En moradas oscuras y encantadas
Pero en profundas moradas, oscuras y encantadas,
hasta los héroes más osados y encumbrados
piensan con nostalgia en sus amadas
y en lugares menos expuestos a los hados.
Thallovir Vaundruth, Bardo de Beregost,
Sé siempre un héroe (balada),
compuesta en el año de la Luna Menguante.
—No me gusta nada el aspecto de esas puertas —dijo Bey Manto Libre rompiendo su silencio habitual.
Martess, que se encontraba a unos pasos a su izquierda, frunció la nariz.
—¿Qué es ese olor?
—Troll —dijo Islif lacónica—. Es la peste que despiden para indicar a los demás trolls que están listos para el aparcamiento. —Dio unos pasos adelante y atrás—. Es más intenso hacia allí.
—¡O sea —dijo Semoor decidido—, que iremos por el otro lado!
En torno a él, varios de sus compañeros miraron en derredor, inquietos.
—No me gustaría salir atropelladamente de las Moradas, cansado y tal vez herido, para encontrarme con que media docena de trolls está esperándome —dijo Doust con aire apesadumbrado.
Islif se encogió de hombros.
—Entonces vete a tu templo y haz de tus plegarias la «aventura» de tu vida —le dijo.
—Nuestros faroles no van a durar para siempre —intervino Agannor—. Pongámonos en marcha.
Pennae miró a Florin, que asintió, y se puso en marcha pegada a la pared de la izquierda de la plaza abierta en la roca. En una mano llevaba su propio farol, en la otra, un árbol joven largo y delgado que le había pedido a Florin que le cortara.
Los Espadas observaban. Daba la impresión de que el cañón del Agua de Estrellas se había sumido en un silencio profundo en torno a ellos.
Sosteniendo en alto su farol, Pennae echó una mirada a la pared de piedra, al techo y al suelo. Los tanteó con su vara de madera, dio un paso adelante, y repitió la maniobra. Los Espadas avanzaron uno o dos pasos.
Pennae volvió a tantear, llegando a un rincón junto a las puertas. Iluminó con su farol el pasillo de lado a lado, asomándose a mirar el fondo para luego centrar su atención en ellas. Pegada al rincón, estiró el brazo para tocar la puerta más próxima con el palo, recorriendo con él los paneles. A continuación tanteó el suelo frente a la puerta y el techo sobre esta. No sucedió nada.
—Dioses —musitó Semoor—. Me voy a morir de viejo aquí, esperando.
—Harías mejor en orar —le dijo Martess con acritud.
Pennae no les prestaba la menor atención. Lo único que hizo fue mirar a Doust y señalar decidida al cañón para recordarle que lo que debía hacer era vigilar por si venían bestias o proscritos y no mirarla a ella.
El novicio de Tymora se sintió culpable y se dio la vuelta.
El resto de los Espadas observaban el avance cauteloso de Pennae y cómo se disponía a saltar justo frente a una de las puertas, mirándola como si esperara que se lanzara contra ella. Sin apartar la vista de la puerta, se agachó y volvió a levantarse con un único y ágil movimiento para sacar de un tirón algo largo, oscuro y fino del interior de su bota derecha.
—Es buena en esto —murmuró Semoor—. Me pregunto cuánta práctica habrá tenido.
El objeto resultó ser una varilla larga con un pequeño gancho en un extremo y un ojal en el otro. Pennae soltó un broche de su cinturón, enganchó dicho broche en el ojal, que se cerró con un chasquido audible, y empezó a girar sobre sí misma en sentido contrario a las agujas del reloj. Vueltas de cuerda oscura que habían estado ajustadas en torno a su cintura cayeron alrededor de sus tobillos, hasta que llegó a lo que parecía una versión miniaturizada, plana, del torniquete de un barco. Lo desenrolló, enganchando el extremo todavía enrollado en torno a ella a la hebilla de su cinturón. Recogiendo el extremo libre de la cuerda ahora separada de ella, anudó un extremo al palo y abrió la hebilla dejando al descubierto una madeja de hilo grueso del tamaño de la palma de su mano.
Islif avanzó, observando con los ojos entrecerrados, mientras Pennae sujetaba el gancho al otro extremo del palo con velocidad de experta. Apartando las vueltas de cuerda con el pie, retrocedió hasta la esquina cuidando de pisar sólo las piedras que había tanteado antes hasta que pudo alcanzar la anilla del tirador de la puerta más próxima con el palo. Se agachó y se puso una mano sobre la cara a modo de escudo, envolvió con el otro brazo el palo como si fuera una lanza y con gran destreza dejó caer el gancho por encima de la anilla.
No sucedió nada, aunque Pennae esperó, tensa, escuchando y observando, el tiempo que le llevó respirar hondo dos veces.
Entonces, con cuidado de mantener la tensión sobre el gancho para que no se desprendiera, retrocedió, sin apartarse del camino a lo largo de la muralla que había tanteado antes. Cuando llegó al extremo del palo y tuvo que soltarlo, ya había dado tres vueltas al hilo alrededor de su muñeca, de modo que cuando la madera se combó, la cuerda permaneció tan tensa como una ballesta lista para ser disparada, y la puerta empezó a abrirse lentamente.
Pennae dio un alto e indicó a los demás que se mantuvieran a distancia a uno y otro lado. Al momento, todos ellos obedecieron, situándose a derecha o izquierda de la boca del pasadizo. Entonces ella asintió con gesto resuelto y reanudó su retirada, arrastrando la puerta que siguió abriéndose.
Resultó que las puertas no estaban unidas por ningún cerrojo o barra. Eran antiguas, gruesas y pesadas, pero estaban separadas del suelo por una distancia de un dedo de modo que no se pegaban a él.
Al otro lado todo era silencio y oscuridad. Con una de las dos puertas totalmente abierta, Pennae se agachó, apuntando su farol hacia arriba para iluminar el interior. Acto seguido, avanzó lentamente a lo largo de la pared, recuperando su gancho y colocando el palo como cuña para mantener la puerta abierta.
Estaba volviendo a enrollar la cuerda alrededor de su cintura cuando Agannor se agitó y suspiró.
—¡No estoy dispuesto a quedarme aquí todo el día! —dijo con tono bronco—. ¡Vamos allá!
Un momento más tarde, había sacado la espada y avanzaba, acercándose a las puertas resuelto como si estuviese atravesando un largo pasillo a buen paso.
—Espera —se apresuró a decir Pennae alargando una mano.
Haciendo caso omiso, el rubio guerrero se agachó para pasar por la puerta abierta mirando rápidamente hacia la derecha y a continuación al techo. Después dio un paso atrás.
—Esto está oscuro —dijo arrastrando las palabras—. A ver ese farol, muchacha.
Pennae suspiró exasperada, recogió su palo y se unió a él, que alargó la mano para que le diera el farol, pero ella hábilmente se refugió detrás de él.
—No —le espetó—. Los espadachines con faroles son blancos estupendos. Si quieres que te maten, es cosa tuya.
Agannor la miró con furia un momento, después se tranquilizó, y mientras reía le hizo una ampulosa reverencia indicándole que pasara primero.
El resto de los Espadas avanzaron inquietos.
«Toma el mando», se repitió Florin, apresurándose a tomar la delantera. Detrás de él iba Semoor.
—¿O sea que hemos metido la nariz en las Moradas Encantadas? Hemos cumplido la promesa hecha al rey y ahora podemos marcharnos ya con la cabeza alta y…
—Stoop —lo frenó Islif dándole al pasar un codazo en el estómago—. Calla ya.
Jhessail, que iba detrás de ella, suspiró.
—Ya me preguntaba yo cuánto tardaríamos nosotros, felices aventureros, en lanzarnos los unos al cuello de los otros.
Doust, que cerraba la marcha, carraspeó.
—Veamos ¿queréis que me quede aquí vigilando por si vienen los trolls o…?
Islif se dio la vuelta.
—Vamos, Clumsum. Sigue andando y hazte matar junto con el resto de nosotros.
Jhessail alzó los ojos al cielo.
Con dos guerreras sobre los hombros y su vieja y remendada capa para la lluvia por encima además del hargaunt puesto de cualquier modo, Horaundoon parecía un gigante cabezudo de nariz bulbosa. Mientras bajaba de la carreta para hacer que llevaran sus cosas al interior del Bock, fingiendo ser más grueso y estar más agotado de lo que realmente estaba, su mirada tropezó con un hombre delgado de pelo negro que venía por el camino hacia él con una mochila al hombro. Probablemente la mochila estaría llena de ampollas ya que al fondo llevaba algo no muy frecuente en las bolsas: una caja de madera.
Tenía que ser Maglor, el boticario, espía de Susurro y obediente sirviente en la sombra en Estrella de la Noche.
Sus miradas se cruzaron. Horaundoon aparentó absoluto desinterés y miró hacia otro lado. Si llegara a necesitar a este oscuro personaje en algún momento, sería presentando un aspecto totalmente distinto del que ahora tenía.
El boticario dio un amplio rodeo en torno a la carreta y Horaundoon entró en la posada. Parecía un lugar agradable.
Casi sintió pena de tener que matar o anular mentalmente a casi todos los que la habitaban antes de terminar con esto.
—Gritad si es necesario —les dijo Florin a los demás mientras echaban una mirada a la estancia—, pero nada de chillidos o de hacer ruido. Prefiero que sorprendamos a lo que pueda acechar por aquí y no que sea al revés.
—Sí, oh, señor —musitó Agannor.
—De eso nada —le dijo Islif tajante—. El valor de Florin fue lo que nos valió esta cédula real, y es él el que goza del favor de la diosa Mielikki. Si quiere mandar, manda.
—Para mí, eso no es ningún problema —dijo Pennae mirando a Florin a modo de invitación—. ¿Hacia dónde, Mano de Halcón?
En la sala donde se encontraban sólo había un charco de agua y un montón de armas rematado por un escudo. El pasillo que los había llevado hasta allí continuaba hacia el otro extremo, en dirección oeste hacia el interior de la roca maciza que había por debajo de las praderas de pastoreo, el borde sur de las salvajes y temidas Tierras Rocosas, eso estaba en algún lugar por encima de sus cabezas.
El aire estaba fresco y se movía un poco. Olía a piedra húmeda y a tierra. Cuando Florin alzó la mano pidiendo silencio, lo único que oyeron todos fue su propia respiración.
Un par de puertas metálicas anaranjadas por la herrumbre y cerradas a cal y canto con una cadena les cerraban el paso en el punto en que partía el pasadizo del centro de la pared interior. Entre los barrotes verticales, sus faroles les permitieron ver que el corredor penetraba recto en la roca hasta cruzarse con otro y más allá, abriéndose al final en una cámara o caverna más amplia. A medio camino del tramo final había un trípode de madera que sostenía una ballesta tan pesada que muy pocos hombres serían capaces de levantarla.
Estaba cargada y lista, y apuntaba por el corredor directamente a los Espadas.
Florin le pidió a Pennae su farol, el único de los que tenían que proyectaba un haz de luz en lugar de difundir la luminosidad en todas direcciones, para echar una mirada al arma.
—No parece muy bien conservada —murmuró.
—Y estas puertas tampoco —dijo Islif—. ¿Y si Agannor, Bey y yo tratamos de romper o al menos doblar un barrote de un lado mientras todos los demás os ponéis tras aquel lado de la pared? En ese caso, si se dispara…
—La repentina corriente de aire sólo nos alcanzará a nosotros —gruñó Agannor. Luego sonrió—. De acuerdo, hagámoslo.
—¿Queréis que la enganche primero? —se ofreció Pennae—. Parece sólida, pero cabe la posibilidad de que esa masa de cadena se haga polvo. No lo creo, pero vale la pena intentarlo, y si la ballesta se dispara podremos ver adónde apunta, y si al dispararse viene alguien para volver a cargarla.
—Alguien o algo —puntualizó Semoor.
—Sí —dijo Florin con firmeza—. Primero el gancho y el palo de Pennae, después probaremos con los barrotes.
Semoor suspiró ostensiblemente.
—¡Me siento estafado por los dioses! Hasta el momento, la «aventura» parece ser siempre «trabajo». ¿Cuándo empieza la diversión?
Islif levantó la espada.
—Cuando nos salgan al paso los primeros monstruos.
—Están dentro de las Moradas Encantadas —dijo Laaspera señalando el cristal de escrutinio.
Vangerdahast le dio una palmadita en la espalda.
—Gracias. No los pierdas de vista hasta que yo vuelva. No debería llevarme mucho tiempo atender a una simple delegación de mercaderes que se hacen pis en…
En la otra habitación se oyó el repiqueteo de una campanilla.
Laaspera miró al Mago Real y el Mago Real la miró a ella.
—No te muevas de aquí y sigue escudriñando. Los mercaderes esperarán. Voy a ver primero qué quiere su majestad.
Salió a paso rápido por el pasillo abajo, tomando el camino más rápido a la Cámara de los Mapas. Para algo que no tuviera que ver con la realeza, Gordrar habría enviado a un mago principiante a buscarlo; la campanilla significaba la presencia del propio Azoun enfadado o al menos impaciente… o que Azoun estaba muerto y otro Obarskyr estaba allí muy conmocionado por el suceso.
Eso sí que sería un desastre absoluto para el Reino del Bosque, y él ya había tenido bastantes de esas…
Pasando a través de una cortina, Vangerdahast abrió una puerta que daba a un diminuto cubículo donde el aire estaba cargado de magia poderosa. Una vez allí cerró muy bien la puerta antes de abrir la que había al otro lado, pasó a una rampa cubierta con una gruesa alfombra y se encontró en el fondo de un guardarropas, empujó las bien aceitadas puertas, salió y volvió a cerrar. Rápidamente echó una mirada a la desierta Cámara de los Tratados para comprobar que estaba realmente desierta, la atravesó y pasó por una puerta disimulada al corredor de la servidumbre que pasaba por detrás de la Cámara de los Mapas.
No tardó ni un suspiro en presentarse sonriente a Azoun y en hacer el sutil gesto que comunicaba a Gordrar que debía retirarse.
—¿Sí, mi rey?
—¡Vangey! Mis nuevos aventureros… ¿cómo les va? ¿Dónde están? ¿En qué andan?
El Mago Real puso su mejor cara de leve sorpresa.
—Aven… ah, sí, ya recuerdo. Los Espadas de la Noche. Debo confesar que no he dedicado ni conjuros ni tiempo a vigilarlos hasta ahora. Sin embargo, si lo consideráis necesario.
—No, no. Cuando tengáis tiempo. Simplemente sentía… curiosidad.
—Ah. —Vangerdahast miró al rey con el gesto cariñosamente recriminatorio de un tutor—. Era simple… curiosidad. Me temo que ese es un defecto que los gobernantes deberían…
—¿Dejar esos fallos de carácter a sus magos? —el tono de Azoun era acre—. Os ruego que me digáis, Vangey, qué defectos en particular debería cultivar.
Oh, maldición.
Maldita, maldita, maldita, sea.
—Majestad —empezó Vangerdahast con tono que pretendía ser compungido y ofendido—, espero que ni por un momento penséis que…
Las puertas resultaron de una solidez absoluta. Los Espadas no oyeron ninguna voz de alarma y la ballesta no se disparó. Por fin empezó el asalto a las rejas.
El óxido se desprendía en forma y en escamas de un polvo fino que hacía que Islif, Agannor y Bey maldijeran, se apartaran y sacudieran la cabeza para tratar de impedir que les entrara en los ojos. Finalmente, una Islif jadeante, sudorosa, con los tendones marcados en el cuello como el filo de una daga, consiguió meter el hombro entre dos barrotes y empujar con todas sus fuerzas.
Cuando se retiró, agotada por el esfuerzo, dos de los barrotes estaban visiblemente combados y separados, y el resto del grupo la miraba con renovado respeto. Agannor y Bey, con la boca abierta de estupor, se miraron, asintieron y se lanzaron sobre los dos barrotes doblados, tirando de ellos entre gruñidos de esfuerzo y maldiciendo entre dientes.
El barrote de Agannor se combó visiblemente, pero el de Bey de repente salió de su encaje superior y se inclinó un palmo. Se arrojó sobre él con el hombro, gruñendo al notar un impacto que le dejó el brazo adormecido, pero que sólo consiguió desplazarlo un dedo más o menos.
—Apartaos —les dijo Florin a los tres—, y recobrad el aliento.
—Cuando lo hicieron, jadeando y sacudiendo las manos entumecidas, Florin les indicó a Doust y Semoor que los reemplazaran.
A pesar de todos sus esfuerzos no consiguieron cambiar de forma apreciable la posición de las barras, pero cuando se retiraron, haciendo muecas de dolor y retorciéndose las manos, se habían llevado consigo la mayor parte de la escamosa herrumbre, y los Espadas vieron con claridad que ahora había una abertura oval en las puertas que permitía que alguien alto, o alguien que supiera moverse de la manera adecuada, pudiera pasar de lado.
—Contemplad —dijo Semoor jadeando y señalando la puerta—. Valiente victoria.
—Nuestra primera victoria —reconoció Jhessail con acritud—. A decir verdad, esas puertas se defendieron bien.
—Me estoy haciendo viejo —se quejó Agannor dirigiéndose hacia las barras dobladas con el farol de Doust en la mano.
—Espera —dijo Pennae, pero él le hizo un gesto desdeñoso y metiendo primero un hombro atravesó la abertura de los barrotes y pasó al corredor del otro lado.
Avanzó a buen paso pegado a la pared sur hasta donde se podía iluminar el pasadizo lateral, en dirección norte. A continuación iluminó durante algún tiempo la ballesta. Estaba cubierta de polvo y ligeramente torcida encima de su oscuro trípode de madera. Detrás de ella se abría una estancia que parecía terminar en dos puertas de color bronce, altas como las de un templo, flanqueadas por dos estatuas del mismo color. La estatua situada al sur era la de una mujer guerrero con armadura que contemplaba con mirada eterna a los Espadas y tenía una mano sobre la empuñadura de la espada envainada y con la otra señalaba las puertas que tenía a sus espaldas. La situada al norte era de un hombre con armadura y armas similares que miraba a las puertas que señalaba con una mano y apoyaba la otra en la empuñadura de la espada.
Agannor miró más de cerca la desvencijada ballesta, luego, con una risita, se colocó despreocupadamente en su línea de fuego y miró hacia el otro lado por el pasadizo transversal. No recibió ningún disparo.
—No hay mucho que ver, como no sean unos cuantos huesos viejos diseminados por todas partes —dijo por encima del hombro—. Marrones de tan viejos.
Con un movimiento de la mano señaló los dos extremos del pasaje transversal.
—En ambos sentidos tiene el mismo aspecto: avanza unos diez pasos más o menos y se abre en estancias que parecen del mismo tamaño y se extienden hacia el oeste hasta más allá de lo que puedo abarcar con la vista. Voy a…
—¡Cuidado! —gritó Pennae señalando.
Agannor se volvió en redondo para mirarla y después miró en la dirección que ella indicaba, justo a tiempo para ver unos huesos pardos que se alzaban en el aire más allá del trípode.
Los huesos se reunieron en dos remolinos fantasmagóricos, que con espeluznante rapidez formaron dos esqueletos humanos, parduscos y ruinosos.
Agannor dio un paso atrás, maldiciendo y echando mano de su espada. Los esqueletos avanzaron y sus dedos se alargaron hasta formar largas garras mientras una luz gélida se encendía en las tenebrosas profundidades de sus cuencas vacías.
Pennae se deslizó por entre los barrotes con la fluidez de una anguila, seguida de Islif.
—¡Stoop! ¡Clumsum! —gritó Florin corriendo tras ella—. ¿No pueden hacer nada los sacerdotes para aplacar a los muertos vivientes?
Doust y Semoor se miraron el uno al otro, tragaron saliva y a regañadientes se encaminaron hacia los barrotes.
—No sé exactamente cómo se hace. ¿No necesitamos…?
—Todavía no somos sacerdotes…
A lo largo del pasadizo seguían moviéndose los huesos, reuniéndose en montones desordenados que luego se arremolinaban y formaban esqueletos que se contoneaban y bailaban. Florin miraba atónito. ¿Bailando?
Los huesos en realidad no se tocaban unos con otros, y los pies esqueléticos ni siquiera rozaban el suelo. Más que unirse, flotaban en el aire, como las moscas que forman nubes encima de los estanques.
Con un gruñido feroz, Agannor empezó a dar golpes de revés con su espada, despedazando dedos que se transformaron en esquirlas de hueso. Se hizo hacia un lado para esquivar a un esqueleto que quería agarrarlo con la otra mano. Entonces Pennae se lanzó contra él, atacándolo furiosamente con sus dagas.
Islif apartó una garra con su propio brazo y blandió la espada como si fuera el hacha de un leñador, cortando costillas y vértebras. El esqueleto vaciló, pero no cayó, la parte superior del cuerpo flotaba en el aire, al parecer, sin inmutarse.
Doust tragó saliva al enfrentarse a un esqueleto.
—Por la Señora de la Suerte, ¡yo te maldigo! ¡Desaparece! ¡Vete…!
Unas garras rasgaron el aire delante de su nariz y Doust retrocedió tambaleándose, con algo muy parecido a un chillido formándose en su garganta.
—Han desencadenado mi conjuro —las palabras fueron pronunciadas con el mismo tono que un colono dice que el siguiente pueblo está en esa dirección—. ¿Estás preparado?
—Sí: arcos, tornos, un estremecimiento cada uno.
—Bien. Maglor dice que son nueve. Todos mujeres magas y dos varones sacerdotes, ambos novicios, Lathander y Tymora. Golpea duro y luego retírate. Apártate antes de que puedan contraatacar, no te pares a luchar con ellos para que no puedan verte bien. Cualquiera de vosotros que resulte herido o algo peor debe ser sacado contigo. Volved a reuniros aquí, a este lado de la piedra. ¿Entendido?
—Sí, maestro Susurro.
—Bien, adelante.
El esqueleto hizo un nuevo intento de asirlo, y Doust a punto estuvo de caer y empezó a manotear para mantener el equilibrio.
Bey Manto Libre se puso delante de él.
—No le hables, sacerdote —dijo entre dientes—. ¡Hazlo pedazos!
—El guerrero se puso manos a la obra y cogiendo el acero con ambas manos empezó a descargar mandobles que redujeron los huesos a astillas que, suspendidas en el aire, formaron una nube en torno a él.
Florin, Islif y Agannor se abrieron camino cada uno por su lado, aplastando cráneos y destrozando clavículas, pero los huesos seguían flotando, siseando a ras del suelo por docenas y alzándose en espirales vertiginosas que formaban nuevos enemigos esqueléticos.
Semoor pronunció tartamudeando una larga e impresionante plegaria contra los «muertos vivientes» mientras movía sinuosamente las manos ante los esqueletos.
No sirvió para nada. Los huesos se alzaron ante él, unas calaveras sin ojos le sonreían ferozmente detrás de los dedos largos como garras que trataban de alcanzarlo…
Dove bebió un sorbo.
—Ah, buen caldo. Gracias, viejo mago.
—De nada, muchacha. Ahora pregunta.
—¿Preguntar? —Dove miró al mago del Valle de las Sombras con expresión de absoluta inocencia.
—Muchacha, eso no te ha servido conmigo desde que dejaste de gatear. Pregunta.
—Está bien. Los zhent, en Estrella de la Noche y sus alrededores. Son sólo los ojos y los oídos de Maglor, ¿no es cierto?
—Sí. Informan mediante intermediarios a Susurro, quien a su vez informa a Sarhthor… cuando debe hacerlo.
Dove asintió.
—A esos dos ya los conozco. He estado captando a otros este último mes que escudriñaban y espiaban.
Elminster se encogió de hombros.
—Los zhent salen a decenas de debajo de las piedras en cuanto huelen una oportunidad. Hay uno, que todavía no sé quién es, que acaba de encontrar una manera de matar a los magos elfos con manto.
—Ah, eso es lo que le sucedió a Arlathna. ¿Conoces a un fantasma zhentarim? ¿O a alguna entidad que anda por ahí, moviéndose como un fantasma y poseyendo a hombres vivos?
—Conozco a muchos. Pero dejando a un lado a algunos perezosos de poca monta o que se mueven como fantasmas, sólo a un zhent: se hace llamar Viejo Fantasma. Actúa como intermediario entre los zhent de más baja categoría y los que están por encima de ellos, Maglor y Susurro, pero sin embargo sirve personalmente a Manshoon.
—De modo que está fuera, bueno, que flota fuera de la cadena de mando zhent. El tipo de ser con los que tú sueles acabar.
—Lo siento. Mystra ha dado orden de no hacerlo.
La estupefacción hizo que los ojos de Dove lanzaran un destello furioso y argentado. Elminster sonrió y volvió a llenarle la copa.
Pennae se retiró un momento de la lucha, jadeante, y observando cómo se alzaban estos nuevos condenados vio algo que le hizo entrecerrar los ojos.
Un poco más lejos, por el pasadizo central, justo delante de la amenazante ballesta, un círculo de unas cosas del tamaño de un dedo daban vueltas y vueltas por encima de una determinada losa del suelo: eran cosas de color pardo y danzaban.
Por un momento observó a aquellos diminutos esqueletos, a continuación alzó una de sus dagas, esquivó una garra esquelética y lanzó su acero con ímpetu.
Su daga dio en el centro del anillo arremolinado, rebotando y saltando con un destello y un ruido de acero, dispersando huesos diminutos en todas direcciones.
Y todo en derredor de los Espadas, los esqueletos que quedaban se desmembraron lanzando huesos a la redonda.
Pennae no los vio. Estaba observando cómo su daga pasaba rozando el suelo, golpeaba uno de los pies del trípode y daba un salto en el aire en dirección a las altas puertas de color bronce y de las dos estatuas sobre pedestales que estaban delante de ellas. Iba a quedarse corta, a golpear las piedras y a rechinar hasta pararse.
A menos que sus sospechas sobre aquellas estatuas desmesuradas fueran correctas. Si aquel gárrulo tabernero de Dhedluk había dicho la verdad —y había que reconocer que ninguno de los que estaban en la barra lo había puesto en duda— este había sido en un tiempo el dominio fortificado de un señor de la guerra. Y qué señor se gastaba tanto dinero en semejantes cursilerías a menos que fuera un loco que se creía Emperador de Todo el Orbe o que formasen parte de una trampa…
Una repentina luz blanquiazul surgió de la estatua del hombre y desvió su daga hacia un lado. Unos diminutos relámpagos la persiguieron furiosamente, unos relámpagos cuyas raíces destellaron previamente sobre el pecho de la estatua.
A estos respondió la estatua de la mujer, cuyos dedos de un blanco mortecino se extendieron por el aire hacia su crepitante compañero masculino.
Casi todos los Espadas se quedaron mirando las luces con la boca abierta, pero Pennae dio dos ágiles pasos de lado para poder ver su daga con toda claridad. Se había detenido justo enfrente de la puerta de bronce más próxima al norte. De su empuñadura chamuscada brotaba una diminuta voluta de humo que flotaba lánguidamente.
El observador se inclinó hacia adelante y miró fijamente el cristal, dejando por un momento de acariciar el anillo del unicornio que llevaba en una mano. ¿Sería esta una magia que podría utilizar llegado el momento para derrotar al poderoso Vangerdahast?
¿O podrían convertirse estos aventureros en el arma capaz de matar al Mago Real y de dejar a Cormyr desguarnecido para quien quisiera apoderarse de él?
Los últimos relámpagos saltaron y se disiparon, y los Espadas se miraron unos a otros extrañados.
—Esto es una gran sorpresa, no me cabe duda —dijo Islif con voz ronca—, pero yo no soy partidaria de avanzar hacia esas puertas.
Las risitas con que le respondieron eran secas. Mientras tanto, Pennae se inclinó hacia adelante lo suficiente como para mirar arriba y abajo por el pasadizo transversal, y Agannor hizo un gesto torvo y se acercó a ella con su farol.
—Doust, Semoor, Bey, Martess —dijo Florin con suavidad—, vigilad la retaguardia aquí mismo mientras los demás vamos en dirección sur por este pasadizo transversal a ver qué observamos.
Agannor le echó al guardabosques una mirada fugaz de desafío, luego se encogió de hombros y empezó a caminar por el pasadizo indicado. Pennae iba a su lado e Islif se dio prisa para darles alcance. Jhessail puso los ojos en blanco y los siguió acompañada de Florin.
Apenas a unos diez pasos, el pasadizo se abría formando una estancia en cuya pared occidental había un portal oscuro, y otro pasadizo se abría a través de la pared este.
—Alto —les dijo Pennae a todos con tono imperativo antes de agacharse e inclinarse para iluminar el corredor con su haz de luz. Bajaba en pendiente hacia las habitaciones y pasadizos en los que ya habían estado y terminaba en una pared desnuda que formaba un ángulo. Pennae volvió a entrecerrar los ojos.
Recorrió con cautela el breve pasadizo sin puerta hasta el final, donde examinó la pared de piedra, pasando los dedos por las grietas y por las marcas de herramientas y… ¡ahí estaba!
—Una puerta secreta —les dijo a los demás con nerviosismo—. ¡Y puedo abrirla!
Sus dedos ya habían encontrado dos huecos en los cuales algo cedió y la puerta tembló, rechinando apenas.
Agannor e Islif llegaron a la carrera por el pasadizo, espada en mano.
—No antes de que nosotros…
Pennae los miró con displicencia y abrió la puerta del todo. Aunque resultó ser más gruesa que su propio cuerpo, ya que atravesaba un muro de las mismas proporciones, no hizo el menor ruido ni ofreció la menor resistencia. Pudo empujar su peso prodigioso con un solo dedo.
Los tres Espadas se asomaron y vieron la habitación del charco y la pila de armas. Estaba poco más o menos como la habían dejado, sin el menor vestigio de bestias ni espías ni más gente al acecho que ellos mismos.
Pennae estudió por un momento el marco de la puerta ahora visible, después el equilibrio de las bisagras y la jamba del otro lado. Entonces estudió el contorno de la puerta, buscando pestillos y encajes, pero sólo vio el que ella acababa de abrir.
—Esperad aquí un momento —dijo alzando una mano.
En cuanto se quisieron dar cuenta ya había atravesado la puerta y recorrido la estancia como una Hecha. Se paró ante la pared frontera observando con atención y palpando con las puntas de los dedos. Tras un momento sonrió satisfecha e introdujo los dedos en dos marcas de herramientas muy separadas la una de la otra.
Otra puerta oculta se abrió rápidamente en el muro, destacándose sus contornos en la piedra envejecida como por arte de magia. Era tan gruesa como la anterior, pero se movió de manera aún más silenciosa. Había sido usada recientemente.
Pennae echó una rápida mirada a otro pasadizo también inclinado, que reproducía exactamente aquel por el que acababa de pasar. Como no vio nada más que paredes de piedra y una ausencia absoluta de bestias merodeadoras, introdujo los dedos en otras dos oportunas hendeduras para cerrar la puerta nuevamente. El sonido que produjo apenas se oyó.
—Otro pasadizo inclinado que corre hacia allá —les dijo a los demás indicando con un gesto la dirección mientras se apresuraban a volver al lado de Florin y Jhessail.
Jhessail los miró con gesto reprobatorio.
—¿Os parece prudente eso de salir corriendo por pares o tríos?
—No —reconoció Islif—. Un error que no volverá a repetirse. —Le echó una mirada a Agannor—. Espero.
—Nunca debemos dejar sin explorar un área donde podría ocultarse un hombre, o una serpiente venenosa, entre nosotros y el camino de salida —les advirtió Pennae—, no sea que vayamos a quedar atrapados aquí por un monstruo o por una banda de proscritos.
Los demás Espadas, distribuidos a lo largo del pasadizo, asintieron con seriedad.
—¿Continuamos, entonces? —preguntó Agannor, abarcando con una señal la estancia vacía que tenían ante sí, donde terminaba el pasadizo y esperaba la puerta oscura.
—Sí —dijo Florin volviéndose hacia la retaguardia—. ¿Todo tranquilo?
Ambos asintieron.
—Pennae e Islif, las primeras —añadió el guardabosques—. A continuación Agannor, listo para atacar, y después tú, Jhessail.
Pennae recorrió rápidamente la estancia vacía, mirando atentamente las paredes y el techo. Cuando llegó al portal, retrocedió para iluminar el interior con su farol.
Los Espadas vieron una mesa y sillas, algunas de estas caídas o destrozadas. A lo largo de las paredes había literas, algunas también rotas. Bajo las literas inferiores había arcones cuyas cerraduras habían sido forzadas. Una puerta —a lo lejos, en la oscuridad— en el centro de la pared sur, con algo extraño amontonado en el suelo, frente a ella; algo que por el color parecía piedra.
Pennae se acercó más, iluminándolo todo. No había más puertas, ni cadáveres ni huesos parduscos.
—Adelante —les dijo a Islif y Agannor—, y vigilad esa puerta. No la empujéis. Voy a examinar los arcones.
Resultaron estar vacíos, y su madera húmeda se deshacía al tocarla como pan de nueces mal amasado. Cuando Pennae terminó de examinarlos y de mirar detrás de ellos, debajo de la mesa y alrededor de todas las literas, Agannor e Islif habían examinado atentamente la masa pétrea del suelo, tanteándola con sus espadas y apartándola a un lado para comprobar que no hubiese ningún agujero ni ninguna otra cosa oculta debajo. El resto de los Espadas observaban desde el portal. Pennae empujó a un lado las sillas y los restos de otras para despejar un tramo ancho desde la puerta hasta donde Agannor e Islif estaban de pie.
—Mirad esto —les dijo Agannor a todos, señalando con la espada el montón de piedra.
Desde la puerta Jhessail hizo lo que había dicho. Cuando habló, en su voz había cierta inquietud, algo próximo al disgusto.
—¿Qué es? —preguntó.
Acurrucada como estaba, era una cosa pequeña, de piernas achaparradas y brazos larguiruchos, con un rostro malicioso, de nariz plana, y una boca por la que asomaban los colmillos. Miraba con furia la espada corta y rota que llevaba. Tenía unas orejas puntiagudas como las de un gato y llevaba una armadura hecha de planchas recogidas aquí y allá y reunidas de una manera azarosa, superpuestas entre sí.
—¿Nunca habías visto un goblin? —La voz de Agannor expresaba desolación—. Pues esto es, o mejor dicho, era un goblin. Algo lo transformó en piedra.