El estofado por sombrero
Suceden grandes cosas cuando uno tiene la valentía suficiente para hacer algo osado, extraño e inusual. Algo que se aparta de lo que son los hechos de la vida cotidiana, que no responde a lo que son el carácter y la posición de uno ni a la máscara que uno muestra al mundo. Grandes cosas… o cosas terribles. Su consecuencia: simples meteduras de pata o el caos más absoluto.
Todo esto demuestra una cosa sin la menor duda: sean cuales sean los dioses que velan por nosotros, están ávidos de diversión y dispuestos a recompensar generosamente a quienes los entretienen.
Ulvryn Hamdarakh, Sabio de Saelmur,
Reflexiones sobre la mortalidad,
publicado en el Año de las Estrellas Mortecinas.
Había sido un día brillante y glorioso, dedicado a escuchar el susurro de las hojas nuevas a su alrededor cada vez que la suave brisa las estremecía.
Sin embargo, el tardío sol de Tarsakh las atravesó, ávido y caliente. La Dragón Púrpura se despojó feliz de su casco y se refugió a la sombra, a un lado del camino, cuando el viejo y gruñón lionar condujo a una docena de Espadas de refresco a su puesto y le anunció que había terminado su turno hasta el próximo amanecer.
Aunque el bullicio de Waymoot estaba nada más pasar el recodo del camino que tenía a sus espaldas, se dirigió en sentido contrario, avanzando a buen paso hacia los olores que tanto la atraían.
La granjera que había estado vendiendo manzanas y pan fresco apartó los paños que cubrían los cestos al verla acercarse y la recibió con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Te rugen las tripas? —preguntó.
—Y de qué manera —respondió la guerrera, echando mano a su bolsa—. Por los dioses, creo que podría comerme… comerme…
Se quedó con la boca abierta y con la frase sin terminar mientras miraba más allá del carro de la granjera, a algo que había entre los árboles.
La granjera siguió la dirección de su mirada… y sonrió.
—¿Él? Vaya, creo que la mitad de las gentes de por aquí estarían dispuestas a darle una oportunidad. La mitad femenina.
La Dragón Púrpura tragó saliva.
—Pero ¿quién es?
Se acercaron mucho la una a la otra para mantener el secreto de lo que decían mientras observaban a un hombre alto, de hombros anchos, que salió de entre los árboles, tan silencioso como una brisa pasajera. Tenía un paso largo y elástico y su rostro, de mandíbula enérgica, era tan hermoso como…
—El rey Azoun —susurró la guerrera—. Tiene el porte de un rey.
Los ojos gris azulado de la aparición ya habían reparado en las dos mujeres, pero volvieron a echarles una mirada. Su propietario añadió una sonrisa decidida y una inclinación de cabeza, y a continuación cruzó el camino y se internó entre los árboles del otro lado donde se perdió tras unos cuantos pasos de sus botas de cuero marrón cubiertas de polvo.
La granjera rio entre dientes.
—No, no es de la estirpe del rey, o al menos eso es lo que dicen sus padres. Es aprendiz del armero Piedralcón desde hace varias temporadas, pero tengo entendido que quiere entrar al servicio del rey como guardabosques. Por aquí lo llaman el Silencioso y ya puedes ver el porqué.
La Dragón Púrpura se pasó la lengua por los labios, carraspeó y parpadeó como para salir de una ensoñación diurna.
—Vaya —dijo casi con pesar—, ese es el aspecto que deberían tener todos los hombres.
La granjera se volvió hacia ella.
—El príncipe rebelde, capítulo tres. ¡Boldgrim el Bandido!
La guerrera asintió con entusiasmo.
—¿Tú también lees a Goldhallow?
—Claro que sí —dijo la granjera con orgullo—. Tengo todas sus historias en casa, incluida la edición clandestina de La ninfiz dijo no.
La Dragón Púrpura volvió a quedarse boquiabierta. Esta vez una de las moscas que habían andado zumbándole alrededor aprovechó para meterse en su boca.
Cuando acabó de toser, la granjera le pasó un brazo por los hombros.
—Come todo lo que quieras, es gratis, querida… y ven a comerte un estofado conmigo esta noche. Rhabran estará en el mercado estas dos noches y podremos hablar a gusto. Después, puedes leer las partes más pícaras.
Las sombras se estaban haciendo más densas en la fronda moteada por el sol. No faltaba mucho para que anocheciera. Florin se movió con rapidez, deslizándose entre los helechos como un espectro. Reina de los Bosques, cómo le gustaban estos paseos. Las profundas sombras verdes, los árboles magníficos, nudosos y enormes y pacientes, centinelas que habían sobrevivido a docenas de reyes de Cormyr y a un sinnúmero de ciervos…
Él era parte del bosque, se sentía en paz aquí. Este era el lugar al que pertenecía.
Y sin embargo, mientras la primavera apuraba su paso hacia el verano en este Año de la Espuela, Florin Mano de Halcón sentía un desasosiego que se iba instalando dentro de él.
No eran el hastío del metal candente, el crepitar y el tañido de la forja, el golpeteo de las mazas, lo que lo había hecho dejar atrás el servicio de Piedralcón y venir hacia aquí a pesar de su aceptable destreza, sino… otra cosa. A pesar de la paz del bosque, sentía el mismo impulso ansioso que movía a sus jóvenes compañeros de Espar a montar a sus mozas en primavera. Dedicó una sonrisa a los árboles que lo rodeaban. Esto era todo lo que quería.
Pero en cierto modo, necesitaba algo más.
Con pie ligero y seguro, Florin siguió andando a lo largo de una cresta que lo llevaría de vuelta al camino real.
Impensadamente, mientras iba sorteando una roca tras otra, fue dejando a un lado el disfrute del paseo para preguntarse, casi con irritación, qué era este misterioso «algo» que anhelaba… y de pronto se dio cuenta de que un nuevo sonido se había sumado al batir de alas y a los gorjeos de los pájaros del bosque.
Era un sonido lejano, débil, confuso, que no casaba con el entorno, con la profunda quietud del bosque.
Unas cuantas zancadas le permitieron acercarse lo suficiente para averiguar que era una voz humana, una voz estridente, furiosa de mujer, con el acento chirriante y aflautado de la clase alta de Suzail. Se trataba, pues, de alguien adinerado, o incluso noble, pero que juraba como… como…
Bueno, como nadie que Florin hubiera conocido. Estaba acostumbrado a los «maldita sea, demonios y diantres» de los exasperados, y a que todos dijeran «naa» con gesto de desesperación o desánimo, pero esto…
Esto era algo nuevo.
Florin se encaminó hacia el origen de la voz tan rápido como pudo sin delatar su presencia, haciendo bailar las hojas a su paso. Se estaba convirtiendo en un alarido, como el de los cocineros de Tlarnuth, en Espar, cuando se atacaban unos a otros después de haber vaciado jarra tras jarra de cerveza; palabras extrañas salían precipitadamente, y…, sí: había otra voz más profunda que le contestaba, pero escuetamente.
Florin se deslizó por debajo de un tronco caído y cubierto de musgo, se arrastró por una pendiente embarrada que había al otro lado y consiguió acercarse lo suficiente para poder oír bien por fin.
—Señora, yo… —Era una voz de hombre, grave, áspera como la grava, y que a Florin le sonó algo familiar.
—¡Qué señora ni señora! ¡Mucho «bella dama», pero tus palabras están vacías, vacías, y tu cabeza lo está aún más! ¡Hechos, no palabras, bellaco! ¡Hechos! ¡Si me tratas como a una dama, seré una dama, pero si insistes en que lo soy pero me tratas como a una vulgar criada, como si fuera una de tus esclavas, aunque muy bien vestida, es eso lo que soy!
—Señora —dijo el hombre apesadumbrado—. Obedezco órdenes.
Son muy claras y…
—¡Bah! ¿Qué me importan a mí tus órdenes, patán? Dices que soy una dama, de modo que lo soy, y eso significa que soy yo quien da las órdenes y tú ¡a obedecer! Por todos los dioses ¿por qué tengo que lidiar yo con un bellaco zampatortas cara de cerdo?
Florin hizo una mueca de disgusto, tan molesto por las invectivas que a punto estuvo de replegarse hacia el bosque, pero fascinado al mismo tiempo.
La furiosa dama hizo un alto para recuperar el resuello y luego continuó.
—¡Por todos los dioses, tan brutal en las palabras y en los hechos como en las tajadas! ¿A esto lo llamas comida? ¡Esto es comida para perros, para algún cerdo, pero no para una dama de la realeza!
La siguiente palabra fue un chillido de pura rabia, como si aquella que tanto insistía en su categoría de dama se hubiera quedado sin palabras y estuviera tratando de arrancarlas del aire.
Por fin encontró algo.
—¡Villano traidor! ¿Quieres envenenar a una Corona de Plata? Que sepas que por mis venas corre sangre real… ¡Yo soy Cormyr! ¡Si pretendes hacerme daño, se lo haces a todo Cormyr! ¡En cuanto vea a un Dragón Púrpura, daré cuenta de tu traición y te haré ejecutar! ¡Manténme cautiva, arrástrame a estos páramos horribles, dame a comer tripas fritas que yo… yo me encargará de que pagues por ello con tu vida! ¡Pero no sin que sufras antes!
A esto le siguió un sonido violento y blando parecido al que hace un pez al golpear en una roca de la orilla, un ahogado gruñido masculino de enfado, y la voz femenina volvió a sonar un poco más lejos.
—¡Hijo de perra! ¡Canalla! ¡Morirás rogando mi perdón! ¡Y te lo negaré, y asistiré sonriendo a tu decapitación!
—Señora…
Florin ya había oído antes ese tono de protesta exasperada y ahora ya sabía quién era el hombre: ¡Delbossan! El caballerizo de Hezom, señor de Espar, un hombre al que conocía desde siempre. Pero ¿quién era esta fiera de rabia vocinglera y asesina? Hezom no tenía hijas capaces de maldecir a un hombre de…
—¡Oh, sí, maese Delbossan, moriréis por eso! ¡Yo me encargaré de ello!
Con un chillido final de rechazo inapelable, la arpía —por el Dragón, la Señora Arpía— guardó silencio.
Un Florin de sonrisa satisfecha sorteó los últimos árboles, agachándose para evitar los espinos, y consiguió ver la escena placentera de uno de los claros abiertos por los leñadores y dejado a barbecho tiempo atrás que solía utilizarse para acampadas.
La hierba pisoteada estaba dominada por una gran tienda de color naranja brillante que se había levantado en el extremo del claro. Cerca de allí había varios caballos atados, y un exquisito carruaje aparecía estacionado en medio con dos de los guardias de Hezom de expresión atribulada refugiados tras él sin atreverse a espiar la triste escena que tenía lugar al otro lado.
No lejos del frente del pabellón crepitaba una diminuta hoguera encendida sobre piedras chamuscadas, y sentado sobre un tronco delante del fuego estaba Irlgar Delbossan, luciendo como sombrero los restos de una… oh, sí, una buena cazuela de estofado que le habían tirado a la cabeza.
Florin salió de entre los árboles tan rápido y silencioso que había atravesado la mitad del claro antes de que los dos guardias lo vieran. Los dos salieron de detrás del carruaje con gran aspaviento y voces de alto, pero Delbossan alzó la vista, lanzó a Florin un mirada dura que se transformó en una amarga sonrisa de reconocimiento e indicó a los hombres que volvieran por donde habían venido.
Las moscas ya empezaban a arremolinarse alrededor del caballerizo.
Florin olfateó con fruición el olor a estofado de conejo, todavía humeante y con salsa de hierbas espesada con costrones de pan frito que desde la cabeza de Delbossan caía por sus hombros y su regazo.
Una parte se deslizó por la frente cuando Florin se detuvo ante él, procurando por todos los medios no reírse.
—¿Una nueva forma de disimular la calvicie, Del? —No pudo evitar una sonrisa.
Delbossan le dedicó una mirada desdeñosa.
—Supongo que tus cuatro amigos aparecerán detrás de ti y también se reirán de mí.
—No, amigo, Tymora te sonríe: estoy solo.
—Bien, porque ya hace tiempo que estoy harto del gorgoteo alegre y desbordante de Jhessail.
—¿Su…? Ah, cuando se ríe. Sí.
Poniendo un pie sobre el arcón que el caballerizo había usado como mesa para la cena, Florin se inclinó hacia adelante, apoyando la barbilla en la mano, y le sonrió a su amigo.
—Pero cuéntame. ¡Dime cómo fue a parar el estofado de conejo, un buen estofado de conejo por el olor, a la cabeza de Irlgar Delbossan, osado caballerizo!
Delbossan suspiró y alzó la mano para coger uno de los cuencos abandonados. La escandalosa dama, que presumiblemente se había refugiado en el interior del pabellón, obviamente le había lanzado su propio cuenco a la cabeza y, tras errar el golpe, había cogido el del propio Delbossan para atizarle una segunda vez. Sosteniendo el cuenco con expresión sombría, el hombre recogió una buena cantidad de estofado que le caía de la cabeza.
Esta vez Florin consiguió reprimir bastante bien la risa.
Con la salsa que le caía en hilos por la cara, Delbossan alzó la cabeza.
—Ya no sé qué hacer, chico. Esa fiera de chiquilla de la nobleza… ya la has oído. Sé que la has oído, por los Cuernos de Caza, la mitad del bendito Bosque del Rey la habrá oído… ya me ha vuelto casi loco. ¡Ya sé por qué sus padres están hasta aquí de ella!
—Conque nobles. ¿De quién se trata? ¿Y qué estás haciendo con ella aquí, entre los árboles? ¿No estaría mejor con todos esos «ay qué bien te quedan esos rizos» y todos esos aires de superioridad de Suzail, corazón mismo de Faerun?
Delbossan sonrió a su pesar y dio un lametazo al estofado que tenía en el dorso de una de sus peludas manos. Luego, como recordando de pronto sus modales, le ofreció el cuenco con un florido ademán.
—¿Estofado, chico?
Florin a punto estuvo de ahogarse tratando de no soltar una risotada, pero consiguió rechazar el ofrecimiento con un gesto.
Delbossan esbozó una sonrisa socarrona y se puso de pie, se sacudió los grandes trozos de estofado y se dirigió hacia la arboleda, sin duda para lavarse en el arroyo que bajaba serpenteante por allí detrás. Florin lo siguió, incluso sin esperar el gesto de invitación del caballerizo.
Delbossan hizo una escueta señal a los dos guardias de que se dirigieran al claro y respondió con un gesto desdeñoso a sus miradas burlonas mientras se dirigía por un sendero a un improvisado retrete y, más allá, al gorgoteo del agua.
—Es un hermoso demonio, muchacho —dijo y se metió en medio del arroyo, donde se sentó. Los peces se apartaron asustados. El agua bajaba rápida y fría y el caballerizo se estremeció antes de echarse de espaldas—. Como ya has oído, sin duda. Como te dije, hasta sus padres están hasta el moño de sus modales impertinentes y altaneros. «Desesperante» fue la palabra que usó nuestro señor. Es una Corona de Plata y quiere que todo el mundo lo sepa.
—Hasta ahí oí. Una de las tres casas «de sangre real», ¿no? Debo confesar, Del, que no sé mucho sobre ellos. Los orgullosos Corona de Plata, los fieras Buscadores de Plata y los valientes Genuina Plata / le dan a Obarskyr mucho la lata, pero de oro ni una patata. ¿Y dices que sus padres la mandaron lejos? ¿Se la mandan a lord Hezom?
—La envían para que la eduquen y así no pueda seguir avergonzándolos. Y vaya, lord Hezom me envió hacia la ciudad real para recoger a su pupila. ¡La dama Narantha Corona de Plata, la joven más encantadora que me haya dado jamás un puntapié, me tiró encima mi mejor estofado de conejo, me abofeteó, me arañó y me dedicó insultos peores que los de cualquier chica de baja estofa! ¡Vaya, muchacho, parece ser que los nobles no educan a sus vástagos hoy en día!
Florin meneó la cabeza incrédulo.
—¿O sea que este destierro es un castigo para ella?
—Parece ser que quieren que dobleguen su temperamento en privado, y no delante de todo Suzail. ¡Y han tenido que elegir los bosques del interior, por donde circulamos tipos como tú y como yo, y adonde no viene ninguna empingorotada dama de la corte! —Usando los dedos como peine, el caballerizo se quitó del pelo los últimos restos de estofado. Ahora que ya tenía la cara limpia, Florin pudo ver dos buenos arañazos que le cruzaban la mejilla, amoroso presente que le había dejado la señora Corona de Plata a Delbossan.
Los dos hombres se miraron y menearon la cabeza al unísono.
—No puedo creer que esté haciendo esto, muchacho —dijo Delbossan.
—No veo cómo va a domarla lord Hezom… a menos que tenga pensado usarte a ti, Tarleth, con todas tus fustas y tus bridas, para ello.
—Ja, ja, chico, no me tientes —replicó Delbossan, poniéndose de pie y sacudiéndose como un perro para sacarse el agua de encima.
Florin señaló el río con la mano.
—¿Y tiene esa dama tan empingorotada una doncella que la bañe, o también tienes que encargarte tú de eso?
—Despidió a todas sus doncellas, las que no salieron corriendo —gruñó el caballerizo—. Tengo entendido que a la última estuvo a punto de matarla. ¡Y no, no espero tener que usar un rascador para frotarle la espalda ni tener que alcanzarle una toalla, joven Florin! ¡Y no vayas por ahí diciendo que lo he hecho!
—Del —dijo Florin con tono de reproche—, sabes que no soy de esos.
—Lo sé, muchacho —gruñó el caballerizo, y salió del agua chapoteando—. ¡Es sólo que tengo suficientes problemas por ahora, sin que la mitad del Bosque del Rey piense que estoy compartiendo lecho con este Dragón!
—¿Es eso lo que es? ¿Un Dragón? ¿Tiene una cara llena de colmillos? ¿Es tan fea como un sapo?
—Oh, no, es bastante hermosa… si te gustan las curvas de marfil combinadas con la lengua, el carácter y las uñas de un perro gruñón.
El caballerizo se volvió e hizo un gesto de contrariedad con la cabeza.
—Debe de tener que ver con el hecho de ser criada como noble. ¡Ninguna mujer de Espar se comporta así!
El propio Florin se sorprendió. Sin saber realmente por qué, se sorprendió cogiendo a Delbossan por el brazo e inclinándose hacia aquel hombre mayor que él mientras lo urgía.
—Déjame a mí, Del. Déjame que la lleve a dar un… un pequeño paseo por el bosque y después saldremos a tu encuentro. Puedo seguir el Dathyl hasta más allá de Espar, y reunirme contigo en el Hoyo del Cazador.
El caballerizo parpadeó, absolutamente estupefacto.
—¿Qu… por qué?
—Creo que puedo doblegar un poco a la empingorotada dama, sin fustas ni riendas ni cuencos de estofado y sin necesidad de que lord Hezom pase un verano de perros… ¡Creo que bastará con un paseo por el bosque!
Delbossan miraba a Florin con la boca abierta.
—Que el barro, las espinas, las picaduras de los insectos… y la sensación de estar perdida, de tener frío y pasar hambre, por no hablar de esa minucia de tener que andar una distancia considerable —dijo Florin rápidamente, sacudiendo a su viejo amigo—, dobleguen su altanería, o al menos la cansen un poco y hagan que empiece a valorar el hecho de vivir en la opulencia. Cuando se haga de noche yo podría fingir que soy una bestia o un bandido y hacerla salir de su tienda… y a continuación rescatarla, como Florin, el guardabosques solitario, en cuanto se encuentre en la profundidad del bosque.
—¡Oye, muchacho! ¡No se la puede tocar! Si… —la voz de Delbossan reflejaba el horror que sentía.
—Puedo controlar mis apetitos, gracias, maese Delbossan —dijo Florin con firmeza—, y creo que me conoces lo bastante para estar seguro de que no voy a la caza de ninguna recompensa, que no voy a pedir un rescate.
—Pero, por todos los dioses ¿por qué ibas a querer verte mezclado en eso? Ella es…
—Del, jamás he visto a una mujer de la nobleza, y mucho menos hablado con una. ¡Y dices que es hermosa! ¡Sedas, terciopelo, afeites y modales elegantes!… ¡Y todo está aquí, no en la hedionda Suzail donde para lograr un atisbo de ella tendría que esquivar a medio centenar de celosos guardias!
—¡Pero si sufre algún daño, si se llega a pensar siquiera que le has puesto una mano encima, sea cual sea la verdad, muchacho, están en juego tu vida y también la mía! No me atrevo…
—¡Pues déjala que se muera de hambre en el camino a Espar porque tu calva tenía tantas ganas de un estofado de conejo!
El caballerizo negó con la cabeza y se desasió de la mano de Florin.
—Has perdido la chaveta, muchacho. ¡Estás rematadamente loco!
—Bueno… puede que lo esté. ¡Escúchame, Del! Yo… ¿No te acuerdas de cuando eras joven? Pues yo lo soy ahora, ¿entiendes?
La expresión de horror del caballerizo se acentuó.
—¿Lo que tú quieres es llevarte a la cama a la mitad de Espar sin que la otra mitad se ent…? —En ese momento, al ver que la expresión de Florin cambiaba por otra de sorpresa, Delbossan se puso rojo, cerró la boca, meneó la cabeza violentamente, y dándose la vuelta desanduvo a grandes zancadas el camino.
—¡Del! —le dijo Florin en un susurro perentorio cogiéndolo por un brazo—. ¡Del, escucha!
El caballerizo siguió caminando.
—¡Del! —repitió Florin al oído del hombre—. Tú mismo me enseñaste. Cuando era pequeño, con sonrisas, con manzanas y dejándome montar: tú me enseñaste. Soy un potrillo de tu cuadra y me mandaste al mundo para que viera las cosas a tu manera. Mis padres me dijeron lo que estaba bien y lo que estaba mal, es cierto, pero tú diste sentido a sus palabras al demostrarme que no querían embaucarme con discursos vacíos, y eso lo conseguiste sólo con ser tú mismo, me demostraste lo que significa ser de Cormyr. Sabes muy bien lo que soy capaz de hacer y de no hacer.
—Muchacho —dijo pesaroso—, tú eres lo que se dice un hombre «bien parecido» y odiaría ser la causa de que vosotros dos, los dos jóvenes, los dos empecinados, os arruinarais la vida por el hecho de estar juntos a solas. ¿Qué pasará si la dejas con un hijo? ¿Eh? ¿Entonces qué? Te lo repito: arruinaríamos su vida, pero tú y yo estaríamos acabados, así de claro. ¡Si no por la espada o por un decreto del rey, será por el arco o por una daga, cualquier noche, por orden de lord Corona de Plata!
—Terafolia —dijo Florin con firmeza rebuscando en un bolsillo de su cinturón. Le alargó las hojas a Delbossan para que las viera—. Sabes cuáles son sus efectos.
—Transforma a un semental en menos que un hombre —murmuró el caballerizo— y fresco, acabas de recogerlo.
—Así es, no lo hice pensando en esto, pero…
Delbossan miró al joven guardabosques.
—¿Te tomarías una infusión hecha con esto? ¿Una infusión preparada por mí y bajo mi supervisión?
Florin se metió la hoja más pequeña en la boca, masticó, abrió la boca para mostrarle el caballerizo la pasta que tenía en la lengua, tragó y abrió la boca otra vez para que él se cerciorara.
—¡Por todos los dioses! —murmuró Delbossan—. ¡Esa cantidad te privará de tu virilidad durante días! —Le echó a Florin una larga mirada—. ¿Y si ella sale corriendo y se rompe la crisma, o se la comen los lobos?
Florin desenvainó su daga.
—Esto la defenderá. No le pasará nada, y no le pediré dinero a su familia ni difundiré ningún infundio sobre ella. Lo juro por el Dragón Púrpura y por el honor de los Mano de Halcón. Lo juro por la Señora del Bosque a la que sirvo.
Esta última frase pareció difundirse entre los árboles, produciendo un eco extraño, y ante el asombro de Delbossan, por un momento las hojas brillaron por todas partes. El hombre contuvo la respiración al ver que el resplandor se desvanecía.
Florin parecía ajeno tanto a la luz como a la voz atronadora, pero seguía mirando al caballerizo sin pestañear.
—¿Y bien?
La cara de Delbossan se distendió en una repentina sonrisa.
—Muchacho, me empieza a parecer una idea fantástica. Pero me lo tienes que contar todo después.
Se cogieron de los antebrazos, como hacen los guerreros, y el caballerizo se inclinó hacia adelante.
—No hagas nada hasta que sea de noche —dijo con aire cómplice—, y después espera hasta que oigas roncar a los dos guardias…