Con la muerte tan cerca
Es prudente recordar siempre que no importa lo grandes que lleguen a ser nuestros reinos, lo abundantes que sean nuestras monedas y lo encumbrado que sea nuestro puesto, la muerte está siempre tan cerca que puede alargar una huesuda mano hasta nuestro gaznate y acabar con nosotros en un instante. El truco está en llenar nuestra vida de instantes espléndidos, para que, cuando llegue la muerte, al menos nos encuentre disfrutando.
Dharmmaster Dauntinghorn,
El joven caballero: Memorias de los años espléndidos de un noble,
publicado en el Año del Behir.
El guerrero de yelmo y armadura estaba nada más pasar la puerta y tenía una espada larga en la mano con la que apuntaba hacia abajo. Estaba dispuesto a lanzarse hacia arriba, a un punto debajo de la garganta de Agannor, de su cinturón o de su bragueta para atravesarle las tripas, y a uno y otro lado tenía a otro guerrero armado a su vez con una espada reluciente.
Cuando Agannor entró en estampida por la puerta, algo grande y oscuro lo golpeó en un lado de la cabeza: le habían arrojado una ballesta que hizo un ruido metálico al golpearlo y lo hizo tambalear.
Apenas había empezado a dar tumbos cuando la primera espada penetró profundamente en sus entrañas como un carámbano helado. Agannor gruñó, agitando en vano su espada.
La segunda hoja penetró como si fuera fuego, introduciéndose por debajo de su peto. Agannor dio un respingo cuando lo levantó por los aires y luego volvió a caer hacia atrás y se desprendió de ella, ciego y sin aliento en su agonía.
Agannor era apenas consciente de haber caído hacia atrás por la puerta y de rebotar sobre las piedras, echando sangre por la boca. Su mundo se deshizo en una niebla roja y arrolladora, y no tenía la menor idea de que los tres guerreros hubieran recogido la ballesta y huido ni de que yacía allí, con las botas atravesando el umbral y agitando las piernas, débil y desordenadamente en su agonía.
Horaundoon estaba sentado al borde de su cama en el Bock, aspirando por la parte del hargaunt que daba forma a su bulbosa nariz. En el fondo de su mente iba tomando forma lentamente una ira oscura similar al hormigueo en la gorguera oculta bajo otra parte del hargaunt, un hormigueo que le revelaba que algún Mago de Guerra metomentodo seguía escudriñándolo.
Ese escrutinio lo había asaltado a su llegada, en cuanto empezó a subir la escalera de la posada, y no lo había abandonado desde entonces.
¡Se sentía tan tentado de lanzar un conjuro que dejara seca la mente del espía de forma inmediata!
Pero no se atrevía. Esa clase de muerte atraería a un enjambre de Magos de Guerra y llamaría la atención del propio Vangerdahast. Demasiado incluso para que Horaundoon de la Muerte Reptante lo destruyera con una explosión mágica. En una batalla así podría matar a muchos, pero su muerte sería inevitable.
De modo que ahí estaba, dando vueltas a sus pulgares y aparentando un aburrimiento mortal. Cada vez que respiraba, esa actitud se volvía más real.
Malditos Magos de Guerra.
Islif Lurelake corría como el viento, acompañada por el entrechocar de las piezas de su armadura, y con Florin y Pennae pisándole los talones. Iba por el pasadizo en dirección sur para salir al encuentro de los ballesteros desde el otro lado.
Se paró en seco al llegar a una esquina del pasadizo, temiendo encontrarse con un virote de ballesta al dar la vuelta. Tratando de recobrar el aliento y el equilibrio, se agachó, dobló la esquina y volvió atrás rápidamente.
Se oyó el chasquido de la ballesta y el virote pasó zumbando hasta estrellarse contra una de las estatuas en medio de un estallido relampagueante.
Los enemigos estaban preparados y esperándolos.
Intercambió una mirada con Florin, tratando de pensar qué convenía hacer a continuación mientras Pennae le susurraba al guardabosques al oído:
—Estate quieto y déjame que me suba a tus hombros.
—Vale —replicó Florin poniéndose tenso.
Islif observó mientras la ladrona trepaba a los hombros de Florin. Pennae se quedó allí agachada un momento, como una rana, con la cabeza casi pegada al techo, y a continuación se lanzó hacia adelante en un gran salto que hizo que Florin se tambaleara hacia atrás pero que permitió a la muchacha atravesar la boca del pasillo y tocar el suelo al otro lado con una voltereta.
Dos virotes de ballesta amenazaron su vida. El primero pasó zumbando por detrás de ella y fue a dar en la antigua ballesta montada sobre el trípode, haciéndola caer y dar un golpe inofensivo contra el suelo.
El segundo pasó a un dedo de sus talones y siguió su trayectoria, desatando relámpagos crepitantes al pasar entre las estatuas. Se estrelló ruidosamente contra las puertas de bronce y cayó al suelo hecho pedazos.
Pennae aterrizó, dio una voltereta y se refugió en la oscuridad.
Islif y Florin ya estaban en movimiento, confiando en que ni siquiera el torno más veloz podría haber recargado una ballesta tan rápido después de cinco disparos. Por supuesto, sus vidas dependían de que no hubiera un sexto hombre, o más.
Al parecer, su intuición no los había engañado.
Ningún proyectil salió a su encuentro, y no vieron a ningún enemigo a la luz del oscilante farol de Islif. En la habitación del otro lado de los barrotes oxidados no había ningún enemigo.
Jadeando después de la carrera, a punto estuvieron de chocar con Pennae, que irrumpió por la puerta abierta desde el pasadizo inclinado meridional.
—¿Dónde te…? —preguntó Islif agitando su espada.
—El goblin de piedra. Trate de levantarlo a modo de escudo, pero… demasiado pesado —le respondió Pennae con voz igualmente entrecortada—. Esperaba alcanzar aquí a nuestros atacantes.
—Sean quienes sean, nos estarán esperando fuera —dijo Florin—. Con las ballestas preparadas.
—Será mejor que encontremos escudos por aquí —le dijo Islif— antes de tratar de salir.
—¿Y dejar que mueran Doust, Agannor y Bey?
—¿Y cuántos de nosotros querrías que los acompañaran a la tumba? —le soltó la guerrera—. Si salimos ahí mientras están esperando, con las ballestas apuntándonos y…
—¡Quietos! —dijo Pennae con tono perentorio, sacudiéndolos a ambos mientras con un brazo señalaba—. ¡Mirad! «Los demás están ocultos en la puerta». ¿Os acordáis?
Miraron hacia donde ella señalaba. Los pies de Agannor se sacudían todavía débilmente atravesados en el umbral y manteniendo la gruesa puerta abierta, y en el marco pudieron ver una rendija alta y estrecha de oscuridad.
Islif alumbró la zona. Era un nicho que penetraba en la pared. Dentro había algo oscuro que parecía madera. Pennae dio un salto.
—¡Vigilad por si vienen enemigos! —dijo con brusquedad señalando las lejanas puertas de entrada. Florin se volvió sobre sus talones obedeciendo, pero Islif se quedó mirando a Pennae que de rodillas sostenía la daga en una mano mientras con la otra sostenía por delante una caja plana de madera, oscurecida por la humedad.
El brazo de la ladrona empezó a sacudirse. Alzó la vista hacia Islif con expresión tensa.
—En esto hay un conjuro —dijo en voz baja—. Siento un cosquilleo que me sube por el brazo. Vamos a llevarla más allá. Arrastrad a Agannor para que podamos cerrar la puerta.
Islif y Florin así lo hicieron. Arrastraron un poco al pálido Agannor hacia el pasadizo inclinado. Echaba sangre por la boca y se quejó cuando empezaron, pero se había desvanecido cuando terminaron.
—Vigiladlo y no perdáis de vista la puerta —ordenó Pennae—. Arrojad su espada y su daga contra cualquiera que la abra, tenga o no una ballesta.
Entonces, llevando la caja pegada al pecho, corrió por el pasadizo inclinado, pasó al lado de Bey, que yacía silencioso formando un ovillo en el suelo, y llegó a las luces agrupadas del resto de los Espadas.
Tenían las armas preparadas y una expresión seria. Doust estaba en el centro del grupo, con la chaqueta de cuero de Semoor a modo de almohada. Se lo veía débil y pálido. En el suelo, detrás de ellos, había un charco oscuro y viscoso que antes no estaba: la sangre de Doust, y en el centro estaba el virote de ballesta que Semoor le había extraído.
—¡Martess! ¡Hessail! —siseó Pennae—. En esto hay magia. Una magia poderosa.
Jhessail abrió las manos impotente, pero ella y Martess se pusieron de rodillas frente a Pennae, que con todo cuidado puso la caja en el suelo.
La ladrona respiró hondo y miró a los demás, que la observaban atentamente, y luego volvió a centrarse en la caja. La tapa era una tablilla de madera que se deslizaba por dos surcos tallados en la parte interior de las paredes y tenía una hendidura para apoyar el pulgar. Pennae usó la punta de su daga en lugar del pulgar para abrirla con todo cuidado.
No sucedió nada.
Todos esperaron, con la respiración contenida, pero seguía sin pasar nada. Tranquilamente, Martess apoyó los dedos en la caja e hizo una mueca de desagrado.
—¿Un conjuro de preservación, o algún tipo de mensaje mágico?
¿Tal vez la sintamos porque está decayendo?
—«Tal vez» es como no decir nada —coincidió Pennae secamente—. Pero esto es algo que hay que ver. —Señaló al contenido dela caja: una fila de nueve ampollas de metal—. Buen acero; ni rastro de óxido; tapones de corcho y lacrados… y todos llevan el mismo símbolo.
Señaló la marca que tenía más próxima, una diminuta letra roja que se parecía a una mano derecha humana.
Encima de los viales había un trozo de pergamino en el que estaban grabadas las palabras: «Rivior, estos son los últimos. Con esto queda saldada mi deuda. No esperéis volver a verme». El mensaje estaba firmado con una compleja runa.
—Jamás la había visto —dijo Jhessail—, pero cualquiera sabe que es el rastro de un mago. —Martess asintió.
—De modo que son, o eran, pociones —dijo Pennae—. Bebedizos mágicos.
—Pero ¿qué efecto tienen sobre quien los bebe? —preguntó Martess.
—¿Y son todos iguales? —apuntó Jhessail—. ¿O acaso es la marca del mago que los hizo?
—O del herrero que hizo las ampollas —sugirió Pennae.
Las tres mujeres se miraron. Todas se encogieron de hombros y se volvieron a la vez a mirar a Doust.
—Se está muriendo —dijo Semoor con acento desolado, de rodillas junto a su amigo herido—. Dadle a beber una de las ampollas. Es imposible que empeore.
Pennae cogió una ampolla, cortó el lacre con la daga, arrancó el corcho y olió el contenido. A continuación alzó la cabeza de Doust y aplicó la ampolla a sus labios con el pulgar listo para intervenir en caso de que se ahogara o escupiera.
Doust tragó el contenido y sus ojos se animaron. Los miró, mejorando a ojos vistas.
—El dolor desaparece —dijo asombrado—. Como si tal cosa.
Pennae asintió.
—Traslúcido, incoloro y no percibí ningún olor. Chispeó al entrar en él. —Doust se veía más fuerte y menos pálido—. ¿Sabor? —le preguntó.
—Aunque lo tuviera no me importaría —bromeó—. Fresco, estimulante… es difícil encontrar palabras… Es como beber una brisa refrescante.
—Bien —dijo Pennae volviendo a apoyarle la cabeza en la chaqueta. Miró a Semoor—. Obsérvalo. ¡Si ves algo raro, como que empieza a convertirse en piedra o le salen escamas o algo así, grita de inmediato!
Cerró la caja, la levantó y corrió a donde estaba Bey con Jhessail y Martess pegadas a ella.
El guerrero parecía muerto, pero tenía la boca abierta. Pennae se puso a horcajadas sobre él y le echó el líquido en la boca, tapándosela a continuación para que no la echara afuera si empezaba a toser, cosa que hizo, y a continuación le arrancó el virote de las entrañas.
Bey se removió y protestó debajo de ella, pero Pennae lo sujetó con fuerza hasta que se quedó quieto otra vez. A continuación lo dejó y corrió hacia el último de los compañeros caídos.
Los espasmos lentos y débiles se convirtieron en convulsiones cuando la poción se deslizó por su garganta. Luego su cara crispada adquirió una expresión más plácida y la miró.
—Bebedizo curativo —dijo con alegría—. Jamás se olvida el sabor. Un sacerdote de Tempus me lo dio una vez a cambio de todo el dinero que tenía. —Se relajó y suspiró hondamente—. ¡Mil gracias!
—Quedan seis —dijo Pennae poniéndose de pie y entregándole la caja a Jhessail—. Costarían cientos de leones en cualquier templo, de modo que no vayas a tirarlos.
La maga en ciernes de pelo llameante miró a Agannor.
—¿Entonces van a ponerse bien otra vez?
Pennae abrió las manos.
—Si es la voluntad de los dioses.
—Ah —musitó Semoor ayudando a Doust a incorporarse—. ¿Y si no lo es?
En medio del pasadizo, Bey se ponía de pie un poco tambaleante. Se apoyó en la pared y sonrió con dificultad.
—Creo que ya nos hemos paseado bastante por las Moradas por hoy —dijo Florin.
Bey le dedicó una sonrisa forzada.
—¡Realmente ya no me apetece seguir!
—Eh —dijo Pennae con severidad—. ¿Sabéis que pueden heriros otra vez?
—Cierto —coincidió Islif y se volvió hacia Florin—. Todos queremos salir de aquí, pero no muertos. —Miró a las magas—. Veamos qué conjuros tenéis.
—Un proyectil mágico y algo que me ayuda a dar en el blanco —replicó Martess.
—Yo… ah, un proyectil mágico —añadió Jhessail.
—De modo que podéis hacer daño a unos cuantos arqueros, pero tenéis necesidad de verlos… y ellos os verán a vosotras mientras movéis las manos y hacéis vuestros conjuros, y tendrán tiempo de sobra para disparar.
Todos hicieron gestos afirmativos mientras Florin empezaba a guiarlos pasillo abajo para reunirlos. Doust ya estaba de pie, caminando casi normalmente, y los Espadas se miraron sonrientes. A través de la puerta abierta, el limo verdoso goteaba sin entusiasmo.
—Necesitamos escudos capaces de parar un virote de ballesta disparado de cerca —dijo Islif—. ¿Esos arcones que había en el dormitorio?
Pennae rechazó la idea.
—Están podridos. Esos virotes son capaces de atravesar una buena armadura, de modo que unas tablas que se deshacen al tocarlas no van a servir mucho más que una tela de seda bien tensada.
—Bueno, está bien saberlo —dijo Semoor—. ¿Entonces vamos a salir arrastrándonos después de que oscurezca confiando en que no puedan disparar sobre lo que no ven?
Islif lo miró pensativa.
—Es un riesgo, pero creo que no tenemos una opción mejor. A veces, Stoop, da la impresión de que eres capaz de pensar. Sólo a veces, una o dos cada diez días.
—¡Ellos están por ahí, en algún lugar, enfrentándose al peligro, viviendo la aventura, mientras que yo, que el rey, nada menos que el rey, quería que los acompañara, estoy aquí, sentada, consumiéndome sin hacer nada!
Narantha golpeó la copa con tanta fuerza en la mesa que el pie atravesó la copa y se quedó con los cristales rotos en la mano en medio de una inundación de buen vino.
Tessaril Winter dejó su propia copa e hizo un gesto rápido, y los añicos de cristal desaparecieron de los dedos ensangrentados de Narantha y salieron volando seguidos por gotas de sangre y de vino.
—Es una suerte que no pusiera mis mejores copas.
Narantha Corona de Plata la miró echando fuego por los ojos.
—¡Vos disfrutáis con esto! ¡Os reís a mis espaldas, como todos los demás magos del reino! Os encanta privar a los nobles de sus derechos, escondiéndoos tras unas órdenes reales que os negáis a compartir con nosotros, órdenes que en este caso sé positivamente que son falsas. ¡Yo oí la respuesta que me dio el Dragón! ¡Vi sus ojos y oí su voz! ¡No le va a gustar nada cuando le cuente esto, que su propia regente de Estrella de la Noche desafía su voluntad real para bailar una vez más al son que toca Vangerdahast! Soy una Corona de Plata, y no el menos importante de los que llevan ese orgulloso nombre…
—Es cierto —reconoció Tessaril con expresión inescrutable.
Narantha hervía de rabia y alzó las manos como si fueran garras.
—¡Y como tal, tengo todo el derecho a ir a donde quiera y de casarme con quien quiera, siempre y cuando no traicione ni infrinja ningún decreto del rey! ¡No de Vangerdahast ni de ningún otro advenedizo miembro de la corte! No tenéis ningún derecho a retenerme si decido marcharme de aquí ahora mismo, ya que no he incurrido en traición ni tengo intención de hacerlo, y su majestad bien lo sabe… y… y…
—Me temo que sí tengo ese derecho —replicó Tessaril—, y ese deber. Os ruego que os calméis y me escuchéis, Narantha…
—¿Que me calme? ¿Que me calme? ¿Por qué habría de calmarme? ¿Cómo puedo calmarme si se me priva de mi libertad ilegalmente, si se me niegan los derechos que me otorga mi nacimiento, mi…?
—Estáis perdiendo la compostura. —Tessaril se puso de pie en medio de un remolino de faldas. Esta era la primera vez que Narantha la veía con otra vestimenta que no fueran pantalones de montar y botas y por encima más prendas masculinas. Atravesó la habitación en dos ágiles pasos.
Pálida de rabia, Narantha echó mano de la diminuta daga que llevaba a la cintura, pero Tessaril hábilmente la sujetó por las muñecas y permaneció de pie junto a ella.
—Muchacha, muchacha ——dijo manteniendo la calma—. ¿No os dais cuenta de lo mucho que deseo complaceros? Yo también he conocido el amor…
—¿Amor? ¿Pensáis que estoy enamorada de ese guardabosques? ¿Qué me dejo llevar por mi corazón y mis entrañas? ¡Vaya, señora, que mal me juzgáis! —le espetó Narantha—. ¡De lo que hablo es de mis necesidades! ¡De mi sed de aventura, de la primera oportunidad que se me presenta en la vida de librarme de la mano férrea de mi padre y de la constante vigilancia de mi madre! Mi… mi…
Le faltaron las palabras y rompió a llorar de rabia, luchando contra la fuerza de Tessaril entre sollozos y maldiciones y finalmente con puntapiés y tirones.
Tessaril evitó sus asaltos con facilidad.
—No hagáis que os duerma con un conjuro, Narantha. Lo haré si me obligáis. Pero sabed bien que no voy a vacilar. Guardad vuestras maldiciones y patadas para cuando os sirvan para algo, si es que se os presenta la oportunidad en una vida que os deseo muy larga. No puedo ceder a mis inclinaciones porque hace tiempo que le hice un juramento al Dragón y lo respetaré o mi vida no valdrá nada. Tengo órdenes específicas sobre vos, de los propios labios del rey.
—Más mentiras —dijo Narantha con furia entre sollozos—. ¡No habéis tenido tiempo de hablar con el rey! ¡Os he estado observando constantemente desde mi llegada, del mismo modo que me habéis estado vigilando a mí! ¡Dudo mucho, muchísimo, que el Dragón hable con sus subalternos por el cristal en mitad de la noche; creo que la reina tendría algo que decir sobre eso!
—Me temo que vuestras dudas son infundadas —dijo Tessaril sin soltarle las muñecas—. El rey en persona estuvo aquí anoche.
—Oh, supongo que salió del centro de un conjuro, se sentó al borde de vuestra cama y habló con vos de asuntos de estado. ¿Fue así?
—No recuerdo que se haya sentado —replicó Tessaril—, pero sí, hablamos. Sobre vos entre otras muchas, muchas cosas. Su majestad había previsto vuestro disgusto.
Soltó a Narantha, dio un paso atrás y sacó del corpiño de su vestido algo que sujetaba entre dos dedos: un trozo de pergamino muy dobladito.
Narantha se quedó mirando a la señora regente de Estrella de la Noche, después miró el pergamino y lo cogió, desplegándolo con precipitación con sus manos temblorosas.
Mi muy querida Narantha, lady Corona de Plata:
La vida es una serie de momentos y decisiones difíciles para todos nosotros, y esta vez os ha tocado a vos. Todo cormyriano, noble o plebeyo, debe una lealtad absoluta al Trono del Dragón. Debéis obedecer a la regente Tessaril Winter como si fuera yo mismo. Vuestro espíritu os honra, pero todo noble debe aprender que la obediencia vale mucho más para el reino y para su pueblo, y también para su soberano. Os ruego que hagáis que me sienta orgulloso de vos.
Lo firmaba «Azoun IV».
Narantha se mordió los labios.
—¿Conocéis su contenido?
—Lo vi escribirla —dijo Tessaril asintiendo con la cabeza.
Narantha lo volvió a leer, sosteniéndolo casi con ternura en una mano mientras cerraba la otra en un puño tembloroso. Después golpeó el brazo de su butaca una y otra vez, sin dejar de llorar.
Esta vez, cuando los brazos de Tessaril la rodearon, se refugió en aquel abrazo cálido y reconfortante y se aferró a él.
—Ya no falta mucho —dijo Florin.
—Bien —suspiró Jhessail—— Estoy cansada, tengo frío, y estar aquí sentada en la oscuridad observando cómo surgen cada tanto unos disparos relampagueantes que me impiden dormir, no es mi idea de una aventura gloriosa.
—No estás sentada en la oscuridad —dijo Pennae—. Un farol es suficiente. Los dioses no echan aceite para lámparas desde el cielo, y lo sabes.
—¡Maldita sea! Ahí va mi décimo séptimo plan para hacerme rico —dijo Semoor—. ¿Alguien ha visto un fantasma? Mirad, a esto lo llaman Moradas Encantadas.
—Clérigo en ciernes de Lathander —dijo Martess—, sujeta la lengua o lo haré yo por ti.
—Oh, vaya —dijo Islif mirando al techo—. Semoor Diente de Lobo está a punto de tener una aventura, pero todavía no lo sabe.
Narantha leyó la misiva real por trigésimo sexta vez. Esta vez, cuando volvió a plegarla la metió con cuidado en su corpiño y alzó los ojos hacia la siempre vigilante Tessaril. Observó una expresión divertida en los ojos de la señora regente de Estrella de la Noche.
—Me temo que no hay ningún mensaje oculto —dijo Tessaril—, ni conjuros al acecho. No va a cambiar el contenido por más veces que lo leáis.
Narantha suspiró, después meneó la cabeza como si pudiera hacer desaparecer a todos los señores, torres, magos y reyes.
—Yo… yo sólo quiero cabalgar en libertad —dijo con tono fúnebre—. Salir de este tipo de confinamiento. Cabalgar con los Espadas y vivir aventuras…
—¿Desde una distancia segura?
—Sí, desde una distancia segura, aunque es una cobardía por mi parte, supongo, y una indignidad. Yo… ¡Maldita sea, lady Tessaril, estoy harta de estar encerrada en una torre, rodeada por una omnipresente escolta de Dragones Púrpura y Magos de Guerra!
—Por supuesto. Tomad un poco más de este queso excelente… ¿y un poco de zzar? Y mirad el fuego.
Las llamas de la chimenea bailaron una danza extraña hasta tomar la forma de una escena de jinetes con sus armas y armaduras cabalgando por un camino, una línea de caballeros voluntariosos todos vestidos de una forma parecida que cabalgaban bajo estandartes que ondeaban al viento como los de la familia Corona de Plata cuando su padre salía a…
—Esos son los estandartes de vuestra familia —dijo Tessaril.
Narantha irguió la cabeza.
—¿Me estáis leyendo la mente?
—No es necesario, cuando vuestro rostro se suaviza de esa manera, recordando. No, la clarividencia de mi conjuro se limita a dar forma a las llamas.
—Entonces ¿cómo es posible que hayáis podido mostrarme a mi padre cabalgando a algún sitio si no recogisteis la imagen de mi mente?
—La vi en el cristal de escudriñar, la última vez que fuisteis a vuestro guardarropas —replicó Tessaril—. Vuestro padre va a caballo con todos sus hombres de armas en este preciso momento.
—¿A caballo y armado? ¿Adónde?
—Hacia aquí. Derecho a Estrella de la Noche, y bastante furioso, me temo, para llevaros a casa. Aunque por más que venga directo y en plena noche, no estará aquí hasta bastante después de la salida del sol.
Narantha miró a la señora regente de Estrella de la Noche, estupefacta. Luego se levantó de su butaca con un rugido, atravesando la habitación con las manos como garras.
Tessaril permaneció sentada, sólo una levísima sonrisa alzaba una de las comisuras de sus labios. Siguió sonriendo mientras su magia capturaba a su furiosa cautiva a pasos apenas de ella, daba un sonoro azote a Narantha Corona de Plata con manos invisibles y se llevaba a la joven noble que seguía llorando furiosa a la cama.
La señora regente de Estrella de la Noche siguió sentada en su butaca, escuchando ruido de cacharros rotos al otro lado de la puerta cerrada y encantada, y su sonrisa se entristeció.
—Por los dioses, muchacha —murmuró—. Te pareces tanto a mí a tu edad que casi me dan ganas de desafiar a Azoun. Casi.
Mientras se introducían por entre los herrumbrosos barrotes, se produjo un pequeño amontonamiento y la bota de Semoor rozó un borde de las armas apiladas.
En ese momento, apareció una bota en un destartalado escudo de metal que estaba encima del resto.
—¡Cuidado! —dijo con una voz profunda y sin relieve, como la de un Dragón Púrpura que diera órdenes enérgicas—. ¡Estas las llevaron, aquellos que nunca volverán a usarlas!
En el silencio tenso que siguió a aquellas palabras resonantes, los Espadas vieron que la boca volvía a desaparecer y entonces esperaron, esperaron.
No sucedió nada más mientras contenían la respiración. Semoor fue el primero en reaccionar. Sonrió y se encogió de hombros.
—¿De modo que ahora puedo coger ese escudo? —preguntó—. ¿Y revolver entre las armas para llevarme lo que quiera?
—No —dijo Pennae con brusquedad—. Realmente no las necesitas, y podrían difundir algún conjuro. Si Agannor o Bey, que tienen las mejores armaduras, quieren usar el escudo cuando salgamos y formar una pared para que los demás salgamos a gatas por detrás, bien, pero yo las volvería a dejar ahí mismo después. No me fío de nada.
Los Espadas de la Noche se miraban con aire sombrío.
—Es posible que me hubiera reído de esa advertencia cuando entramos aquí —dijo Agannor—, pero ahora no.
Siguieron avanzando. Pennae se quedó atrás para esparcir una línea de arena de un dedo de grosor a lo ancho del pasadizo, del tercero de cuatro saquitos idénticos que llevaba atados al cinto.
—Ya te he visto antes hacer eso —dijo Doust con expresión interrogante—. ¿Por qué?
La ladrona acabó lo que estaba haciendo.
—Para que en nuestra próxima visita podamos saber si alguien se ha arrastrado por esos pasadizos desde que nos fuimos. Digamos que para comprobar nuestra intrusión.
—Ah —dijo Doust con una mueca.
Tras apagar el único farol, los Espadas salieron a la Garganta del Agua de Estrellas, agachados y lo más rápidos y silenciosos posible.
Ciertamente, esa noche los dioses les sonreían.
Ninguna ballesta les salió al encuentro.
En una época, Alura Durshavin había ayudado a su madre a espolvorear delgadas líneas de polvos decorativos en las tartas, y su mano había ganado en firmeza y confianza desde entonces.
Como resultado de ello, sus finas líneas de arena eran siempre tan rectas como la hoja de una espada.
Hasta que algo grande y serpenteante, que se movía con un silencio aterciopelado a pesar de su tamaño, se deslizó atravesándolas todas, una tras otra, mientras buscaba a esos intrusos que tenían un olor tan interesante. Y apetitoso.