—Si te hace algo o sucede algo, llámame —dijo Lanzafame a Giuditta.
—¿Qué debería suceder? —preguntó el padre Venceslao a la puerta de la celda que uno de los frailes del colegio canónico de los santos Cosma y Damiano había puesto a su disposición.
El capitán Lanzafame miró con desprecio al dominico sin responderle. Después miró a Giuditta y le sonrió para tranquilizarla.
—Estaré ahí fuera. Llama y entraré en un santiamén —dijo cerrando la puerta.
Giuditta miró por unos segundos al padre Venceslao, después se dirigió al fondo de la celda, hacia el ventanuco que daba al patio interior del colegio, y le dio la espalda. Detestaba al sacerdote y no comprendía qué quería de ella. Era evidente que se había puesto de acuerdo con los demás.
—¿Quieres convertirte a la verdadera fe? —le preguntó el padre Venceslao en voz alta.
Giuditta se volvió de golpe. Era claro lo que pretendía.
—Te convendría, muchacha, viendo cómo se están poniendo las cosas —dijo el dominico—. Causaría una buena impresión.
—No —dijo Giuditta con firmeza.
El padre Venceslao dio un paso hacia ella.
—No se acerque o llamaré al capitán —le advirtió Giuditta.
El padre Venceslao cabeceó suspirando.
—Eres orgullosa y soberbia, como todos los judíos.
Giuditta irguió la espalda.
—Nosotros, los judíos… —empezó a decir.
Pero el padre Venceslao la interrumpió alzando una mano.
—Sí, sí, la misma cháchara de siempre. Lo que cuenta ahora es que sepas que será duro —dijo dando otro paso hacia ella.
—Con un defensor como usted, seguro —afirmó Giuditta en un tono lo más despectivo posible.
—Controla tu lengua, muchacha, y da gracias a tu Dios —dijo el padre Venceslao—. Soy lo único que tienes.
—En ese caso me he hundido en la miseria —dijo Giuditta.
El padre Venceslao se aproximó aún más.
—No se acerque —dijo Giuditta.
El religioso cabeceó.
—No te tocaré, solo quiero enseñarte una cosa —dijo llegando al ventanuco.
—¿Qué? —preguntó Giuditta.
El padre Venceslao apuntó el índice hacia el cielo.
—Cuando estés en tu celda, por la noche, y tengas miedo —dijo en un tono repentinamente cálido—, no te olvides de apuntar un dedo como estoy haciendo yo hacia una estrella… y pídele que te lleve con ella. Adonde quieras… —Se volvió y miró a Giuditta—. Con quien quieras.
Giuditta estaba boquiabierta. Había reconocido la voz.
—Pero usted… —Las lágrimas se le saltaron a los ojos—. Tú…
El padre Venceslao esbozó una sonrisa.
—¡Mercur…! —exclamó Giuditta.
Mercurio le tapó la boca riéndose.
—Chito, baja la voz… baja la voz, amor mío —dijo atrayéndola hacia él—. Habla bajo, no debe saberlo nadie…
Giuditta se apartó. Miraba el rostro odioso del dominico cabeceando, aún incrédula, pese a que podía reconocer ya bajo el maquillaje a su querido Mercurio. Jadeaba sin dejar de cabecear.
Mercurio la volvió a abrazar.
—Cálmate —le susurró a un oído—. Estoy aquí…
—Estás aquí… —repitió Giuditta llorando y deshaciéndose en su abrazo—. Estás aquí…, estás aquí…
Giuditta se volvió a apartar y sacudió de nuevo la cabeza a la vez que lo miraba.
—Pero… ¿cómo es posible que no te haya reconocido? Yo… yo…
Mercurio se rio entre dientes.
—Menos mal que no me has reconocido, amor mío.
—Pero ¿los ojos…? —Giuditta estaba turbada y sorprendida, apenas podía hablar ni pensar.
—Es un viejo truco —explicó Mercurio risueño cogiéndole la cara entre las manos y acariciándole las cejas, tupidas y negras—. Me lo enseñó un hombre que se llama Scavamorto. Es la estratagema que usan los mendigos carteristas de Roma. —Se señaló los ojos—. Es intestino de pescado… bueno, la piel del intestino de un pescado. Es muy fina. Se corta y después se hace un pequeño agujero en el centro. No sé cómo, pero el caso es que se ve. —Volvió a sonreír—. Al principio escuece un poco.
—Lo has hecho por mí… —dijo Giuditta por el mero placer de oír esas palabras.
—Lo he hecho por nosotros —replicó Mercurio.
—¿Mi padre lo sabe? —preguntó ella.
—No, cuantas menos personas conozcan la estafa menor será el riesgo.
Giuditta casi se echó a reír.
—Jamás habría imaginado que tu falta de honestidad me podía hacer tan feliz.
—Yo tampoco —dijo Mercurio abrazándola otra vez—. Por primera vez en mi vida agradezco a Dios ser un estafador y un experto en disfraces. Ahora sé por qué recibí este don… —La miró a través del velo artificial de los ojos—. Para salvarte —concluyó con solemnidad.
Giuditta, que había estado a punto de echarse a reír, frunció los labios y cerró los ojos empañados.
—Perdóname…, perdóname… —dijo sollozando—. Yo… —Lo miró—. Te hice mucho daño, ¿verdad?
Mercurio se puso serio.
—Jamás habría imaginado que podía sentir un dolor tan aterrador —dijo.
—Lo sé… —asintió Giuditta—. Yo también creía que me iba a morir…
—Fue ella, ¿verdad? —preguntó Mercurio en tono iracundo.
Giuditta bajó la mirada.
—Sí. Me dijo que el príncipe Contarini te estaba buscando para matarte y que ella solo te protegería si yo me alejaba de ti, y yo…
Mercurio dio un puñetazo a la pared, furibundo. A continuación levantó la mano tratando de dominarse.
—Perdona…
Giuditta lo abrazó con ímpetu.
—Tenía miedo de perderte para siempre —murmuró.
—Yo también —le susurró Mercurio acariciándole el pelo.
—Pero ¿cómo es que sabes latín? —preguntó Giuditta apoyando la cabeza de él en su pecho mientras una nueva sonrisa se dibujaba en sus labios.
—Me lo enseñaron a latigazos los frailes del orfanato de San Michele Archangelo, en Roma —contestó Mercurio—. Querían que fuera sacerdote. Los odiaba… Ahora, en cambio, debo agradecérselo. Qué cómico, ¿verdad? —Le acarició el cuello sintiendo la suavidad de su piel—. Además, Giustiniani me está ayudando. Estoy aquí gracias a él. Él encargó a Lanzafame que te vigilara y tenía poder para imponer un defensor…
—¿Por qué lo hace? —lo interrumpió Giuditta.
Mercurio estaba seguro de que no lo hacía por miedo a que Scarabello lo chantajease. Pero no dijo nada. Se encogió de hombros.
—Giustiniani es el único que lo sabe —le dijo en voz baja—. Me está dando instrucciones, tanto sobre el proceso como sobre la estrategia que hay que seguir… Ahora te explicaré lo que debemos intentar hacer. —Apretó la mandíbula cabeceando con rabia—. ¿Has visto qué se creen capaces de hacer? Piensan que nadie los puede desmentir, que pueden decir cualquier mentira. A ti te han cosido la boca, y están seguros de que nadie hablará y de que yo nunca les pondré trabas. Canallas. Esa es su justicia. Pueden decir lo que les parezca. —Intentó serenarse. Miró a Giuditta con aire grave—. Pero antes debes prometerme una cosa.
—Lo que quieras.
—No me mires de otra forma —le dijo Mercurio—. Nadie debe sospechar, porque, si lo hacen, estamos acabados.
—Lo intentaré…
—No. —Mercurio le agarró los hombros—. Lo harás.
Giuditta lo abrazó.
—Pero ¿cómo podré ocultar la alegría que siento?
Mercurio oyó un ruido fuera de la puerta. Voces, bullicio.
—Tenemos que darnos prisa. Escucha… —Le acercó los labios a la oreja y la instruyó rápidamente.
—Abrid —decía a la vez la voz del Santo, que estaba fuera de la celda.
—¿Qué quieres, maldito fraile? —oyeron que respondía Lanzafame.
—¡Te ordeno que me abras! —dijo el Santo—. ¡Soy el Inquisidor!
—Yo obedezco las órdenes del Patriarca —replicó Lanzafame.
—¿Entonces estamos de acuerdo? —preguntó Mercurio a Giuditta.
Giuditta sonrió asintiendo con la cabeza.
—No sonrías —le dijo Mercurio.
Giuditta sonrió aún más.
—¡Abre! —vociferó el Santo.
—¡Abrid! —repitió desde dentro Mercurio. Luego se volvió hacia Giuditta.
—Lo siento, amor mío.
—¿Por qué? —preguntó Giuditta, atónita.
La puerta se abrió.
En ese momento Mercurio dio una violenta bofetada a Giuditta en plena cara.
Giuditta gritó de dolor y cayó al suelo. Se llevó una mano al labio. Sangraba.
—¡Bastardo! —dijo Lanzafame entrando para socorrerla.
Mercurio miró al Santo y, a la vez que salía de la celda, masculló: —¡Estos judíos! ¡Son imposibles!
El Santo contempló al padre Venceslao mientras se alejaba y, por un instante, le pareció distinto. Pero solo fue un instante.
—Bruja —dijo con ferocidad a Giuditta apuntándola con un dedo—. Cuando haya acabado contigo me ocuparé también de tu padre, puedes estar segura. —Se volvió hacia Lanzafame—. Llévela abajo. El proceso va a reiniciar.
Al ver que Giuditta entraba de nuevo en la jaula, el público se animó. Los ánimos se habían enfriado durante la pausa. La gente se aburría. En ese momento, en cambio, el espectáculo volvía a empezar.
—¡Silencio! —ordenó un prelado en tanto que el Patriarca y Giustiniano, volvían a tomar asiento en los sillones del palco.
Mientras se sentaba, Giustiniani miró a Mercurio. El semblante del aristócrata también estaba tenso. El proceso sumario que había organizado la Iglesia estaba tocando a su fin. Era el último acto. Después ya no habría nada que hacer.
Mercurio respiró hondo. Cojeó hacia el centro de la zona procesal e hizo una torpe reverencia al Patriarca.
—¿Entonces? —preguntó el Patriarca arqueando una ceja y esbozando una sonrisita burlona—. ¿Ha tomado una decisión?
Mercurio se rascó la cabeza, cubierta de pústulas que había fabricado tiñendo con zumo de coles rojas unos grumos de harina de cebada que había cocido para que parecieran de goma.
—Excelencia… —dijo mostrando la consabida inseguridad, sobre la cual había construido el personaje del padre Venceslao da Ugovizza—, la imputada me ha revelado unos detalles que… cómo diría… bueno, que quizás habría que comprobar… —Se encogió de hombros, abrió los brazos y los ojos—. Aunque, si he de ser franco…
—¿Significa eso que quiere interrogar a Benedetta Querini? —preguntó Giustiniani.
—Quizá… —dijo Mercurio—. ¿Qué opina usted?
El público se rio.
El Patriarca resopló, exasperado.
—Hagan entrar a la testigo Benedetta Querini —ordenó.
—Se lo agradezco, Patriarca —dijo Mercurio inclinándose varias veces y suscitando, de nuevo, la hilaridad de la gente.
Isacco, que estaba en primera fila, muy cerca de Mercurio, le dijo en voz baja, rabioso: —Cura vendido.
Mercurio se hizo el sordo. Después recibió a Benedetta como si se tratase de una cita mundana, escoltándola personalmente hasta el púlpito.
Benedetta tenía un aire altivo. No sospechaba nada y al subir al púlpito miró con odio a Giuditta.
—¿Dónde ha dicho que vive usted? —preguntó sin preámbulos Mercurio.
Benedetta se volvió de golpe a mirarlo.
—No lo he dicho —respondió, inquieta. El Santo la había advertido. No debía mencionar al príncipe Contarini bajo ningún concepto.
El Patriarca se sobresaltó y se inclinó hacia Giustiniani.
—¿Ha advertido a ese imbécil de que el nombre de mi sobrino y de mi familia no debe salir a colación? —preguntó, alarmado.
—Por supuesto, Patriarca —contestó Giustiniani—. No entiendo…
Mercurio se volvió de golpe hacia el Patriarca con los ojos desmesuradamente abiertos, fingiendo que, como siempre, el torpe del padre Venceslao se había equivocado. Agitó las manos en el aire, con la boca abierta, y a continuación farfulló, confuso: —De hecho, ¿qué más da dónde viva?— miró a Benedetta y, acto seguido, al Patriarca. —¿Correcto, excelencia?
La gente se volvió a reír.
El Patriarca contrajo los músculos de la mandíbula y no contestó.
—Sí, claro… —farfulló apurado Mercurio—. Así que… no, quería decir… ¿Qué quería decir? —preguntó escrutando a Benedetta.
La joven arqueó una ceja.
—Tal vez pretendía que me hiciese la pregunta a mí misma —le sugirió guiñando un ojo al público.
El público estalló en carcajadas.
Isacco miró a Giuditta. Le pareció que no estaba tan preocupada como debía. Tenía apoyada una mano en una mejilla. La mejilla estaba roja y le sangraba un labio. Pero Giuditta no parecía tocársela como si le doliese. Es más, Isacco tuvo la impresión de que estaba acariciando la piel enrojecida.
—¡Ah, sí, eso es! —exclamó de repente Mercurio dándose una palmada en la frente—. ¡Eso es! —repitió—. Me preguntaba, excelencia —dijo dirigiéndose al Patriarca—, cómo se puede montar una acusación de brujería…
El público murmuró.
—¿Qué pretende decir? —preguntó el Santo.
—Nada, por el amor de Dios… —contestó Mercurio inclinándose ante él—. Solo que, dado que no tengo mucha experiencia en procesos, como ya les he dicho, he intentado comprender cómo… cómo… bueno, no sé explicarme bien, pero me gustaría preguntar a la testigo… si conoce a la imputada, eso es.
Benedetta lo miró con evidente desprecio.
—Por supuesto. Me vendió sus vestidos embrujados.
—Lo que quiero decir es si la conocía antes —aclaró Mercurio.
Benedetta se encogió de hombros.
—Más o menos…
—Más o menos… —repitió Mercurio como ensimismado—. ¿Quiere decir, por ejemplo, que usted y Giuditta di Negroponte llegaron juntas a Venecia viajando en el mismo carro de víveres del capitán Lanzafame, cuando este regresaba de la batalla de Marignano?
Benedetta se alarmó y miró al Santo.
—¿Qué tiene que ver eso? —preguntó el Santo con arrogancia.
—No sé si tiene algo que ver… —dijo Mercurio manteniendo la actitud de falsa inseguridad y volviéndose hacia el Patriarca.
Este observó a la multitud. Todos los presentes lo estaban mirando. Comprendió que no tenía escapatoria.
—¡Bueno, pues intente entenderlo, mi buen padre Venceslao! —exclamó fingiendo que bromeaba.
Pese a que el público sonrió por la ocurrencia, de repente todos se habían puesto serios.
—¡Protesto, Patriarca! —terció el Santo.
El Patriarca lo fulminó con la mirada. «Demasiado tarde, imbécil», pensó.
—Me preguntaba… —prosiguió Mercurio dirigiéndose a Benedetta—, si recuerda, gentil muchacha, que con usted iba un joven bribonzuelo llamado… llamado… ¡Zolfo! ¡Eso es, Zolfo! Y si dicho Zolfo intentó acuchillar a la imputada, Giuditta di Negroponte y…
—¡No! —exclamó Benedetta—. ¡Miente!
—¿Sobre qué miente, en concreto? —preguntó Mercurio acercándose al capitán Lanzafame—. Quiero decir, tenemos aquí al capitán, el héroe de la batalla de Marignano, que podría confirmar…
—Miente cuando dice que… —terció Benedetta, consciente de que estaba acorralada.
—Cuando dice que… —Mercurio la animó a continuar.
—Que… Zolfo era solo un niño…, no un delincuente —dijo Benedetta.
—Pero intentó acuchillarla —insistió Mercurio.
—Puede ser…, no me acuerdo… —contestó Benedetta.
Mercurio se aproximó cojeando al público, que murmuraba, porque comprendía que el proceso, que hasta ese momento se había desarrollado en una única dirección, estaba tomando un nuevo rumbo.
—No recuerda si uno de sus amigos quiso apuñalar a la joven que ahora está encerrada en esa jaula acusada de brujería y…
—¡Es una bruja! —gritó Benedetta. Señaló a Giuditta mirando al público—. ¡Es una bruja! —repitió.
Pero la gente, esta vez, no se soliviantó. La mayor parte ni siquiera se volvió a mirar a Giuditta. No apartaban los ojos de Benedetta.
—¿Qué pretende demostrar, padre Venceslao? —terció el Santo.
—Eso es justo lo que intento comprender, hermano Amadeo —contestó Mercurio dándose golpecitos con un dedo en la sien—. Por ejemplo… esto tengo que preguntárselo a usted. Necesito que me aconseje. —Fingió concentrarse para buscar las palabras apropiadas—. Perdone, Inquisidor —prosiguió—, pero el muchachito que intentó apuñalar a la imputada, el muchachito que viajaba con su testigo… la desmemoriada… se llama Zolfo, como… —Dio un paso hacia el Santo, aunque sin dejar de mirar al público con los ojos velados por las finas cataratas—. Vamos a ver, quiero decir que el tal Zolfo, el que se llama como el aroma de Satanás, el azufre, ¿es el mismo Zolfo que vive con usted y que lo acompaña en sus sermones?
—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó el Santo encogiéndose de hombros como si acabase de oír una tontería.
—Nada, por el amor de Dios —se apresuró a decir Mercurio—. Solo intento comprender las numerosas coincidencias que, por lo visto, hay en esta historia…
El público murmuró.
—¿Seguro que el padre Venceslao es un imbécil? —preguntó en voz baja el Patriarca a Giustiniani.
Este no contestó. Miraba admirado a Mercurio, que iba tejiendo la trama sin vacilar.
—¡Solo es una puta! —gritó de improviso Benedetta—. ¡Solo es una puta! ¡Bruja! ¡Bruja!
La gente no la secundó.
Mercurio esperó a que se hiciese de nuevo silencio. Un silencio cargado de tensión. Después, a pasos vacilantes, cojeando ostentosamente, llegó al púlpito y subió el primer escalón.
—¿Por qué dice que es una puta? —preguntó.
Benedetta cabeceó. Miró al Santo buscando ayuda.
—¿Porque está con el hombre que desea usted? —preguntó Mercurio.
La gente murmuró sorprendida.
—¿Te lo ha dicho ella, hermano? —contestó Benedetta mirándolo iracunda—. Eso son memeces. Esa puta lo único que intenta es salvar el pellejo…
—¡Modera tu vocabulario, muchacha! —terció el Patriarca.
Benedetta tenía la cara encendida, estaba fuera de sí.
Mercurio se volvió hacia Giuditta y le hizo una pequeña e imperceptible señal.
—Mercurio me lo contó todo —explicó entonces Giuditta dirigiéndose a Benedetta—. Me dijo que le parecías patética cuando te desnudabas para él en la habitación de la Lanterna Rossa…
—¡No sabes lo que dices, puta!
—¡Orden! —dijo el secretario haciendo sonar la campanilla.
—Me dijo que hace unos días le acariciaste el pelo creyendo que estaba llorando, pero que, en cambio, él se burlaba de ti —añadió Giuditta—. Me lo cuenta todo. Incluso que le repugna ver cómo te contentas con unas simples migajas…
—¡Puta!
—¡Haced callad a esas mujeres! —gritó el Patriarca.
—Me dijo que si chasqueaba los dedos te tirarías a sus pies…
—¡Quiero verte morir!
—¡Silencio!
—¡Me dijo que solo cuentas mentiras! ¡Dices que eres la amante de un hombre importante, cuando en realidad eres solo una de sus numerosas criadas! —Giuditta se rio con desdén.
—¡Puta! ¡Eres una puta! —Benedetta hizo amago de bajar del púlpito para agredirla, pero Mercurio y el Santo se lo impidieron. La joven tenía las venas del cuello hinchadas mientras gritaba—: ¡Soy la amante del príncipe Contarini y él ordenará que te degüellen en la cárcel cuando se entere de cómo me has tratado, puta!
El Santo le dio un bofetón en la boca.
—¡Calla, desgraciada! —le gritó zarandeándola por los hombros.
Benedetta lo miró. Aún no se había dado cuenta de lo que acababa de hacer.
Mercurio retrocedió un paso, se volvió hacia Giuditta y asintió imperceptiblemente con la cabeza.
Isacco miró a Lanzafame boquiabierto.
El público había enmudecido.
—Espero no haber cometido un error… —dijo Mercurio al Patriarca abriendo los brazos—. Yo… yo…
—Usted ha cumplido con su deber de defensor, padre Venceslao —dijo el Patriarca conteniendo la rabia que le hervía en las venas. Se volvió hacia Benedetta mirándola furibundo—. La que ha hecho algo muy grave es esta mujer…
La multitud murmuró.
El Patriarca la apuntó con un dedo tembloroso.
—Ha calumniado a mi sobrino Rinaldo y, con él, el buen nombre de toda mi familia. Mañana, en esta misma sala, mi sobrino, el príncipe Rinaldo Contarini, la desmentirá.
—No lo entiendo, Patriarca —dijo entonces el torpe padre Venceslao, abriendo mucho los ojos, maravillado, con su voz ingenua—. ¿Quiere decir… que esta mujer miente?
Benedetta sintió que la tierra se hundía bajo sus pies.
—El proceso ha concluido por hoy —dijo con gravedad el Patriarca—. La corte se retira y volverá a reunirse dentro de dos días. —Se levantó tratando de ocultar la cólera que hacía temblar sus rodillas y, precedido de sus prelados y seguido de los clérigos que le sujetaban la capa purpúrea, salió de la sala mayor del colegio canónico de los santos Cosma e Damiano.
El público solo tenía ojos para el padre Venceslao. Pero, entre todos los que miraban al dominico de ojos velados que había dado un vuelco al proceso, el que más lo admiraba era un hombre que permanecía al margen, procurando no llamar la atención, con la cabeza cubierta con una capucha, pese al calor. Miraba intensamente al padre Venceslao mientras se torturaba una extraña cicatriz oscura, en forma de moneda, que le sobresalía en el centro del cuello.