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La barca de Tonio y Berto atracó al lado del astillero de Zuan dell’Olmo en plena noche. Mercurio bajó dando un salto. Sus pies se hundieron en el lodo de la orilla. Tonio lo siguió de inmediato, en tanto que Berto ataba un cabo de la barca a un palo.

Pese a lo tarde que era el astillero estaba iluminado por numerosas hogueras y se oían canciones groseras.

Cuando Mercurio, Tonio y Berto estuvieron lo suficientemente lejos de la barca, Zolfo salió de debajo de la cubierta de la bañera de proa, bajó a tierra y se encaminó también hacia el astillero. Pero procedía con precaución, pasando de una esquina a otra de los cobertizos que había en la zona, agachándose detrás de las vallas de los huertos, escondiéndose detrás de los árboles. No temía que Mercurio lo descubriera. No era la presa, sino el depredador. Estaba cazando. No miraba hacia el astillero, trataba de entender de dónde podía espiarlo una persona.

Porque Zolfo estaba buscando al comerciante judío que había matado a Ercole.

Después de tanto tiempo había comprendido, por fin, que no odiaba a los judíos sino solo a ese hombre. Si hubiera sido turco, musulmán o cristiano habría sido lo mismo. Odiaba exclusivamente al asesino de Ercole y agradecía al cielo y al destino que aún estuviese vivo. Porque había aclarado sus ideas y tenía un objetivo.

Se agachó en un rincón oscuro y aguardó.

A cierta distancia, en la rampa del astillero, veía unas hogueras, gente, mucha gente que bebía y festejaba un gran barco que se balanceaba perezosamente en el agua.

—Habéis hecho un trabajo extraordinario —dijo Mercurio a Zuan admirando la quilla brillante de la embarcación, sus palos derechos, las velas recogidas en las vergas.

Mosè lo recibió ladrando alegremente.

Zuan bebió un largo sorbo de una jarra de vino y después se la pasó a Mercurio.

—No bebo, gracias —le contestó el joven. Luego miró en derredor. Vio muchos hombres de cierta edad—. ¿Dónde está la tripulación?

Zuan le señaló a los hombres que Mercurio estaba mirando.

—Parece un asilo —dijo Mercurio.

En lugar de ofenderse, Zuan se echó a reír.

—Son los marineros más expertos de toda Venecia —afirmó.

Mercurio seguía mirándolos, preocupado.

—No lo dudo. Con los años que tienen si no son expertos…

Zuan se volvió a reír. Había bebido un poco. Alzó la jarra hacia sus hombres y estos le respondieron levantando las suyas. Acto seguido Zuan se volvió hacia Mercurio.

—Son marineros que han navegado en el mar creyendo que el mundo acababa allí… —señaló un punto en Occidente—, en el horizonte del océano… Luego, en cambio, resultó que allí había un Nuevo Mundo… —Señaló a los hombres—. Míralos, estarían dispuestos a pagar por poderlo ver. Están contentos como niños. Pese a los achaques de la edad, no encontrarás una tripulación mejor. La alegría es como el viento en popa…

—¿Quién te dice que nos dirigiremos al Nuevo Mundo?

—Muchacho, el lío que estás organizando es tal que no podrás pararte en África ni en Turquía, ni siquiera en China —dijo Zuan risueño—. Menudo follón.

—¿El barco podrá? —preguntó Mercurio.

Shira nos llevará a donde le digamos que nos lleve —contestó Zuan ufano.

¿Shira? —dijo Mercurio al oír por primera vez el nombre del barco—. ¿Qué clase de nombre es? ¿Qué significa?

—No lo sé —contestó Zuan—. Pero no se te ocurra cambiarlo. Trae mala suerte. Sería como arrebatarle el alma.

—Si lo dices tú —dijo Mercurio encogiéndose de hombros.

Zuan se rio.

—Ayer, mientras lo metíamos en el agua, Mosè levantó una pata y meó encima de él. —Se volvió hacia el perro y le dio una cordial palmadita en la cabeza—. Trae suerte.

Mosè ladró alegremente.

—Idiota —le dijo Zuan.

Mosè ladró aún más fuerte.

Zuan y Mercurio se echaron a reír.

—¿Mañana? —preguntó luego Zuan.

—No lo sé, viejo. En cualquier caso di a tus hombres que estén preparados.

—Lo estarán —dijo Zuan. Acto seguido se volvió hacia los marineros—. ¡Borrachos! —gritó—. ¡Marchaos a casa! Y los que aún podáis, follaos a vuestras mujeres esta noche. ¡Pasaréis un poco de tiempo sin ver una!

Se oyó un coro de carcajadas. Después los marineros se encaminaron hacia sus casas. Muchos de ellos trastabillaban.

—Te repito que parece un asilo —dijo Mercurio.

—Un marinero se juzga en el mar, no en tierra firme —afirmó Zuan—. Y tú del mar no entiendes un carajo… repito.

Mercurio sonrió. Hizo un ademán a Tonio y a Berto para cerciorarse de que al día siguiente, como todos, también estarían en el trayecto que realizaban Giuditta y Lanzafame. Después se despidieron.

Cuando el astillero quedó desierto, Mercurio y Zuan bajaron por la rampa y se quedaron de pie contemplando el barco.

—Bonito, ¿verdad? —dijo Zuan con orgullo.

Mercurio asintió con la cabeza, muy serio.

—Sí —dijo—. Es precioso.

—La gente dice que la judía puede salir bien parada —comentó Zuan.

—¿Quieres dejar de llamarla «la judía»? —dijo Mercurio.

—¿No es judía?

Mercurio cabeceó.

—De acuerdo, llámala como quieras, viejo demonio. —Lo miró—. ¿Qué significa eso de que saldrá bien parada? ¿La consideran culpable o inocente?

—De vez en cuando me sorprende ver lo tonto que eres, muchacho —dijo Zuan suspirando—. A la gente no le interesa averiguar si la judía es inocente o culpable, como tampoco si una cosa es verdadera o falsa. Todos saben que este proceso es una payasada…

—¿Entonces?

—El pueblo comprendió hace ya mucho tiempo que la justicia es una imbecilidad que se inventó para los crédulos.

—De acuerdo. ¿Y qué? —preguntó Mercurio.

—Pues que apuestan sobre las probabilidades que tiene la judía de salir del apuro.

—Apuestan… —repitió Mercurio con una punta de amargura en la voz.

—Por supuesto —dijo Zuan—. Hacerlo es de sabios.

—¿De sabios? —preguntó Mercurio sarcásticamente.

—De sabios, sí, mi querido sabihondo. Cuando eres un muerto de hambre tu vida depende de un tiro de dados…, así pues, es mucho más sabio no tomársela demasiado en serio. —Se volvió hacia Mercurio. Vio que la inquietud empañaba sus ojos. Le dio una palmada en el hombro—. La gente siente más simpatía por el padre Venceslao que por ese fanático del Santo. Eso cuenta mucho.

Mercurio respiró hondo, como si jadease.

Zuan sonrió.

—Está resuelto. Ten confianza.

—Sí… —dijo Mercurio con un hilo de voz.

—¿Sabes ya lo que dirás mañana? —le preguntó Zuan.

—Más o menos…

—Habla con el corazón, muchacho. Habla a la gente. No es una cuestión de justicia. Enardécelos. Ponlos de tu parte. Ese es el juego. Si logras su apoyo, los poderosos no podrán salirse con la suya.

—Sí…

—Sí una mierda. No has oído nada de lo que te he dicho, ¿verdad?

—No —contestó Mercurio riéndose—. Disculpa.

—Que te den por culo, muchacho —dijo Zuan—. Me voy a dormir.

—No te enfades…

—Vamos, Mosè —dijo el viejo marinero dirigiéndose hacia la casucha—. Tú también deberías acostarte, muchacho. Mañana será un día difícil.

—No tengo sueño.

—Entonces repito: a tomar por culo —dijo Zuan riéndose.

También Mercurio se rio. Después se sentó en el borde del astillero y permaneció allí, balanceando las piernas, mirando su barco.

Shira —dijo en voz baja—. Me gusta. —Miró la quilla brillante de la embarcación. Trató de sonreír, pero sentía el peso del día siguiente sobre los hombros. Tenía miedo de fracasar, de no lograr salvar a Giuditta. Todo dependía de él. Se llevó una mano al pecho. Inspiró hondo. Desvió la mirada un poco hacia la izquierda, hacia la laguna. La luna llena dibujaba el contorno de la isla de San Michele—. Coño, aún no he aprendido a rezar, arcángel Michele… —dijo. Se dio una palmada en la pierna a la vez que alzaba los ojos—. Disculpa, no quería decir «coño»… —Miró de nuevo la isla—. Ayúdame —añadió.

Oyó un ruido detrás de él. No se volvió.

—¿Tú tampoco puedes conciliar el sueño, viejo de mil demonios? —preguntó.

Nadie contestó.

Mercurio se volvió alarmado. Escudriñó en la noche, aclarada por la luna llena y por las hogueras que se iban apagando poco a poco. No vio a nadie. Exhaló un suspiro. Se volvió de nuevo hacia el barco.

Oyó otro ruido a su espalda.

Se levantó de golpe. El astillero estaba desierto, pero Mercurio se sentía inquieto. Alarmado. «Cálmate», se dijo. Se volvió hacia la chabola de Zuan. Pensó que debía tratar de dormir. El viejo tenía razón.

Subió la rampa con la cabeza gacha, pensativo.

De repente, en lo alto de la rampa, vio dos botas negras.

Saltó hacia atrás asustado.

Pero no fue lo bastante rápido.

Una hoja resplandeció en la oscuridad. Veloz como el zarpazo de un gato.

Mercurio sintió un golpe en el costado izquierdo, como un puñetazo. Después un calor, como si hubiera prendido fuego. Luego un dolor que debilitaba sus piernas y le ofuscaba la vista. Se dio cuenta de que iba a caerse si algo no lo sujetaba. Comprendió que el hombre lo había apuñalado, y que en ese momento estaba girando la hoja en su cuerpo. Trató de verlo pero no pudo. La noche se había llenado de mil resplandores.

El hombre le sacó la hoja y Mercurio cayó al suelo como un saco.

No podía moverse. No podía escapar. No podía pensar.

El hombre se abalanzó sobre él y se quitó la capucha negra.

Pero Mercurio no lo veía.

El hombre emitió un sonido aterrador, una especie de silbido, e inclinó la cara.

Mercurio lo reconoció.

—Tú… —balbuceó—. No… estás… muerto… No… te… maté… —dijo Mercurio.

Vio que Shimon alzaba el cuchillo.

En ese momento oyó un gruñido feroz.

Mosè dio un salto y mordió el brazo de Shimon.

El puñal cayó al suelo.

Shimon, con una expresión de dolor y rabia en la cara, cogió al perro por el cuello y la cola. Lo levantó del suelo, giró sobre sí mismo y lo lanzó a uno de los montantes del astillero.

Mosè voló por el aire y chocó con violencia con el grueso palo cuadrado de madera de haya. Se oyó un ruido de huesos, un golpe, un aullido.

Shimon se arrepintió de no haber matado al perro. Había cometido un error al salvarlo. No le quedaba más remedio que liquidarlo. Se volvió para coger el puñal.

Entonces se encontró frente a la cara de un muchacho, contraída por el odio.

—Bastardo —le dijo Zolfo al mismo tiempo que le clavaba un puñal en el estómago—. Bastardo —repitió sacando el arma y hundiéndola en la barriga.

Shimon abrió desmesuradamente los ojos. Aún no sentía el dolor. Solo estaba vencido por el estupor. «No», pensó volviéndose hacia Mercurio, quien intentaba levantarse del suelo. Sintió que la hoja del puñal le entraba en la espalda. «No», pensó a la vez que se desplomaba casi encima de Mercurio.

—Bastardo… bastardo… —repetía Zolfo llorando, babeando, gruñendo como un animal rabioso, y seguía clavando el cuchillo en el cuerpo de Shimon.

—Basta… —dijo Mercurio alargando una mano hacia él—. Basta… Zolfo… detente…

Zolfo dio un paso hacia atrás. La luz de la luna hacía brillar la sangre que tenía en las manos. Dejó caer el cuchillo al suelo y, por fin, rompió a llorar. Como no había vuelto a hacer desde la muerte de Ercole. Como un niño.

—Zolfo… —dijo Mercurio quedamente. No supo añadir nada más. Se volvió hacia Shimon, que lo estaba mirando, un hilo de sangre manaba de su boca. Se acercó a él—. Perdóname… —le dijo—. Perdóname…

Shimon lo miró atónito. No le asustaba morir. Se preguntó si todo sería tan sencillo. Sintió que una gran paz y un silencio reconfortante acudían a él para llevárselo. Intentó hacer emerger de la niebla los rasgos de Mercurio, pero, de improviso, comprendió que el joven que había sido el objetivo de su vida ya no le importaba nada. En su corazón reinaba un gran silencio, por fin. Sonrió. Después murió.

En la noche solo se oía el llanto quedo de Zolfo.

—Me… has salvado… —dijo Mercurio.

Zolfo lo miró como si no entendiese lo que estaba diciendo.

—¿Yo? —preguntó.

Mercurio se llevó una mano al costado. La apoyó en la herida. Gimió. Acto seguido señaló el cadáver de Shimon.

—Tenemos que hacerlo desaparecer —dijo.

Zolfo asintió mecánicamente sin dejar de mirarse las manos empapadas de sangre.

—¿Qué ocurre? —preguntó Zuan apareciendo en la puerta de su chabola.

—Nada —contestó Mercurio.

—¿Mosè está ahí? ¿Está bien? —preguntó el viejo en tono angustiado—. He soñado que…

Mercurio vio que Mosè se levantaba cojeando.

—He soñado que aullaba…

—Está bien —dijo Mercurio—. Ha peleado… con un gato…

—Estúpido perro —rezongó Zuan. Mientras entraba en la casa añadió—: Ven a dormir, muchacho.

—Sí…