En Venecia, en el barrio de Cannaregio, en los muelles de los Ormesini, se encuentra la vieja casa de mi familia. Es un edificio de color rojo oscuro, de dos pisos, del siglo XVII. Frente al portón hay un puente de hierro que atraviesa el rio de San Girolamo, un canal bastante grande.
Pues bien, mi infancia estuvo influenciada por esa casa y, en especial, por su mezza’. El mezza’ es una suerte de salón-galería de las viejas casas de los intermediarios comerciales, tan ancha como un salón, tan larga como un pasillo, y con una bóveda tan alta como las galerías de cuadros de las mansiones aristocráticas. El mezza’ se caracterizaba por tener dos ventanas triples en los extremos. Las nuestras daban al rio de San Girolamo a un lado y al otro al jardín interior.
Allí, en el mezza’, los intermediarios comerciales realizaban su trabajo. En un lado estaban los vendedores. En el otro los compradores. Los dos grupos estaban cerca de las ventanas opuestas, a la luz, pero, sobre todo, lo suficientemente lejos de los otros para poder discutir entre ellos y hablar con el intermediario sin poder ser oídos. Este iba de un lado a otro buscando sin cesar el compromiso, llevando propuestas, ofertas, rechazos y correcciones. En pocas palabras, tal y como indicaba su nombre, mediaba. Y a la vez que iba obteniendo resultados animaba a cada grupo a dar un pequeño paso hacia el otro. Al final, si el negocio se concluía, los vendedores y los compradores se reunían en el centro del mezza’ y se daban la mano.
Yo escuchaba fascinado cuando me hablaban de estas cosas. En esos años aprendí a amar la historia y, en especial, la de Venecia.
Desde la ventana que daba al rio de San Girolamo podía ver si llegaban niños para jugar a la pelota en el campo que estaba al otro lado del puente de hierro. Entonces bajaba corriendo, cruzaba el puente y me unía a ellos.
—Hace tiempo no podrías haberlo hecho libremente —me dijeron una vez.
Porque al otro lado de ese puente está el campo del Ghetto Nuovo.
A despecho de su nombre, el Ghetto Nuovo es el primer lugar europeo en que se decidió que los judíos debían vivir separados de los cristianos. Antes del edicto del 29 de marzo de 1516 no existía la palabra «gueto». Mejor dicho, existía, pero tanto en la forma getto como ghetto, en veneciano significaba fonderia, fundición. Así pues, en ese lugar había surgido la Fonderia Nuova.
¿Quién iba a imaginar que esa palabra, ghetto, iba a asumir un significado tan diferente y afirmarse como el lugar donde se circunscribía en cualquier ciudad de Europa a los judíos?
Nadie y, desde luego, no los venecianos de esa época.
Yo, por aquel entonces, además de la pelota empezaba a tener otro interés: las chicas. Y había una, en particular, que me gustaba mucho. Era una chica delgada, con el pelo oscuro, un poco rizado, y dos ojos grandes y profundos que me hacían enrojecer las pocas veces que miraban los míos.
No sé cómo se llamaba, pero vivía allí, en el campo del Ghetto Nuovo. El portón de su casa estaba bajo los pórticos, donde, antaño, se encontraban las casas de empeño.
En una ocasión la vi asomada a una ventana del cuarto piso que daba al rio del Ghetto Nuovo. Estaba recogiendo la ropa tendida a secar haciéndola resbalar por un hilo tendido hasta el edificio de enfrente. Esa noche, mientras soñaba con los ojos abiertos, pensé que habría dado cualquier cosa por vivir en él. Pensé que podría enganchar al hilo un mensaje de amor, sujeto con una pinza, de forma que, al día siguiente, la chica lo encontrase en medio de la colada. Imaginaba que entonces nos asomaríamos y que alargaríamos los brazos, casi de puntillas, hasta casi tocarnos. Porque los dos edificios estaban muy cerca.
Sin embargo, según me habían contado, en el pasado habían estado realmente lejos.
Entonces, sin darme por vencido, me imaginé lo que habría podido suceder en aquella época remota en la que ella habría estado encerrada y yo no. Tuve la certeza de que me habría convertido al judaísmo por amor.
Obviamente, no sabía que, en aquella época, la Inquisición quemaba en la plaza a los cristianos que se convertían al judaísmo. Tampoco sabía que las ventanas que daban al rio del Ghetto estaban tapiadas.
Pero creo que, aunque lo hubiese sabido, habría seguido soñando que podía salirme con la mía.
Esa emoción jamás me abandonó. No tenía nada que ver con los ideales de justicia, de moral, de política, de religión o de conciencia social. Era simplemente amor. El amor puro y turbador que es capaz de sentir un adolescente.
Por algún motivo, al cabo de todos estos años, tenía la necesidad de que esa historia, que nunca había sucedido, me sucediese de verdad.
Así que imaginé que esa chica se llamaba Giuditta.
Al igual que entonces, este libro no narra las condiciones en que vivían los judíos o los cristianos, sino tan solo la historia de un amor entre dos jóvenes que no conoce fronteras, convenciones, y que no puede encerrarse en un recinto.