89

Esa noche, en el hospital, la atmósfera era de suma excitación e inquietud.

—Mañana —repetía Isacco, incapaz de añadir nada más. Con todo, sus ojos resplandecían esperanzados.

—¿Cómo está Giuditta? —preguntó Mercurio a Lanzafame—. ¿Cómo se ha tomado lo que ha ocurrido?

—Bien —dijo el capitán—. Te manda saludos. Tiene confianza. Por primera vez desde que la arrestaron la veo confiada. Cambió el día en que el imbécil de su defensor fue a verla… Pretendía convertirla. Lo oí con mis propios oídos. Luego la abofeteó, le hizo sangrar un labio…

—Pero después lanzó un ataque impresionante contra esa puta de… —Isacco se tapó la boca con una mano mirando a las prostitutas que estaban a su alrededor—. Perdonad —dijo.

Repubblica se rio con su voz sensual.

—Esas son las verdaderas putas —dijo Cardinale muy seria.

Todas sus compañeras asintieron con la cabeza.

—Pero después la salvó —apuntó Lanzafame—, y permitió que ese Santo endemoniado hiciese su juego. No me fío.

—No se entiende si es astuto o un gran idiota —dijo Isacco.

—No se esperaba la jugada del hermano Amadeo —afirmó Mercurio, sombrío—. Se veía a la legua. No sabía quién era esa mujer…

—Podía ser cualquiera. Pero ¿la viste? —dijo Lanzafame agitando un puño en el aire—. La torturaron. Si se lo hubiesen ordenado habría sido capaz de decir que el príncipe Contarini es un Adonis.

—Los demás testimonios no valen mucho, en mi opinión, es cierto —dijo Isacco con firmeza—. Antes no habría apostado nada por ella, pero ahora… el pueblo está comenzando a razonar con la cabeza.

—En ese caso debemos preocuparnos —dijo Mercurio.

Anna soltó una carcajada.

—¿Es hora? ¿Tienes que marcharte? —le preguntó.

—Sí… —dijo él.

—¿Cómo va la reparación del barco? —preguntó.

Mercurio se volvió hacia Isacco y lo señaló.

—Gracias al armador griego Karisteas está prácticamente acabada —explicó—. Mañana pondrán a punto las velas y el barco estará listo para zarpar.

Anna miró a Isacco.

—Resulta usted cómico sin la barba —dijo.

Isacco esbozó una sonrisa.

—Esa gente…, los obreros del Arsenal, en fin… son asombrosos. —Se volvió hacia Lanzafame—. ¿Sabe quiénes son los cafalates, capitán?

Calafates —lo corrigió Mercurio.

Lanzafame se echó a reír.

—Da igual, no te hagas el sabihondo conmigo, muchacho —dijo Isacco, a continuación se dirigió de nuevo al capitán—. En fin, ¿sabe quiénes son?

—Lo estás haciendo revivir, pobre hombre —dijo Anna a Mercurio al oído—. Creía que se iba a poner enfermo… En cambio, el barco lo ha absorbido por completo. Tonio y Berto me han dicho que hasta da órdenes estrictas al capataz Tagliafico. Dicen que parece un auténtico armador.

Mercurio se rio.

—Vaya, para ser un médico sabe actuar.

Anna lo cogió del brazo y salieron del hospital. Apenas estuvieron fuera la mujer se detuvo.

—¿De verdad crees que soy tan estúpida? —le preguntó.

—¿A qué te refieres? —dijo Mercurio.

Anna miró hacia el hospital. Isacco seguía hablando del barco con Lanzafame.

—Ningún médico tiene los ojos tan vivos —afirmó—. Y tú y él os entendéis demasiado bien. Creo que sois de la misma calaña…

—¿Eso piensas? —preguntó Mercurio fingiendo asombro.

Anna lo miró sonriendo. Después le alborotó el pelo.

—Reconozco que sabes mentir… —dijo.

Mercurio se echó a reír.

Anna miró el cielo tachonado de estrellas. Las cigarras entonaban su monótona canción. Se puso seria.

—Todo irá bien —le dijo.

Mercurio no contestó.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Anna.

—Por Giuditta —respondió Mercurio.

Anna lo miró.

—No es malo tener miedo —dijo—. Yo en tu lugar… me cagaría encima.

Mercurio asintió con la cabeza.

—Me estoy cagando encima.

Anna le cogió una mano.

—Eres especial, nunca lo olvides. —Le acarició una mejilla—. Y a las personas especiales solo les suceden cosas especiales. Todo irá bien, ya lo verás.

—¿Lo dices porque lo piensas o porque lo esperas?

Anna lo miró seriamente con sus grandes ojos comprensivos y cálidos.

—Todo irá bien —reiteró.

—Si logramos escapar… ¿vendrás con nosotros? —le preguntó Mercurio.

—Nada de «si» —dijo Anna—. Lograréis escapar.

—No has contestado a mi pregunta.

Anna bajó la mirada, después la alzó de nuevo hacia Mercurio. Sacudió levemente la cabeza.

—No…

—Pero tú eres…, tú eres mi… —protestó Mercurio, sin poder acabar la frase.

Anna le acarició la cara, conmovida.

—Sí, soy tu madre —dijo orgullosa—. Y nunca dejaré de bendecirte por la alegría que me has regalado.

—¿Entonces?

—Entonces siempre seré tu madre. Siempre.

—Pero…

Anna le tapó la boca con una mano.

—Seré siempre tu madre y estaré siempre aquí, para ti, suceda lo que suceda. —Lo escrutó—. Seré tu madre incluso cuando esté muerta. —Le tocó el tórax, donde estaba el corazón—. Y estaré siempre aquí.

Mercurio volvió la cabeza.

Anna le cogió la cara entre las manos.

—Escúchame. Este es mi mundo. No me veo viviendo en ningún otro sitio…

Mercurio apartó de nuevo la cabeza.

Anna la retuvo otra vez.

—Mírame —le dijo.

Mercurio la miró. Tenía los ojos brillantes.

—Cuando un pajarito aprende a volar abandona el nido —le dijo Anna en el tono afectuoso que llegaba a lo más hondo—. Así debe ser. —Sus ojos se colmaron de amor y ternura—. Cuando llegaste ya sabías volar… —le sonrió conmovida—, pero nunca habías tenido un nido.

Mercurio notó que estaba a punto de echarse a llorar.

Pero Anna lo contuvo.

—Déjalo ya, vamos. Mírame, por favor. Y si tienes ganas de llorar… ¡llora, qué coño! —exclamó—. Y resígnate a la idea de que tu madre no sea una gran señora.

Mercurio se rio. Mientras lo hacía sus ojos se empañaron.

—Tú y Giuditta tenéis toda la vida por delante. Cogedla. Sin dudar. Es vuestra. —Sujetó a Mercurio por los hombros—. Te corresponde, muchacho. ¿Lo entiendes?

Mercurio asintió suavemente con la cabeza.

—Quiero que lo digas —dijo Anna.

—¿Qué?

—No te hagas el tonto. Quiero que digas que te corresponde.

—Me… corresponde…

—Parece que lo preguntas. Que pides permiso. No me obligues a soltar más palabrotas.

Las lágrimas surcaban las mejillas de Mercurio.

—¡Dilo!

—¡Me corresponde, hostia!

Anna se echó a reír y lo abrazó.

—Así, muchacho. Así. —Le acarició el pelo y le enjugó las lágrimas—. Yo estaré siempre. Jamás lo dudes. Siempre.

—Siempre —susurró Mercurio.

—Sí, siempre.

Permanecieron unos minutos en silencio. Después Anna lo atrajo hacia ella y lo abrazó.

—Abrázame fuerte —le dijo.

Mercurio la estrechó entre sus brazos.

—No puedo contener las lágrimas —sollozó.

—Menos mal —susurró Anna—. Menos mal, cariño. —Le acarició los hombros y el pelo—. De vez en cuando recuerda que eres un muchacho —le dijo. Lo apartó y le levantó la cara hacia ella—. ¿Me lo prometes?

Mercurio asintió con la cabeza y sorbió por la nariz.

Anna sonrió y le pasó una manga del vestido por encima de los labios.

—¡Qué asco! —protestó Mercurio.

—No me das ningún asco —dijo Anna—. Es como si fueras sangre de mi sangre…, de manera que tus mocos son también míos.

Mercurio se rio.

—Qué guapo eres, niño mío —le dijo Anna. Lo cogió de la mano y lo llevó a la casa. Al llegar a ella se asomó a la puerta y preguntó—: Tonio, Berto, ¿habéis acabado de comer?

—Sí, aquí estamos —contestó Tonio con la boca llena.

Mercurio se enjugó a toda prisa las lágrimas.

Anna lo miró.

—No se nota que has llorado, tranquilo.

Mercurio le sonrió.

—Porque es de noche.

Anna se rio mientras Tonio y Berto aparecían en la puerta.

—Aquí nos tienes, estamos listos.

—¿Tenéis una buena tripulación? —preguntó Anna—. ¿Puedo fiarme?

—Hemos reclutado a los mejores remeros de la zona, señora —contestó Tonio—. Esa carraca irá como la seda.

—Bien —dijo Anna—. ¿Y los marineros?

Tonio y Berto se encogieron de hombros.

—Zuan me ha dicho que ha llamado a todos sus compañeros de viaje —dijo Mercurio.

—Ah, bueno… —dijo Anna. Se había quedado sin palabras.

Mercurio la miró embarazado.

—Entonces…

Tonio y Berto estaban cohibidos.

—Bueno, nosotros te esperamos en el barco —dijeron, y se encaminaron hacia el canal.

—No es un adiós —dijo Anna—. Vete. Y recuerda: yo estaré…

—Siempre —concluyó Mercurio.

—Sí. Siempre.

Mercurio se marchó apretando el paso. No sabía si la volvería a ver. Sintió una punzada en el centro del pecho, como si el esternón se estuviese rompiendo. Respiró hondo.

—¡Esperadme! —gritó y echó a correr para dar alcance a Tonio y Berto, porque no quería estar solo ni un instante.

Los dos gigantes se volvieron y lo esperaron.

Ninguno de ellos vio la figura que los precedía en dirección a la barca, subía a bordo de ella y se escondía bajo una manta en la bañera de proa.

Tonio, Berto y Mercurio subieron a la embarcación, soltaron las amarras y se dirigieron al centro del canal sin saber que llevaban un pasajero clandestino. Tras dar unos cuantos golpes de remo se cruzaron con una góndola cubierta. Las dos embarcaciones se rozaron.

Mercurio miró la góndola. Vio solo una mano que aferraba el borde superior de la puerta de la parte que estaba cubierta. Le pareció ver un anillo, una suerte de blasón, iluminado por la luz de la luna llena. Un águila con dos cabezas.

—¿Quién será? —preguntó Tonio.

Mercurio no contestó, pero vio que la góndola iba en dirección a la casa y el hospital.

La góndola se detuvo en el muelle. El gondolero saltó a tierra y amarró la embarcación a un palo, entre los juncos. Después se inclinó hacia la cabina.

—Hemos llegado, excelencia. ¿Quiere bajar? —preguntó.

—Aún no —contestó una voz en el interior.

El gondolero se calló. Permaneció quieto durante casi dos horas.

Pasado ese tiempo, el hombre que se encontraba en el interior de la embarcación habló de nuevo: —¿Han apagado las luces?

—Sí, excelencia.

—Ayúdame a bajar.

El gondolero abrió la puerta y sujetó la góndola para que no se moviese. Acto seguido alargó un brazo.

El hombre que viajaba en ella bajó y se dirigió con paso vacilante hacia el hospital seguido del gondolero. Cuando llegó a la puerta se detuvo como si pretendiese retroceder. Se volvió hacia el gondolero y le dijo: —Espérame en la barca.

—Sí, excelencia.

El hombre entró con cautela en el hospital. La gran sala estaba débilmente iluminada. Solo había unas cuantas velas, esparcidas aquí y allí. Todos dormían exceptuando un enfermo que leía al fondo de la sala, en el lado izquierdo. El hombre se dirigió hacia él. Cuando llegó a su lado se paró sin decir palabra.

Scarabello alzó los ojos del libro. Tenía la mirada absorta, perdida en sus pensamientos, pero reconoció de inmediato al visitante.

—Jacopo… —dijo.

—Hola, Scarabello —dijo Giustiniani.

Scarabello lo escrutó. Se llevó una mano a la boca de forma instintiva para tapar la gangrena que le había comido ya todo el labio. Pero luego bajó la mano lentamente. Su mirada se tornó dura y cínica.

—¿Has venido a verme morir?

Giustiniani lo miró a la tenue luz de la vela.

—No… —contestó—. He venido a verte.

Scarabello guiñó sus ojos de hielo. Reflejaban sorpresa. O miedo.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Giustiniani.

Scarabello no podía hablar. Se apartó un poco hacia un lado con dificultad.

Giustiniani se sentó en el borde de la cama.

Se miraron en silencio.

—¿Te lo ha dicho el chico? —preguntó, por fin, Scarabello.

Giustiniani asintió con la cabeza.

—No debería haberme hecho esto —dijo Scarabello con amargura.

—Yo, en cambio, me alegro de que lo haya hecho.

Los dos hombres se volvieron a mirar en silencio.

—¿Te impresiono? —preguntó Scarabello.

—No…

—Siempre has mentido de forma asquerosa.

Giustiniani no respondió.

—No me gusta tu piedad —dijo Scarabello.

Giustiniani lo miró intensamente. Sus profundos ojos azules parecían escabullirse a la luz trémula de la vela.

—Tu peor defecto ha sido siempre el orgullo —le dijo—. No siento piedad.

—Entonces, ¿qué? —La voz de Scarabello vaciló.

—Dolor —contestó Giustiniani.

Scarabello se volvió hacia la sala.

—¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí? —refunfuñó—. Un hombre como tú no puede mostrarse en un sitio como este.

—¿Has acabado? —preguntó Giustiniani.

Scarabello exhaló un suspiro.

—Sí…

—Bien.

Se hizo de nuevo el silencio.

—¿Seguirás ayudando al chico cuando haya muerto? —preguntó al cabo de un poco Scarabello.

—¿Por qué te interesa tanto?

Scarabello lo miró.

—No es por lo que piensas.

—¿No?

—No —dijo Scarabello. Miró a Giustiniani y después, lentamente, como si estuviese confesando un crimen terrible, añadió—: Nadie ocupará nunca tu lugar.

Las manos de los dos hombres se tocaron. Apenas. Con virilidad.

—En ese caso, ¿por qué? —preguntó Giustiniani.

—Porque, en cierta manera, es como nosotros. Sueña con una libertad que no existe…

Giustiniani asintió con la cabeza, conmovido.

—Lo ayudaré si tengo ocasión.

—Debes hacer lo que yo te diga… Recuerda que te tengo cogido por los huevos… —dijo Scarabello.

Giustiniani esbozó una sonrisa.

—Fanfarrón.

Se callaron de nuevo.

—¿Duele tanto? —preguntó al final Giustiniani.

Scarabello se encogió de hombros.

—Siempre he pensado que moriría de una puñalada en la espalda… —dijo—. No temo el dolor… pero esto… esto sí que no me lo esperaba…

Giustiniani asintió lentamente con la cabeza.

—Estoy perdiendo el juicio, ¿sabes? Esta enfermedad hace enloquecer… —Scarabello esbozó una especie de sonrisa—. Me humilla más eso que… —Se señaló la llaga del labio.

Giustiniani lo escrutaba.

—Según los cálculos del médico me quedan entre cinco y siete días… pero yo preferiría morir antes… —Bajó la mirada posándola en el libro. Le dio unos golpecitos con un dedo—. Estaba intentando leer… pero ya no sé hacerlo…, no entiendo lo que hay escrito… —Miró a Giustiniani. Intensamente—. Solo hay una manera de morir antes —dijo, exhausto—. Le pedí al chico que lo hiciera…

Giustiniani no podía dejar de mirarlo. No respiraba.

—Pero sería más bonito que lo hicieses tú…

Giustiniani sintió que su corazón dejaba de latir. Se puso de pie de golpe dándole la espalda.

—No, no puedo —dijo.

Scarabello no dijo nada.

Giustiniani se quedó de espaldas a él, inmóvil. Miraba la hilera de camas que tenía delante de sus ojos, en la penumbra.

—No soy un asesino —susurró.

Cuando se volvió, Scarabello tenía la mirada extraviada. Giustiniani temió que la demencia se lo hubiese arrebatado ya. Así, en un santiamén.

Se sentó en el borde de la cama, angustiado.

—Scarabello… —lo llamó.

Scarabello se volvió y lo miró. No dijo una palabra.

Pero Giustiniani tuvo la certeza de que estaba allí, con él.

Scarabello asintió con la cabeza lentamente. Serio.

Entonces Giustiniani le sacó con delicadeza la almohada de debajo de la cabeza.

Scarabello le sonrió. Lo miró con reconocimiento y amor. Después cerró los ojos y aguardó.

Con la vista velada, Giustiniani acercó la almohada a la cara de Scarabello, la apoyó en ella y empezó a empujar.

Scarabello no opuso resistencia. Solo al final alargó una mano y le agarró la muñeca, pero no para defenderse o detenerlo sino para tocarlo. Por última vez.

El cuerpo de Scarabello se estremeció y se quedó inmóvil. Giustiniani levantó la almohada y se la volvió a poner bajo la cabeza. Peinó su bonita cabellera, de color blanco resplandeciente, y permaneció a su lado, inmóvil, aturdido por el dolor, apretando la mano inerte de su amigo hasta que sintió que el hombre al que siempre había querido se había quedado frío.

Después salió como un fantasma del hospital.