—¡Ese idiota dijo que estaba de acuerdo con el Santo! —exclamó Isacco furibundo—. ¡Es una farsa! ¿Un defensor que concuerda con el acusador? No tiene sentido. ¡Es una tomadura de pelo!
Mercurio asintió con la cabeza con aire grave. Estaba al lado de la cama de Scarabello, en el establo que hacía las veces de hospital. Todos se habían reunido alrededor de ellos. Lanzafame, Anna del Mercato y las prostitutas que lograban estar de pie, además de las enfermas. En los semblantes de todos los presentes se dibujaba una expresión de desánimo.
Solo Lidia, la hija de Repubblica, no estaba al lado de Mercurio sino a la puerta del hospital, escudriñando en la penumbra del atardecer estival, en dirección al canal.
—No es justo —masculló, asomándose—. No oigo nada…
—¡Cállate! ¡Quédate fuera y vigila por si vienen los guardias! —le ordenó Repubblica.
La niña se enfurruñó.
—Te lo ruego —le dijo entonces Mercurio—. Mi vida depende de ti.
—¿De verdad? —preguntó Lidia maravillada.
—Por supuesto —contestó Mercurio.
La niña se enderezó. La expresión caprichosa que tenía en la cara desapareció y salió del hospital orgullosa de la tarea que le habían encomendado.
Repubblica miró primero a Mercurio y después a Anna. Las dos mujeres se sonrieron admiradas. Anna puso una mano en el hombro de Mercurio.
—Es tan imbécil que hizo dudar a la gente, pero, a cierto punto, pese a que fue de forma involuntaria… —Isacco retomó el relato tratando de convencerse de que aún había esperanza.
Mercurio hizo amago de responderle, pero Anna le apretó el hombro. El joven comprendió y se contuvo, pero cabeceó exhalando un hondo suspiro.
—Giuditta miraba aterrorizada… —susurró.
—Sí —corroboró Isacco.
—Sí, pobre muchacha —corroboró Lanzafame.
Isacco miró a Mercurio.
—¿Dónde estabas? —le preguntó.
—Bastante cerca de Giuditta —respondió Mercurio sombríamente.
—Ella te estaba buscando, ¿lo viste? —dijo Isacco.
—Sí, doctor —asintió Mercurio con tristeza—. Pero usted le señalaba a esa bestia del pelo largo…
—¿No eras tú?
—No, doctor… —Mercurio estaba embarazado—. En todo caso, no podemos hacernos señales; si me descubren me arrestarán y… no puedo ir a la cárcel en este momento. Lo entiende, ¿verdad?
Isacco cabeceó.
—Tienes razón, disculpa, muchacho. No obstante, uno como yo debería saberlo de sobra. Parezco un novato. Tengo la cabeza hecha un lío desde que empezó esta historia —suspiró, atormentado.
Mercurio miró a Lanzafame.
—Dígale que se fíe. Dígale que estoy allí.
—Ya se lo he dicho —contestó Lanzafame.
—Bueno, pues repítaselo. Estoy y siempre estaré con ella —dijo Mercurio con una profunda pena en los ojos—. ¡No debí atacar al comandante de la guardia, maldita sea! ¡Ahora no debería esconderme!
—A lo hecho, pecho —afirmó Lanzafame—. Lo importante es que tengas cuidado.
—Ella sabe que estás allí —terció Anna.
Mercurio se volvió a mirarla, al igual que todos.
—Una mujer lo sabe —prosiguió Anna—. Lo siente.
Los ojos de Mercurio se empañaron de lágrimas.
—Canallas —gruñó entre dientes.
—Tengo la cena en el fuego —le dijo Anna—. ¿Quieres comer algo?
Mercurio negó con la cabeza.
—No, es mejor que me vaya.
Una a una, las putas se acercaron a él, unas lo abrazaron, otras le cogieron la mano, otras le regalaron una sonrisa, todas intentaron transmitirle la confianza que necesitaba. Porque todas sabían que la salvación de Giuditta no dependía del proceso.
Isacco y Lanzafame se alejaron charlando.
—¿Jacopo asistió? —preguntó Scarabello con un hilo de voz.
Mercurio lo miró. Daba lástima. Era el espectro de sí mismo. Asintió con la cabeza.
—No solo asistió, se sentó al lado del Patriarca.
—¿Y…?
Mercurio se encogió de hombros.
—No lo sé. No lo entiendo…
—Debes presionarlo, muchacho —dijo Scarabello tratando de hacer rechinar los dientes—. Recuérdale… que lo tengo… cogido por los huevos…
Mercurio asintió con la cabeza.
—No pierdas la esperanza —añadió Scarabello.
—No…
—¿Has cogido el dinero? —le preguntó Scarabello.
—Sí.
Scarabello sonrió, pese al dolor que sentía en el labio comido por la llaga.
—Habrías sido un magnífico delincuente… —aseguró—. Eras el único que podía aspirar… a mi puesto…
—Gracias. —Mercurio sonrió.
—Ahora haz lo que debes… —dijo Scarabello casi sin aliento—. Ve hasta el final.
—Hasta el final —asintió Mercurio mirando al suelo. Permaneció así unos minutos, en silencio, pensativo. Cuando alzó los ojos, Scarabello dormía, agotado por la enfermedad.
Mercurio se alejó y se unió a Isacco y a Lanzafame. Apretó un brazo de Isacco.
—Resista. Necesito su ayuda, doctor.
—¿Qué debo hacer? —preguntó enseguida el médico.
Mercurio sacó una gruesa bolsa de cuero desgastado, pesada y tintineante. Se la tendió a Isacco.
—Son ciento cincuenta liras de oro.
Isacco miró la bolsa boquiabierto, pero no la cogió.
—Es un montón de dinero —murmuró Lanzafame.
—Vaya al Arsenal, doctor —dijo Mercurio—. Mañana. Pregunte por el capataz Tagliafico. Dígale que debe hacer zarpar un barco en unos cuantos días y páguele con esto.
Isacco cogió el dinero.
—Quítese el gorro amarillo —añadió Mercurio—. Y córtese también esa barba de chivo, doctor. No debe parecer un judío. Diga que es un armador. —Lo miró—. Griego.
Isacco lo escrutaba sin decir palabra, pero en sus ojos brillaba una nueva luz.
—¿Podrá, doctor? —preguntó Mercurio.
Isacco se rio.
—¡Hostia, claro que podré, muchacho! —Lo apuntó con un dedo—. Nací para hacer estas imbecilidades. —Se rio de nuevo. Miró a Lanzafame—. ¡Imagínate que el capullo del capitán aún piensa que soy un médico!
Lanzafame y Mercurio se rieron con él.
Las prostitutas se volvieron hacia ellos casi escandalizadas, pese a que muchas de ellas sonreían tímidamente. Hacía varios días que nadie se reía allí dentro.
—El barco está en el astillero de Zuan dell’Olmo, al fondo del canal de Santa Giustina, frente a la isla de San Michele —dijo Mercurio. Isacco asintió con la cabeza—. Y tiene que ir al Arsenal, porque yo no puedo dejarme ver por allí —añadió.
—Muchacho —dijo Lanzafame—, ¿hay algún lugar en Venecia donde puedas moverte con libertad?
Mercurio sonrió.
—He visto tu barca con los dos remeros —dijo entonces Lanzafame—. ¿Está siempre a disposición? —preguntó.
—Si no cambia el itinerario sí —contestó Mercurio.
—No lo cambiaremos —dijo Lanzafame.
Mercurio asintió con la cabeza y se dirigió a la salida del hospital.
—Córteme la barba, capitán —dijo Isacco.
—¿Por quién me has tomado? ¿Por tu barbero? —preguntó Lanzafame.
—Vamos, capitán. No me incordie. Volvemos a las viejas y sanas costumbres de todo buen estafador —dijo Isacco frotándose las manos.
Mientras tanto Mercurio había salido y había llegado a la casa de Anna. Cuando estaba a punto de entrar para saludarla vio un pedazo de pergamino en el umbral, tirado en el suelo. Lo cogió. En la carta, con una caligrafía vacilante e infantil, había escrita una frase: «Lo hizo Benedetta».
Mercurio se volvió de golpe hacia las hileras de chopos. En el atardecer rojizo entrevió una figura oscura que se escondía detrás de un tronco.
—¡Vete, Zolfo! —gritó.
Arrugó el trozo de pergamino y lo arrojó con rabia al suelo.
—¿Qué pasa? —preguntó Anna apareciendo en la puerta.
—Nada —contestó Mercurio, sombrío, lanzando otra mirada a los chopos—. El perro bastardo de siempre.
Anna le acarició la cabeza.
—Ten cuidado —le dijo en tono afectuoso.
Mercurio sonrió e hizo ademán de irse, pero antes se paró y, con torpeza, hundiendo la cabeza entre los hombros, medio encogido, le besó en una mejilla. Después echó a correr sin volverse, con la cara encendida.
Anna lo contempló conmovida hasta que desapareció. Después entró de nuevo en su casa.
Zolfo, en cambio, había salido de detrás de una zarzamora y cuando se disponía a echar a correr en pos de Mercurio para pedirle que lo aceptase de nuevo en el grupo, vio aparecer entre los chopos una figura negra encapuchada. Se volvió a esconder enseguida. Vio que la figura encapuchada seguía a Mercurio en dirección al canal. Con cautela, echó a andar detrás de él.
Zolfo vio que Mercurio subía a la barca con Tonio y Berto, que la figura encapuchada se perdía en una maraña de juncos y cañas, y que luego salía de ella a bordo de una barca pequeña y ligera.
Zolfo se acercó al canal.
De repente, una ráfaga de viento arrancó la capucha de la cabeza de la figura negra que seguía a Mercurio.
Zolfo sintió que la sangre se le helaba en las venas. No daba crédito a sus ojos. Saltó hacia delante, corrió como alma que lleva el diablo hasta llegar al muelle de madera y se agachó. La barca que seguía a Mercurio pasaba en ese momento. Zolfo se encontraba a menos de cinco pasos del hombre, que remaba con la cabeza descubierta.
—No… —murmuró Zolfo, que, al reconocer al hombre, se sintió agitado por una violenta emoción—. No… —repitió en voz baja—. ¡No! —dijo de nuevo abrumado.
El hombre que iba a borde de la barca se volvió y miró hacia el puente.
Por un instante su mirada se cruzó con la de Zolfo. El muchacho temió que lo hubiese descubierto, pero de inmediato comprendió que no podía verlo a través de las tablas de madera. Vio una terrible cicatriz en forma de moneda en la garganta del hombre.
—No estás muerto… —susurró.
Apenas el hombre estuvo lo bastante lejos, Zolfo abandonó su escondite. Corrió hacia el canal para advertir a Mercurio, pero la barca de su amigo estaba ya en aguas profundas, lejos.
Así pues, sintiendo los latidos del corazón en los oídos, Zolfo volvió a toda prisa al hospital. Entró jadeando y se acercó a Isacco y Lanzafame.
—¡Tengo que hablar con Mercurio! —gritó con los ojos desmesuradamente abiertos—. ¡Tengo que hablar con Mercurio!
Isacco y Lanzafame se pusieron de pie. Isacco tenía la cara enjabonada y Lanzafame empuñaba una navaja de barbero en la mano.
Varias prostitutas hicieron amago de acercarse, pero Isacco las detuvo alzando una mano.
—Os lo juro… está en peligro —dijo Zolfo con la respiración entrecortada.
—¿Por qué? —preguntó Lanzafame desconfiado—. Nosotros se lo diremos.
Zolfo tenía los ojos desmesuradamente abiertos por el horror, la emoción, la sorpresa. Estaba confuso y no podía razonar.
—No. No podéis.
—Vete, muchacho —dijo Isacco.
—No lo entendéis… ¡Está en peligro!
—¿Por qué? —preguntó Lanzafame en tono duro.
—Porque el judío… —balbuceó Zolfo.
—¿Sigues con esas tonterías? —gruñó Lanzafame dando un paso hacia él.
—No, espere… —dijo Zolfo retrocediendo con las manos tendidas hacia el capitán.
—Vete —repitió Lanzafame.
—Decidle… que el judío de Roma… no está… —balbuceó Zolfo. Se calló y cabeceó—. Os lo ruego, tengo que decírselo yo, vosotros no lo entenderéis. —Lloriqueó.
—¿Quién te envía, el fraile o el comandante de la guardia? —preguntó Lanzafame con voz despectiva.
Zolfo lo miró sin dejar de cabecear, con los ojos que iban de derecha a izquierda, como un pájaro enloquecido. Se volvió y escapó.
Se precipitó a casa de Anna y aporreó la puerta.
Cuando Anna abrió alarmada, Isacco y Lanzafame corrían ya hacia ella.
—Se lo ruego, señora —le dijo Zolfo volviéndose inquieto hacia Isacco y Lanzafame, que estaban ya a pocos pasos—. Mercurio está en peligro… dígame dónde está… se lo ruego… El judío de Roma no está muerto… Está aquí, señora…
—¡Te he dicho que te vayas! —gritó Lanzafame.
—¿Qué judío…? —preguntó Anna.
—Se lo ruego, se lo ruego… —Lloriqueó Zolfo llevándose una mano a la garganta—. Tiene… una cicatriz aquí… y…
—¿Ese es el judío? —dijo Anna—. Se llama Alessandro Rubirosa. Pobrecillo, es mudo. Le di de comer y él me enseñó su certificado de bautismo para que supiese cómo se llamaba…
—¡No, no! —exclamó Zolfo—. ¡Es el judío! ¿Por qué nadie me cree?
—Quizá porque ya has traicionado a todos una vez, muchacho —dijo Anna en tono duro guiñando los ojos—. Mercurio no quiere verte por aquí. Vete. Lamento tener que echarte, pero debes marcharte.
Lanzafame aferró a Zolfo por la pechera de su chaqueta roja y sucia. Le dio un empellón, con rabia.
Zolfo cayó al suelo, en el polvo.
Lanzafame hizo ademán de darle una patada.
Zolfo huyó.
Corrió mientras tuvo aliento para hacerlo, como si temiese pararse. Luego las piernas le flaquearon. Estaba en un prado, rodeado de hierba seca.
—No estás muerto… —murmuró.
Se arrodilló. Cerró los ojos. Vio a Ercole mirándose la herida que chorreaba sangre y luego mirándolo a él. Lo vio caer al suelo, poco a poco. «Ercole tiene daño», había dicho en su extraña lengua.
—No estás muerto —repitió Zolfo apretándose la cara con las manos.
Vio a Ercole tumbado en el camastro del cobertizo de las fosas comunes. Oyó el terrible sonido que había emitido cuando la vida lo estaba abandonando. Vio su enorme cara de demente retorcerse de miedo.
—¡No estás muerto! —gritó poniéndose de pie, estremeciéndose de ira con las manos alzadas al cielo.
Y sintió que tenía una razón para seguir viviendo. Una verdadera razón. Una única razón.