Capítulo 18

Susurros y reflexiones

No hay un solo plan que no haya proporcionado cierto entretenimiento a los conspiradores que lo traman cuando se reúnen a susurrar y reflexionar sobre estrategias y nuevos intentos. Sin embargo, es cuando el plan está a punto de concretarse, para bien o para mal, que empieza la verdadera diversión.

Ortharryn Khantlow, Escriba Real,

Treinta años tras el Trono del Dragón,

publicado en el Año del Ciervo.

Hacía calor y no corría nada de aire bajo los árboles a uno y otro lado de la Garganta del Agua de Estrellas, pasado ya el Sol alto del quinto día desde que los Espadas habían puesto el pie por primera vez en las Moradas Encantadas.

Habían pasado la mañana cambiando a puñados sus monedas, que iban menguando rápidamente, con los tenderos y granjeros de Evenor por comida y aceite para lámparas. Las plegarias añadidas a esas tareas les llevaron a Doust y Semoor algo más de tiempo que a algunos de sus compañeros, de modo que fueron los últimos en llegar a la reunión.

Ellos lo sabían y venían sudando copiosamente cuando dejaron sus pesados petates bajo las anchas hojas de un grupo de starrach más grandes que algunas cabañas de Estrella de la Noche, y atravesaron rápidamente el bosquecillo que había más allá.

Gracias a Tymora y a Lathander, el sendero estaba exactamente donde ellos habían esperado que estuviera, y rápida, aunque precariamente, subieron por un lado del barranco hasta la enorme roca manchada de líquenes, a la que habían bautizado como el Hocico.

Islif Lurelake estaba montando guardia encima de ella, con su armadura de factura casera, tan alerta como siempre.

Semoor la miró de reojo.

—¿Nos vigila alguien? ¿Nos siguen?

Ella meneó la cabeza.

—Y vosotros sois los últimos —murmuró innecesariamente.

Los dos amigos asintieron y agachándose se metieron en un agujero pequeño y oscuro debajo del Hocico. Por encima de ellos, lo sabían, Islif daría unos cuantos pasos hacia atrás para colocarse encima de la hendidura que permitía que sus voces llegaran hasta ella, y así poder oír sin dejar de vigilar el barranco. Esos arqueros misteriosos —según afirmaban repetidamente las gentes de Estrella de la Noche, bandidos por decenas, trolls sin cuento, y modestos ejércitos de orcos y goblins, por no decir nada de los feroces magos encapuchados, dragones y bestias todavía peores— todavía estaban ahí fuera, no muy lejos.

El agujero daba a una pequeña y húmeda caverna en forma de cuenco que estaba cegada por hojas llevadas por el viento, excrementos antiguos y huesos todavía más antiguos cuando los Espadas la encontraron. Ahora sólo ellos la ocupaban, todos reunidos en torno a una mesa improvisada con cuatro troncos atados como si fuera una balsa, acuñados a lo ancho de la cueva iluminada con un farol encendido.

Su luz vacilante alumbraba nada menos que seis mapas de las Moradas Encantadas burdamente dibujados. La fe de Semoor le permitía comprar pergamino en la Casa de la Mañana por algunos cobres menos de lo que cobraban en otras partes, y había aprovechado esa ventaja.

—Lo tenemos todo. —Pennae estaba tranquilizando a los demás—. Al menos, todo el limo verde estaba en aquella estancia, y no había nada en el retrete de aquí ni el pasadizo aquí donde está el lugar de la emboscada. Su humo se disipaba bastante rápido, por lo que sabemos que entra bastante aire en las moradas occidentales por algún lugar, tal vez por varios, desde arriba. Esto debe de ser así, porque con las puertas delanteras tan abiertas como están ahora, todo vuela hacia el barranco.

—Me importa un bledo hacia dónde sople la brisa —dijo Agannor malhumorado—, siempre y cuando fluyan a mis manos algunas monedas de oro, y rápido.

—Todos los relatos dicen que las Moradas Encantadas se extienden habitación tras habitación y pasadizo tras pasadizo, por docenas, contando los salones de los festines y también las salas grandes con columnas. No creo que hayamos descubierto todavía una vigésima parte —dijo Martess con firmeza—. Tiene que haber caminos ocultos que hasta ahora hemos pasado por alto. Mirad esta sala de doble fondo, aquí: seguramente hay una habitación en este ángulo con la que todavía no hemos dado. A menos que tiremos la pared abajo.

Bey se la quedó mirando.

—¿Pretendes que empecemos a cavar allí? ¿A hacer túneles? Oye, muchacha, ¿alguna vez has tratado de romper piedras? Estaremos muertos de cansancio en menos que canta un gallo, y haremos tanto ruido y provocaremos tantas sacudidas como para atraer a todos los monstruos que pueda haber en el lugar. ¡Y allí estaremos, ahogados por el polvo y metidos hasta la rodilla en medio de los escombros, demasiado cansados para sostener las armas, y enfrentándonos a un gusano del tamaño de dos caballos de guerra, o a algo lleno de tentáculos con colmillos en ambos extremos! ¿Podrán salvarnos entonces tus conjuros? ¿Eh?

Martess se ruborizó y se mordió los labios.

Florin se apresuró a dirigir la conversación hacia otro tema.

—Creo que Martess tiene razón sobre esa habitación. También podría haber otra aquí, pero no creo que haya llegado el momento de cavar. ¡Después de todo, tenemos este amplio acceso de aquí que tiene puertas tan altas como dos de nosotros, y dos estatuas que nos las señalan!

—Ah, y también dice trampa mortal, a menos que conozcas alguna manera de desactivar los relámpagos. —Agannor se veía preocupado—. ¿O es que nuestras chicas lanzaconjuros conocen alguna manera de deshacer esa magia?

Jhessail y Martess negaron con la cabeza.

Agannor miró a Doust y a Semoor.

—¿Y vosotros, santurrones? ¿Alguien?

Más gestos negativos. Agannor suspiró y volvió a sentarse con un gruñido.

—Bien, será mejor que alguien piense algo o este va a ser un largo invierno de hambre y ya nos veo yendo a Sembia en la primavera para vender nuestra cédula real, separarnos y buscar trabajo entre los mercaderes y charlatanes para todos nosotros.

—Eso que dices es muy alentador, Agannor —dijo Pennae con un suspiro—. Por lo que a mí respecta creo que hay un gran tesoro oculto en las Moradas Encantadas, si no huimos despavoridos de quien sea que ha sentado allí sus reales.

—Estaba vacío cuando llegamos —gruñó Bey—. ¿Por qué te preocupas?

—Por el nuevo llamador de la pared y el cable igualmente nuevo que va desde detrás de este a un agujero en la pared norte y de ahí a no se sabe dónde. Me apostaría todo el oro de Sembia a que da a otro llamador, de modo que si se toca uno, el otro lo repite. ¿Quién mora donde está ese otro llamador? ¿Y cuándo se darán cuenta de nuestra presencia? El lugar no parece desierto ni abandonado y ocupado por las bestias. Da la impresión de que allí vive alguien.

Tanto Agannor como Florin se manifestaron de acuerdo.

—Yo también tengo esa sensación —murmuró Jhessail.

—Ya empiezo a ver —dijo Doust— por qué tanta gente cayó en aquellas Moradas… y el resto huyó para difundir leyendas al respecto.

—Agannor tiene razón —opinó Semoor con amargura—. Será mejor que encontremos algo que se pueda vender y pronto. Nosotros dos, los santurrones, acabamos de revender el caballo de aquel buhonero a la siguiente caravana que pasó por Estrella de la Noche…

Pennae alzó la vista.

—¿Que pasó una caravana por Estrella de la Noche? ¿Y nosotros no nos enteramos? Casi no puedo creerlo…

—Bueno, está bien: un mercader con cinco carretas. De todos modos, compró el paquete y, escuchadme, todos estuvimos de acuerdo. Eso no nos va a permitir pasar el invierno, a menos que…

Semoor miró intensamente a Pennae, que le sostuvo la mirada con firmeza y le dio una respuesta aún más contundente.

—Este es un lugar demasiado pequeño para robar cosas, Diente de Lobo. ¿Piensas que vamos a durar mucho si hacemos desaparecer la mejor pala de un hombre y tratamos de vendérsela a su vecino?

Semoor asintió, se encogió de hombros, sonrió y dirigió a Martess una mirada cómplice.

—Escucha bien esto, falso santurrón —dijo la chica con voz helada e inclinándose por delante de la luz—: ¡No voy a volver a bailar en las tabernas y a sufrir los toqueteos de un montón de granjeros de respiración agitada y manos ásperas… ni le voy a enseñar a Jhess a hacerlo!

—El futuro no es tan negro como lo pintáis —intervino Pennae mirando su mapa mientras Semoor ponía los ojos en blanco y miraba el techo con un aire de absoluta inocencia.

—Semoor —le dijo Florin—, esas sugerencias son más perjudiciales que útiles, e indignas de un hombre de Lathander a mi modo de ver. ¿Dónde quedan los brillantes comienzos si se pide a los compañeros que vuelvan a los oscuros trabajos que hacían antes?

—Sólo trataba de contribuir —respondió Semoor con un tono de voz que nadie le había oído antes—. Si vamos a hablar de dinero suficiente para vivir, deberíamos hacerlo libremente, tratando todos los temas, ¿no?

—Sí —lo apoyó Bey.

—No —dijeron al mismo tiempo Martess y Jhessail.

Sobrevino un incómodo silencio que finalmente rompió Doust.

—Bueno, entonces, será mejor que apuremos el proceso de hacernos ricos, ¿no os parece?

Pennae hizo un ademán como de borrar toda discordia, a continuación puso el dedo en determinada cámara dibujada en el más extenso y detallado de los mapas, el suyo.

—Tengo para mí —dijo—, que hay otro nivel de habitaciones oculto debajo de este, aquí, que ya hemos visitado… probablemente aquí, debajo de la cripta, y hacia atrás, por aquí…

Semoor agitó la mano.

—Entonces vamos a ir allí a continuación. ¿Sí?

Alzó la vista y miró a los rostros iluminados por la lámpara que lo rodeaban. Todos asentían.

Florin alargó la mano y señaló otro lugar en el mapa.

—Y si no encontramos una forma de bajar, probemos aquí. Tengo la corazonada de que hay más habitaciones por este lado. Para empezar, la roca es más blanda. —Más asentimientos.

—Vamos, entonces —dijo Agannor animado—. Hombres santos, sacadnos de este agujero y llevadnos hacia un futuro más brillante.

—Haz esto y me sentiré muy complacido —dijo Lorneth Corona de Plata con una sonrisa, volviéndose hacia su ansiosa sobrina con un pequeño y sencillo cofre en las manos—. Este servicio a la Corona no puede por menos que ganaros la alta estima del rey.

—¿Rellond Plata Negra me está esperando?

—Sí, por las razones habituales —dijo su tío depositando el cofre en las manos de Narantha—. Cuélgalo de tu cadena, y no dejes que nadie te lo arrebate hasta que estés a solas con el galante joven. Pon el cofre, o su contenido, directamente en sus manos desnudas.

En cuanto Narantha hubo guardado el cofrecillo en su bolsa, la cogió por los hombros.

Narantha había visto a los padres de la nobleza hacer eso con sus hijos varones cuando estaban complacidos y les transmitían órdenes que sólo podían traer gloria a sus casas.

—«No sueltes el cofre —le dijo su tío—, y no lo abras hasta que estés a solas con él. A solas, no lo olvides: sin sirvientes de confianza ni Magos de Guerra a la vista. Actúa como si quisieras coquetear con él y haz que los despida a todos».

Narantha hizo una mueca.

—¿Flirtear con Rellond el Bragado?

—Vamos, vamos. Has fingido muchas cosas que no sentías y has puesto muchas caras falsas a lo largo de los años. Es lo que hacemos los nobles. Avergüenza a todos los bardos con tus insinuaciones artificiosas y sutiles y con tus caídas de ojos. Si llamé galante a Rellond con tono de burla es porque en su caso significa «apuesto, arrogante mujeriego». Piensa en esto como un primer paso para dar a Rellond Plata Negra una lección que debería haber aprendido hace tiempo.

Narantha sonrió, asintiendo pausadamente.

—En ese caso, tío, sería un placer. En este Año de la Espuela, Cormyr tiene exceso de nobles que realmente están muy lejos de ser realmente «nobles». Me temo que hasta hace poco yo era uno de ellos, pero ahora…

Alzó las manos para apoyarlas en las suyas que todavía estaban sobre sus hombros y les dio un firme apretón. Entonces Narantha le hizo una reverencia, como si fuera su respetuoso hijo partiendo hacia la batalla, dio un paso atrás y se marchó de prisa de la habitación.

Tras la máscara hargaunt que le daba la apariencia de Lorneth Corona de Plata, Horaundoon de los zhentarim sonrió viéndola marcharse.

Era una verdadera entusiasta. Si alguna vez vacilaba o desobedecía, no dudaría en usar el gusano mental que llevaba dentro para obligarla, pero ahora mismo, ese trato violento no era necesario ni mucho menos.

Narantha creía en él, y se había prestado alegremente a difundir gusanos mentales entre los nobles que él señalaba mucho más rápido de lo que Horaundoon podría haber hecho introduciéndose subrepticiamente en sus torres y mansiones bajo la apariencia de sus sirvientes y amantes de más confianza.

Creth, Cuerno de Caza, Ammaeth, y ahora Plata Negra… estaba resultando demasiado fácil.

El olor a pescado podrido era asqueroso.

Lord Corona de Plata apuntó con el farol hacia adelante hasta casi tocar la piedra desgastada. La pintura estaba medio borrada y se caía a pedazos, pero la luz del farol reveló con claridad el rostro del hipogrifo de cola curva.

—Este es el lugar —dijo con voz ronca. Iluminó la figura cubierta con capa y capucha que estaba en medio de sus tres corpulentos guardaespaldas e hizo una ligera señal con la cabeza al guardia más próximo.

Aquel bruto era un guerrero calvo y lleno de cicatrices cuyo nombre Maniol había olvidado por el momento. Le llevaba una cabeza a su amo y señor y avanzó en silencio con su arnés de guerra totalmente negro erizado de espadas, picas y garrotes capaces de partir un cráneo. Empujó y la puerta cerrada se abrió.

Sus dos compañeros se habían apresurado a colocarse delante de sus nobles protegidos, pero nada surgió de la oscuridad descubierta al otro lado de la puerta ni cayó o disparó contra el guardia que la había abierto.

Lord y lady Corona de Plata habrían escogido un entorno más seguro y agradable que la Puerta de la Cola Escamosa de haber podido. Tragando saliva, Maniol Corona de Plata pidió el farol y avanzó no de muy buena gana al ver las paredes de piedra cubiertas de humedad cenagosa frente a sí. El camino era estrecho, y a los pocos pasos acababa en unos escalones desgastados que descendían hacia una oscuridad rezumante y ruidosa con unos burdos pasamanos encastrados en la roca.

—Nos esperaréis aquí —les recordó lady Corona de Plata a los guardias con tono altanero—, hasta el amanecer. Entonces uno de vosotros se quedará vigilando la puerta y los otros dos iréis a buscar a toda la guardia de nuestra casa para bajar esa escalera y encontrarnos, matando a todo el que se ponga en vuestro camino. A todos sin excepción.

Los miró con expresión hosca hasta que los tres asintieron, y sólo entonces entró en el pasadizo echando hacia atrás la capucha.

—Esto no me gusta nada, Maniol —siseó.

Su esposo la esperaba al borde de la escalera, con la mano sobre la empuñadura de la espada.

—Es el asesino que tú elegiste —dijo en voz baja—. No me culpes. Este es el lugar que él indicó.

—Quita la mano de la espada —le espetó Jalassa Corona de Plata, con una voz que no admitía réplica—. Es inútil en un lugar tan estrecho como este. Desenfunda la daga.

Él obedeció con un ademán furioso y lentamente empezó a bajar la escalera.

—Ten cuidado, esposa —indicó. Maniol sólo se atrevía a dirigirse así a ella cuando estaba demasiado enfadado, o asustado, como para pensar en las consecuencias—. La piedra está húmeda.

Reconcomiéndose y sin decir nada, lady Corona de Plata siguió a su esposo hacia los sótanos desconocidos de algún lugar en Marsember. A cada paso, el aire se hacía más frío y el hedor a pescado muerto iba siendo reemplazado por un extraño olor a algas, a vegetación viva, pero no era el olor a marisma al que estaba acostumbrada. Con cada paso, Jalassa se arrepentía más y más de la decisión que había tomado.

Por más que Indar Drauldreth fuera el mejor asesino de Marsember y que hubiera vivido para ganarse esa fama gracias a sus precauciones extremas, odiaba tener que andar por lugares desconocidos prescindiendo de guardaespaldas y de protecciones mágicas. Crauldeth había insistido en eso. ¿Por qué no podía tratar con un representante de los Corona de Plata? Después de todo, legales o no, estos eran negocios…

La estrecha escalera terminaba en un lugar mucho más amplio, lleno de columnas, todo de color verdinegro y reluciente. Un antiguo sótano que se inundaba demasiado a menudo para que alguien con dos dedos de frente lo usara como almacén.

Se veían los extremos oxidados de muchas escaleras que bajaban hasta él a través de estrechos huecos desde edificios que no se veían. Había también extremos de tuberías, docenas de ellos, con sus bocas ovaladas abiertas como si fueran las mandíbulas de anguilas hambrientas.

Lord Corona de Plata se detuvo, intranquilo.

—No veo ningún escudo rojo.

—El suelo, Maniol, alumbra el piso con el farol. ¿Qué esperabas? ¿Que estuviera colgado de alguna columna delante de tus narices?

Su esposo dejó escapar un silbido furioso y dio algunos pasos indecisos a la derecha. A continuación volvió la cabeza a la izquierda recorriendo más o menos la misma distancia. Entonces, con un encogimiento de hombros que hizo que el farol se tambaleara sin control, dio unos doce pasos adelante y volvió a mirar hacia los lados.

—¡Ajá! —fue la expresión final.

Lady Corona de Plata acudió presurosa a su lado y miró el escudo rojo, del tamaño aproximado del más pequeño de sus carruajes personales, pintado en el suelo. Alguien había eliminado el cieno y el moho para que se viera la desgastada pintura y se destacara bien sobre el fondo…

—El farol en el suelo —dijo una voz fría que parecía surgir a la altura de sus codos. Los dos Corona de Plata dieron un salto—. Y dejad la daga, Maniol Corona de Plata. No sea que os cortéis y muráis desangrado antes de pagar mis honorarios.

Lord Corona de Plata se apresuró a obedecer y a punto estuvo de arrojar el farol. Su esposa se quedó petrificada al darse cuenta de que, al descender la oscuridad, no tenía manera de encontrar la escalera de subida. Giró en redondo hasta encontrarla y se plantó mirando hacia ella.

—Apártate bien de la luz, Maniol —dijo con voz sibilante.

—Soy un hombre ocupado —les dijo la voz—. De modo que decidme a quién queréis que mate.

Lady Corona de Plata se dio cuenta de que la voz podía salir por cualquiera de esas tuberías por cuyo interior no corría el agua ni tampoco el grano. Eran tubos parlantes que en una época debían de haber transmitido órdenes de los edificios de arriba a ese lugar donde se almacenaba la carga.

—A un tal Florin Mano de Halcón, de la compañía de aventureros Espadas de la Noche. —Lord Corona de Plata no pudo impedir que la voz le temblara de miedo, cosa que produjo gran disgusto a su esposa.

—Un aventurero —comentó el asesino invisible—. Esto va a costaros caro.

—¿Cuánto, Crauldreth? —le soltó lady Corona de Plata.

—Casi tres veces más de lo que cobraría por matar a uno de vosotros —fue la fría respuesta.

El noble se puso pálido y empezó a temblar.

Lady Jalassa se dio cuenta de sus movimientos cuando empezó a mirar hacia uno y otro lado, lanzando miradas rápidas e inútiles a la oscuridad que los rodeaba.

Sin volver la cabeza para mirar a su marido, le dio una bofetada.

—Deja ya de hacer eso —le dijo crispada.

A continuación alzó la cabeza.

—¿Cuánto? —le preguntó a Crauldreth, que seguía sin dejarse ver.

Sarthror de los zhentarim no había vivido tanto tiempo por ser tonto. A menudo caminaba por las Tierras Rocosas, al norte de la Garganta del Agua de Estrellas, para elegir lugares donde teleportarse al futuro, y en ese momento se acercó a uno de esos lugares en vez de ir a la cámara donde lo estarían esperando sus subalternos más destacados.

Susurro se estaba volviendo demasiado ambicioso para fiarse de él en lo más mínimo.

De pie sobre la roca plana que recordaba, rodeada en tres de sus lados por una muralla natural de piedras más altas, Sarhthor miró hacia el sur de Cormyr.

No muy lejos, debajo de los afloramientos de rocas de aristas cortantes que había delante de él, estaban las catacumbas antiguas y pobladas de muertos vivientes conocidas desde antiguo como la Cripta del Susurro. Resultaba que el mago Susurro había tomado de ellas su nombre zhentarim y no que su guarida se llamara así por él.

Susurro era un tipo enérgico. Había hecho mucho más que conquistar una parte de la peligrosa cripta para establecer allí su morada. Había encontrado a algunos de los antiguos autómatas, artilugios y colosos que había en aquellas tumbas y en otras criptas netheresas de las Tierras Rocosas y los había activado para que caminaran, volaran y mataran en su nombre.

Sí. Susurro se estaba volviendo formidable, tenía sus propios planes y cada vez era más capaz de ponerlos en práctica.

Sarhthor se tomó un tiempo para formular no uno sino dos conjuros asiryllevar para que relucieran y giraran alrededor de él antes de teleportarse al interior de la cripta. Cualquier metal que tratara de atravesar o de caer a través de esos campos se evaporaría, y casi todos los conjuros que dieran contra ellos se transformarían fortaleciendo al propio campo. Además, cualquiera de los conjuros asiryllervar podía recibir órdenes de llevar a Sarhthor de vuelta desde la cripta a esa roca.

Sarhthor colocó cuidadosamente en cuña una ampolla entre dos de las grandes rocas que hacían las veces de muralla y la cubrió con una pequeña esquirla de piedra. Si tuviera necesidad de curarse urgentemente…

Formuló la teleportación, pasó el extraño momento de costumbre en el que parecía que caía a través de vívidas e interminables nieblas azules, y se encontró de pie en el lugar que había elegido la última vez: ante los tres escalones de escasa altura en el pasadizo que le gustaba usar a Susurro para bajar a su cámara de los conjuros.

Se encontró mirando la espalda de Susurro, y Sarhthor se permitió una sonrisa aviesa mientras caminaba por el pasadizo siguiendo a su subordinado. Dejó que Susurro diera un paso dentro de la cámara de los conjuros y mirase hacia el área despejada donde se suponía que debía aparecer Sarhthor de los zhentarim y donde, observó, Susurro parecía haber montado algún conjuro perdurable casi invisible, y entonces dijo, tajante:

—Informa, Susurro.

Susurro no dio exactamente un salto de tres palmos en el aire, pero sí se encogió violentamente y se quedó de piedra, tal vez temiéndose lo peor Sarhthor no intentaba darle un escarmiento, pero tampoco había necesidad de tranquilizarlo excesivamente al respecto.

—Estoy esperando —dijo—, veo que debo informarte de que a los magos de alto rango de los zhentarim, siempre tan ocupados, les disgusta que los hagan esperar.

Susurro se controló y se volvió a mirar a Sahrthor lenta y casi despreocupadamente.

—Honorable superior —dijo, con una sonrisa forzada—, poco tengo que informar. En las inmediaciones de Estrella de la Noche las cosas han estado muy tranquilas. Sigo trabajando lenta y sutilmente para aumentar nuestra influencia sin que los zafios habitantes del lugar oigan hablar demasiado de los zhentarim. Al mismo tiempo, utilizo conjuros para adoptar diversos aspectos a fin de que ningún Mago de Guerra pueda seguir mi rastro hasta aquí, y recluto a bribones del lugar para que actúen como agentes nuestros.

—¿Bribones? ¿Sólo hombres?

—No. Las mujeres maduras que ya han dejado de tener un aspecto atractivo y de merecer las atenciones de Evenor son mis mejores ojos y oídos. Son capaces y vengativas, tienen experiencia en eso de espiar y de andar con habladurías, y como son conocidas en el pueblo por estas aficiones, no despiertan sospechas.

—¿Y en qué andan los Magos de Guerra locales durante estos tiempos tan tranquilos?

—Se dedican a escudriñar Arabel, buscando pequeños transgresores de la ley entre los mercaderes.

—¡Venga ya! ¿Y qué hacen mientras tanto los Magos de Guerra de Arabel?

—Lo mismo. Parece ser que tienen uno de esos arranques de limpiar Arabel. Cada cinco o seis veranos ponen en marcha uno.

Sarhthor meneó la cabeza incrédulo.

—Puedo entender lo de limpiar Arabel. Lo que no puedo entender es que dejen Estrella de la Noche sin vigilancia. Ten cuidado o te pillarán. Eso de «estar mirando a otra parte» de los Magos de Guerra que conoces significa que alguno de los demás cazaconjuros de Vangey está escrutando Estrella de la Noche. Una rotación de tareas para engañarte, para cogerte desprevenido y formar nuevos ojos para la detección de los pequeños problemas de Estrella de la Noche, como tú, por ejemplo.

—Nadie puede escrutarme a mí sin que yo lo note —dijo Susurro—. No he observado ningún indicio. Os aseguro que los infiltrados de Vangey están ocupados en otras cosas. La mayoría en Arabel y sus inmediaciones, y otros reunidos en Cuerno Alto… no sé para qué, pero estoy tratando de averiguarlo.

—Vaya, lo siguiente que me dirás es que el Dragón Púrpura ha regresado, o que alguien con conjuros de fuego ha sido encontrado andando por los valles. Ten cuidado, Susurro, o esa confianza ciega puede ser tu perdición.

—Gracias, honorable superior —replicó Susurro con tono inexpresivo.

—No olvides mi consejo, aprendiz de mago, si lo haces incurres en temeridad en dos sentidos, y dudo de que seas tan buen bailarín como para esquivar tanto a los Magos de Guerra como a los zhentarim. Conviene, pues, que tomes mi advertencia muy en serio. Mientras tanto, ten presentes dos cosas: que pasar desapercibidos sigue siendo nuestra política, y que hay muchas luchas internas en Zhentil Keep en este momento; todos debemos extremar el interés por obedecer órdenes diligentemente y al pie de la letra.

Susurro asintió con entusiasmo.

—Sí, Sarhthor. Escucho y obedeceré. Podéis contar conmigo.

Mientras hablaba, una radiación de color del rubí brotó en un extremo de la cámara. Parte de un mapa grabado en la superficie de una enorme mesa de piedra relumbraba llamativamente.

Sarhthor entrecerró los ojos.

—¿De qué intrusión nos advierte tu conjuro?

—Varias personas que llevan prendas marcadas por mis agentes han entrado en una parte de la fortaleza subterránea conocida como Moradas Encantadas. Específicamente, en una parte donde puedo matarlos con relativa facilidad, teniendo en cuenta las trampas que he puesto allí y la disposición de las habitaciones y pasadizos.

—¿Y tus agentes por qué motivo han marcado a estas personas?

—Porque yo sospechaba de ellas. Estos individuos son los Espadas de la Noche, miembros de una banda de aventureros a la que recientemente se le ha otorgado una cédula real. Simples jovencitos inquietos venidos de Espar, que salvaron la vida del rey de Cormyr y solicitaron una cédula real como recompensa. Sin embargo, a pesar de lo torpes y fáciles de matar que son los aventureros, pueden atraer una intención indeseable y dañar sin saberlo muchos planes y actividades en sus andanzas.

Sarhthor asintió.

—De acuerdo. Ocúpate de ellos —y cuando esas palabras todavía no se habían disipado, ya había desaparecido, dejando a Susurro mirando a través de su cámara de conjuros vacía el lejano resplandor color rubí.

—Y eso haré, sin duda —murmuró, y haciendo un gesto con su mano, activó un cristal de escrutinio que tenía cerca.

Obedeciendo a su orden flotó hasta él, acelerando su activación y mostrando las luces de nada menos que cuatro faroles que se aproximaban cabeceando. Los Espadas de la Noche, con los ojos brillantes por la excitación de haber encontrado nada menos que dos puertas secretas y, tras atravesarlas, un enorme laberinto de habitaciones y corredores que aparentemente iban en todas direcciones, avanzaban por un pasadizo hacia lo que había sido otrora un salón del trono y era ahora el lugar donde se encontraba una de las trampas más astutas de Susurro.

Susurro sonrió mientras se aproximaba para mirar de cerca las Moradas Encantadas o, al menos, lo poco que podía verse de ellas en las profundidades del cristal. Pero era suficiente, suficiente. Esto podía resultar bueno.

—Esto no me gusta nada —dijo Martess entre dientes—. Se palpa la magia por todas partes en la habitación que tenemos delante.

Agannor y Bey estaban asomados a la puerta abierta sosteniendo en alto sus lámparas. Justo delante de ellos se alzaba un montón de restos ruinosos, dorados y astillados de lo que habían sido un par de grandiosas puertas que parecían, por su tamaño y esplendor, una reproducción en madera de las puertas de bronce que guardaban las estatuas de los relámpagos y que los Espadas ya habían dejado atrás.

La única diferencia era que estas puertas habían sido adornadas con magníficas tallas en relieve de caballeros montados en briosos caballos de guerra y derribando, desde sus monturas, orcos, siniestros hombres con yelmo cuyos brazos parecían largos tentáculos y lo que parecían wyverns y dragones sin alas. Era difícil distinguir lo que eran todos los monstruosos enemigos, porque los golpes de un hacha manejada con determinación hacía tiempo que habían estropeado muchas de aquellas tallas, y el tiempo y la humedad habían hecho que los bordes de aquellas heridas se fueran deshaciendo.

—Parece un salón del trono —gruñó Agannor—. Un buen lugar para buscar un tesoro, ¿no os parece?

—Vuelvo a repetir —murmuró Martess que seguía de rodillas— que hay magia, y en parte muy poderosa, en todo este salón.

—¡Ya! ¿No es posible que algunos de los tesoros que buscamos sean mágicos? ¿Eh? Como las ampollas curativas que encontró Pennae.

—Agannor —le dijo Pennae—, no estamos solos en estas moradas. Si alguien, o algo, que hable la lengua común y entienda lo que decimos está acechando en la oscuridad en alguna parte, le estás diciendo a voz en cuello todo lo que hacemos y, por lo tanto, dónde y cómo pueden hacernos más daño. Controla tu lengua, por favor.

Agannor le mostró los dientes con rabia a la esbelta ladrona, que se encogió de hombros y sonrió.

—Tómate todo el tiempo que necesites para estar segura, Tess —le murmuró a Martess—. Quiero saber exactamente dónde está la magia antes de poner un pie en esa habitación. De modo que ayúdame, Agannor, si pierdes la paciencia con nuestras medidas de precaución y entras ahí, tengo algunos brebajes que pueden hacer que las puntas de mis cuchillos sean muy interesantes, y tú las vas a probar si sigues poniéndonos en peligro jugando al bocazas bravucón aquí o en cualquier otra estancia.

—Que te den —le esperó Agannor—. Sólo eso: ¡que te den!

—A ti primero, encanto —le replicó Pennae con desparpajo—. ¡A ti primero!

El guerrero gruñó y le dedicó un gesto despectivo, pero se mantuvo fuera del salón del trono. Fue Bey el que le echó a Pennae una mirada hosca.

—Entonces, lengua afilada, ¿adónde te dirigirías tú desde aquí? ¿Qué harías que pueda ser muy superior a la idea de entrar sin más a esa estancia? ¿Eh?

—Bueno —dijo Pennae—, lo primero que exploraría antes de avanzar hacia ese salón del trono y dejar esa cosa detrás de mí, y entre mi persona y la luz del sol, es este nicho que hay en la pared. Pequeño, pero colocado justo donde una mano puede alcanzarlo sin dificultad, y con estos dos símbolos grabados. ¿Alguien los ha visto antes? ¿Alguien sabe lo que significan?

Los Espadas se turnaron para avanzar y mirar, y uno después de otro movieron la cabeza en una negativa abierta y obviamente sincera.

—Bien —dijo Pennae cuando todos hubieron pasado—. Veo algo ahí, en el fondo, que quiero tantear con mi daga. ¿Veis la talla de la muralla del castillo? Me pregunto por qué…

Algo frío y azul destelló en torno a su daga extendida y el pasadizo enfrente al salón del trono quedó súbitamente vacío de todo rastro de Alura Durshavin.