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Pese a que remaba con todas sus fuerzas, Shimon no lograba seguir a la barca a la que había subido Mercurio. La veía alejarse cada vez más. Los dos remeros navegaban demasiado rápido para él. Debían de ser unos profesionales, se decía Shimon presa de la ansiedad.

El calor de ese verano ardiente lo hacía sudar, le quemaba los pulmones y aceleraba los latidos de su corazón.

Shimon apretaba los dientes y hundía los remos en el agua quieta de la laguna. Odiaba cada vez más esa ciudad. Todo era difícil. Seguir a una persona en el agua era sumamente complicado.

Pero no podía perder de vista a Mercurio.

Había temido haberlo perdido ya en los dos días anteriores. Mercurio se había marchado de repente y no había vuelto a dormir a la casa. En un instante Shimon había pasado de la euforia de haberlo encontrado a la desesperación por haberlo perdido.

Mientras remaba se volvió angustiado. La barca que perseguía se estaba perdiendo entre las decenas y decenas de embarcaciones que surcaban el Canal Grande. Apenas podía verla ya. Intentó remar a mayor velocidad, pero sus brazos empezaban a ceder.

Durante esos días, en los que había temido perder a Mercurio, Shimon había deambulado angustiado alrededor de la casa de Anna, de forma tan imprudente que esta lo había visto y se había acercado a él sin que se diese cuenta. Por un momento Shimon había pensado que iba a tener que matarla. Después, sin embargo, la mujer lo había invitado a su casa, lo había tomado por una persona necesitada y le había ofrecido una comida caliente.

Shimon se había sentado en la cocina sujetando el mango del cuchillo con una mano. Pero no había ocurrido nada. Poco a poco, la tensión que sentía se había ido aplacando. La mujer —Anna, según había dicho que se llamaba— tenía una voz delicada, unos ojos transparentes y unas maneras afables. Shimon le había enseñado su certificado de bautismo. La mujer sabía leer. Había mirado el documento y después lo había llamado «señor Rubirosa», con respeto, pese a que, viéndolo tan necesitado, le había ofrecido una comida. Entonces Shimon había apuntado con un dedo su nombre y ella, sonriendo, lo había llamado «señor Alessandro».

Shimon había experimentado una extraña sensación. De calor. Se había sentido a gusto, de una forma muy diferente a como se sentía con Ester. Si bien esa mujer no lo atraía, su manera de comportarse caldeaba incluso una naturaleza gélida como la suya.

—Vivo aquí con mi hijo —le había dicho a cierto punto la mujer.

Shimon la había mirado pensando: «Yo he venido a arrebatarte a tu hijo». Se había levantado y se había ido. No podía correr el riesgo de quedarse allí.

Shimon seguía remando, pero apenas sentía ya los brazos debido al cansancio. Cuando llegó a Rialto no pudo ver la barca de Mercurio. Lo había vuelto a perder, pensó encolerizado. Soltó los remos. Mientras avanzaba con lentitud, empujado por la inercia, con la ropa empapada de sudor y la garganta seca por la sed, miraba alrededor con la esperanza de ver la barca atracada en uno de los muelles.

Prosiguió lentamente, la furia y la desazón se iban apoderando de él.

Estaba a un paso de su venganza, pero, a la vez, temía tener que volver a la casa de Anna y esperar allí que Mercurio volviese a dar señales de vida. Era arriesgado. La mujer sospecharía, pero, sobre todo, el último día Shimon había visto que el muchachito de la banda deambulaba también por allí. No podía correr el riesgo de que lo descubriera. Si lo hacía, avisaría a Mercurio y este desaparecería para siempre.

Dio un furioso puñetazo al banco en que estaba sentado. Sintió que el dolor vibraba en la mano y subía por el antebrazo.

Cogió de nuevo los remos. La mano con la que había asestado el puñetazo pulsaba. Avanzó lentamente por el Canal Grande, pese a que había perdido casi la esperanza. Lo había perdido, se decía. Aun así, siguió avanzando, mirando a un lado y otro del Canal Grande. Dejó atrás el muelle ducal de la plaza San Marco. La laguna se abría en esa especie de mar que era la desembocadura grande. Sintió la tentación de volver atrás, pero al final decidió costear un poco más la orilla izquierda, en los alrededores de la plaza San Marco. Avanzó mirando los puestos de la Riva degli Schiavoni, de la que llegaba el aroma de las castradine, la carne de carnero asada y ahumada.

Cuando había perdido ya toda esperanza vio salir una barca de un canal como una exhalación. La reconoció enseguida. Era la barca a la que había subido Mercurio y los remeros eran los dos gigantes que conocía.

Pero Mercurio ya no iba a bordo.

Shimon se acercó a la orilla y enfiló el canal del que había salido la barca. Lo más probable era que no sirviera de nada, pero valía la pena intentarlo y la esperanza de encontrar a Mercurio le hizo olvidar el hambre que el aroma de las castradine le había despertado.

Pasó por debajo del puente de la Pietà y embocó el rio homónimo.

Prosiguió con lentitud, mirando alrededor con suma atención. Su objetivo ya no era una barca atracada, sino Mercurio, y para encontrarlo ya no tenía un punto de referencia. Se decía que era una empresa imposible, a menos que el joven estuviese en los muelles. Pero se repitió que valía la pena probar.

El rio de la Pietà era bastante ancho y, a cierto punto, artificialmente tortuoso, similar a una serpiente, cosa poco frecuente en Venecia, donde los canales eran en su mayor parte regulares. Al cabo de un rato, en la orilla derecha vio una explanada herbosa en la que pastaba un rebaño de cabras. Al pasar por delante varias de ellas alzaron la cabeza y lo miraron. Poco después, Shimon divisó un grupo de niños y un sacerdote. Al acercarse vio que el sacerdote estaba charlando con una monja, que estaba al otro lado de una puerta, rodeada de un grupo de niñas sucias y mal vestidas, al igual que los niños que cuidaba el sacerdote. Shimon frenó instintivamente. Al mirar alrededor notó que los edificios de esa zona estaban habitados por un número excesivo de niños y religiosos de ambos sexos. Así pues, se trataba de un orfanato.

«¿Estás aquí?», se preguntó Shimon, sintiendo que el corazón le daba un vuelco.

Sabía que Mercurio era huérfano. Sin saber por qué, el instinto le decía que estaba allí. Le parecía una ecuación que no era fruto del azar.

Detuvo la barca en la orilla opuesta, se puso la capucha, a pesar del calor, y esperó.

Recordó que los guardias ducales habían visitado en dos ocasiones la casa de Anna y pensó que Mercurio debía de estar en apuros, cosa que no lo sorprendía, dado que era un ladrón y un timador. Si andaba metido en líos tenía que esconderse.

Quizá se había refugiado en el orfanato de la Pietà. Pero, a medida que pasaba el tiempo, Shimon iba perdiendo de nuevo la esperanza. En ese lugar solo había curas, monjas y niños. Un tipo como Mercurio habría llamado la atención.

Al anochecer Shimon concluyó que no podía estar allí. Una vez más, temió haber perdido su rastro. Otra vez.

Solo le quedaban dos alternativas. Una era la mujer que aseguraba ser la madre de Mercurio, pero quería tanto al joven que iba a ser muy difícil tirarle de la lengua.

La otra vía era la joven pelirroja. Al pensar en ella Shimon se lamió los labios. Torturar a esa muchacha tan sensual podía ser una experiencia maravillosa.

Con todo, decidió seguir un poco más por el rio de la Pietà antes de dar la vuelta a la barca y regresar al palacio donde había visto que vivía la joven. Si Mercurio no había bajado en el orfanato podía no estar muy lejos.

Shimon se puso a remar de nuevo lentamente. En el cruce con un canal ancho el rio de la Pietà se enderezó y pasó a llamarse de Santa Giustina. Shimon prosiguió por él y al cabo de un rato desembocó en una parte de la laguna aún más extensa que la que había frente a San Marco.

Allí la ciudad era totalmente distinta. En el canal flotaban excrementos y animales muertos. Los muelles estaban formados por unos simples palos, viejos y medio podridos, plantados en las orillas fangosas sin las piedras cuadradas de Istria. Allí Venecia mostraba su miseria sin el menor pudor. Y esa miseria olía a rayos, pensó Shimon arrugando la nariz.

A su izquierda vio unos embarcaderos de madera con redes y retretes. Las casas, bajas y también de madera, más bien chamizos, tenían unos míseros huertecitos que el calor sofocante había secado. Una cabra, delgada hasta el punto de que parecía más bien un esqueleto cubierto de pelo, se movía con parsimonia buscando algo que tascar; tenía las mamas deshinchadas. Unas gallinas escarbaban en el barro. Un gato con las orejas peladas por las continuas grescas deambulaba circunspecto por una empalizada.

Frente a él, en el agua abierta, Shimon vio un islote y varias barcas de pescadores.

A la derecha, en cambio, había una extensión de barro y un cobertizo destrozado. Bajo el cobertizo se veía un barco alrededor del cual trabajaban varios hombres. El barco estaba en muy mal estado.

Cuando se disponía a retroceder del astillero le llegó una voz que reconoció de inmediato.

—¿Cuándo estará listo, viejo?

Shimon se volvió de golpe y vio a Mercurio, que acababa de salir del barco que estaba en seco.

El corazón le latió a toda velocidad y la sangre le pulsó en las venas.

El dios de la Venganza había querido que encontrase a Mercurio. Le estaba diciendo que su misión era justa. El dios de la Venganza estaba de su parte.

Shimon amarró la barca a un muelle que quedaba bastante lejos. Bajó a tierra y regresó lentamente.

Los obreros que estaban trabajando en el barco abandonaron su tarea, se despidieron y se marcharon.

Mercurio se quedó con el viejo, que se apoyaba en un bastón y al que seguía un perro espantoso con la piel atigrada y las orejas torcidas.

Shimon aguardó a que anocheciese y luego se acercó a la chabola y espió por una ventana sin cristales. La chabola estaba compuesta por una única habitación. En un rincón había un jergón. A cierta distancia se veía otro, improvisado, hecho con paja y tapado con una manta llena de agujeros. Mercurio debía de dormir allí. Entre los dos jergones había un orinal. La habitación no permitía ningún tipo de intimidad. En el fuego, en una chimenea ruinosa, hervía una olla.

Mercurio y el viejo estaban sentados a una mesa sucia y comían pescaditos con las manos. El viejo tiró una cabeza al perro, que la cogió al vuelo moviendo la cola.

No obstante, de repente soltó la cabeza del pescado, olfateó el aire y, volviéndose hacia la ventana, gruñó quedamente.

Shimon pensó que lo primero que debía hacer era liquidar al perro, pero tenía tiempo.

Retrocedió poco a poco, procurando no hacer ruido, y se escondió detrás del barco. La noche iba a ser dulce. Tenía que decidir cómo matar a Mercurio. Cómo y cuánto lo haría sufrir.

—Dame todo lo que tienes, cabrón —dijo una voz ronca detrás de él.

Shimon sintió la punta de una lanza en la espalda e intentó volverse.

—Quieto, no te muevas —dijo la voz, que se había tornado aguda y que delataba cierta alarma—. Dame todo lo que tienes —repitió.

Shimon pensó que su agresor tenía miedo. Era débil y, con toda probabilidad, también inexperto. La punta del arma se apoyaba en una parte de la espalda donde no había órganos vitales. No lo mataría aunque se la clavara en la espalda, pensó.

Levantó las manos en señal de rendición.

—Dámelo todo, capullo —repitió otra vez su agresor con voz ya temblorosa.

Shimon bajó poco a poco la mano derecha, como si estuviese metiéndola en un portamonedas. En cambio, en el último momento saltó adelante y hacia un lado, se volvió empuñando su navaja y la hundió rápidamente y con violencia bajo la barbilla de su agresor, empujándola hacia arriba, hacia el cerebro.

Shimon vio que era un joven.

Mientras moría, el muchacho abrió desmesuradamente los ojos, babeó sangre y se desplomó al suelo. Shimon vio que el arma que le había apoyado en la espalda era un simple trozo de madera puntiagudo.

«Has muerto en vano, muchacho», pensó sin sentir la menor pena.

Todo había ocurrido en un santiamén. En silencio. Shimon alargó el oído. Nada, no se oía ningún ruido. Bajó la mirada hacia el cadáver. Tenía que desembarazarse de él. No podía dejar un cuerpo allí. Encontró una cuerda en la base del barco. La cogió. Buscó una piedra lo bastante grande como para que arrastrara el cadáver al fondo. Ató un extremo de la cuerda a la piedra. Fue hasta la orilla. El agua era baja y fangosa. Inspeccionó mejor el terreno hasta que vio un embarcadero bajo a unos pasos de distancia. Debía arrastrar el cuerpo hasta el extremo del muelle y tirarlo al agua. A buen seguro, allí había bastante profundidad. Llegó al muelle y apoyó la piedra asegurándose de que las tablas resistieran. Después retrocedió y cogió el cadáver por el cuello de la chaqueta. Lo arrastró unos pasos. Oyó que se desgarraba algo. La tela de la chaqueta estaba raída y había cedido. La luna iluminaba el tórax desnudo del cadáver y dos pequeños senos caídos con unos gruesos pezones oscuros, ajados como dos flores.

Una mujer.

Shimon vio que algo brillaba en uno de los pezones y se inclinó. Era una gota blanquecina. Una gota de leche en un pecho flácido.

Una madre.

La arrastró a toda prisa hasta lo alto del muelle, ató el otro extremo de la cuerda a un tobillo y luego la arrojó al agua.

Cuando volvió atrás vio que la luz de la luna iluminaba el rastro rojo de sangre en las tablas, pero no sabía cómo limpiarlo.

Volvió al astillero, cogió un cubo de madera y limpió la rampa. Luego alargó de nuevo el oído.

Oyó un llanto quedo, ahogado.

Siguió el sonido y llegó, pocos pasos atrás, a un montón de troncos. Encima de él había un bulto de trapos. Una gruesa rata lo estaba mordiendo. El bulto se agitaba.

Shimon dio un manotazo a la rata. El animal chilló y salió huyendo.

Shimon desenvolvió el hatillo. En su interior vio un recién nacido, feo, desnutrido, con la piel opaca y tan ajada que parecía un viejo en miniatura.

Vio que la rata había vuelto y olfateaba el aire moviendo el hocico, erguida en las patas posteriores y agitando su gran cola desnuda. No parecía resignarse a que le robasen la comida. Shimon alargó una pierna para darle una patada, pero la rata lo esquivó con agilidad.

Entretanto, el niño se había puesto de nuevo a llorar. Shimon comprendió por qué su madre lo había envuelto en los trapos. Así no solo estaba menos expuesto a las ratas, además evitaba que se oyera su llanto mientras intentaba robar a alguien.

Shimon le tapó de nuevo la cara con los trapos, después miró hacia el muelle. Era más piadoso hacer que se reuniese con su madre en el fondo de la laguna que permitir que fuese pasto de la rata, pero al final echó a andar, costeó el rio de Santa Giustina hasta llegar al rio de la Pietà y dejó al niño en el torno en que se abandonaba a los huérfanos.

«Te has salvado por casualidad», le dijo mentalmente pensando que sabía que allí había un orfanato por pura coincidencia.

Después tocó la campana de los frailes del instituto y se marchó a toda prisa.

Cuando volvió al astillero escudriñó de nuevo en la casa del viejo. Mercurio seguía allí. El perro volvió a gruñir. Shimon pensó que jamás había matado un animal. Luego, mientras se volvía a esconder detrás del barco, se dijo que había una primera vez para todo.

Sacó la navaja y, para pasar el tiempo, empezó a tallar el tableado del barco.

«Es la hora del juicio», se leía cuando terminó.

En el embarcadero vio a la rata, que había seguido el olor de la sangre y que estaba mordisqueando la madera.

Shimon sonrió como un niño.

La vida era hermosa, pensó.