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Dos días más tarde la multitud se apiñaba en la sala mayor del colegio de los santos Cosma e Damiano. La noticia de que el proceso había dado un clamoroso vuelco había atraído a más gente. Todos temblaban, curiosos, por ese proceso que se había anunciado el día anterior.

Y, como todos los días, Shimon lo seguía entre el público. Solo que su interés difería mucho del de la gente común.

La primera vez que había echado un vistazo a la chabola del viejo marinero, Shimon había pensado que en la olla que había en la chimenea hervía comida. Pero al alba del día siguiente, mientras lo espiaba, había visto que Mercurio cogía una papilla pegajosa de la olla y se la ponía en la cara, en la nariz y en el cuello. Boquiabierto, había visto cómo se disfrazaba. La peluca con la falsa tonsura, el relleno para parecer gordo, el palo atado a la rodilla para que la andadura fuese más rígida y para obligarlo a cojear, los colorantes que resaltaban las pústulas rojizas o marrones, la fina capa de pez que se pasaba por los dientes para que parecieran más viejos y, por último, los intestinos de pescado que lavaba todas las mañanas y que después cortaba con habilidad para cegar sus ojos.

Shimon estaba estupefacto y fascinado, y había comprobado que lo mismo le sucedía al viejo, al que Mercurio había tenido que dar cuenta de lo que estaba ocurriendo, dado que la chabola, compuesta por una única habitación casi vacía, le impedía ocultarle su plan.

También esa mañana, como ocurría desde hacía ya varios días, Shimon había seguido al padre Venceslao desde la chabola de Zuan dell’Olo al colegio canónico, saboreando de antemano el momento en que lo mataría. Con todo, nutría cierto respeto por Mercurio. Pese a que solo era un muchacho, tenía en jaque todo un proceso inquisitorial.

Shimon se había colocado al lado de la pared, en una zona en la que había una columna detrás de la cual podía esconderse para no llamar la atención. Miraba hacia la puertecita por la que iban a entrar los actores de la farsa encabezados por el Patriarca de Venecia. Pero, de repente, oyó un estrépito a su espalda y tuvo que volverse.

Vio que un pequeño grupo de guardias ducales se abría paso entre la multitud escoltando a varias damas aristocráticas. Las capitaneaba una vieja de aire antipático y duro, huraña, seguida de otras nobles más jóvenes. Todas ocultaban con sus miradas altivas el disgusto que les causaba estar en estrecho contacto con la multitud.

Los guardias liberaron los dos primeros bancos sin demasiadas contemplaciones. La gente se levantó rezongando. Las damas se acomodaron en la primera fila en tanto que los guardias tomaron asiento detrás, en la segunda, para protegerlas.

El secretario del proceso y el exceptor tocaron al unísono dos campanillas de iglesia.

La multitud enmudeció, Shimon se volvió. Por la puertecita lateral entró el Patriarca, el noble veneciano que se sentaba a su lado, el reducido grupo de prelados y clérigos que asistían a todas las sesiones, el fraile acusador y Mercurio, como el padre Venceslao.

Giuditta estaba ya en la jaula, pese a que no había ninguna razón, dado que ese día no era ella la procesada. La habían expuesto como si fuera un animal exótico.

Al cabo de un instante, escoltada por dos guardias, Shimon vio aparecer a la joven de pelo cobrizo que tanto le gustaba. Caminaba con la cabeza gacha evitando mirar al público con la arrogancia del día anterior, y llevaba un vestido modesto, arrugado, con el borde de la falda liso. No lucía ni joyas ni perlas en el pelo, que ese día había dejado suelto. Al verla tan débil, tan derrotada, Shimon la deseó con más intensidad. La joven le parecía más sensual.

Se volvió hacia Mercurio. Él la había condenado a esa humillación. La banda no solo se había disuelto, pensó, además se había desencadenado una guerra entre sus miembros. La judía acusada de brujería había desvelado el motivo: Mercurio había rechazado a Benedetta.

No sería de ninguna de las dos, concluyó Shimon sonriendo. Porque Mercurio era suyo. Y tenía las horas contadas.

Al llegar al sillón donde se sentaba, el Patriarca se volvió hacia la gente y habló abriendo los brazos:

—Pueblo de Venecia, hoy tenemos la desagradable tarea de desvelar un engaño, de descubrir a un falso testigo, de desdecir una mentira, de aclarar una calumnia. —Apuntó el índice lleno de anillos hacia Benedetta—. Pero quiero que recordéis que pese a que un testigo ha sido desmentido, los otros diez son perfectamente fiables. —Recorrió la multitud con la mirada—. Hoy no celebramos la inocencia de la judía Giuditta di Negroponte sino la culpabilidad de Benedetta Querini.

La multitud murmuró.

Mirando al público, Mercurio se dio cuenta de que había asestado un duro golpe al desarrollo del proceso. Los testigos a los que aludía el Patriarca no habían impresionado mucho al pueblo veneciano. Sus testimonios eran demasiado vivos, estaban mal contados y en muchos casos él, representando el papel del torpe padre Venceslao, los había ridiculizado. Era evidente lo que pretendía el Patriarca. Debía salvar el proceso, pero, por encima de todo, le preocupaba la reputación de su familia.

La noche anterior Mercurio había logrado mantener una breve conversación con Giustiniani. El aristócrata le había dicho que el Patriarca estaba furibundo y que pensaba obligar a su sobrino a reconsiderar el testimonio de Benedetta. Cuando Mercurio le había apuntado que, sin embargo, todos sabían que Benedetta era la amante de Rinaldo Contarini, Giustiniani le había contestado:

«La verdad es irrelevante. Lo que cuenta es lo que se afirma, incluso en contra de la evidencia. En Roma se ordenan obispos y cardenales a jóvenes retoños de quince años para que en el futuro se conviertan en papas, y a esos jóvenes, al igual que a los papas, no se les exige que renuncien a tener un sinfín de amantes o innumerables perversiones, sino, simplemente, que nieguen tenerlos. El aparato está preparado para confirmar sus declaraciones. Recuerda, en nuestro mundo la verdad es la que escriben los poderosos, no existe por sí misma».

Mercurio atravesó la sala con el andar cojeante e inseguro del padre Venceslao hasta llegar a la jaula de Giuditta.

—Retrocede, cura —gruñó de inmediato Lanzafame.

—No —se apresuró a decir Giuditta—, me gus… —Se calló y sacudió la cabeza—. No me molesta.

Lanzafame la miró estupefacto.

—Hagan entrar al príncipe Rinaldo Contarini —dijo el secretario.

Todos se volvieron.

Benedetta se había vuelto también hacia la puerta que quedaba a su derecha.

El príncipe hizo su entrada con su andar trastabillante y acompañado de dos pajes. Como siempre, lucía un vestido blanco, resplandeciente, bordado de color azul claro.

La multitud murmuró comentando su repugnante deformidad.

—No admitiré desmanes —dijo el Patriarca con dureza.

Al ver que los guardias desenvainaban las espadas, la multitud comprendió lo que quería decir.

—Este debate lo conduciré yo —prosiguió el Patriarca—, dado que el hermano Amadeo da Cortona debe concentrarse en el proceso por brujería. —Esperó a que su sobrino se sentase en el sillón que habían dispuesto para él.

Por primera vez en su vida Benedetta sintió algo similar a la ternura al ver que su amante tenía miedo. Miedo del Patriarca.

—Príncipe Contarini —dijo el Patriarca—, esta mujer, Benedetta Querini, ha afirmado que es su amante. ¿Es cierto?

El príncipe deforme se volvió apenas hacia Benedetta, pero no pudo sostener la mirada de la joven. Respiró hondo y acto seguido dijo con su voz chillona:

—No, Patriarca.

—Pobrecilla, me da pena —susurró Giuditta.

Mercurio la miró atónito. Vio que los ojos de la muchacha no reflejaban el odio que habría debido sentir. Se volvió hacia Benedetta y se sorprendió al comprobar que él tampoco la odiaba. También a él le daba pena verla allí con la cabeza inclinada. Todo el mal que había urdido se había vuelto contra ella.

—¿Puede decirnos si tiene alguna relación con ella? —prosiguió el Patriarca.

El príncipe se ruborizó. Su boca se contrajo en una mueca.

—La verdad es la que escriben los poderosos —dijo Mercurio para sus adentros repitiendo la frase de Giustiniani.

—¿Qué? —preguntó Giuditta.

—Míralos, todos alineados para defender su casta —dijo entre dientes Mercurio mirando a las damas que estaban sentadas en el primer banco—. Nosotros, los plebeyos, los ensuciamos como el barro o el estiércol.

—Ahora sabes lo que sienten los judíos a diario —susurró Giuditta.

—¿Y bien? Estamos esperando, príncipe —dijo el Patriarca con una dureza que no dejaba escapatoria.

Contarini se volvió de golpe hacia Benedetta. Sostuvo la mirada de la joven por un instante.

Benedetta vio que tenía miedo. Le sonrió con benevolencia, confiando en que se pusiese de su parte. Esa sonrisa la condenó.

El príncipe se sintió aún más humillado. La cólera le oprimió la garganta.

—No la recordaría si no hubiese organizado este lío inmundo —exclamó histérico—. Es una de las criadas de palacio. Una de tantas.

Se volvió de nuevo hacia Benedetta. Vio que la sonrisa había desaparecido de su rostro. Pensó que era hermosa. Pensó que había sido la que mejor había interpretado el papel de hermana muerta. Pensó que ninguna de sus antecesoras se había balanceado con tanta sensualidad en el columpio del dormitorio. Pensó que iba a ser difícil encontrar otra como ella.

—Es una persona totalmente irrelevante —mintió.

—Siendo así, ¿cómo es posible que haya testimoniado que…? —dijo el Patriarca.

—¡No lo sé! —lo interrumpió el príncipe.

El Patriarca lo miró irritado.

—Es una loca…, ha importunado a todas mis conocidas con sus fantasías. Han venido aquí para confirmarlo, si es necesario. —El príncipe señaló a las aristócratas que estaban sentadas en primera fila.

Benedetta reconoció a la anciana aristócrata que le había pedido que comprara vestidos de Giuditta para ella. La vieja le lanzó una mirada distante, hostil. La estaban arrojando al mar. Todos.

En ese momento, hicieron sentar a la maga Reina en un banco. Tenía las muñecas atadas. Estaba despeinada y mostraba una expresión de dolor en la cara. Era evidente que la habían torturado.

Mercurio miró a Benedetta. Al ver entrar a la mujer, la joven se había asustado.

—¿Quién es? —preguntó en voz baja a Giuditta.

—No lo sé —contestó ella.

Benedetta supuso lo que debían de haber hecho confesar a la maga Reina. Sus miradas se cruzaron. «El mal que deseamos vuelve a nosotros tarde o temprano», le había dicho la primera vez que se habían visto. La había advertido, pero ella no la había creído. «Que el mal no vuelva a mí sino a quien lo ha deseado», había añadido la maga. Benedetta sonrió con tristeza. El mal había vuelto a las dos, en cambio. Entonces, movida por el instinto más que por la razón, se liberó del guardia que la vigilaba, se precipitó hacia el príncipe y se arrojó a sus pies.

—¡Perdóneme, príncipe! —Lloró—. Le ruego que me perdone, no pretendía hacer nada malo…, solo quería imaginar que estaba a su lado…, que era su… Se lo suplico, príncipe, solo quiero que me perdone. —Lo miró y jugó su última carta—. Los demás no me interesan, príncipe. —Lanzó una mirada fugaz al Patriarca para despejar por completo las dudas que pudiese tener Contarini—. Lo único que me importa es que usted me perdone.

«Muy bien», pensó Mercurio.

—¡Guardias! —dijo el Patriarca.

Mientras dos soldados la aferraban y la empujaban con malos modos, Benedetta miró al príncipe a los ojos y comprendió que había hecho lo correcto.

—Patriarca —dijo el príncipe—, por desgracia esta mujer se ha prendado de mí. Ha mentido, es cierto. Ha afirmado ser lo que no era, es cierto. Ha estado a punto de mancillar mi reputación y la de mi familia… —Se levantó tambaleándose y extendió el brazo deforme—. Pese a ello, le pido que sea clemente. Pretendo salvaguardar mi buen nombre y, por eso, no quiero denunciarla. Confío en que usted se muestre tan magnánimo como yo. Basta despedirla del palacio.

El Patriarca apretó los puños. Su sobrino estaba echándole un pulso y no tenía intención de ceder.

—Nunca lo hará… —murmuró Giuditta.

Mercurio la miró y vio que la pena que revelaban sus ojos era auténtica.

—Qué gesto tan noble —terció entonces en voz alta apartándose de la jaula—. Sí. Qué gesto tan noble —repitió y acto seguido gesticuló con la torpeza con la que había caracterizado al padre Venceslao—. Por eso un noble… es noble, ahora lo entiendo.

La multitud se volvió para mirarlo.

También Giuditta lo miraba, seria y orgullosa.

Después los ojos de todos los presentes se clavaron de nuevo en el Patriarca.

—Sin lugar a dudas —dijo a su pesar el jefe del clero veneciano—, la Iglesia y Venecia desearían mostrarse clementes. —Miró a su sobrino, después al padre Venceslao y a Benedetta—. Sin lugar a dudas… —repitió con la voz contraída por la rabia.

Miró a las damas de la nobleza que estaban dispuestas a apoyarlo por interés de casta, y a la maga Reina, vencida por la violencia y el poder. Sacudió la cabeza tratando de ocultar la crispación que sentía. Todo lo que había tramado hasta en el menor detalle carecía ya de sentido.

Giustiniani, en cambio, solo tenía ojos para Mercurio. El joven le gustaba cada vez más, le parecía sorprendente. Tenía la venganza al alcance de la mano, podía aplastar a Benedetta como una cucaracha y, sin embargo, había tomado parte por ella. Sí, lo había sorprendido, pensó. Y valía la pena ayudarlo. Se inclinó hacia la oreja del Patriarca y susurró:

—Es usted un demonio. La Iglesia sale con la cabeza bien alta y su familia tendrá fama de ser misericordiosa. Les felicito, a usted y a su sobrino. Bonita comedia. Lo ha instruido muy bien.

El Patriarca se volvió. ¿Giustiniani pensaba que todo aquello formaba parte de su plan? De repente la situación le pareció muy diferente. Incluso ventajosa. Se puso de pie.

—En ese caso, que triunfe la misericordia —dijo con énfasis—. La declaro absuelta, muchacha. —Miró a la gente mientras se preparaba para decir una frase que debía sonar como una orden—. No sé quién le dará trabajo de ahora en adelante —dejó las palabras suspendidas para que todos pudiesen captar por completo su significado—, pero está absuelta. Debe agradecer al príncipe su magnanimidad… que es la magnanimidad de toda la familia Contarini.

Benedetta sintió que la vida volvía a fluir por sus venas. Se inclinó y, al cruzarse con el padre Venceslao mientras se la llevaban de la sala, le preguntó en voz baja:

—¿Por qué lo ha hecho? —No podía creer que el mismo hombre que la había arrojado al barro la hubiese ayudado después a levantarse.

El dominico la miró con sus ojos ciegos y no respondió. Luego se volvió hacia Giuditta.

La joven le sonrió imperceptiblemente.

Volvieron a sonar las campanillas de iglesia.

—Mañana se efectuarán los alegatos finales —anunció el secretario.

—Mañana se hará justicia, Venecia —dijo el Patriarca, que seguía de pie. Abrió los brazos y trazó en el aire la bendición pastoral.

Los asistentes estaban indecisos. No sabían si sentirse satisfechos o decepcionados. Era como si el espectáculo, porque así era como se vivía, se hubiese suspendido a la mitad, se hubiese interrumpido bruscamente.

—Patriarca, deje que esta mujer diga tan solo por qué está aquí —exclamó entonces el Santo como si hubiese intuido la atmósfera y desease calentarla de nuevo.

Acto seguido corrió hacia la maga Reina y la apuntó con un dedo a la vez que fruncía el ceño y hacía rechinar los dientes. Se volvió hacia el Patriarca, quien, tras unos segundos de vacilación, asintió con la cabeza. El Santo cogió a la maga del brazo y la obligó a levantarse. La llevó al centro del palco y la hizo volverse hacia el público mostrándola tal y como estaba, demacrada, desgreñada, maniatada.

—¡Habla, vamos!

La maga Reina abrió la boca. Sumisa. La noche anterior había aprendido, gracias a los hierros al rojo vivo, lo que debía decir. Lo que querían que dijese.

—Benedetta Querini vino a verme porque quería… un veneno para Giuditta di Negroponte —afirmó.

La multitud enmudeció. Varias viejas hicieron la señal de la cruz.

—Le dije que… yo no hacía esas cosas… Pero ella estaba obsesionada. Volvió una y otra vez…, parecía enloquecida…

—¿Y tú qué pensaste? —le preguntó el Santo.

—Vi con claridad que estaba… embrujada.

—¿Embrujada? ¿Por qué? —insistió el Santo fingiendo asombro.

—Porque la obsesión solo se manifestaba cuando llevaba puestos los vestidos de esa judía —dijo la maga Reina señalando a Giuditta.

La multitud murmuró estupefacta.

Mercurio miró preocupado a Giuditta.

—¡Mañana decidiremos que arda la carne de una bruja! —gritó el Santo.

El público se volvió a animar. El espectáculo se iniciaba de nuevo. Una vez más el estremecimiento de la muerte recorrió la sala mayor y todos se sintieron más vivos.

Shimon, siguiendo con la mirada a Mercurio, que salía cojeando, sonrió de nuevo. Quizás al día siguiente la multitud se llevaría otra sorpresa. Quizá solo hubiese un alegato. El de la acusación.

Y un cadáver más.