—¡Coño, muchacho, me has engañado! ¡No te había reconocido! —dijo Isacco con la voz entrecortada bajo el peso del cuerpo de Mercurio—. ¡Que no se te ocurra morirte, porque, pese a ser judío, iré al infierno de los cristianos a darte patadas en el culo!
—¿Dónde… estamos…? —susurró Mercurio abriendo los ojos y viendo aturdido Venecia.
—Te llevo sobre la espalda, muchacho. Y pesas como un ternero —dijo Isacco—. Estoy debajo de ti, cargado como un mulo.
—¡Por aquí! ¡Por aquí! —señaló Zolfo, que caminaba delante de ellos.
—¡Sigue, yo los detendré! —le gritó Zuan arrastrándose a la cola del grupo.
Zolfo echó a correr costeando el canal.
—¿Qué… ha sucedido…? —preguntó Mercurio. Lanzó un gemido.
—¿Te duele? —preguntó Isacco.
—Sí…
—Bien —dijo Isacco—. Aprieta los dientes. Es una buena señal.
—¿Qué ha pasado…? —insistió Mercurio.
—Es fácil parlotear cuando se va a lomos del puerco —jadeó Isacco—, pero para el puerco no es tan fácil…
Mercurio tosió.
—Te he hecho reír, ¿eh? —dijo Isacco.
—No…
—Vamos, resiste, hemos llegado —anunció Isacco.
Al ver que Lanzafame se llevaba a Giuditta, Isacco había salido y se había reunido con ellos en la parte posterior del edificio. Giuditta lo había mirado con los ojos desmesuradamente abiertos, implorantes.
«Mercurio», había dicho. No había necesitado añadir nada más. Isacco había regresado a la sala mayor. Tras asegurarse de que el joven seguía con vida se lo había echado a la espalda con la ayuda de Zuan y de Zolfo. Y en ese momento se dirigía a toda prisa al muelle del rio de los Fuseri, en San Luca, donde Lanzafame le había dicho que lo esperaría hasta que pudiera.
Zolfo apareció al fondo de la calle de las Schiavine. Brincaba de un pie al otro.
—¡Vamos, daos prisa! —gritaba.
—¡Vete a hacer puñetas! —jadeó Isacco—. ¡Menuda prisa, coño! —Dio un golpecito a la cabeza de Mercurio—. ¿Sigues ahí, muchacho?
—Tengo fri… frío… —balbuceó Mercurio.
Aprovechando que pasaban por delante de una tienda sin vigilancia, Zuan cogió una schiavina, una de las gruesas mantas de lana que se fabricaban en esa zona, y tapó con ella a Mercurio.
—Hemos llegado —dijo Isacco—. No me abandones justo ahora, después de que casi me dejo la piel. Sería como echar todo el esfuerzo por la borda.
—Es usted… judío… doctor… —bromeó Mercurio.
—Eso es, así me gusta —dijo Isacco apretando el paso.
Mientras doblaban la esquina y llegaban al canal, Zuan vio que una joven los estaba siguiendo. Tenía el pelo cobrizo y una tez tan blanca y transparente como el alabastro. Tuvo la impresión de que era la muchacha que todos habían mencionado en el proceso asegurando que era la amante o la criada de cierto príncipe.
—Aquí estamos —dijo Isacco tras doblar la esquina vislumbrando la barca de Tonio y Berto, que estaba atracada en el puente de los Fuseri.
—¡Mercurio! —gritó Giuditta levantándose y corriendo hacia él.
Isacco estaba sin aliento. Bajó a Mercurio al suelo. Jadeaba tanto que no podía hablar. Zuan les dio alcance.
—Giuditta… —susurró Mercurio.
La joven se aproximó a él.
—Mercurio…
En ese momento uno de los soldados de Lanzafame dijo:
—¡Detente!
Todos se volvieron.
Benedetta miraba fijamente a Giuditta. Dio un paso hacia delante.
—¡Vete…! —exclamó Mercurio tratando de incorporarse.
Benedetta no lo miraba. Escrutaba a Giuditta con la boca abierta, como si quisiese decir algo.
Todos la miraban.
—Lo siento… —dijo Benedetta a Giuditta.
—¡No la escuches, Giuditta! —la advirtió Mercurio—. Vete, Benedetta… ¿No te basta con lo que has hecho? Echadla de aquí…
Benedetta no apartaba los ojos de Giuditta. Parecían dos heridas oscuras, preñadas de dolor.
Por eso Giuditta no podía dejar de mirarla. Apoyó una mano en el pecho de Mercurio, como si pretendiese decirle que se callara, y siguió mirando a su rival.
—Lo siento… —reiteró Benedetta en voz baja.
—¡No es cierto! —exclamó Mercurio, cada vez más débil, agarrando la mano de Giuditta e intentando sacudirla.
—Ya no puedo hacer nada… mírame… —dijo Benedetta volviéndose por un instante hacia Mercurio y abriendo los brazos, como si quisiese mostrar por completo su reciente miseria.
Giuditta asintió con la cabeza a Benedetta. Lentamente. Una sola vez.
Benedetta sintió que las lágrimas le saltaban a los ojos. Las contuvo. Asintió también, una sola vez, con el poco de dignidad que le quedaba y después dijo en un murmullo: —Gracias.
Giuditta la miró unos segundos más, sin rabia, sin rencor, y se sintió repentinamente libre. Se volvió hacia Mercurio y le sonrió llena de esperanza.
Cuando Benedetta vio lo unidos que estaban sintió una dolorosa punzada en el centro del pecho y empezó a recular poco a poco. Acto seguido se dio media vuelta y se marchó.
—Cargadlo en la barca, deprisa —dijo Lanzafame señalando a Mercurio.
Los soldados lo transportaron a la barca; después, Isacco, Giuditta, Zolfo y Zuan subieron también a bordo.
No obstante, Zolfo no dejaba de mirar a Benedetta, que se iba alejando. Mientras soltaban las amarras recordó cuando habían llegado todos juntos, procedentes de Roma. Recordó que Benedetta, en Mestre, cuando él había decidido seguir al hermano Amadeo, no había dudado, había saltado del barco y lo había seguido para tratar de salvarlo de las garras del fraile. Recordó que, por aquel entonces, Benedetta era una persona distinta, con una mirada diferente.
Entonces, movido por un impulso, bajó de un salto de la barca.
—Zolfo… ¿qué haces? —preguntó Mercurio, asombrado.
Zolfo lo miró y, por primera vez después de mucho tiempo, en sus ojos había un atisbo de esperanza. Quizás él y Benedetta podían volver a empezar juntos. Miró hacia la calle de los Fuseri. Benedetta caminaba a paso lento, encogida.
—Está sola, Mercurio —dijo cabeceando, como si se estuviese disculpando—. Me necesita…
Mercurio miró a Zolfo, conmovido.
—Ve… —le dijo.
Los ojos de Zolfo se empañaron.
—Gracias —susurró.
—Corre… —le dijo Mercurio sonriendo conmovido.
Zolfo sonrió a su vez y a continuación se dio media vuelta y echó a correr por el barro, seco por el verano. —¡Benedetta, espérame! —gritó.
Mercurio se volvió hacia Giuditta, que lo estaba mirando. Adivinó lo que la joven estaba pensando. También ella recordaba ese día, cuando habían llegado a Mestre y él se había tirado al agua dejándola en el barco de los héroes de la batalla de Marignano, porque quería quedarse con sus compañeros de viaje. Cabeceó y esbozó una sonrisa.
—No… esta vez no me tiraré al agua…
—En cualquier caso, no tienes fuerzas para hacerlo —apuntó Lanzafame riéndose mientras la barca se alejaba del muelle.
Mercurio no se rio. Miraba fijamente a Giuditta.
—Porque ahora sé cuál es mi sitio.
Giuditta le cogió una mano. Miró al fondo de la calle de los Fuseri, donde Zolfo había dado alcance a Benedetta. Estaban parados en medio de ella y parecían hablar animadamente.
—¿Y ahora qué harán? —preguntó Giuditta.
—Robarán…, estafarán… —contestó Mercurio en tono ligero y complacido. Se quitó la peluca con la falsa tonsura—. No sabemos hacer otra cosa…
—Deja que eche un vistazo —dijo Isacco—. ¿Te fías de un médico farsante?
—Más que de un auténtico médico… —contestó Mercurio tumbándose.
Isacco cortó la túnica en el costado con un cuchillo y examinó la herida. Sacudió la cabeza.
Los ojos de Giuditta se anegaron en lágrimas.
—¿Quién demonios te vendó? —preguntó Isacco.
—Yo —respondió Zuan.
—Más te vale seguir dedicándote al mar —refunfuñó Isacco.
Mientras tanto, la barca había tomado velocidad. Avanzaba con rapidez por el rio de San Moisè, de manera que llegaron al Canal Grande en un abrir y cerrar de ojos. Viraron a babor, en dirección a la Riva degli Schiavoni.
—Hay que volver a coser al muchacho y medicarlo —dijo Isacco a Lanzafame—. Tenemos que ir al hospital.
—Ni pensarlo, doctor —contestó el capitán.
—¡Sí, ahora mismo! —exclamó Giuditta.
—No —insistió Lanzafame—. No podemos cruzar Venecia contigo a bordo, ni hablar. Dentro de nada, cuando vean que no llegamos a la cárcel, se iniciará una batida de caza sin precedentes.
—Pero…
—Ni hablar —dijo secamente Lanzafame—. Ahora iremos al barco. Después el doctor irá con estos dos remeros a Mestre, cogerá lo que necesita y volverá. Es la única posibilidad de que no nos atrapen. Cualquier otro plan fallaría. —Miró a Mercurio—. ¿Correcto, muchacho?
—Desde luego… —Mercurio alzó la cabeza y se volvió hacia Tonio y Berto—. Ha llegado el momento de que demostréis quiénes sois —dijo, y con el poco aliento que le quedaba en la garganta intentó gritar—: ¡A los remos!
Tonio y Berto hicieron crujir los remos en el agua remando con todas sus fuerzas y arqueando sus espaldas vigorosas.
Cuando llegaron al astillero de Zuan casi no se detuvieron para que bajara su carga humana, partieron enseguida de nuevo con Isacco a bordo.
El grupo bajó a Mercurio en brazos. Giuditta no le soltaba la mano. Lo tumbaron en la toldilla de la embarcación.
Mosè aullaba alrededor de Mercurio, coleando lentamente, con el rabo entre las patas, a la vez que lamía el aire con la lengua.
Zuan había tenido el tiempo justo para embarcar en el barco a su vieja tripulación. Antes de que los bogadores hubiesen hundido los remos en el agua Tonio y Berto estaban ya de vuelta.
A bordo viajaba también Anna, pálida y asustada.
—No he podido mantenerla al margen, lo siento, muchacho —bromeó Isacco subiendo a la cubierta de la embarcación con la bolsa del instrumental y un saco en el que había metido hierbas medicinales y ungüentos.
Giuditta había permanecido en todo momento al lado de Mercurio, angustiada.
—Venecia ha enloquecido —dijo Tonio—. ¡Menuda confusión! La mitad de los venecianos quiere capturar a la bruja y la otra mitad estaría dispuesta a esconderla en su casa. Podría estallar una guerra civil.
Isacco abrió la bolsa del instrumental.
—Hijo mío —dijo Anna arrodillándose atemorizada al lado de Mercurio.
El joven esbozó una débil sonrisa.
Anna miró a Giuditta, a quien veía por primera vez. Pensó que era la muchacha por la que Mercurio había cambiado el mundo. Pensó que era una joven afortunada. Y también que, si no hubiese tenido en su día un hombre dispuesto a cambiar el mundo por ella la habría envidiado. En cambio, al ver cómo miraba a Mercurio, la leve sonrisa que se dibujaba en sus labios se ensanchó. Le abrió su corazón.
—Juro por Dios que si no lo salvas puedes dar por perdido el hospital —dijo Anna a Isacco.
—Cállate ya, pesada —le contestó Isacco con brusquedad—. Déjame trabajar en paz.
Anna se hizo la señal de la cruz, cerró los ojos y se puso a rezar.
Mercurio sintió que la aguja de sutura se hundía en su carne y lanzó un grito.
Mosè dio un brinco hacia atrás, asustado, y ladró.
—Eres un quejica, muchacho, pareces una mujer —comentó Isacco. Se volvió hacia Lanzafame y sus soldados—. No sabía que soy un carnicero.
Lanzafame se rio.
Mosè miraba a Isacco y gruñía quedamente.
—Tengo que darte más puntos, muchacho. Deja de lloriquear y aprieta los dientes —dijo Isacco introduciendo de nuevo la aguja y el hilo en el costado de Mercurio—. Y, por favor, decidle al perro que no me muerda.
—Quieto, Mosè… —dijo Mercurio. El perro se sentó a su lado y le lamió la cara. Mercurio sintió que la aguja le entraba en la carne, gimió y apretó la mano de Giuditta.
—Y no le rompas la mano a mi hija —añadió Isacco.
—Váyase a tomar por culo, doctor —dijo Mercurio.
Cuando hubo acabado Isacco extendió un ungüento de milenrama y cola de caballo en la herida para detener la hemorragia. A continuación le puso una compresa de raíz de bardana y caléndula para favorecer la cicatrización.
—¿Has mirado bien? —preguntó a Giuditta—. Deberás hacerlo todos los días hasta que la herida se haya curado.
Giuditta asintió con la cabeza.
Isacco le dio los tarros con el ungüento y la compresa, además de dos tarritos.
—Es incienso y garra del diablo —le dijo—. Los disuelves en una taza de caldo, o incluso en agua caliente. Sirve para combatir la fiebre.
—De acuerdo… —dijo Giuditta con un hilo de voz.
—No se está muriendo, niña mía —le dijo Isacco al oído—. Pero no se lo des a entender, porque, si no, se moverá demasiado pronto, ¿de acuerdo?
Giuditta estalló en sollozos y abrazó a Isacco.
—Oh, padre…
—¡Oh, hija! —la imitó Isacco separándose de ella—. ¿A qué vienen todas estas carantoñas? —Pero los ojos se le empañaron también. Con rabia, dio un puñetazo a la toldilla de la embarcación—. ¡Qué demonios! ¡Mírame! ¿Estás contenta? —Sorbió por la nariz, luego se pasó el dorso de la mano por los ojos, que lagrimeaban.
—Padre… —sonrió Giuditta llorando—, ¡eres un hombre rudo e insoportable! —Lo abrazó—. Pero te quiero tanto… tanto… —Se apartó—. ¿Así que no vendrás con nosotros?
Isacco miraba al suelo.
—Hija… yo…
—Cuando un pajarito aprende a volar abandona el nido. Así debe ser —dijo Mercurio.
—¿Qué estupideces dices, muchacho? —preguntó Isacco.
Mercurio se rio y miró a Anna, que se acercó a él y le acarició el pelo sudado.
Acto seguido alargó una mano y cogió la de Giuditta. La miró en silencio asintiendo con la cabeza.
Giuditta se había quedado rígida de repente, como si no supiera qué hacer, como si temiese el juicio de Anna.
—Mercurio me dijo que eras guapa, pero… —empezó a decir Anna. Se interrumpió enseguida. Alzó los ojos al cielo cabeceando—. ¡No sé qué decir! En estos momentos pensamos que debemos encontrar palabras especiales… —Sonrió apurada—. Incluso una mujer ignorante como yo piensa que puede… ¡Vete al infierno, Anna! —se dijo. Atrajo hacia sí a Giuditta—. Deja que te abrace, chiquilla. Deja que te abrace y basta.
Giuditta se abandonó entre sus brazos, azorada.
—No eres una niña, lo sé —le susurró Anna al oído. La apartó un poco y la miró a los ojos—. Es que nosotros estamos más asustados que vosotros… pequeños. Lo siento —le dijo con voz quebrada.
De improviso, Giuditta le besó en la mejilla. Tres veces.
—Uno por mi madre, porque nunca lo he podido hacer. Otro por mi abuela, porque me gustaría seguir haciéndolo. Y otro por la madre de Mercurio, porque sé lo mucho que te debo —le dijo.
Anna enrojeció, bajó la mirada y se volvió hacia Mercurio.
—Ahora estoy más tranquila —le dijo tratando de dominarse—. Ella cuidará de ti.
Giuditta sintió que se le encogía el estómago. Trató de contener las emociones que la sacudían.
Anna evitó su mirada, porque sabía que tampoco ella iba a poder soportar la emoción. Acarició casi con furia la frente de Mercurio. Después se puso seria.
—Estás ardiendo —dijo apesadumbrada.
—¡Faltaría más, tiene fiebre! —exclamó Isacco—. ¡Vaya un descubrimiento!
Anna miró a Giuditta.
—Qué suerte tienes de marcharte —le dijo—. Nosotros, en cambio, tendremos que convivir con él.
Giuditta se rio, pero unos segundos más tarde rompió de nuevo a llorar. Abrazó a su padre.
Isacco la estrechó contra su cuerpo.
—Eres mi niña —le dijo quedamente al oído—. Nunca lo olvides. Eres mi niña.
Giuditta sollozó.
—Lamento ser aguafiestas, pero si no empezamos a movernos nos encontrarán… —advirtió Lanzafame.
Isacco se separó de Giuditta y lo miró.
—¿Ha dicho «empezamos a movernos», capitán? —preguntó asombrado.
—He traicionado a Venecia, doctor —dijo Lanzafame—. No lamento haberlo hecho… pero, si he de ser franco, prefiero seguir teniendo la cabeza pegada al cuello varios años más. —Miró a Mercurio y a la chusma—. Además, esta gente necesita a alguien que sepa usar la espada.
Isacco sintió un profundo dolor.
—Así que hoy también lo pierdo a usted —dijo—. Siendo así, le confío a mi hija —añadió señalando a Giuditta.
Lanzafame asintió con la cabeza con aire grave.
—Estoy en deuda contigo, doctor. Me has curado.
—¿De qué? —preguntó Isacco, sorprendido.
—De la esclavitud del vino.
—Lo hizo todo usted, capitán —contestó Isacco.
—No —dijo Lanzafame—. Tú me diste el método.
—Un día a la vez… —Isacco sonrió y después asintió con la cabeza, complacido—. Funciona, ¿verdad?
—Funciona.
Los dos hombres se miraron prolongadamente, envueltos en el silencio general. Todos percibían la fuerza y la nobleza de la amistad que los unía.
—Cuélgate esto al cuello —dijo Zuan apareciendo de la nada y rompiendo el silencio. Mosè ladró alegremente.
Isacco se volvió y se quedó boquiabierto.
—No me lo puedo creer…
Zuan llevaba en la mano un cordón desgastado y ennegrecido por el tiempo y, colgado de él, un saquito de cuero aún más sucio.
—No me lo puedo creer… —repitió Isacco.
Giuditta sonrió tan asombrada como su padre.
—Tus medicinas no se pueden comparar con este amuleto —dijo ufano Zuan dirigiéndose a Isacco—. Lo hizo un verdadero médico con un par de huevos, a diferencia de ti. Gracias a él jamás he padecido el escorbuto en todos los años de navegación. Se llama…
—Qualonimus… —murmuró Isacco.
—Ah, veo que tú también lo conoces —dijo Zuan satisfecho. Se volvió hacia Mercurio—. Debes saber que este prodigioso amuleto fue creado por un médico que había recibido la última voluntad de una santa martirizada por los bárbaros y entonces…
—¿Cómo puedes creerte esas tonterías? —Isacco se rio.
—Yo me lo creo —terció Giuditta—. Padre, ¿no ves que Hashem nos está bendiciendo, nos está mandando una señal? —Sonrió—. Quizá sea el último Qualonimus que queda… y me recordará a ti. Ahora estoy segura de que estarás conmigo.
Isacco la abrazó sonriendo.
—Qué raro… pero deja en paz a Hashem —le dijo, bonachón—. No me gustaría que recuerde que soy un estafador —le susurró al oído.
Entretanto Zuan había colgado al cuello de Mercurio el amuleto que había enriquecido a Isacco durante muchos años.
—Apesta… —dijo Mercurio.
Isacco soltó una carcajada.
—Debe de ser el estiércol de cabra —explicó.
Giuditta le dio un codazo en la barriga.
De improviso, se hizo un gran silencio. El sol se estaba poniendo en los tejados de Venecia. Todos inclinaron la cabeza. Nadie habló ni volvió a sonreír.
Se les había acabado el tiempo.
—Tenéis que marcharos —dijo entonces Anna del Mercato—. Dentro de nada anochecerá.
Mercurio la miró a través de un velo de lágrimas.
Anna se acercó a él, le pasó un dedo por las cejas y lo besó.
—Estoy orgullosa de ti… padre Venceslao da Ugovizza. —Acto seguido se dio media vuelta, se encaminó hacia la escalera y fue la primera en bajar a tierra.
Isacco la siguió sin decir palabra.
—Doctor —dijo Mercurio—, pídale el dinero a Isaia Barucco, el usurero de Mestre. Me lo debe. Úselo para el hospital.
Isacco asintió con la cabeza, pese a que no lo había oído. Un pensamiento lo seguía atormentando. Retrocedió a toda prisa, se acercó a Giuditta y la aferró por los hombros.
—No hice mal trayéndote a Venecia, ¿verdad?
Giuditta se volvió hacia Mercurio.
—No, padre. Al contrario.
—Tu madre se sentiría orgullosa de ti —le dijo Isacco.
—Y está orgullosa de ti, padre —respondió Giuditta.
Isacco la besó por última vez, desembarcó y se reunió con Anna del Mercato.
El barco se alejó poco a poco del muelle.
La tripulación de Zuan izó las velas.
Los remeros, obedeciendo al ritmo que marcaban Tonio y Berto, hundieron los remos en el agua de la laguna.
Zuan se puso al timón.
Lanzafame se asomó por estribor.
Como si estuviera loco de alegría, Mosè se puso a correr girando sobre sí mismo en la cubierta del barco a la vez que ladraba.
—¡Quieto, idiota! —le gritó Zuan.
Crujiendo como los viejos huesos de su tripulación, la carraca Shira se alejó de la costa en dirección al mar.
Ninguno de los que viajaban a bordo sabía lo que le esperaba. Ninguno conocía el Nuevo Mundo ni sabía si arribarían a él y lo que encontrarían en caso de que lo hiciesen. Pero eran marineros y no morirían felices si no lo intentaban.
Cuando dejó de verse el astillero de Zuan a popa, Giuditta cogió una palangana con agua y un paño de lino y se sentó al lado de Mercurio.
—Qué feo estás, amor mío —le dijo. Luego empezó a quitarle delicadamente de la cara el maquillaje con el que se había caracterizado de padre Venceslao.
Mercurio sonrió, exhausto. Sus ojos brillaban de fiebre.
—Me gustaría poder reconocerte durante cierto tiempo —dijo Giuditta—, así que nada de disfraces. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Giuditta lo miró.
—Me has salvado la vida —susurró.
Mercurio la miraba con ternura. Tendió a duras penas una mano y cogió la de Giuditta. La estrechó. Tan débilmente que Giuditta se conmovió.
Tratando de contener las lágrimas, Giuditta miró hacia lo lejos desde la proa del barco. Recordó el día en que había llegado a Venecia. Cuando ella y su padre habían desembarcado del barco macedonio en la desembocadura del Po. Recordó el río que había aparecido ante sus ojos, tan misterioso como su futuro. Nunca se habría imaginado que experimentaría las mismas sensaciones en tan poco tiempo. Pero era así.
Escrutaba la oscuridad de la noche y veía el mar frente a ella, tan misterioso como su nuevo futuro. Sintió miedo por un momento, pero después bajó la mirada hacia Mercurio, que dormía con una expresión serena en el semblante y aún le estrechaba la mano, como si le estuviera diciendo que lo iban a conseguir.
Giuditta se sintió segura.
Alzó los ojos al cielo y a la noche, apuntó el índice hacia la estrella que conocía desde que era niña y dijo en voz baja: —Guíanos tú.