, las doncellas encendieron la última lámpara para mantener su oscuridad levemente a raya y se retiraron con apresurado crujir de faldas, sin decir una sola palabra. En palacio todos sabían cuánto amaba la reina su privacidad.

En el crepúsculo y a primeras horas de la noche, cuando las cuestiones de Estado le dejaban tiempo libre, a la Reina Dragón le gustaba pasearse a solas o sentarse tranquilamente en un banco del cenador y pensar. Salvo en las escasas ocasiones en que compartía este tiempo con su esposo, el rey, o en las ocasiones aún más raras en que iba acompañada de alguna otra persona, prefería la tranquilidad y la soledad, lejos de miradas curiosas. Había mantenido discusiones proverbiales con el Mago Real, disputas a las que Filfaeril había puesto fin con un puñetazo a la mandíbula de Vangerdahast.

Con esto —una vez que el tambaleante Vangerdahast se puso de pie tras la caída y puso en orden su revuelta cabeza— quedó zanjada definitivamente la cuestión a favor de la reina, que ahora caminaba por sus jardines totalmente a solas. Poderosas defensas impedían que cualquiera pudiera llegar a ella a través de los espesos bosques y extensas praderas del parque real, y tríos de Magos de Guerra y altos caballeros protegían todos los accesos entre el palacio y su pequeño y exquisito jardín, centrando su atención no en la reina sino en el propio palacio.

Esta noche apacible y sorprendentemente fresca, Filfaeril no se demoró tanto como solía entre los capullos de la flor nocturna que brillaban suavemente. En lugar de eso caminó con sus leves zapatillas y vestida con una falda sencilla y una capa corta por encima de los hombros para combatir el frío hasta el rincón más oscuro de sus nueve cenadores conectados, bajo la sombra de los árboles donde la luz todavía tardaría un rato en llegar.

Pasando los dedos por el ancho cinturón que llevaba sobre las esbeltas caderas, Filfaeril, dejándose llevar por un impulso, dibujó unos cuantos pasos de baile y a continuación dio una vuelta y se quedó mirando al palacio.

Sólo había un balcón que daba a ese lado, y estaba vacío. En las murallas que dominaban toda esa zona no había ni rastro de Dragones Púrpura que pudieran estar mirando. Ella sabía que la guarnición estaba allí arriba, pero tenía órdenes de no mirar hacia el jardín, y sabía también, por haberlos puesto a prueba en ocasiones anteriores, que eran muy obedientes al respecto.

Estirándose voluptuosamente como un felino perezoso, la reina de Cormyr se dirigió al banco de su cenador favorito, se acomodó grácilmente y empezó a canturrear una conocida balada: ¿Me estáis escuchando, bonito pájaro nocturno? ¿Bonito pájaro nocturno?

—Sí —la palabra fue susurrada a su oído—, pero también lo está un alto caballero espía apostado detrás de aquella estatua. Despedidlo.

Filfaeril no tuvo necesidad de fingirse enfadada. Poniéndose de pie de un salto atravesó el tramo de aterciopelado césped hasta la estatua de piedra blanca de Azoun Triunfal, la única estatua que había en el jardín, y dijo con brusquedad:

—¡Salid de ahí, hombre!

La única respuesta fue el silencio. Con gesto contrariado, la Reina Dragón cogió dos piedras artísticamente situadas entre las plantas y rodeó la estatua. Allí se encontró a un hombre de negras vestiduras agachado detrás del monumento.

—¡Caballero! —dijo airada—. ¿Quién os encomendó esta misión?

¡Decídmelo!

—Yo, majestad, yo…

—Os he dado una orden real —dijo Filfaeril dando un paso adelante hasta que la hebilla de su cinturón quedó casi tocando la nariz del hombre.

Este pudo sentir lo que ella podía oír: el crepitar del escudo de conjuros que brotaba de él. Si llevaba algún acero escondido, debía de haber sentido también el dolor de su protección contra el hierro.

El alto caballero se puso de pie y se apartó de Filfaeril con un solo y fluido movimiento, para arrodillarse ante ella y ponerse de pie a continuación.

—El mago Vangerdahast, mi reina —dijo—. Debo informarle de todo lo que podáis hablar aquí con otras personas e identificar a esas personas.

Dudó al ver la expresión de furia de la reina.

—Debo deciros que a mi entender, Magos de Guerra asignados por él os escudriñan en este mismo momento al escudriñarme a mí. Aceptaré cualquier castigo que queráis imponerme.

Filfaeril echó atrás la cabeza y respiró hondo mirando a las estrellas antes de responder con severidad.

—Leal caballero, id y decidle al Mago Real Vangerdahast que me gustaría hablar con él, de inmediato. No tratéis de obligarlo, pero dadle este, mi mensaje, y apartaos de él diciendo que otras órdenes mías os obligan. No respondáis a ninguna otra pregunta relativa a esas órdenes, pero ausentaos de vuestros deberes hasta el mediodía de mañana. Id a una taberna, a una sala de festejos o a un club y tomaos la noche libre… pero ahora idos.

El alto caballero hizo una reverencia.

—Os he oído y obedezco. Sois indulgente, majestad.

—Con algunos —dijo Filfaeril entre dientes—. Con algunos.

El hombre bajó al césped para que ella pudiera ver claramente cómo se alejaba. La Reina Dragón dejó atrás la estatua para verlo partir hasta que dejó atrás el último de sus cenadores y entonces volvió a su banco.

—Vaya, eso tuvo gracia —comentó, con la respiración todavía agitada—. ¿Cómo os va con el arpa?

—Todavía puedo romper cuerdas —fue la respuesta en voz baja—, y tengo ojos que todavía ven lo suficiente para notar vuestra señal. ¿Cómo evitáis que vuestras doncellas limpien ese cobertor justo detrás de la balaustrada del balcón?

—Prometo desollarlas vivas —dijo Filfaeril con dulzura—. Tendría que empezar con una de ellas de inmediato, pero por el momento he restallado el látigo y le ordené que se desnudara, entonces todas me miraron y al ver mi expresión encontraron… la obediencia que necesitaban.

La mujer que estaba cómodamente tendida bajo los arbustos lanzó una risita.

—Deberíais probar esa táctica con Azoun.

—Dove —dijo Filfaeril—, no me tentéis. Es probable que le gustara, que ya es más de lo que estoy dispuesta a decir al respecto, teniendo en cuenta que Vangey podría decidir que teleportarse a mi regazo y atormentarme, en cualquier momento, es su mejor táctica. Lo más probable es que se asegure de que no puede ser descubierto por nadie más esta noche, y de hecho ha estado en alguna remota frontera local del reino todo el tiempo, pero… Dove volvió a reír.

—Sabias palabras. Veamos ahora qué es lo que queréis de las Arpistas y qué estáis dispuesta a dar a cambio. Sin olvidar que Vangey todavía está espiando, tal vez podáis darle la oportunidad de ir al rey con el cuento de que se está fraguando una alta traición en el regazo de la reina de Cormyr.

—Que lo intente —dijo Filfaeril con brusquedad—. Que se atreva.

Dove vio que tenía los puños cerrados, de modo que se asomó por debajo del follaje y con suavidad le masajeó a Filfaeril los tensos hombros.

Al principio, la reina se puso rígida, pero poco a poco fue relajándose bajo los hábiles dedos de la Arpista y hasta llegó a gruñir de gusto instantes después.

—Los fisgoneos de Bhereu —dijo entonces sin preámbulo previo—, tienen como objetivo descubrir lo que él cree: que los hombres a sus órdenes están haciendo inversiones encubiertas en Sembia mediante agentes sembianos que han venido a la Corte ya varias veces con propuestas de negocios. Es probable que las inversiones en sí mismas no tengan nada de siniestro, pero está preocupado de que los sembianos estén comprando influencia sobre sus oficiales. Los dos agentes más importantes se llaman Rrastran Ravalandro y Atuemor Ghallowgard. Pensé que esta era una cuestión sobre la que tendríais curiosidad las Arpistas.

—Y pensasteis bien —replicó Dove, cuyos dedos seguían masajeando a fondo el cuello y los hombros, hasta el momento rígidos, de Filfaeril—. ¿Algo más?

—No. La Corte esta tranquila por el momento, de modo que los que traman e intrigan con más ímpetu (incluidos Vangerdahast y aquellos cuyos chismorreos dirige mi esposo) dejan sus comentarios en voz baja y sus suaves amenazas para las reuniones privadas muy lejos de aquí. Cuando ven que se acerca la reina, recuerdan una necesidad urgente de estar en otra parte.

Nuevamente la risita de Dove.

—De modo que lo que habéis comunicado no es ningún secreto de Estado, sino simples habladurías. ¿Qué podéis saber vos?

—Para compensar mi magra oferta, una cuestión de menor importancia: esta nueva banda de aventureros a los que Azoun tuvo tanto gusto de dar su bendición. ¡Vino de Espar hablando como un jovencito encantado con un juego, Dove! Pues bien, los susodichos Espadas de la Noche: ¿quiénes son y en qué están metidos?

—Un apuesto joven guardabosques de Espar que salvó la vida de Azoun cuando fue atacado en el Hoyo del Cazador por mercenarios pagados por ciertos nobles de este hermoso reino (las Arpistas no sabemos con exactitud quiénes, pero sí sabemos que Vangerdahast en persona sondeó mentalmente al único mercenario al que Florin dejó con vida, cuando Azoun le ordenó que lo hiciera) además de los amigos del guardabosques y unos cuantos jóvenes sedientos de aventura que se les unieron en Waymoot. Ah, lo siento: ese «Florin» es el guardabosques, Florin Mano de Halcón.

—He oído ese nombre —murmuró Filfaeril—. ¿Son de esos jóvenes de ojos brillantes que buscan tesoros, o…?

Dove asintió.

—Jóvenes y llenos de esperanzas. Vuestro Azoun los envió a explorar las Moradas Encantadas…

—Como hace con todos los aventureros cuyos padres no son nobles y no pueden protestar porque envían a sus hijos a una muerte segura —murmuró Filfaeril—. Entonces ¿no se los considera siniestros sino simplemente de lealtad y heroísmo todavía no probados?

—Eso es. Puede que todavía caigan, por supuesto, pero sus ingenuas exploraciones ya están causando no pocas preocupaciones a los zhentarim del norte de Cormyr, más de lo que vos, o nosotras, hayamos conseguido hasta ahora. Zhentil Keep todavía tiene sus espías, boticarios y contrabandistas por todas partes, pero no es casual que mercancías robadas y cormyrianos drogados destinados a la esclavitud ya no sean agregados a una de cada tres caravanas que pasan por Arabel o Estrella de la Noche. Los zhents se están viendo obligados a optar por las rutas más largas y peligrosas de las Tierras Rocosas, e incluso me han llegado rumores de que están tratando otra vez de hacer pasar grandes caravanas por el Anauroch.

La reina volvió la cabeza y abrió mucho los ojos.

—¿Me estáis diciendo la verdad? ¿Una banda de aventureros ha conseguido todo esto? ¿Inconscientemente?

—¡Pennae! ¡Pennae! —Florin corrió con la espada echando chispas.

—¡Agannor! —ordenó Florin, de pie donde había estado la ladrona un momento antes—. ¡Tu farol! ¡Aquí! ¡Ahora!

Parpadeando asombrado, Agannor obedeció, adelantando su luz y alumbrando hacia abajo, al punto del suelo que Florin señalaba frenéticamente.

No había nada. Ni una marca chamuscada, ni cenizas, ni una diminuta Pennae del tamaño de un pulgar que les gritara y moviera unos brazos del tamaño de los de un insecto. Simplemente había… desaparecido.

Florin señaló furiosamente el nicho que Pennae había estado sondeando, y Agannor apuntó hacia allí la luz y todos pudieron ver… una talla en el fondo del nicho que parecía la pared de un castillo, con sus almenas y con una diminuta puerta con bisagras que parecía que realmente fuera a abrirse con sólo tocarla.

Con los ojos desorbitados y respirando profundamente, Florin los miró a todos y metió la punta de su espada dentro del nicho.

Otra vez hubo un brevísimo destello azul, y de repente en el pasadizo no quedaba ni rastro de Florin Mano de Halcón.

—Oh, por todos los dioses —exclamó Jhessail—. ¿Y ahora qué?

Islif se encogió de hombros.

—Nadie vive eternamente —y dio un paso adelante con la espada preparada—. La aventura, ¿os suena? —Metió la espada en el nicho sin dudar y desapareció instantáneamente.

Con un encogimiento de hombros, Doust manipuló con el cuchillo que llevaba al cinto y fue el siguiente. Detrás fueron Martess y Bey, que lacónicamente le entregó su farol a Jhessail.

Cada uno con su gesto particular, todos los Espadas siguieron el mismo camino, volviendo a dejar el pasadizo de las Moradas Encantadas oscuro y vacío.

Jhessail arrugó la nariz y parpadeó molesta por los muchos reflejos de luces en el agua.

—Apesta —murmuró, buscando a su alrededor a sus compañeros, que estaban reunidos en un callejón, mirando en todas direcciones y todos tan perdidos como ella.

—¿Dónde estamos?

El callejón apestaba a desechos podridos y a orina. La luz provenía de una calle empedrada a la cual daba el callejón, una calle delimitada a ambos lados por altos y estrechos edificios de piedra y por donde durante la noche pasaban traqueteando las carretas.

Había gente trajinando por todas partes, bien arrebujada en sus capas para protegerse de la lluvia, y Pennae estaba pegada contra la pared del callejón, en el punto donde desembocaba en la calle, haciendo gestos frenéticos a sus compañeros para que se pusieran junto a la pared, a su lado, y se quedaran muy callados.

Mirando por el callejón adelante y al otro lado de la calle, Jhessail se encontró con las miradas fijas de tres Dragones Púrpura que asentían todos con la cabeza mientras observaban a los Espadas, con la desconfianza dibujada en sus labios tirantes, sus ojos entrecerrados y sus mandíbulas tensas.

Mientras ella observaba, parecieron llegar a algún tipo de acuerdo. Uno se puso en marcha, chapoteando con las botas en los charcos. Los otros dos se quedaron donde estaban, y siguieron mirando a los Espadas con expresión feroz.

Doust se apartó de la pared, con Semoor, como siempre, pegado a él, y salió del callejón sin hacer caso de las advertencias que le hacía Pennae entre dientes.

Todos los Espadas observaban y Agannor empezó a sonreír abiertamente, mientras los dos sacerdotes en ciernes cruzaban la calle en dirección a los dos Dragones Púrpura.

Islif salió en pos de Doust y Semoor, enfundando su espada. Después cambió de idea y dio media vuelta para impedir que sus compañeros se lanzaran a la calle. Pennae la esquivó y pasó delante, pero el resto se abalanzó sobre ella, asomándose por encima de los brazos extendidos de Islif para oír mejor lo que sucedía, aunque sin hacer ningún movimiento para ganarle la posición.

Encontraron la calle atestada en ambas direcciones con carretas detenidas y en la tarea de cargar y descargar cajones, cofres y barriles en diversas tiendas.

Al otro lado de la calle empedrada, los más santos de los Espadas llegaron a los soldados de mirada torva.

—Bien hallados en esta bonita tarde —dijo Doust con una brillante sonrisa—. Acabamos de ser trasladados aquí por el favor de la diosa Tymora…

—Ehem —interrumpió Semoor—, y por el mágico poder de Lathander, brillante Señor de la Mañana.

—… y aunque sabemos muy bien por vuestra presencia, leales señores, que todavía estamos en Cormyr, tristemente no tenemos conocimiento de qué ciudad es esta donde estamos.

Las miradas penetrantes de los Dragones Púrpura habían atravesado a los sonrientes sacerdotes en ciernes mientras se acercaban, y siguieron haciéndolo en el silencio que Doust les concedió para responder.

Ninguno de los dragones dijo una sola palabra.

Con una sonrisa más vacilante, Doust lo volvió a intentar.

—Nosotros, todos nosotros, encontramos que este entorno no nos es familiar, y nos gustaría muchísimo saber dónde estamos. ¿Nos lo podríais decir, por favor?

—Estáis borrachos, eso es lo que os pasa —dijo con un gruñido el alto Dragón Púrpura.

—O nos estáis tomando por tontos —dijo el otro—. ¡Fuera de aquí!

—Eh… ¿Al menos podríais decirme dónde está el templo local de Tymora?

—Si realmente Tymora os favorece, bastará con que empecéis a andar —dijo el primer Dragón con tono burlón—, y seguramente lo encontraréis.

—Esto —dijo Semoor— es muy insatisfactorio. —Apoyó una mano en el brazo de Doust—. Hermano, no debemos perder más tiempo hablando con estos impostores. Podemos hablarle de ellos a Azoun y él se encargará de que los destierren. O más bien lo harán los Magos de Guerra preferidos de Vangey.

Los Dragones lo miraron asombrados y luego entornaron los ojos.

—¿Impostores? —dijo con furia el más alto.

—¿Os atrevéis a hablar a la ligera del rey? —añadió el otro con un gruñido. Echaron mano a la empuñadura de las espadas al unísono y dio la impresión de que se iban a lanzar sobre los dos Espadas.

—¿Se puede saber por qué —le preguntó a Semoor el Dragón alto con expresión furiosa— nos llamáis impostores? ¿Eh?

Semoor abrió los brazos mostrándose preocupado e indefenso.

—Pues mirad, señor, ningún Dragón Púrpura que se precie contestaría así a un ciudadano de Cormyr, y mucho menos a un sacerdote de Lathander. Más aún, a dos sacerdotes que gozan de la alta estima personal del rey.

Se encogió de hombros, casi pesaroso.

—De donde sólo puedo concluir que sois impostores o, tal vez, Dragones veteranos de alto rango que hacen un juego de palabras para confundir a los enemigos del Estado y que nos han tomado por tales por error.

Los dos Dragones se miraron con expresión menos altiva.

—Vaya, estupendo —dijo el Dragón más fornido amargamente.

El más alto miró a Doust, después a Semoor, antes de interrogar de no de muy buena gana al sacerdote de Lathander.

—¿De modo que sois amigos del rey? ¿Es así?

—El propio rey me sirvió vino, en su mesa, hace menos de diez días —dijo Semoor sin faltar a la verdad.

—Vaya —musitó el Dragón alto—. Os ruego aceptéis nuestras disculpas, santos varones. Cuando os vimos llegar por ahí, estábamos seguros de que debíais de ser zhents y os estábamos tratando en consecuencia.

—¿Zhents? ¿Los Magos Oscuros de Zhentil Keep? —Doust consiguió parecer conmocionado—. ¿Ellos llegan por ahí tantas veces como para que vigiléis el lugar?

—Claro que sí. Por eso estamos montando guardia aquí, en medio de la lluvia, para vigilar ese callejón. Donde están todos vuestros amigos. —El Dragón alto entornó los ojos—. Dicho sea de paso, ¿hay algún mago entre ellos?

—Sí —dijo Doust dudando, al mismo tiempo que Semoor decía «No».

Los Dragones fruncieron el ceño al unísono, dando una palmadita a las empuñaduras de sus espadas, antes de que el fornido Dragón dijese con marcado sarcasmo:

—¿En qué quedamos: sí o no?

Doust le dio un puntapié a Semoor y dijo con firmeza.

—Tenemos dos chicas jóvenes entre nosotros que acaban de aprender a formular sus primeros conjuros. Para mí, eso las transforma en magas. Evidentemente, para mi colega servidor de lo divino, no es así. ¿Veis a una con el cabello como el fuego? ¿Y a la de pelo oscuro que está de pie a su lado? Son las jóvenes de las que hablo. ¿Os parecen siniestros magos de los zhent?

La sonrisa del más corpulento de los Dragones tenía algo de libidinoso mientras negaba con la cabeza.

El otro, en cambio, tenía el ceño fruncido.

—Me preocupa más la que está vestida de negro —dijo y luego parpadeó—. ¡Eh! ¿Adónde iría?

Semoor se inclinó para hablarle más de cerca.

—¡Shhh! —dijo—. Es una alta dama y no se lo toma muy bien cuando alguien siquiera la mira de reojo. ¡Si os metéis con ella, no se sabe lo que puede llegar a hacer!

—Y si le ponéis una mano encima —añadió Doust—, no se sabe lo que puede hacer el rey. Teniendo en cuenta que, al parecer, él es el único que… ejem… que tiene ese derecho.

—¡Arntarmar! —maldijo el Dragón alto entre dientes.

—¡Talandor! —respondió el otro con un guiño y asintiendo con la cabeza.

Juramentos de Tempus, como era de esperar en unos Dragones Púrpura.

—Así pues, hombres del dios de la Guerra y del Gran Dragón que gobiernan estas tierras de forma tan gloriosa —preguntó Semoor, con absoluta seriedad en el gesto y en el tono—. ¿Qué ciudad es esta?

Los dos lo miraron con asombro.

—Arabel —dijo el más alto de los dos—, por supuesto.

—Gracias. Gracias, gracias. —Semoor no pudo evitar cierto resentimiento en el tono.

La expresión del Dragón más fornido se oscureció un poco, y Doust se apresuró a intervenir.

—Habéis sido de lo más útiles, baluartes del rey, y esta noche os recordaremos en nuestras oraciones a Tymora…

—¡Y a Lathander! —añadió Semoor.

—… después de presentarnos a la señora regente de Arabel, tal como Az… como el rey nos pidió que hiciéramos —concluyó Doust con gesto grandilocuente. Se volvió a mirar el callejón y señaló lo que era apenas visible por encima de los tejados de los edificios, y que en la noche lluviosa parecían estandartes empapados que se agitaban con poco entusiasmo: relámpagos en lo alto de las almenas de las altas y broncas torres fortificadas—. La ciudadela queda por allí, ¿verdad?

Los dos hombres asintieron.

—Y el palacio donde la encontraréis —dijo el más alto señalando—, está justo enfrente. El templo que buscáis, la Casa de la Señora, es el segundo edificio al norte de la ciudadela siguiendo la muralla occidental. Parece una casa grandiosa, toda llena de torres cónicas y de cinco plantas de altura.

—Bien hallados y mejor dejados —dijo Doust, inclinando la cabeza con las manos juntas—. Que la Suerte de la Señora sea con vosotros y se refleje en vosotros para complacer al propio Señor de las Batallas.

—Y también el rosado resplandor de Lathander, que el Santo Tempus queda sumamente complacido —añadió Semoor con su facundia habitual y dándose la vuelta antes de que los dos Dragones pudieran ver cómo ponía los ojos en blanco.

Esquivando a las ruidosas carretas, volvieron al callejón, donde Islif los esperaba con expresión torva.

—No os pavoneéis demasiado. ¿Recordáis a aquel Dragón que vimos salir a toda prisa? Fue a informar a alguien, probablemente al comandante de la guardia. ¿Y quién está siempre al lado de un comandante de la guardia?

—Un Mago de Guerra para vigilarlo —dijo Florin—, de modo que ahora también a nosotros nos vigilan… a menos que podamos desaparecer muy rápidamente.

—¡Movámonos, pues! —gruñó Agannor.

—¡Esperad! —saltó Florin—. ¿Dónde está Pennae?

—Aquí. —Su voz llegó desde las sombras, callejón abajo—. Me gusta ver adónde llevan los callejones, por si tengo que salir corriendo. Este pasa por un almacén muy bien protegido, penetra en el corazón de esta manzana y sale luego por el otro lado, a una calle que, en esa dirección lleva al templo local de Tymora. Ah, sí: esto es Arabel.

—Ya lo sabemos —dijo Semoor vanagloriándose—, nos lo dijeron aquellos Dragones Púrpura.

—Vale —observó Pennae con tono seco—, sin duda tienen órdenes de ayudar a los bobalicones.

—La Casa de la Señora —dijo Florin—. ¡Vamos allá! No quiero estar aquí cuando estamos a punto de tener que abrimos paso entre unos Magos de Guerra de mirada reprobadora. No sería nada raro que pensaran que hemos desobedecido las órdenes del rey sólo por venir aquí.

—Bien dicho —gruñó Bey empujando a Semoor hacia adelante—. Date prisa. ¡Maldita sea!

En menos que canta un gallo se habían puesto en marcha callejón adelante, alejándose de la populosa calle y de los dos Dragones Púrpura que no los perdían de vista. El almacén era un edificio de piedra muy nuevo y gigantesco, erizado de hombres con armadura y de mirada torva que llevaban ballestas cargadas en la mano, una visión que hizo que Agannor se estremeciera, y los Espadas cruzaron rápidamente hasta salir a una calle de tiendas de aspecto lujoso. Bajo ornamentados toldos, todas miraban a Arabel desde escaparates de fino cristal a través de los cuales se podían ver adornados faroles, objetos relucientes y guardias nocturnos elegantemente uniformados que vigilaban desde el interior.

Pennae condujo a los Espadas hacia el norte, pasando por negocios que vendían bonitos trajes de seda, máscaras y botas adornadas con piedras preciosas, y varias tiendas alucinantes en cuyo interior había varios guardias de pie entre todo tipo de joyas que relucían y devolvían el reflejo de las calles empapadas por la lluvia. La calle terminaba de pronto en una plaza de la que partía otra más ancha y más transitada al final de la cual podían verse tres edificios imponentes.

El más lejano, el del centro, coincidía con la descripción del templo de Tymora hecha por el Dragón, y cuando los Espadas se dirigieron decididos hacia él, de sus altas y ornamentadas puertas salió un hombre corpulento vestido con una túnica y un capa impermeable de hermoso color azul: un sacerdote de la diosa de la Suerte.

Lo identificaron por lo que colgaba de una pesada cadena que llevaba al cuello: el medallón de plata más grande que habían visto jamás, tan grande como las dos manos de Florin puestas una junto a la otra, y con el rostro de una sonriente pero digna Tymora, representada al modo antiguo.

El sacerdote que lo lucía era algo más joven. Daba la impresión de un hombre enérgico que rondara los cuarenta veranos. Debajo de un rebelde cabello castaño, su nariz, mandíbula y orejas coincidían con el tamaño del medallón. Parecía la cabeza de un gigante sobre los hombros de un humano normal. Además, por su aspecto, rojo como la grana y un poco babeante, su forma de hablar, farfullaba cosas incoherentes, y su olor —Jhessail hizo un gesto de desagrado ante el hedor a vino fuertemente especiado que iba sembrando al hablar—, se veía que estaba totalmente ebrio.

Era tan alto como Florin y de piernas largas y recorrió gran parte del empedrado pronunciando juramentos y quejas en voz apenas audible a través de su desaseado bigote.

—¿Hub’algún novizzio peor? ¿Alguna vezz? ¡No lo crrreo! Rabra… Rabbraha… Radrabryn er’un asesino y un ladrrón, y yo… yo no he matado a nadie todavía, al menos a prropósito…

Vio el medallón casero de Doust y se acercó para mirar a los Espadas con sus penetrantes ojos pardos.

—¿S… s… ois peregrrinos? ¿Eh?

—Bueno —empezó a decir Doust—, no exactamente…

—¡N’entrréis ahí! ¡Hermano en Tymora, n’entrréis en la casa esta noche! Se han vuelto locos… locos… te lo diggo yo.

—¿Locos?

—Locos, o mi nombre no es R… Rathan Thentraver —dijo entre hipos—, y sí que lo es. Qssea que lo’sstán. ¿Sabéis?

—Ah —conjeturó Semoor—. ¿Queréis decir que no es el mejor momento para visitar el templo?

—Co… rrecto. No lo es. —Rathan alzó un dedo admonitorio—. Marchaos. Volved mañana. Mejor mañana. Creedme. —Se arrebujó bien en su capa y se largó.

Semoor miró a Doust con mirada cómplice.

—Bueno, si están todos tan borrachos, de nosotros dos fuiste tú el que escogió la fe adecuada.

Doust se puso rojo de ira.

—No fui yo quien eligió a la Señora —dijo—. Ella me eligió a mí. Se me apareció en sueños, de una forma tan vívida que… bueno…

Hizo un gesto con la mano como para disipar la insinuación de Semoor y se quedó mirando al sacerdote que se alejaba. Más allá de Rathan vio una patrulla de Dragones Púrpura que salía de la oscuridad de la noche a buen paso. En el centro iba un hombre de aspecto siniestro cubierto con una capa y una capucha.

—Mirad —dijo a modo de advertencia.

—Otra patrulla más allá —añadió Pennae señalando otra calle. Miró en todas direcciones—. ¡Una posada! ¡De prisa!

—¿El Caballero Cansado? —leyó Agannor en voz alta—. ¡Vaya, chica, está justo enfrente de la ciudadela, que da la casualidad que es también la cárcel de la ciudad! ¿Estás tratando de ahorrarles trabajo a los Dragones?

—Por la puerta trasera, rápido —dijo con brusquedad—, y a continuación salimos por la delantera. En cuanto abra la puerta y empiece a hablar con los guardias, que ninguno demuestre ansiedad o prisas. Me mostraré altiva y probablemente diré algunas mentiras muy gordas, ¿me oís?

Semoor puso los ojos en blanco.

—¿Por qué será que eso no me sorprende?

—Dragones Púrpura por todas partes —murmuró Jhessail mientras corrían—. ¿Es que esta ciudad no tiene una guardia?

Bey rompió a reír.

—¡Muchacha, las rebeliones son tan frecuentes en Arabel que los Dragones son la guardia en estos tiempos! ¡Del mismo modo que los Dragones Azules sirven en Marsember, la otra ciudad que no parece demasiado feliz con el gobierno del Trono del Dragón!

Llegaron por fin a la puerta trasera de la posada. Pennae dio media vuelta, sacó la espada de Florin de su vaina y la levantó ante sí con solemnidad manteniéndola vertical. Con expresión solemne, abrió la puerta.

Dos sorprendidos guardias nocturnos se apartaron de la pared donde estaban apoyados y echaron mano a sus armas.

Pennae hizo como si no los viera mientras pasaba entre ellos con paso lento y ceremonioso sosteniendo la espada en alto con ambas manos.

—¡Eh! —le dijo un guardia introduciéndose de lado para ponerse delante y poder cerrarle el paso—. ¡Alto!

—¿Qué decís? —preguntó Semoor con aire sorprendido.

—Truhán, dejad paso —le dijo Pennae al hombre—. Somos peregrinos de Tempus, la Espada en Alto.

—¿Que sois qué? —preguntó el otro guardia—. ¡De todos modos, no podéis irrumpir así aquí, de noche! Esta es…

—Una de las mejores posadas de Arabel, ya lo sé —dijo Pennae—, y por eso la hemos elegido. ¡Abrid paso si no queréis que el enfado del dios caiga sobre El Caballero Cansado! ¡Abrid paso!

Vacilantes, los dos guardias obedecieron.

—Vaya, el mayordomo de la casa está en la parte delantera, seguid este pasillo…

—Gracias —dijo Pennae con tono firme y siguió adelante con el mismo paso ceremonioso y manteniendo la espada en alto.

Florin imitó su andar, y lo mismo Islif. Los demás, al verlos, hicieron lo propio.

Detrás de ellos, los dos guardias nocturnos se miraron, se encogieron de hombros y pusieron los ojos en blanco. La verdad, en esta época del año acudían huéspedes de lo más extraño…

Al oír la Campanilla, Narantha Corona de Plata dejó su copa de zzar rosado templado, se volvió a atar las cintas de la bata y se dirigió a la puerta.

Al abrirla vio un rostro sonriente.

—Tío Lorneth —dijo con auténtica alegría franqueándole el paso—. ¿Zzar?

—Te agradezco la deferencia, joven dama, pero me temo que no. Todavía tengo mucho trabajo esta noche y debo tener la mente despejada.

—¿Algún trabajo en el que pueda ayudaros? —preguntó Narantha voluntariosa.

Su tío la abrazó.

—¡Ah, si Cormyr contara con una docena como tú! ¡Le estás haciendo un gran servicio a la Corona!

Narantha le sonrió.

—Si sigo haciéndolo bien, ¿llegará un momento en el que se me dirá qué es lo que estoy haciendo? ¿Cómo se combina con planes de más envergadura para confundir a los enemigos de Cormyr? ¿Podré acceder a algunos secretos importantes?

El tío Lorneth puso cara solemne y le puso un dedo sobre los labios.

—Pequeña —murmuró—, ya conoces algunos secretos muy bien guardados. Uno de ellos es que yo estoy vivo.

—Pe… ¿es que mis padres no lo saben?

—No, y me temo que no deben saberlo, no sea que se lo digan a algunos amigos muy íntimos y pongan entonces sobre aviso a otras gentes que deben permanecer al margen. En cuanto a los secretos, tu madre y tu padre jamás han sabido lo que tú ya sabes: que me cuento entre los agentes más secretos y mejor situados del mismísimo Dragón Púrpura.

Narantha sonrió.

—¡En pocos días he aprendido lo que valgo, he encontrado algo útil que hacer y he vivido grandes aventuras! —Alzó la copa a modo de brindis.

—Realmente —dijo Lorneth Corona de Plata animadamente—, creo que te darás cuenta de que es el zzar…

Le dio la espalda rápidamente, temiendo que la risotada de Narantha anunciara que le iba a arrojar el contenido de la copa.

No fue así, cuando volvió a mirarla, el vaso estaba vacío y la joven estaba sentada detrás de la copa con el mentón apoyado en una mano y una mirada brillante y ansiosa.

—Así pues, mi secretísimo tío, ¿cuál va a ser mi próxima misión?

—Siempre hay guardias a las puertas de la ciudadela y alrededor del palacio —dijo Pennae—. Marchad como yo, no os paréis, y no adoptéis un aire culpable. Haced como si los Dragones no existieran. Para nosotros son como… muebles.

—¿De verdad? —murmuró Semoor—. Recuérdame que en tu casa no me siente encima de nada.

—Si yo tuviera una casa, bendito Diente de Lobo, serías el tipo de hombre al que no dejaría entrar —dijo Pennae entre dientes—. ¡Ahora deja ya de hacer el tonto! ¡Estamos rodeados de Dragones y Magos de Guerra!

—Por extraño que parezca, ya me había dado cuenta —musitó él mientras pasaban entre el palacio y los alegres escaparates de Prendas de Gala y Hermosas Promesas de Dulbiir que todavía estaban iluminados a esta hora de la noche. Ahora la lluvia era apenas una llovizna persistente, pero los Espadas estaban aún más preocupados por la persistencia de los guardianes de la ley de Cormyr que cada vez estrechaban más el cerco en torno a ellos.

—Pennae —murmuró Florin—. Espero que sepas dónde nos estás metiendo.

—Estoy buscando una posada que sólo conozco de nombre —le dijo por encima del hombro—. Debería estar aquí cerca… y si tenemos monedas suficientes, o les proporcionamos armas, nos darán buenas habitaciones y nos ayudarán a escondernos.

Pasaron con paso lento y ceremonioso por delante de una manzana grande hasta que Pennae suspiró relajada y se dirigió a la puerta del primer edificio de la manzana siguiente.

—El Descanso del Halcón —murmuraron Islif y Agannor más o menos al unísono, leyendo el cartel que había sobre la puerta.

Pennae dio un golpecito en un pequeño panel deslizante que había en la puerta. Cuando se deslizó dejando ver sólo oscuridad al otro lado, anunció:

—Debemos bajar al suelo para la caza del Dragón.

La puerta se abrió con un chasquido y la voz seca de un hombre de edad le contestó:

—Entonces date prisa, gira a la derecha y entra dejando lugar para que todos tus amigos lo hagan a continuación. Sed bienvenidos a El Descanso.

Los Espadas entraron rápidamente, la puerta se cerró, y a continuación la cerraron con llave y la atrancaron. Tras descubrir las lámparas todos vieron una habitación normal con una enorme escalera de roble que llevaba a los supuestos pisos superiores. Mientras miraban asombrados al personal del establecimiento, que les daba la bienvenida inclinando la cabeza sobre unas ballestas cargadas y listas para disparar, el dueño, con una sonrisa bastante aviesa, dio un paso atrás desde un alto descansillo dela escalera, asintió, y se perdió en una oscuridad más profunda.

Los Espadas de la Noche estaban en Arabel y en El Descanso, lo cual significaba que alguien, cuyas órdenes habían sido explícitas y tajantes, debía ser informado sin dilación.

Era tan fácil conseguir que los aventureros inexpertos se tragaran el anzuelo. Esto iba a ser la mar de divertido…