La placita rectangular que había delante del Palacio Ducal, al lado de San Marco, estaba abarrotada.
La gente que se agolpaba en ella estaba sudada; el sudor de varios días había empapado sus vestidos. El aire estaba impregnado de un olor rancio, a cebolla o pescado podrido. La piel de la multitud brillaba, grasa y acre. Los humores, inestables.
Pero, más que los hedores, en el aire flotaba la muerte inminente. Como si ese mundo de palacios suspendidos en el agua y toda la laguna ardiesen ya en la hoguera que todos aguardaban. Que todos deseaban a la bruja judía que había intentado arrebatar el alma a los venecianos.
Las autoridades habían construido un palco justo delante del muelle ducal. Detrás de él se abría el amplio espejo de agua en que el Canal Grande hacía confluir sus aguas. Una miríada de embarcaciones, tanto las ricas de los nobles como las más humildes de los pescadores o de los transportistas, se amontonaban unas al lado de otras.
El palco tenía una altura de dos pértigas y estaba completamente revestido de telas de seda de color púrpura que parecían evocar la hoguera que la Iglesia se disponía a preparar para Giuditta. Además estaba dividido en dos pisos. En el de arriba había un trono dorado con el respaldo tan alto que parecía una escalera de mano apuntando al cielo. Un poco más abajo, pero siempre bien a la vista de la multitud, incluso para la gente que se encontraba al fondo de la plaza, había cuatro sillones en los que se habían acomodado el Santo, envuelto en las aclamaciones de los presentes, y tres prelados vestidos de negro y de aire grave. A los dos lados del proscenio, en caso de que se pudiera llamar así, dado que toda la estructura parecía un escenario dispuesto para una representación teatral, se erigían dos torres con dos cabrestantes a los pies de cada una de ellas. De lo alto de las torres salían dos brazos que se unían en el centro del palco, algo más adelante, y de los cuales colgaban unas cuerdas de cáñamo, gruesas y trenzadas, enganchadas a una especie de jaula de madera que estaba justo enfrente del palco. En el suelo. Vacía.
Mercurio e Isacco, que estaban entre el público, miraban alrededor, tensos y preocupados. Ninguno de los dos hablaba. Parecía que ni siquiera respiraran. Sus semblantes estaban contraídos, inmóviles, como esculpidos en piedra.
Llegado el momento, el Patriarca Antonio II Contarini, arrastrado por cuatro clérigos, hizo su aparición. La multitud enmudeció. El Patriarca subió la escalera que llevaba a lo alto del palco y se sentó en el trono. A continuación, hizo un ademán en dirección al Palacio Ducal.
Giuditta salió escoltada por el capitán Lanzafame y varios de sus soldados.
La muchedumbre empezó a gritar y a insultarla.
—No tengas miedo —dijo Lanzafame a Giuditta—. No permitiré que te suceda nada.
Giuditta sintió que las lágrimas le empañaban los ojos. Avanzó poco a poco, asustada. Y muerta de vergüenza.
—¿Qué le han hecho? —murmuró Isacco al verla.
Por un instante, Mercurio bajó la mirada, como si no soportase verla.
—Bastardos —gruñó.
La prostituta que había contratado el hermano Amadeo había cubierto la cara de Giuditta de una espesa capa de albayalde. Además le había puesto bermellón en las mejillas y en los labios, que había dibujado en forma de corazón. Valiéndose de un pincel negro le había pintado los párpados, luego le había trazado unas largas rayas de color azul claro que partían de las cejas. Llevaba el pelo recogido en lo alto, salvo dos largos mechones que le caían sobre los hombros y que la prostituta había pintado de azul oscuro y amarillo. Le había puesto un vestido con un escote tan abierto que buena parte del pecho quedaba al descubierto, y la había calzado con unos zapatos con un palmo de plataforma, como los que solían llevar las cortesanas.
—¿Qué te han hecho? —dijo una voz de mujer a su derecha.
Giuditta se volvió y vio a Ottavia, que tenía una expresión de pesar en la cara, quizá mayor que si la hubiese visto torturada.
—¡Puta! —gritó una mujer que estaba a su lado.
—¡Bruja! —vociferó otra.
Giuditta vio también a Ariel Bar Zadok, a las modistas, al cortador Rashi Sabbatai, a las mujeres de la comunidad que habían comprado al principio sus gorros, y a Joseph, con su voluminoso corpachón, que enrojeció cuando sus miradas se cruzaron.
—¡Puta! ¡Ten esto! —gritó una mujer lanzándole un vestido.
Giuditta la reconoció. Era una de sus clientas y el vestido que le había arrojado era uno de los que ella le había vendido.
Los soldados de Lanzafame estaban preparados para intervenir. Habían recibido la orden de impedir que le sucediese algo a Giuditta. Debían protegerla como el bien más precioso, les había dicho Lanzafame, que se abría camino entre la multitud empuñando la espada.
Cuando llegaron al palco hicieron subir a Giuditta a la jaula de madera que había en la base de la estructura. Después los dos cabrestantes que había a los pies de las torres se pusieron en funcionamiento. Las cuerdas de cáñamo enganchadas a la jaula se tensaron chirriando. La jaula se balanceó.
Asustada, Giuditta se agarró a las barras de madera.
—No tengas miedo —le dijo Lanzafame.
La jaula se separó del suelo. Las cuerdas gemían mientras la transportaban hacia arriba, y cuanto más subía la jaula, mayor era el silencio que reinaba entre la gente, que tenía la impresión de estar presenciando un hechizo.
Al final, la jaula se paró balanceándose. La multitud exclamó estupefacta.
—¡Vaya espectáculo! —comentó Isacco.
—Lo han planeado muy bien —dijo Mercurio sombrío—. ¡Giuditta! ¡Estoy aquí, Giuditta! —gritó.
Un hombre que estaba a su lado lo miró torvamente.
—Procura no llamar la atención —susurró Isacco—. No te conviene que te arresten, idiota. Ni que te ahorquen.
—Que le den por culo, doctor. ¿Cómo puede estar tan tranquilo?
Isacco lo miró.
—¿Ves calma en mis ojos?
—Disculpe, doctor —dijo Mercurio.
—Disculpa tú, muchacho —dijo Isacco.
Los dos miraron la jaula que se balanceaba en el aire. Giuditta estaba aferrada a las barras, aterrorizada. Miraba la multitud, pero sin ver nada.
La muchedumbre enmudeció de repente.
El Patriarca se había puesto de pie en el palco.
—En nombre y por cuenta de Su Santidad, el papa León X de Médicis y por concesión de nuestro amado Dux, Leonardo Loredan —empezó a declamar el Patriarca—, y con el consentimiento de las grandes autoridades de la Serenísima República de Venecia, y bajo el patrocinio de San Marcos, yo, Antonio II Contarini, siervo de la Iglesia y de la República, declaro abierto el debate público contra Giuditta di Negroponte, judía, acusada de brujería. —Se volvió hacia la zona inferior del palco—. Inquisidor Amadeo da Cortona, de la orden de los frailes predicadores, presente la acusación.
El Santo se levantó, se inclinó delante del Patriarca y a continuación mostró sus manos llagadas a la multitud, que se apresuró a aplaudir.
El Patriarca contuvo un gesto de irritación.
Se produjo un instante de silencio, que Mercurio aprovechó para bracear y gritar: —¡Giuditta!
Giuditta se volvió hacia la voz. Cuando reconoció a Mercurio estalló en sollozos, flaqueó, sus piernas cedieron y cayó al fondo de la jaula. Después, haciendo un gran esfuerzo, se levantó y miró fijamente al joven. Sus ojos ya no se apartaron de él.
—Pueblo de Venecia —empezó a decir el Santo—, ahí está… —Señaló en silencio a Giuditta, suspendida en el aire delante del palco como un animal en cautiverio—. Ahí está —repitió—. ¡La infiel! ¡La judía! ¡La bruja!
La multitud se agitó.
—¡Bruja! ¡Maldita!
—¡La puta del demonio! —gritó el Santo.
—¡Puta! ¡Puta judía!
—¡El cáncer de Venecia! —gritó el Santo a pleno pulmón.
La muchedumbre empezó a tirar piedras a Giuditta.
Lanzafame y sus soldados agitaron las espadas en el aire.
—¡Diles que paren, fraile! —ordenó Lanzafame al Santo.
—¡Son el pueblo del Señor! —replicó el hermano Amadeo.
—¡Fraile! —rugió el Patriarca.
El Santo se volvió.
—Te lo advertí —dijo el Patriarca—. No quiero espectáculos juglarescos.
El Santo se encogió y, a continuación, se volvió hacia la multitud.
—¡Tranquilos! —gritó—. El Señor ha puesto su justo y divino castigo en mis manos, no en las vuestras.
La muchedumbre se calmó.
—Pero ¡no temáis! —prosiguió el Santo—. ¡Será un castigo ejemplar y terrible!
—Que Dios pueda fulminarte —gruñó Mercurio. Después se llevó una mano al corazón mirando a Giuditta.
La joven seguía llorando y las lágrimas deshacían el color bermejo, que chorreaba sobre la espesa capa de albayalde, de manera que parecía que estuviese llorando sangre.
—El proceso se celebrará públicamente —anunció en tono solemne el Santo— e iniciará mañana en el colegio canónico de los santos Cosma y Damiano, en la parroquia de San Bartolommeo. —Tenía la cara sudada y el pelo pegado al cráneo.
La multitud ensalzó al Santo.
Mercurio miró alrededor con inquietud. Giustiniani había mantenido su palabra. Había incorporado enseguida a Lanzafame a las tropas que protegían a Giuditta. Pero el Patriarca solo había presentado al acusador. No había anunciado a ningún defensor.
El Santo volvió a tomar asiento. Uno de los tres prelados que estaban en el palco se levantó. También él estaba empapado de sudor.
—En nombre de Su Santidad, Leone X, y de nuestro amado Patriarca, Antonio II Contarini, y de acuerdo con el ritual de la Santa Madre Iglesia, quien tenga algo que decir… ¡que lo diga ahora!
En la plaza se hizo un silencio denso y vibrante. Todos sabían que nadie hablaría.
—Pido la palabra —dijo, en cambio, una voz.
Las personalidades que ocupaban el palco, los soldados, el pueblo de Venecia, todos se volvieron.
Abriéndose paso entre la gente, rodeado de cuatro escuderos de su escolta personal y seguido de los dos lacayos rubios, Jacopo Giustiniani, luciendo uno de sus trajes más llamativos, pese al calor, y adornado con las joyas familiares, llegó a los pies del palco.
El Patriarca estaba perplejo. Jamás había ocurrido algo así.
—Tiene la palabra, noble Giustiniani —dijo vacilante—. Suba al palco.
Mercurio se puso en alerta. Aferró un brazo de Isacco y lo apretó.
Isacco se volvió hacia él.
—¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?
Mercurio no apartaba los ojos de Giustiniani.
—¿Quién es? —preguntó Isacco.
—Cállese, doctor —dijo Mercurio.
—Y tú suéltame el brazo, me estás haciendo daño —respondió Isacco.
Entretanto, Jacopo Giustiniani había subido con agilidad la escalera hasta la zona del palco donde estaban el Santo y los tres prelados.
—Hable —dijo el Patriarca a Giustiniani.
—Nuestra amada República reconoce la autoridad de la Iglesia de Roma y de Su Santidad, Leone X, y respeta su actuación —inició Giustiniani, dirigiéndose al Patriarca. Se volvió hacia la multitud—. Y vosotros, venecianos, sabéis quién es el Papa y lo respetáis… —dijo sin concluir la frase.
Se produjo un quedo murmullo de desaprobación. Los venecianos temían que la autoridad del Papa y de Roma pudiese interferir en sus negocios e intercambios comerciales. Desde siempre tanto el pueblo como las autoridades eran conscientes de que tenían que mantener a raya el poder de la Iglesia.
Jacopo Giustiniani lo sabía mejor que nadie. Así pues, había decidido aprovechar la antigua y arraigada desconfianza que el pueblo de Venecia sentía hacia la Iglesia romana.
—Pero, además de respetar y amar al Papa —prosiguió—, amáis y respetáis por encima de todo Venecia y sus leyes. Amáis y respetáis la justicia que imparte el León de San Marco…
La multitud murmuró…
El Patriarca se dio cuenta de que Giustiniani había separado lo que él había conseguido unir. A partir de ese momento existía el riesgo de que el proceso se convirtiera en una imposición de la Iglesia susceptible de perjudicar a Venecia.
—Abrevie, noble Giustiniani —dijo, tratando de ocultar su irritación.
—Patriarca —continuó el aristócrata—, y vosotros, pueblo de Venecia… —Dejó en suspenso la frase.
—¡Hable de una vez! —exclamó el Patriarca. Un clérigo le enjugó la frente perlada de sudor con un pañuelito bordado. El Patriarca le apartó la mano con un ademán de crispación.
—¿Puede Venecia, pese al respeto que siente por la Santa Iglesia Romana, aceptar que tenga lugar un proceso en la laguna en el que participe un inquisidor, pero no un defensor? —preguntó Giustiniani a la muchedumbre. La miró abriendo los brazos—. ¿Puede Venecia cambiar sus reglas, sufrir… si me permiten… un ritual que va en contra de sus sanos principios?
El gentío murmuró y se agitó. Nadie había pensado en un defensor y, a buen seguro, nadie sentía la necesidad de su presencia; de hecho, todos se deleitaban ya imaginando la hoguera y el chisporroteo que produciría al arder la carne de la bruja judía. Aun así, el asunto había dejado de ser una simple historia de brujería para convertirse en un pulso entre el Papa romano y la República veneciana independiente.
—Noble Giustiniani, lo que solicita va en contra de la decretale del papa Innocenzo III, Si adversus vos, de manera que no puedo…
—Perdone, Patriarca. —Giustiniani inclinó la cabeza con humildad—. Si mal no recuerdo, Si adversus vos, cuyo contenido tuve el placer de estudiar en mi juventud, prescribe también un proceso a puerta cerrada. —Miró con intensidad al Patriarca, que había enmudecido—. ¿Recuerdo mal?
El Patriarca se tensó. Había comprendido adónde quería ir a parar el aristócrata del Consejo Mayor. Dado que habían hecho una enorme excepción convocando un proceso público, en lugar de a puerta cerrada, ¿por qué no hacer dos?
—Noble Giustiniani, entiendo lo que quiere decir, pero… —empezó a decir buscando las palabras adecuadas para enderezar la situación.
—¡El Dux! —exclamó alguien en la multitud. Todos se volvieron hacia el balcón del Palacio Ducal.
También el Patriarca se interrumpió y se volvió. Vio que el Dux Loredan en persona se había asomado para presenciar la discusión. Era evidente que apoyaba con su presencia la petición de Giustiniani. Pero no solo, el gesto significaba también que todo el Consejo Mayor y el Consejo de los Diez estaban de su parte, pensó el Patriarca.
—Comprendo lo que quiere decir —prosiguió este sonriendo y saludando al Dux con una reverencia— y, como ciudadano de Venecia, pese a ser también siervo de Su Santidad, no puedo por menos que estar de acuerdo con usted… —Miró a la multitud. Tenía que recuperar su favor—. Por eso celebraremos un proceso conforme con las reglas de la Sagrada Inquisición, pero respetando, además, a nuestra amada ciudad —exclamó.
La gente, que hasta ese momento se había mostrado dispuesta a condenar a Giuditta sin un proceso, ensalzó a la justicia porque este se había convertido en un partido entre Venecia y Roma.
Mercurio apretó los puños en ademán de victoria.
Isacco, a su lado, alzó los ojos al cielo.
—Gracias, Hashem —murmuró.
El Santo se puso de pie de un salto.
—¡Protesto! —gritó.
El Patriarca lo fulminó con la mirada.
El Santo inclinó la cabeza y se sentó de nuevo.
—¡Será divertido ver a dos sacerdotes dándose una buena tunda en público! —comentó jocoso un campesino.
—¿Se pueden hacer apuestas? —preguntó otro.
La gente se echó a reír.
Con un ademán, el Patriarca pidió a Giustiniani que se acercase.
—Bien pensado, Giustiniani —dijo en voz baja.
—La idea no es mía —contestó Jacopo Giustiniani refiriéndose a Mercurio, aunque consciente de que el Patriarca la atribuiría al Dux.
—Pero no puedo permitir que el Inquisidor y el defensor se… den una buena tunda en público —dijo sombrío el Patriarca.
—Por supuesto que no —aseguró Giustiniani—. Por eso he pensado en un nombre apropiado, un fraile desconocido, que carece de experiencia y es dócil.
El Patriarca sonrió complacido. Se relajó. Era una simple cuestión política, no de justicia, pensó.
—Me causa un gran placer comprobar la sensatez de la más fina nobleza veneciana. Le confieso que me había asustado.
Jacopo Giustiniani se arrodilló y besó el anillo pastoral delante del pueblo que se había concentrado en la placita del Palacio Ducal.
El Patriarca se volvió hacia el Dux e hizo una reverencia.
—Que inicie la farsa, entonces. —Se rio entre dientes y esta vez permitió que el clérigo le enjugase la frente.
—Que inicie la farsa —repitió Giustiniani—. En nombre de nuestra amada República.
—Y de la Santa Iglesia —añadió satisfecho el Patriarca.
—¿Tienes algo que ver con todo esto? —preguntó Isacco a Mercurio.
—¿Cómo podría? —Mercurio se encogió de hombros.
—Pues sí, ¿cómo podrías haber llegado tan alto? —concluyó Isacco—. Pero, no sé por qué, algo me dice que lo sabías.
—No diga tonterías, doctor —dijo Mercurio sin dejar de mirar a Giuditta.
—¡Acompañad a la prisionera a su celda para que aguarde en ella el proceso! —anunció uno de los prelados que estaban en el palco.
Los cabrestantes chirriaron de nuevo y la jaula empezó a bajar.
—Venga —dijo Mercurio a Isacco—. Intentemos hablar con ella. —Se abrió paso entre la gente a empujones tratando de llegar a la jaula.
Isacco lo seguía.
Cuando llegó a los pies del palco, Mercurio y Lanzafame se miraron.
—¿Ahora? —silabeó Lanzafame.
Mercurio negó con la cabeza y se acercó a él.
—Ahora la lincharían —dijo. Acto seguido se volvió hacia Giuditta, que estaba saliendo de la jaula, protegida por dos soldados.
La joven era una máscara irreconocible. El calor y las lágrimas le habían corrido el maquillaje. Su cara estaba surcada por unas rayas negras, rojas y azules. Los dos mechones coloreados se estaban destiñendo y, al gotear, le manchaban el pecho. Y, en medio de ese rocío de colores, en los ojos de Giuditta se leía un miedo inefable y desmedido.
—Socorro… —susurró alargando una mano hacia Mercurio.
Él dio un paso hacia delante y la cogió por un instante. La estrechó. Intentó decir algo, pero su boca abierta no emitió ningún sonido.
Giuditta trató de retener la mano de Mercurio en la suya, a la vez que los soldados de Lanzafame se la llevaban para sustraerla a la furia de la muchedumbre.
—¡Giuditta! —gritó Isacco que llegó solo en ese momento.
Al verlo, Giuditta rompió de nuevo a llorar.
—Niña mía —dijo Isacco—, ¿qué te han hecho?
Mercurio la seguía mirando boquiabierto. Después el gentío se agolpó alrededor de la escolta y Giuditta desapareció. Mercurio dio varios empellones preocupado, temiendo que la gente pudiese arrollar al capitán y sus soldados, pero al cabo de un instante vio que Giuditta cruzaba sana y salva la puerta del Palacio Ducal.
—Malditos —gruñó Isacco a su espalda—. ¡Malditos!
—Tengo que marcharme —le dijo Mercurio—. No conviene que me vean por aquí.
Isacco le agarró un brazo.
—Me equivoqué contigo, muchacho —dijo.
—Tengo que irme, doctor —repitió Mercurio—. Dígale a Anna que no apareceré por su casa en unos días.
—¿Adónde vas?
—Conozco un lugar seguro, no se preocupe.
—Pero ¿vendrás al proceso? —preguntó Isacco con cierto temor.
—Sí, por supuesto —contestó Mercurio—. Pero tendré que disfrazarme.
El semblante de Isacco se ensombreció.
—Giuditta no te verá…
—Dígaselo a Lanzafame, él se lo dirá a Giuditta —dijo Mercurio. Miró el Palacio Ducal. Vio al comandante de la guardia con la nariz hinchada—. Debo marcharme.
Isacco asintió con la cabeza. Luego se volvió hacia Ottavia y Ariel Bar Zadok, que estaban a pocos metros de ellos. Al igual que la suya, la esperanza, por escasa que fuese, había devuelto el color a sus caras. Giuditta tenía un defensor. No muy lejos de ellos, flanqueado por dos guardaespaldas enormes, vio a Anselmo del Banco. El jefe de la comunidad se encaminó hacia el médico, pero Isacco no tenía ganas de hablar con él, de manera que se alejó apresuradamente, abriéndose paso entre la multitud. Mientras avanzaba vio que Mercurio se paraba a hablar con el poderoso noble Giustiniani.
—Tenéis al Dux de vuestra parte —le estaba diciendo Mercurio con admiración.
—No, muchacho —sonrió Giustiniani—. Solo aconsejé al Dux que se asomase al final de la presentación, para que la gente de Venecia lo viera. La conclusión que el pueblo de Venecia y el Patriarca han sacado de ese gesto es cosa suya, no mía.
Mercurio lo miró con sumo respeto.
—Si no fuese porque temo que os ofendáis, os diría que sois un magnífico estafador.
—No me ofende. ¿Qué crees que es la política? —Giustiniani miró alrededor—. No he visto a Scarabello —dijo a Mercurio con una punta de irritación en la voz—. ¿No se digna siquiera a venir a comprobar si obedezco a sus chantajes?
Mercurio lo escrutó. Veía algo distinto bajo la máscara de irritación que cubría el rostro del noble, y sabía que no se equivocaba. Pensó que tal vez merecía saber la verdad.
—Scarabello se está muriendo, excelencia.
Los ojos azules, profundos como el mar, de Jacopo Giustiniani se helaron. Las facciones del aristócrata se contrajeron de manera imperceptible, pero solo por unos segundos, luego se ensancharon de nuevo en una sonrisa exagerada.
—Eso significa que no tardaré en ser libre —dijo de forma teatral.
—Sí, excelencia —corroboró Mercurio, que, no obstante, percibía la angustia que atenazaba a Giustiniani.
El noble no se movió.
—Está en Mestre, en el hospital de Anna del Mercato. Todos conocen ese lugar —explicó Mercurio.
El aristócrata se volvió hacia uno de sus lacayos.
—Vamos —dijo.
—¡Arrestadlo! —gritó de improviso una voz en el bullicio de la multitud—. ¡Ahí está! ¡Arrestadlo!
Mercurio vio que el comandante de la guardia del Palacio Ducal lo apuntaba con un dedo y se apresuró a perderse en la multitud.
Los soldados echaron a correr en pos de él. Cuando uno de ellos estaba a punto de darle alcance un hombre salió de entre el gentío, se abalanzó sobre él, tropezando, y lo arrastró al caer al suelo.
—¡Idiota! —gritó el joven soldado con irritación, porque el incidente le había hecho perder de forma irremediable a Mercurio.
—Perdone, señor —se disculpó Isacco levantándose y reteniendo al soldado con la excusa de limpiarle el uniforme—. Me empujaron…, perdone…
—Viejo de mierda —le dijo el soldado dándole un empellón.
Isacco se inclinó humildemente y luego se perdió, también él, entre el gentío. Por un instante entrevió a lo lejos los rizos oscuros de Mercurio, que abandonaba en ese momento la plaza de San Marco.
—Me equivoqué contigo, muchacho —repitió—. Mereces a Giuditta.