83

—Abre —dijo Lanzafame al carcelero.

—No está aquí —contestó el guardia.

—¿Dónde está? —preguntó Lanzafame, inquieto.

—Arriba. Una puta la está preparando —explicó el guardia riéndose.

Lanzafame se dio media vuelta sin contestarle, subió la escalinata del primer piso del Palacio Ducal seguido de sus soldados y llegó a una pequeña galería. Los guardias de la prisión estaban apostados delante de ella.

—¿Es aquí? —preguntó.

El comandante se volvió con indolencia. Tenía la nariz tumefacta y dos grandes derrames bajo los ojos. Sujetaba un pañuelo sucio de mocos y sangre bajo la nariz. Miró a Lanzafame sin responderle y luego se asomó a la galería.

—¿Está lista? ¿Cuánto tiempo necesitas?

—He terminado —contestó una voz femenina en la habitación.

El comandante de la guardia se volvió hacia Lanzafame.

—Es toda suya, capitán —dijo.

Lanzafame entró en la galería.

—¡Deja de llorar, capulla! —le estaba diciendo la prostituta, que estaba de espaldas—. Vas a estropear todo el trabajo que…

No pudo acabar la frase. Lanzafame se arrojó sobre ella y la empujó iracundo contra la pared de la habitación.

—Cállate, fulana —gruñó. Después se volvió hacia Giuditta y le tendió una mano—. Ven —le dijo en tono afectuoso—, tenemos que irnos.

Giuditta asintió con la cabeza sorbiendo por la nariz.

—Ven —repitió Lanzafame, y la sacó de allí.

Al verla, los guardias silbaron y se echaron a reír.

Giuditta inclinó la cabeza ruborizándose.

Lanzafame los fulminó con la mirada. Hizo un ademán a sus soldados, que rodearon a la joven. El capitán permaneció a su lado, cogiéndola de un brazo, como si tuviese miedo de que pudiese caerse, y todos bajaron la escalinata en silencio.

—Doy asco —dijo Giuditta con un hilo de voz cuando llegaron a la puerta que daba a la salida.

—Parad —ordenó Lanzafame a sus soldados. Miró a Giuditta. Una gruesa capa de maquillaje le cubría la cara dándole una apariencia vulgar. El vestido era tan escotado que apenas dejaba espacio a la imaginación. Por último, la habían vuelto a calzar con los zapatos altos de cortesana.

—Doy asco, ¿verdad? —preguntó de nuevo Giuditta.

Lanzafame cogió su pañuelo y lo pasó con rudeza por los ojos de Giuditta quitándole parte del negro que la prostituta le había puesto en abundancia en los párpados. Después le limpió los labios, pintados de rojo en forma de corazón.

—Así está mejor —dijo. Miró el escote—. No pienses en él. —Hizo un ademán a los soldados indicándoles que podían seguir.

Pese a que aún era muy pronto, en el exterior la luz del sol deslumbraba ya. El aire era caliente y húmedo, sofocante. La pequeña multitud que esperaba fuera estaba sudada, la piel de todos brillaba.

—¡Bruja! ¡Judía! ¡Puta de Satanás! ¡Maldita! —gritaron en cuanto la vieron aparecer.

—¡Apartaos! —ordenó Lanzafame.

Los dos soldados que encabezaban la procesión golpearon sin vacilar a un malhechor que escupía a Giuditta. La multitud comprendió al vuelo y se apartó. Siguieron el cortejo gritando, pero sin causar mayores problemas.

—No les escuches —dijo Lanzafame a Giuditta.

—¿Cómo se hace? —preguntó la joven intentando bromear.

Lanzafame asintió con aire grave.

—Me lo imagino —dijo.

Habían dejado atrás la plaza de San Marco, habían embocado la Calle II dell’Ascension y habían proseguido por la Salizada di San Moisè. Solo entonces Lanzafame le preguntó: —¿Tu defensor ha ido a hablar contigo?

Giuditta puso una expresión de asombro.

—¿Debía hacerlo?

—Mierda —soltó Lanzafame a su pesar.

—¿Es grave? —preguntó Giuditta preocupada.

—No… claro que no… —contestó Lanzafame quitando hierro al asunto. Calló. Que el defensor no hubiera dado señales de vida no era una buena señal. Lanzafame confió en que el proceso no fuese la farsa que, sin embargo, cabía presagiar. Tras dejar a sus espaldas el campo San Moisè doblaron a la derecha, hacia la parroquia de San Bartolommeo, dando una tortuosa vuelta para evitar la calle de los Specchieri y que Giuditta se viera reflejada en los espejos mientras la atravesaba.

Mientas costeaban el rio de los Fuseri, en San Luca, el capitán Lanzafame vio una barca. A bordo iban los dos remeros que llevaban a Mercurio de un lugar a otro. La barca los siguió a cierta distancia, hasta que casi habían llegado a San Bartolommeo. Después atracó en un pequeño muelle de madera. Lanzafame supuso que servía de apoyo.

Una gran multitud se había formado ya ante el colegio canónico de los santos Cosma y Damiano. Apenas apareció Giuditta empezó a rumorear y a agitarse, similar a las ráfagas nerviosas de viento que encrespaban el agua en calma de la laguna.

—No os separéis ni dejéis que nadie se acerque —ordenó Lanzafame a sus soldados. A continuación apretó un brazo de Giuditta—. Tranquila. Yo me ocuparé de ti.

Mientras atravesaban el gentío, que se iba abriendo a su paso a la vez que insultaba a la bruja, Giuditta miraba alrededor buscando a Mercurio. El día anterior, cuando lo había visto en la plazoleta que había frente al Palacio Ducal desde lo alto de la jaula suspendida en el aire, había sentido que no todo estaba perdido y había comprendido, por primera vez, en lo más hondo de su ser, por qué le había pedido a su padre que lo avisara. Porque cada vez que Mercurio la miraba se sentía más segura. Porque si Mercurio estaba a su lado, el miedo se aplacaba. Porque si sabía que Mercurio sufría por ella, podía soportar cualquier dolor.

—¡Puta de Satanás! ¡Bruja!

Lanzafame la empujaba para cruzar cuanto antes la explanada que había delante del colegio canónico y reducir al mínimo los riesgos. Giuditta, en cambio, se resistía, buscando a Mercurio.

—Ya estará dentro —le dijo el capitán.

Giuditta se volvió a mirarlo.

—El problema es que se ha tenido que disfrazar, porque el comandante de la guardia lo está buscando —le explicó Lanzafame—. Lo más probable es que no lo reconozcas, pero… él está aquí.

—¿De verdad? —preguntó Giuditta con un hilo de voz.

—Sí —la tranquilizó Lanzafame—. Ahora, sin embargo, vamos. No me gusta estar aquí fuera, en medio de todos estos fanáticos. —Miró a sus soldados—. ¡Movámonos!

Llegaron a la entrada lateral del colegio, que estaba vigilada por dos guardias armados, que se hicieron enseguida a un lado. Lanzafame entró, seguido de los soldados y de Giuditta. Se encontraron en una gran sala, fría y vacía.

—Estamos preparados —dijo el Santo al verlos.

El Patriarca de Venecia, acompañado de un reducido grupo de clérigos y prelados, frunció el ceño al ver a Lanzafame.

—Espero que en el futuro sea la imputada la que espere, en lugar de nosotros —dijo en tono crispado.

Lanzafame abrió los brazos en ademán de disculpa.

—Lo siento, Patriarca, pero la… maquilladora que designó el Inquisidor no había terminado de prepararla.

El Patriarca se volvió hacia el Santo.

—No volverá a suceder —se apresuró a decir este.

—Vamos, démonos prisa —dijo el Patriarca echando a andar.

Detrás de él se agruparon el Santo, los prelados, un dominicano, que avanzaba con cautela, los clérigos y, por último, Lanzafame y Giuditta.

La sala mayor del colegio canónico de los santos Cosma y Damiano era inmensa y estaba también vacía, tenía el techo alto, formado por unas vigas oscuras a la vista y unas columnas a los lados, cada tres pértigas de distancia. En la parte anterior habían construido un palco bajo, destinado al Patriarca y a los prelados del consejo, a su derecha había una mesa larga para el Inquisidor y el defensor, y a la izquierda, una jaula, en la que hicieron entrar a Giuditta.

Cuando Mercurio la vio encerrada como un animal feroz sintió una dolorosa punzada en el corazón. «Resiste», pensó tratando de no dejarse llevar por el desaliento.

Delante del palco, ocupando toda la sala mayor, habían colocado unos bancos de iglesia en los que se habían sentado y apiñado ya los numerosos habitantes de la zona que habían acudido para asistir al proceso. Los que no habían encontrado asiento ocupaban los espacios que quedaban entre las columnas y las paredes, apretujándose hasta lo inverosímil. Otros se amontonaban a la entrada para, al menos, poder oír. A los que se habían quedado fuera, en el patio yermo del colegio, solo les quedaba imaginar lo que sucedía dentro.

El Patriarca se acercó al sillón que había en el centro del palco. Cuando se disponía a hacer un ademán a un prelado, que vestía una túnica de seda y un fajín de raso, para que se sentase a su lado, el noble Jacopo Giustiniani subió al palco dando un salto ágil y se detuvo delante del sillón contiguo al del Patriarca.

—Patriarca —dijo Giustiniani a la vez que la multitud reunida en la sala callaba para escuchar lo que decía—, este es un acontecimiento tan importante que las autoridades de Venecia deben y quieren mostrar su apoyo a la Iglesia.

El Patriarca se crispó. En sus planes no entraba compartir los méritos con nadie.

Entretanto, Giustiniani se había vuelto hacia el público.

—Sois su rebaño, pero también nuestros queridos conciudadanos —afirmó—. Al menos no dirán que en el aula solo había ovejas, sino también hombres.

La gente se rio mientras Giustiniani se sentaba al lado del Patriarca.

—Giustiniani —dijo el Patriarca en voz baja—, ¿a qué viene todo esto?

—Patriarca, lo sabe igual que yo, porque es usted sacerdote, pero además, y por encima de todo, veneciano —sonrió el noble amablemente—. Venecia no puede quedarse al margen de un acontecimiento tan relevante. No podemos quedar por detrás de la Iglesia. —Abrió los brazos—. Sé que, en el fondo, me entiende.

El Patriarca trató de ocultar la irritación que, pese a ello, le había encendido la cara, y sonrió a la multitud presente.

—Que inicie el Santo Proceso —anunció. Con una mano señaló al Santo, que estaba a su izquierda—. El paladín de la Iglesia, el Inquisidor, el hermano Amadeo da Cortona.

«Maldito seas», pensó Mercurio.

El Santo hizo una pequeña reverencia al Patriarca y luego se volvió hacia la gente con las manos alzadas, mostrando los estigmas.

—Venga aquí, Inquisidor —dijo el Patriarca—. Acérquese para que lo bendiga.

El Santo se arrodilló a los pies del palco.

—Más cerca —dijo el Patriarca. Cuando el Santo llegó a su lado le cogió la cara con las manos—. Le beso en nombre de Nuestro Señor Jesucristo… —dijo acercando la boca a la mejilla derecha del fraile—. Deja de enseñar esos agujeros, juglar —le silbó en la oreja fingiendo que lo besaba. A continuación aproximó los labios a la mejilla izquierda—. Y recuerda que no necesitamos una confesión. El pueblo la ha condenado ya, de manera que lo único que debes hacer es que no cambie de opinión. —Lo miró a los ojos—. ¡Amén! —pronunció en voz alta.

—Amén —repitió el Santo volviendo a su sitio.

—Y ahora el defensor —dijo el Patriarca con menor énfasis, como si pretendiera dar a entender a la gente que la persona que iba a presentar no tenía ninguna relevancia a sus ojos—. El padre Venceslao… ¿Cómo se llama, padre? —Sonrió.

La multitud se rio.

—El padre Venceslao da Ugovizza —concluyó el Patriarca—. ¿Dónde está ese sitio?

La gente se volvió hacia el dominico, que vestía un hábito y un escapulario blancos, además de un abrigo y una capa negros, y que se levantó vacilante de la mesa a la que estaba sentado. El religioso tenía los ojos lechosos, velados por las cataratas. Se volvió hacia el Patriarca, al que apenas podía ver.

—Es una pequeña comunidad de los Alpes, excelencia, que pertenece a los obispos de Bamberga, en Baviera —explicó.

—Entonces, ¿es usted alemán? —inquirió el Patriarca.

—No, excelencia…

—Bueno, da igual —lo interrumpió el Patriarca—. No hemos venido a estudiar geografía —dijo dirigiéndose al público, que se rio divertido—. ¿Está preparado para realizar su… ingrata tarea, padre Venceslao? —le preguntó acto seguido.

—A decir verdad, no mucho —respondió el dominico rodeando la mesa con prudencia, con las manos tendidas hacia delante para no caerse—. No sé nada sobre procesos inquisitoriales.

El Patriarca se tensó.

—Toda esa modestia está de más, padre —dijo.

—No, no. Es cierto, excelencia —insistió el dominico.

—¡Padre! —exclamó el Patriarca interrumpiéndolo—. En ese caso confíe en la voz del Señor.

—Como ordene —dijo el defensor inclinándose hacia él.

—Yo no ordeno —lo corrigió el Patriarca con crispación—. Me limito a hacer sugerencias.

—Puede, pero cada una de sus sugerencias es una orden para mí —dijo el padre Venceslao con humildad.

La gente se rio.

Isacco, que estaba sentado en las primeras filas, miró a su hija Giuditta y le mostró los puños para darle ánimos, después murmuró iracundo al oído de Ottavia, que estaba a su lado: —Es una farsa y ni siquiera se preocupan por ocultarlo—. Miró también a Lanzafame.

El capitán tenía el semblante sombrío.

—Tranquila —susurró, con todo, a Giuditta.

La joven aferró las barras y observó al hombre que debía defenderla. Ni siquiera la había mirado. Tenía un aire inseguro y modesto, y cojeaba un poco, con toda probabilidad a causa de la gota. Además de los ojos velados por las cataratas tenía las mejillas rollizas y enrojecidas, señal de que era buen bebedor. Y la tonsura llena de pústulas. Sus manos sucias jugueteaban sin cesar con el rosario que llevaba a un lado, atado al cinturón de cuero.

—Tranquila —le repitió Lanzafame.

Giuditta se volvió hacia él.

—¿Lo dice por mí o por usted? —le preguntó.

Lanzafame no contestó y bajó la mirada.

—¿Quiere hablar un momento con su defendida? —terció Giustiniani dirigiéndose al padre Venceslao, como si pretendiera indicarle que era justo hacerlo.

El dominico se volvió hacia el Patriarca sin verlo. Calló unos segundos y luego sacudió la cabeza.

—No…, creo que no —dijo apresurándose a volver a la mesa—. Por el amor de Dios, hable usted —susurró al Santo—. Sáqueme de este berenjenal.

—Pido permiso para iniciar mi requisitoria, Patriarca —enunció retóricamente el Santo a la vez que se ponía de pie.

—¿Está preparado, exceptor? —preguntó el Patriarca al fraile secretario, un hombrecillo de mediana edad, menudo, que estaba sentado a un pequeño escritorio con una pluma de oca con la plumina de oro, que metía a toda prisa en un gran tintero para escribir en una decimosexta— un folio muy grande de pergamino doblado tres veces sobre sí mismo hasta formar dieciséis páginas, —sencillamente encuadernada con una doble costura de algodón.

—Sí, señor —contestó el exceptor, cuya tarea consistía en transcribir el proceso con todo detalle.

—Así pues, la quaestio puede iniciar —anunció el Patriarca.

«La payasada puede iniciar», pensó Mercurio buscando apoyo en la rabia, porque el miedo y la preocupación hacían temblar sus piernas. Miró a Giuditta. Vio que ella lo buscaba entre la gente. Estaba seguro de que el capitán Lanzafame la había advertido de que se iba a tener que disfrazar. Pero ella lo buscaba de todas formas. Él mismo sentía un impelente deseo de hacerle un gesto para que lo reconociese, de decirle bajo qué prendas se había escondido, pero no podía. Por su incolumnidad. Si lo arrestaban —había visto al comandante de la guardia ducal buscándolo entre la gente— Giuditta ni siquiera tendría una posibilidad de salvarse. Por duro que fuera, se dijo que debía llevar solo ese peso sobre los hombros y evitar que lo reconociesen. Se concentró en el Santo. Lo miró con todo el odio de que era capaz deseando que se muriese en ese mismo instante.

El Santo se inclinó, rodeó la mesa, cruzó toda la estancia en silencio en dirección a Giuditta, apuntándola con un dedo, hasta que llegó a su lado. Pero no se detuvo. Metió el dedo en la jaula, el público se estremeció y Giuditta reculó asustada.

—¡Hemos empezado a limpiar Venecia! —gritó.

La multitud presenciaba la escena boquiabierta, fascinada.

—Es un buen actor —susurró Giustiniani al Patriarca.

—Sórdido —gruñó el Patriarca.

—¡Y las serpientes como tú serán aplastadas! —continuó el Santo. Sacó los brazos de la jaula y se precipitó al proscenio plantándose delante de la gente—. Hoy, y a lo largo de este Santo Proceso, pueblo vejado de Venecia, demostraré que esta… —dejó la frase en suspenso como si estuviera cogiendo impulso— ¡bruja! —gritó con énfasis—, ¡esta bruja ha tramado con su amo y señor, Satanás en persona, un plan para arrebatar el alma de las mujeres de Venecia! —Se volvió hacia la mesa, donde había dejado a la vista las plumas de cuervo ensangrentadas, los dientes de recién nacido, las pieles de serpiente, los sapos secos, los pelos anudados y el resto de objetos que habían aparecido en los vestidos de Giuditta—. ¡Ahí tenéis las pruebas de sus hechicerías!

El padre Venceslao da Ugovizza se levantó para examinar las pruebas. Debido a las espesas cataratas se vio obligado a inclinarse sobre cada uno de los objetos expuestos, rozándolos de tal manera que un hombre gritó: —¿Qué haces, fraile, los hueles?

La muchedumbre se moría de risa.

—¡Silencio! —ordenó el Patriarca. Luego se volvió furibundo hacia el padre Venceslao—. ¡Y usted, siéntese!

El dominico se apresuró a tomar asiento, cohibido y humillado.

—¡Escucha, Venecia! —prosiguió el Santo. Notó que buena parte del público miraba al dominico—. ¡Venecia! —gritó aún más fuerte—. ¡Escucha!

La atención del público se concentró de nuevo en él.

—La peste de Satanás se ha difundido por nuestras amadas calles, embarrándolas, y por nuestros canales, enturbiando sus aguas —continuó el Santo—. Esta mujer trae a esta ciudad la peste de Satanás —señaló a Giuditta—, pero también su pueblo. ¡Los judíos! ¡Asesinos de niños, deicidas, blasfemos, usureros! —El Santo miró en derredor—. ¡Gorros amarillos!

Los ojos de muchos se clavaron en Isacco, Ottavia, Ariel Bar Zadok y en otros miembros de la comunidad que habían acudido para asistir al proceso. Pero la mayoría de los judíos de Venecia, empezando por el jefe de la comunidad, Anselmo del Banco, no habían acudido temiendo que se produjesen desórdenes y ataques contra ellos.

Los soldados de Lanzafame y los guardias del Palacio Ducal se llevaron las manos a las armas para demostrar a la multitud que no iban a admitir gestos de intolerancia.

—A primera vista puede parecer que este proceso es contra una sola mujer, pero en realidad es contra los hijos de Satanás —dijo el Santo.

Giuditta miró preocupada a su padre. Después dejó vagar la mirada entre la gente, tratando de adivinar dónde podía estar Mercurio.

Mercurio volvió a sentir la tentación de hacerle una señal, de atraer su atención y mostrarle que estaba allí, a su lado. Pero se volvió a contener.

Al ver que su hija buscaba a Mercurio, Isacco intentó ayudarla. Vio a su derecha un hombre cuya complexión era más o menos la de Mercurio. Su melena, larga y despeinada, le tapaba la cara. Iba vestido como un pordiosero y no dejaba de rascarse. Lo miró intensamente y le hizo una señal casi imperceptible con la cabeza.

—¿Qué coño miras, judío de mierda? —gruñó el hombre.

Isacco se apresuró a bajar los ojos, pero después, pensando en ello, asintió con la cabeza.

«Claro», se dijo a sí mismo. «Eso es». Miró a su hija y le señaló al hombre.

Giuditta lo escudriñó.

—¡Puta! —le gritó el hombre.

Giuditta se volvió hacia su padre y negó con la cabeza.

Isacco cabeceó, como si pretendiera decirle que no estaba tan convencido.

—¡Venecia no tardará en ser libre! —concluyó el Santo—. ¡Porque el Señor Omnipotente nos guía y nos ha señalado a… la bruja!

La muchedumbre aplaudió excitada.

«Pedazos de mierda», pensó Mercurio. «Creen que están en el teatro».

—¿Tiene algo que decir? —preguntó el Patriarca al defensor.

—No, excelencia… —contestó el padre Venceslao—. Concuerdo con cuanto ha dicho el hermano Amadeo da Cortona inspirado por Nuestro Señor, en cuyo nombre habla. Justus es, Domine, et rectum judicium tuum.

—¿Qué has dicho, hermano? —gritó una mujer del pueblo.

—Ha dicho que el juicio de Dios es recto y justo —tradujo el Santo.

La gente murmuró. Pese a que, en un principio, ninguno de ellos había sentido la necesidad de que hubiera un defensor, ahora parecían casi descontentos de que el proceso fuese en una única e ineluctable dirección.

—Imbéciles —masculló Isacco mirando de nuevo al hombre cubierto de pelo.

—Para que podáis comprender la gravedad de las acusaciones —vociferó el Santo— quiero llamar a declarar a Anita Ziani, lavandera, que fue testigo de un suceso prodigioso y aterrador. ¡Hacedla entrar!

Dos guardias del Palacio Ducal hicieron entrar a una mujer humildemente vestida y con las manos enrojecidas, que hizo su aparición mirando al suelo y con los hombros encogidos, asustada por la presencia de tanta gente.

—Anita Ziani —dijo el Santo acercándose a sus hombros y alzando su cara hacia la gente—, cuente con sus palabras a sus conciudadanos los sucesos satánicos que presenció.

La mujer se ruborizó y sonrió con nerviosismo dejando a la vista unos grandes agujeros negros entre los dientes.

—Señor, como ya le he dicho —dijo la lavandera dirigiéndose al Santo.

—¡Diríjase al público! —la interrumpió el Santo obligándola a volverse—. ¡Cuénteselo a la gente!

La lavandera se encogió aún más.

—Era el día del Señor… veinte del mes de noviembre del invierno pasado y yo volvía de mi taller después de haber lavado diez pares de sábanas finas de hilo y veinte…

—Sáltese los detalles —dijo el Santo exasperado—. ¿Qué ocurrió?

—Pues bien… sucedió que una mujer, cuyo nombre desconozco, señor…, esa mujer se puso a gritar frases obscenas en Campiello del Squelini, donde están los fabricantes de cuencos, en San Barnaba…

—¡Los hechos! ¡Los hechos! —se consumía el Santo.

—Esa mujer gritaba frases obscenas… —La lavandera hizo apresuradamente la señal de la cruz—, maldecía a la Virgen sobre todo y, además, si me permite… después se levantó el vestido y mostró las vergüenzas…, esto es… lo que tiene entre las piernas.

—¿Y luego? —la azuzó el Santo tratando de mantener viva la atención.

—Luego, de las partes bajas… aquí… —La lavandera se señaló la entrepierna— salió un huevo… pequeño, verde, que vibró como si dentro hubiese algo que empujaba…

La multitud había enmudecido. Todos escuchaban boquiabiertos.

—De hecho… —sugirió el Santo, invitándola a proseguir.

—De hecho el huevo verde se rompió… —continuó la lavandera—, y de él salió una criatura horrenda. Tenía los ojos amarillos y pérfidos. Parecía una serpiente pequeña, solo que tenía ocho pares de patas con garras…

La muchedumbre murmuró, asustada y maravillada.

—¿Y luego? —insistió el Santo.

La lavandera se encogió de hombros:

—Luego la criatura monstruosa desapareció… y la mujer que la había parido tenía uno de los vestidos de la judía y dijo que desde que lo llevaba puesto ponía uno de esos huevos verdes satánicos todos los días…

—¡Puta! ¡Bruja! —gritaron varios de los presentes a Giuditta.

El Santo asentía con la cabeza sin decir palabra, dando tiempo a que el episodio colmase la imaginación de los presentes.

—Que Dios me deje ciego si no es cierto —dijo el padre Venceslao asintiendo con la cabeza, absorto y concentrado en el relato—. Decidlo, buena mujer, porque un juramento hecho a Dios contra Satanás vale cien mil oraciones.

—No… —balbuceó la lavandera.

El padre Venceslao la miró estupefacto.

—¿Cómo que no? —preguntó casi asustado volviéndose hacia el Patriarca.

La lavandera hizo la señal de la cruz.

El padre Venceslao seguía mirando al Patriarca.

—Lo siento, no pretendía… —dijo en medio del silencio general.

La gente miraba a la lavandera y algunos reían.

El Santo tiraba espuma por la boca, como una fiera salvaje.

—¡Jura, mujer! —intimó a la lavandera.

La mujer los miraba aterrorizada, pero no se decidía a hablar.

—¡Jura! —repitió el Santo.

—En todo caso, yo os creo aunque no juréis, buena mujer —dijo el padre Venceslao.

—¡Callaos! —le ordenó el Patriarca.

La gente se rio.

—¡Jura! —gritó el Santo—. ¿O te has puesto de acuerdo con Satanás?

—Juro… —La lavandera se echó a llorar.

El Santo se volvió hacia la multitud esbozando una sonrisa triunfal, pero muchos de los espectadores cabeceaban.

—Lo siento, Patriarca… —dijo el padre Venceslao acercándose al palco—, solo quería… —Abrió los brazos, se volvió hacia la jaula de Giuditta y la apuntó con un dedo vibrante de rabia—. ¡Así es como Satanás confunde nuestras mentes! —gritó histérico.

La muchedumbre protestó, malhumorada.

—¡Recuerda que eres el defensor! —gritó uno.

La multitud se rio.

El padre Venceslao se agitó, embarazado, mirando con sus ojos opacos a la gente, y dijo con voz vacilante: —¡Yo defiendo a Dios!

—¡Siéntese! —le ordenó, exasperado, el Patriarca.

El dominico se dirigió a su asiento y se sentó, después de haber hecho tres veces la señal de la cruz.

—Los imbéciles pueden causar más daños que los deshonestos —susurró el Patriarca a Giustiniani—. Instrúyalo mejor. Dígale que basta con que esté callado.

Giustiniani asintió con la cabeza, pensativo. Luego lanzó una mirada cargada de desprecio al padre Venceslao.

Mercurio miró al aristócrata. Se preguntó si estaría de verdad de su parte, como aseguraba. En realidad, no sabía de quién fiarse, pero no tenía otra alternativa.

Entretanto, el Santo se había acercado a la lavandera. Le rodeó los hombros con un brazo y le tocó amorosamente la frente con la otra mano.

—Mujer… —dijo en tono afable y sereno—, la prueba que has sufrido ha hecho enloquecer a los mártires y a los profetas. Mi corazón está contigo. Ve en paz y agradece a Dios que te haya ayudado a sobrevivir al encuentro con Satanás. —Hizo un ademán a los guardias para que se la llevaran. Después miró al público. En silencio. Notaba el escepticismo general. Asintió con la cabeza y relajó los hombros—. Mi noble y puro adversario tiene razón, padre Venceslao. Así de grande es el poder de Satanás —dijo en voz baja como si hablara para sus adentros, pero de forma que todos lo pudiesen oír. Se volvió e hizo amago de marcharse.

La multitud había enmudecido de repente.

No obstante, mientras se encaminaba aparentemente derrotado a la mesa, el Santo se paró, sin dejar de dar la espalda a la gente, miró a su izquierda, hacia la jaula donde estaba encerrada Giuditta y se acercó a ella con paso fatigado.

Agarró las barras, colocándose de perfil a la gente, y escrutó a Giuditta. Después intentó sacudirlas. Pero parecía desfallecido. Su cuerpo empezó a temblar. Primero con debilidad, luego con mayor violencia. A continuación echó la cabeza hacia atrás y puso los ojos en blanco, como si una energía procedente del exterior se hubiese apoderado de él. Su fuerza aumentó a la vez que emitía un sonido aterrador y grave que parecía haberle partido el pecho y que se expandía por la sala, sumida en un profundo silencio. La jaula de Giuditta empezó a vibrar, cada vez con mayor violencia, como si la estuviera sacudiendo un terremoto, al mismo tiempo que el sonido animalesco aumentaba convirtiéndose en un grito.

—¡Puta de Satanás! —vociferó el Santo desplomándose al suelo, como fulminado.

Al verlo la multitud desechó sus dudas y gritó encolerizada exigiendo la vida de Giuditta.