—La defensa tiene la palabra —anunció el secretario.
La multitud se volvió hacia el padre Venceslao.
Mercurio tenía la cabeza inclinada y estaba acodado a la mesa. Inmóvil.
También el Patriarca se volvió hacia él. Al igual que Giustiniani, con los ojos enrojecidos y velados por el dolor que le había causado la muerte de Scarabello.
Mercurio no se movía. Respiraba con dificultad.
Zolfo, que estaba en primera fila, se levantó preocupado.
—Siéntate, muchacho —dijo en voz baja Zuan a su lado mirando a Mercurio inquieto.
El público murmuró embarazado.
—Padre Venceslao —dijo exasperado el Patriarca—. ¿Y bien?
Mercurio apretó los dientes. Levantó la cabeza y asintió a duras penas. A continuación, agarrándose al borde de la mesa, se puso de pie. El esfuerzo lo dejó sin aliento. Miró a Giuditta.
La muchacha sonrió imperceptiblemente.
No, no sabía nada, pensó Mercurio. Esbozó una sonrisa dejando a la vista los dientes ennegrecidos por la brea. Después se volvió hacia la multitud. Interceptó la mirada inquieta de Zolfo. Asintió con la cabeza en dirección a él para tranquilizarlo. Hizo lo mismo con Zuan. Dio un paso. Sintió que las piernas apenas lo sostenían. Le dolía la herida. Esa mañana Zuan había apretado la venda. Le había dicho que no podía ir al proceso en ese estado. Mercurio lo había mirado sacudiendo la cabeza.
«Si tratas de detenerme hundiré tu barco con las últimas fuerzas que me restan, viejo», le había contestado. Después, con gran fatiga, se había maquillado de padre Venceslao, y Tonio y Berto lo habían llevado en barca al colegio canónico de los santos Cosma e Damiano.
Dio otro paso y miró al público.
El alegato del Santo había sido excepcional. Si bien disponía de poco, había conseguido instilar la duda en todos los presentes. A primeras horas de la mañana, cuando había llegado, Mercurio había percibido con claridad que tenía la victoria al alcance de la mano. La gente quería que Giuditta se salvase. Quizá solo por revancha contra el poder, contra lo que ya estaba escrito. Pero el alegato del Santo había estado tan inspirado, era tan pasional, tan violento, que el público se había quedado suspendido, como si se encontrase en medio de un puente, sin saber qué orilla elegir.
Mercurio miró a la gente y sonrió tratando de mostrar desenvoltura. Zuan le había dicho que hablase con el corazón. ¿Lo conseguiría? Ni siquiera sabía si iba a ser capaz de emitir su voz. La sonrisa se le evaporó de los labios. Sudaba. Temía que el sudor le corriese el maquillaje.
—Hermano Amadeo… —empezó a decir.
—¡Más fuerte! —gritó alguien en medio de la sala.
Mercurio se sintió vencer por la desesperación. Se aferró al borde de la mesa. En ciertos momentos se le empañaba la vista. Se volvió hacia Giuditta. Ella también lo miraba preocupada. Pese a que no sabía nada intuía que algo iba mal. Mercurio se asustó. No podía desistir. Apartó la mano de la mesa. Resuelto, dio un paso hacia delante, hacia el público. Sintió una punzada en el costado. Contuvo un gemido. Apretó los dientes.
—Hermano Amadeo —repitió forzando la voz. Volvió a sentir una dolorosa punzada en el costado—, habla tan bien que me gustaría oírlo de nuevo, desde el principio. —Sacudió la cabeza—. Me ha… acunado con sus palabras.
El público no entendía nada. Aguardaba en silencio.
—De verdad —prosiguió Mercurio—. Me ha acunado… —Señaló el lugar en el que antes estaba sentado—. Lo habéis visto, me he quedado dormido.
La multitud se rio divertida.
—No, no bromeo… —dijo Mercurio. Al moverse sintió que la herida del costado se abría con una punzada aguda. Apretó los dientes. Procuró que nadie se diese cuenta—. Estoy realmente admirado, hermano Amadeo —dijo al Santo, que lo miró con odio. Mercurio se puso a conversar de nuevo con la multitud a la vez que se acercaba a la jaula de Giuditta y se cogía a un barrote para mantenerse en pie—. Pensad qué memoria tan extraordinaria que tiene —dijo—. Todos los testigos que ha recordado… —Se volvió una vez más hacia el Santo—. Gracias. Gracias, de verdad —le dijo. Acto seguido cabeceó mirando a la gente—. Si he de ser franco, no recordaba uno solo de esos testigos…
El público se echó a reír de nuevo.
—Eso es, muchacho —dijo Zuan.
Zolfo escrutaba al hermano Amadeo. Se habían mirado antes y el Santo ni siquiera lo había saludado. Pero Zolfo no se lo había tomado a mal. El Santo ya no era nada para él, porque había reemprendido su vida. Cuando había arrojado el cadáver del judío a la laguna, Zolfo había pensado que la vida le ofrecía una nueva oportunidad.
—Mercurio es el mejor del mundo —dijo orgulloso a Zuan.
El viejo lo miró y asintió con la cabeza.
Mercurio miró a la gente en silencio. El dolor era ya tan agudo que lo dejaba sin aliento. Permaneció con la boca abierta con la esperanza de poder mantenerlos en suspense hasta que recuperase el habla. Apretaba el barrote de la jaula con una mano. Con la otra señalaba, uno a uno, a los presentes, como si ese gesto significase algo.
Y, a decir verdad, la multitud lo seguía en silencio. Cautivada.
—¿Cuál es el único testigo que todos recordamos? —preguntó, por fin, Mercurio haciendo un gran esfuerzo.
Muchos de los asistentes asintieron con la cabeza. Algunos hasta dijeron el nombre.
Mercurio, que aún no podía respirar, señaló a una mujer que había hablado y le hizo un ademán para que repitiera lo que había dicho.
—La amante del príncipe Contarini —dijo la mujer—. Ah, no… —corrigió dándose una palmada en la frente de manera teatral—, era solo la criada del príncipe.
La gente se echó a reír estruendosamente.
El Patriarca se ruborizó, pero no dijo nada. Apoyó las dos manos en los brazos del sillón dorado en que estaba sentado y los apretó encolerizado.
—¡Aquí está! —exclamó un hombre del público señalando un punto en la sala mayor.
La gente se volvió. Algunos se levantaron, otros se pusieron de puntillas alargando el cuello. Lo mismo hicieron el Patriarca y las personalidades que ocupaban el palco. Y también el Santo, Mercurio y Zolfo.
Benedetta sintió que los ojos de todos se clavaban en ella. Miró hacia Giuditta con la boca abierta, como si debiese decirle algo.
Mercurio se alertó.
Pero Benedetta no tenía rabia en los ojos y, en todo caso, no dijo nada. Retrocedió en silencio seguida de las miradas del público y salió de la sala mayor encogida, con la cabeza inclinada y luciendo un modesto vestido.
Zolfo sintió que se le encogía el corazón. Se precipitó hacia la salida abriéndose paso entre la multitud al mismo tiempo que el secretario gritaba: —¡Orden! ¡Orden!
Al llegar a la puerta del colegio canónico la buscó entre la gente que se apiñaba en la plazoleta, pero no la vio. Entonces, con una opresión cada vez mayor en el corazón, entró de nuevo y se sentó al lado de Zuan.
—¿La conoces? —le preguntó el viejo.
Zolfo lo escrutó.
—Puede —dijo en tono extraño. Asintió con la cabeza, ensimismado—. Puede…
—¡Orden! ¡Orden! —seguía gritando el secretario.
Entretanto, Mercurio había agarrado la barra con las dos manos. Se sentía desfallecer. La voz del secretario le retumbaba en los oídos, reverberada. Las caras de los presentes se iban desdibujando. El aire era irrespirable. El corazón le latía cada vez más lento. Cada vez más lejano. Tenía la frente perlada de sudor. Sentía que el maquillaje se estaba corriendo. La luz que entraba por las grandes ventanas ojivales se había transformado en una hoja dolorosa.
Se volvió hacia Giuditta con los ojos y la boca abiertos. Jadeó.
—¿Qué sucede? —preguntó Giuditta repentinamente preocupada acercándose a él al otro lado de los barrotes.
Mercurio cabeceó.
En la sala mayor se había instalado un silencio innatural. Todos miraban la extraña figura del dominico agarrado a la jaula de la acusada, casi doblado en dos, mientras sus manos resbalaban poco a poco hacia abajo por los barrotes.
—Lo… siento… —susurró Mercurio.
Giuditta, que lo observaba espantada, bajó la mirada. Lo que vio la asustó aún más.
—Amor mío… —susurró y después todos los presentes vieron que tendía una mano hacia él, a la altura del costado izquierdo.
—Lo… siento… —repitió Mercurio soltando los barrotes. Dio un paso vacilante hacia atrás.
Todos pudieron ver que en el punto en que había apoyado la mano Giuditta había una gran mancha roja que se iba agrandando en la túnica blanca.
Mercurio hizo una especie de pirueta y cayó de rodillas.
La multitud contuvo la respiración.
Giuditta se tapó la boca con una mano, sus ojos se anegaron en lágrimas.
—Muchacho… —dijo Zuan.
—Mercurio… —dijo Zolfo.
Pese a que el dolor aún lo cegaba, Giustiniani se puso lentamente de pie.
Por un instante el tiempo pareció detenerse.
Y en ese instante el Santo se puso de pie de un salto apuntando a Giuditta con un dedo y alzando la otra mano para mostrar el estigma que tenía en la palma.
—¡Bruja! —gritó—. ¡Hija de Satanás!
El público lo miró y después se volvió hacia Giuditta.
La joven miraba a Mercurio sacudiendo la cabeza.
—¡Hija de Satanás! —gritó una vez más el Santo—. ¡Te adueñaste también del alma de este buen siervo de Dios para que te salvase! ¡Lo embrujaste también a él!
La multitud empezó a soliviantarse.
Giuditta miró a la gente y se apartó la mano de la boca. Tenía sangre de Mercurio en los labios.
—¡Te has apoderado incluso de su sangre! —gritó el Santo a pleno pulmón.
La multitud enloqueció. Olvidó todo. Olvidó lo que había pensado hasta hacía unos instantes y gritó con el Santo: —¡Bruja! ¡Puta de Satanás! ¡Arderás en el infierno! ¡A la hoguera! ¡A la hoguera!
Mercurio se volvió hacia Lanzafame que, al igual que sus soldados, había desenvainado la espada y se había apostado al lado de la jaula para protegerla.
—Capitán… —lo llamó.
Lanzafame lo miró.
El maquillaje de Mercurio se estaba corriendo.
—Ahora o nunca, capitán —dijo.
—Pero tú… —dijo Lanzafame reconociéndolo.
—Ahora o nunca más —repitió Mercurio—. Sáquela de aquí… El barco os espera… ya sabe dónde…
—Sí, lo sé —corroboró Lanzafame.
—Marchaos… —jadeó Mercurio luchando contra sus ojos, que querían cerrarse.
—¡Mercurio! —gritó Giuditta.
—Sálvela… —dijo de nuevo Mercurio a Lanzafame.
El capitán abrió la jaula.
—¡Protección! —ordenó a sus hombres mientras los primeros exaltados trataban de forzar el bloqueo de los guardias ducales—. Vamos, Giuditta —dijo cogiéndola del brazo.
—¿Qué hace? —gritó el Patriarca poniéndose de pie. Cuando se disponía a ordenar a los guardias que los detuvieran, Giustiniani, saliendo de la postración que le causaba el dolor, le agarró una muñeca.
—¿Qué hace usted, Patriarca? —preguntó iracundo—. ¿Quiere que la linchen?
El Patriarca miró desconcertado la mano de Giustiniani que sujetaba la suya.
—¿Cómo se permite?
—¡Siéntese! —le dijo Giustiniani con tal ímpetu que el Patriarca se apresuró a obedecerlo. El aristócrata se volvió hacia Lanzafame—. ¡Fuera! ¡Sacadla de aquí! —gritó. Acto seguido apuntó con un dedo al comandante de la guardia ducal—. ¡No dejéis pasar a nadie!
Lanzafame abrazó más estrechamente a Giuditta. Se volvió hacia Mercurio.
—Muchacho…
—Marchaos… —dijo con un hilo de voz Mercurio, que seguía arrodillado, cabeceando ya sin fuerza y con la mirada velada.
—¡Mercurio, no! —gritó Giuditta.
—¡Vamos! —ordenó Lanzafame cogiendo a Giuditta para sacarla de la sala.
—¡No! ¡No! —gritaba la joven.
Mercurio se volvió a mirarla. Intentó sonreírle, pero un gran resplandor lo cegó de improviso y unos segundos antes de que Giuditta desapareciese por la puerta lateral cayó de bruces al suelo.
Los ruidos, los estrépitos, los miedos enmudecieron.
El mundo entero calló. Y se tiñó de negro.