El sol azotaba la plaza de San Marco. Un sol despiadado y feroz. La gente caminaba boqueando debido al calor, incluso a la sombra, bajo los pórticos de las Paratie Nuove, que acababan de ser reconstruidas.
El verano se había abatido sobre Venecia repentinamente, como una enfermedad. El aire era sofocante, irrespirable. El cielo oprimente y plomizo, con una luminiscencia indefinida, innatural. Los canales más pequeños estaban casi secos. El barro aprisionaba a los peces gato. En los puntos más secos se veían las huellas de los ratones. El agua estancada olía más que nunca a podrido. Los excrementos, líquidos y sólidos, humanos y animales, fermentaban enseguida, cortejados por nubes de moscas. Los cadáveres de palomas, ratas, gaviotas, gatos e incluso caballos, hinchados y con las piernas tiesas apuntando al cielo, se deshacían rápidamente mostrando sin pudor el pulular de gusanos que daban buena cuenta de ellos. Benedetta estaba sudada, pero avanzaba de todas formas a buen paso. En una mano llevaba un pañuelito bordado de valioso encaje de Burano. En la otra un salvaconducto que pocos podían obtener esos días.
Mientras pasaba entre la gente Benedetta se volvió a mirar hacia atrás. Tenía la sensación de que la estaban siguiendo. Desde que había salido del palacio Contarini había tenido la impresión de oír unos pasos en las calles más desiertas, unos pasos que se adecuaban a los suyos, que se paraban cuando ella se paraba. Quizás el príncipe había encargado a un criado que la siguiese a sol y a sombra. Era probable que quisiera vigilarla. Al príncipe le gustaba tenerlo todo bajo control. De hecho, en esos días, en más de una ocasión, había querido saber adónde iba. Tal vez el criado que la había llevado a Mestre a ver a Mercurio había hablado. Por esa razón, hacía casi una hora, había salido de casa sola, sin acompañamiento. Y por esa razón había hecho un recorrido tortuoso para ir a la plaza San Marco.
Benedetta se volvió de golpe una vez más, pero no vio a nadie.
Al llegar al final de las Paratie Nuove cruzó la plaza, pasando por delante de la basílica de San Marco, en dirección al Campanile, a cuyos pies había varias tiendas de madera. Tras dejar atrás la última de ellas, en la que un grupo de hombres estaba apilando troncos, vio a su izquierda el Palacio Ducal. Había llegado. Estaba excitada pero, a la vez, puede que a causa del terrible calor, se sentía insegura e inquieta.
Se paró a la sombra de la marquesina de la tienda de madera. En el suelo había una alfombra de virutas y en el aire flotaba el olor de la resina fresca de abeto. Benedetta se enjugó el sudor que le perlaba la frente con el pañuelo. Después se taponó el escote y se metió el pañuelo en el vestido, bajo las axilas. Inspiró hondo. Trató de calmarse. Relajó las facciones. Intentó adoptar una expresión de desapego y, cuando consideró que estaba preparada, se movió.
Las gaviotas chillaban en el cielo sus risas estridentes y se amontonaban en los pilones del muelle ducal, en el Canal Grande.
Benedetta vio que los dos guardias del Palacio Ducal se volvían a mirarla. Sintió el sudor que le resbalaba por la espalda y entre las piernas, pero no aminoró la marcha ni bajó la mirada. Al llegar a su lado, en silencio, les entregó el salvoconducto con un gesto altivo, pero con naturalidad, como si fuese una práctica normal a la que estuviese acostumbrada por su rango.
El guardia más viejo rompió el sello y leyó. El salvoconducto estaba firmado por el Santo, el Inquisidor, y refrendado, sin que, no obstante, este lo supiese, por el príncipe Rinaldo Contarini. El guardia hizo una leve reverencia a Benedetta, miró alrededor y preguntó asombrado.
—¿No la acompaña ningún criado?
Benedetta lo miró fríamente.
—Prefiero que mi visita pase desapercibida —respondió.
El guardia se inclinó de nuevo, a continuación se volvió a su colega y le dijo: —Acompaña a la señora a la celda de la judía.
El otro guardia se inclinó a su vez y se dirigió a la galería de las prisiones.
Benedetta se volvió y miró los pórticos. No dejaba de sentir que la estaban siguiendo, pero, una vez más, no vio a nadie sospechoso. Así pues, siguió al guardia, que la esperaba a la puerta de la prisión para acompañarla.
Cuando entró en los subterráneos oscuros y húmedos Benedetta sintió que el sudor se le helaba en el cuerpo. Se estremeció. Pasaron por delante de las celdas comunes, de las que llegaban lamentos y oraciones, y que apestaban a cuerpos. Después recorrieron un pasillo flanqueado por las celdas individuales. Al final llegaron a una puerta antigua de nogal oscuro, blindada por unos grandes travesaños de hierro forjado. El guardia hizo un ademán a un compañero que llevaba un grueso manojo de llaves a la cintura.
Por fin, abrieron la puerta.
—Quedaos fuera —dijo Benedetta.
—Como ordene, señora —dijo el guardia tendiéndole una lámpara de aceite—. Tenga cuidado, el suelo resbala. Los prisioneros se mean.
El otro guardia olfateó en la penumbra de la celda y se rio. Luego se hizo a un lado.
Benedetta cogió la lámpara de aceite y la levantó delante de ella. La oscuridad de la celda era impenetrable. El olor era penetrante, pero no de orina, sino de algo distinto. Benedetta pensó que olía a miedo y se dio cuenta de que a ella también le asustaba cruzar el umbral.
—¿Está… atada? —preguntó a los guardias.
—No puede hacerle nada, señora. Esté tranquila —contestó el guardia.
Benedetta inspiró hondo y entró.
Los guardias se rieron a su espalda.
La lámpara iluminaba débilmente alrededor de ella, aclarando una zona de no más de un paso. Benedetta vio que el suelo estaba cubierto por unas grandes losas de piedra tosca que el tiempo había pulido. Las paredes eran de ladrillos rojos, con una estructura abovedada y reforzadas por unas gruesas vigas transversales. Una primera serie corría paralela al suelo a un par de palmos de él, la otra a menos de una pértiga. En los travesaños había clavadas argollas, cadenas y yugos.
Benedetta avanzó poco a poco. El olor a suciedad y humores corporales se intensificaba a medida que se adentraba en la celda.
Cuando, al bajar la lámpara delante de ella a la altura de sus rodillas vio el rostro de Giuditta dio un salto hacia atrás, asustada. Después recuperó el aliento y acercó de nuevo la lámpara.
Giuditta guiñó los ojos, como si la luz, tenue y temblorosa, la deslumbrase. Ladeó la cabeza.
Benedetta se acercó más a ella y la miró a los ojos. Esperó a que la reconociese sin decir palabra. Recorrió el cuerpo de la joven con la mirada. Estaba ovillada en el suelo. Llevaba un vestidito sucio y arrugado. A medida que la luz de la lámpara la exploraba Giuditta se acurrucaba más contra la pared. Al recular dejó a la vista una rodilla pelada. Benedetta vio que tenía los tobillos sujetos por dos argollas gruesas y oxidadas. Otra, con una cadena corta, le rodeaba la cintura y la obligaba a permanecer sentada en el suelo sin apenas poder moverse. Tenía también las muñecas encadenadas y llenas de arañazos. La cara sucia. Y una mirada de animal enjaulado.
Benedetta pensó que hacía, al menos, tres días que vivía en esa oscuridad. La celda no parecía tener ventanas. El aire era frío, húmedo, viciado. Pese a ello, Giuditta conservaba su belleza, pensó rabiosa. La odió con todas sus fuerzas, más que antes, porque ni siquiera la cárcel la derrotaba. O, al menos, no del todo. Seguía siendo una digna rival, pensó.
—Hola, bruja —dijo.
Giuditta sostuvo la mirada. Tenía los ojos enrojecidos, las mejillas hundidas, el pelo pegajoso y sucio, y los labios cortados.
—No me das… miedo… —dijo con voz ronca.
Benedetta le acercó la lámpara a la cara.
—No hace falta que yo te dé miedo —le contestó. Alzó la lámpara detrás de ella trazando un movimiento circular para mostrar la celda—. No. Ya no hace falta que yo te dé miedo. —Se rio de manera forzada. Alargó una mano, como si quisiera acariciarla.
Giuditta apartó la cara.
—Me gusta verte así —le susurró Benedetta.
—¿Qué quieres? —preguntó Giuditta.
—¿Qué más puedo querer? —contestó sonriendo Benedetta. Hizo una larga pausa sujetando la lámpara delante de los ojos de Giuditta, pensando que no había perdido un ápice de su belleza—. ¡Quiero verte morir! —le dijo furiosa.
Giuditta sintió que, pese al esfuerzo que hacía, el terror le clavaba sus garras en el estómago.
—¿Por qué? —preguntó quedamente.
Benedetta la miró sin responder. Después le escupió a la cara, se levantó y se encaminó hacia la puerta de la celda. Al llegar a ella se paró.
—Voy a ver a Mercurio —dijo tratando de que su tono fuera desenfadado, como si estuviera hablando con una amiga—. Lo estoy consolando. —Retrocedió—. Y él deja que lo consuele de buena gana. —Se plantó delante de Giuditta—. No puedo saludarlo de tu parte, lo entiendes, ¿verdad? —dijo. Se agachó iluminando la cara de Giuditta. Vio que estaba llorando. Exhaló un suspiro, regodeándose, y se marchó sin volver a detenerse.
Nada más salir de la prisión el sol la azotó con arrogancia. Casi había olvidado el calor y la luz que reverberaba en el agua de la laguna transformándola en un pavimento de pequeños espejos en continuo movimiento. Dejó que el aire caliente le llenase los pulmones, y luego, una vez recuperada, se dirigió al muelle adyacente al Palacio Ducal.
Llamó a un gondolero con un ademán y subió a su barca.
Mientras se alejaba por el Canal Grande, Benedetta se volvió de nuevo. Miró hacia la plaza, los pórticos, para comprobar otra vez si alguien la seguía, si la sensación que experimentaba estaba fundada. Pero no vio a nadie. Miró las otras barcas y las góndolas, pero eran muy numerosas y navegaban en todas direcciones.
A su izquierda oyó un redoble de tambores. Se volvió hacia la Punta da Mar, la sutil lengua de tierra que dividía el Canal Grande del Canal della Giudecca, y vio un grupo de andrajosos que seguían a un pregonero.
—Domingo, día del Señor, por voluntad de nuestro Patriarca Antonio II Contarini, en la plaza de San Marco y cerca del muelle ducal, en presencia de las autoridades de nuestra Serenísima República de Venecia, la Santa Inquisición leerá públicamente las acusaciones dirigidas contra Giuditta di Negroponte, bruja y judía.
—Solo quedan dos días —murmuró Benedetta.
—¿Cómo dice, señora? —le preguntó el gondolero.
Benedetta se volvió y lo miró con una sonrisa angelical dibujada en los labios.
—Llévame a Mestre, buen hombre —le dijo.
Benedetta lo guio hasta el estrecho canal de irrigación que había frente a la casa de Anna del Mercato. Desembarcó y ordenó al hombre que la esperara.
—No tardaré mucho —dijo alejándose.
Mientras caminaba hacia la casa se volvió, de nuevo con la desagradable sensación de que la estaban siguiendo. No vio nada, salvo un grupo de juncos que se movían a diferencia de los demás, que permanecían inmóviles en el bochorno a unos diez pasos detrás de la góndola.
«Deja de preocuparte», se dijo. «Has ganado».
Miró otra vez los juncos. Ya no se movían. Pensó que debía de haber sido una ráfaga de viento.
Llegó a la puerta de la casa y llamó. Le abrió una niña.
—¿Estás enferma? —le preguntó, y acto seguido, sin esperar la respuesta, señaló el establo que había detrás de la casa—. El hospital está allí.
—La enferma serás tú, pájaro de mal agüero —contestó Benedetta con vehemencia, sintiendo que se le helaba la sangre, pese al gran calor.
—¿Quién es? —preguntó una voz detrás de la niña. Anna del Mercato apareció en el umbral—. Ah, eres tú —dijo sin entusiasmo. Luego se volvió hacia la niña—. Vete, Lidia. Tu madre te estaba buscando para tender las vendas que hemos lavado.
La niña miró a Benedetta y se marchó corriendo.
Anna miró fijamente a la joven con insólita dureza.
—No te gusto, ¿verdad? —le dijo Benedetta en tono desafiante.
—Si lo sabes ¿por qué me lo preguntas? —le contestó Anna.
—¿Qué te he hecho? —prosiguió Benedetta risueña.
—A mí, nada.
—Entonces no des la lata —silbó Benedetta—. Métete en tus asuntos.
—Mercurio es asunto mío —replicó Anna muy seria.
—Ah, sí, tú eres su madrecita —ironizó Benedetta.
Anna no le contestó y siguió escrutándola.
—Bueno, da la casualidad de que, en cambio, le gusto a Mercurio —afirmó Benedetta.
—Tú no le gustarías ni a una serpiente venenosa —dijo Anna—. Sé lo que sé.
—¡Benedetta, qué sorpresa! —exclamó Mercurio que llegaba en ese momento del hospital. Notó la mirada de crispación de Anna—. ¿Qué pasa?
—Nada —contestó Anna.
—Hace un calor insoportable. Acompáñame al abrevadero, debo refrescarme un poco —dijo Mercurio a Benedetta.
Mientras el joven se alejaba, Benedetta miró a Anna esbozando una sonrisa maligna.
—Que te den por culo, madrecita —le dijo antes de encaminarse también hacia el abrevadero.
Mercurio se estaba lavando con el torso desnudo.
—¿Has oído lo del proceso? —le preguntó con ojos de preocupación.
—¿Qué proceso?
—A la hija del médico.
—Ah… ¿Te refieres a Giuditta? —Mientras pronunciaba su nombre sintió que flaqueaba. No lograba quitarse de los ojos la imagen de esa maldita judía, que, pese a haber pasado tantos días en la prisión, conservaba toda su belleza. Intentó sonreír para que sus ojos no revelaran el odio y la inseguridad que agitaban su corazón.
Mercurio pensó que Benedetta lo sabía de sobra, al igual que todos en Venecia. Así pues, ¿por qué había fingido que no comprendía enseguida su pregunta?
—Sí, Giuditta —dijo.
Benedetta exhaló un suspiro.
—Pobrecilla, qué situación tan espantosa. —Miró a Mercurio. El agua resplandecía en su piel. Era magnífico—. Yo también compré uno de sus vestidos…, ya sabes, los que dicen que están embrujados.
—¿Y están embrujados? —le preguntó, atento ya a las reacciones de su amiga.
—¿Crees en esas memeces? —Benedetta se rio.
—¿Y tú?
Benedetta apretó los labios, como si lo estuviese considerando.
—¿Por qué hablamos de ella? No te conviene, ¿no crees? Deberías enterrar esa historia, como me dijiste que querías hacer.
—Sí, tienes razón —asintió Mercurio. Se preguntó si Benedetta no estaría fingiendo para protegerlo.
—¿Piensas mucho en ella? —dijo Benedetta sintiendo una dolorosa punzada en el centro del pecho. Su cara se contrajo en una mueca que no pudo contener.
Estaba enfadada, pensó Mercurio. No, no fingía para protegerlo.
—No vale la pena —dijo Benedetta con la voz ronca, cargada de hiel—. ¿No recuerdas cómo se comportó contigo? Puede que no sea una bruja, pero en cualquier caso es… —Hizo un esfuerzo para dominarse—. No vale la pena, hazme caso. No pienses en eso.
—Sí… tienes razón —contestó Mercurio. De repente se había puesto a la defensiva—. Con todo, es difícil no pensar en ello. La ciudad está llena de pregoneros anunciando el proceso. También aquí, en Mestre.
—Pues tápate las orejas —dijo Benedetta con jovialidad.
Mercurio la miró y simuló que sonreía.
—Estás mejor. Ya no tienes esas ojeras negras.
—Te dije que era un mal pasajero. —Benedetta le sonrió—. ¿Estoy más mona?
—Sí… —Mercurio la miró a los ojos—. ¿Sabes si el Santo tiene algo que ver con todo este asunto?
—¿Te refieres al hecho de que yo sea mona? —bromeó Benedetta.
—No, al proceso de Giuditta —dijo Mercurio con aire serio.
—El Santo odia a los judíos, ya lo sabes —contestó Benedetta.
—Sí, lo sé —asintió Mercurio—. Además vive en tu casa…
—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Benedetta desconcertada.
Mercurio tuvo la impresión de que Benedetta ocultaba algo.
—Lo han nombrado Inquisidor, ¿verdad?
—¿Ah, sí? —contestó Benedetta—. No lo sé, no hablamos…
Mercurio la escrutó en silencio.
—Caramba, sí, tienes razón —dijo entonces Benedetta—. Ahora que lo pienso… sí, creo que sí…
Mercurio siguió mirándola sin hablar.
—¿Quieres que intervenga a su favor? —bromeó Benedetta.
—¿Lo harías? —le preguntó Mercurio con frialdad.
Benedetta se agitó, se sentía molesta.
—Ya sabes cómo es ese fraile… —dijo—. No me escucharía.
—Ya… —asintió Mercurio—. Siento que hayas venido hasta aquí. Hoy no podemos estar juntos —le dijo apresuradamente—. Le prometí al médico que le echaría una mano…
—Sí, claro —dijo Benedetta. Le apoyó una mano en el brazo y ladeó la cabeza—. Comprendo, no te preocupes. —Le acercó la boca a la cara y lo besó en una mejilla—. Cuídate —dijo mientras se marchaba.
Mercurio se volvió hacia la casa y vio a Anna en la puerta.
—¡Adiós, Anna! —Benedetta se despidió en tono jovial.
Anna no le contestó y miró a Mercurio.
El joven comprendió que Benedetta no le gustaba. Pensó que quizá tampoco a él le gustaba.
Benedetta se volvió una última vez antes de llegar a la góndola y agitó una mano en dirección a Mercurio. Después miró a su izquierda, hacia una hilera ordenada de chopos, y le pareció vislumbrar una figura oscura detrás de un tronco. Por un instante pensó que la sensación de que la seguían estaba justificada. Pero después, cuando subió a la góndola, vio que el hombre vestido de negro se quedaba allí en lugar de seguirla.
De hecho, el hombre no se movió. Miraba fijamente a Mercurio, que en ese momento se estaba poniendo una camisa blanca de lino con las mangas abullonadas, y lo siguió con los ojos, sin apartarlos de él un solo segundo, hasta que lo vio desaparecer en el establo.
Entonces agarró el tronco de chopo con las dos manos, desmigajando la corteza como si tuviese miedo de caerse. Como si estuviera resistiendo al vértigo. Después sintió que una lágrima le resbalaba por una mejilla y se dio cuenta de que estaba conmovido.
«Te he encontrado», pensó Shimon estremeciéndose. «Te he encontrado».