—Sigillum diaboli —dijo el Santo—. ¿Sabes lo que es, judía?
Giuditta lo miraba aterrorizada. Después de pasar la noche en una celda oscura y fría, esa mañana, al amanecer, la habían llevado a esa habitación sin ventanas que tenía el techo abovedado. En las paredes había clavados anillos y cadenas. Y el centro de la gran sala húmeda estaba ocupado por una mesa y unos extraños artilugios. Los instrumentos de tortura.
El Santo estaba al lado de un hombre musculoso. Era el verdugo. El Santo había sido nombrado Inquisidor.
—Entonces, ¿sabes lo que es el sigillum diaboli? —repitió el hermano Amadeo.
Giuditta negó con la cabeza.
—El ganado siempre es marcado por el dueño que, de esta forma, acredita su posesión —explicó sonriendo el hermano Amadeo—. Por la misma razón tu amo, el demonio, Satanás en persona, te ha marcado a ti —se aproximó a ella—, y yo, ahora, encontraré esa marca, bruja.
Giuditta se estremeció de terror.
—Procede, verdugo —ordenó el Santo—. Y que la mano de Dios vele por ti.
El verdugo empezó a afilar la navaja en la banda de cuero.
—Desnúdate —le dijo sin rencor, con la voz neutra del que se limita a ejercer su oficio.
—No… —dijo Giuditta con los ojos desmesuradamente abiertos por el miedo, y reculó. Cruzó los brazos sobre el pecho como si ya estuviese desnuda.
El verdugo se volvió hacia los dos guardias que habían escoltado a la joven.
—Desnudadla —les ordenó.
—No… —repitió Giuditta mirando en derredor. Cuando los guardias estaban cerca se escabulló como un pájaro enloquecido. Corrió hasta la puerta que la separaba de la libertad. Aporreó la madera de alerce reforzada con unas gruesas varillas de hierro. La rascó con las uñas.
—¡No! ¡Os lo ruego! —gritó cuando la agarraron.
Los dos guardias la llevaron de nuevo al centro de la sala.
El verdugo se acercó a ella.
—Si te opones te arrancarán el vestido —dijo con voz tranquila y razonable—. Y, después, cuando hayamos acabado, cuando puedas volver a vestirte, tendrás la ropa desgarrada y será como si estuvieras siempre desnuda.
—Se lo ruego…
—Deja que te desnuden —dijo el verdugo.
Giuditta bajó los brazos. Cuando sintió que las manos de los dos guardias le desataban el corpiño inclinó también la cabeza y unas lágrimas cálidas, gruesas y pesadas resbalaron por sus mejillas.
—¿Por dónde quiere empezar, Inquisidor? —preguntó el verdugo.
El Santo indicó el pubis.
—Tumbadla sobre la mesa —ordenó el verdugo.
Los dos guardias cogieron a Giuditta y la echaron sobre una mesa de madera con unos anillos de hierro. Le inmovilizaron las muñecas por encima de la cabeza, con los brazos extendidos. A continuación le agarraron los tobillos y los sujetaron también.
El verdugo se acercó a la mesa. Cerró un grueso anillo de hierro, frío y áspero alrededor de la cintura de Giuditta. Acto seguido giró una palanca. La parte inferior de la mesa empezó a partirse en dos. Cuando el verdugo dejó de hacer girar la palanca Giuditta tenía las piernas abiertas e inmovilizadas.
El verdugo le mostró la navaja.
—Si no te revuelves no te cortaré —dijo.
Se metió entre las piernas de Giuditta, le echó una jarra de agua y lejía por el pubis, frotó el vello sin detenerse y la afeitó.
Giuditta cerró los ojos conteniendo los gritos de desesperación que pugnaban por salir de su boca.
Cuando terminó su tarea el verdugo le echó más agua gélida entre las piernas para enjuagarla.
—Está lista —dijo al Santo.
El hermano Amadeo se acercó. Escrutaba la flor de carne suave y desnuda que Giuditta tenía entre las piernas, como cualquier mujer. Sabía que había nacido de algo muy similar. Su madre tenía casi la misma edad de la judía. Esa protuberancia carnosa, semejante a una boca traidora, había atraído fuera del convento a su padre, el hermano Reginaldo da Cortona, de la orden de los predicadores, herbolario. Y lo había corrompido. Condenado.
Apuntó la vagina de Giuditta con un dedo.
—Pinzas —dijo.
El verdugo lo miró.
—¿Para qué le sirven? —preguntó—. Si no quiere tocarla puedo hacerlo yo con las manos.
—¡Pinzas! —repitió el Santo casi gritando—. ¡Esta bruja se me ha escapado demasiadas veces, así que no me puedo fiar de tus manos!
—Ya no puede escapar —dijo el verdugo.
El hermano Amadeo se aproximó a él. Era casi dos palmos más bajo, pero sus ojos azules, tan diminutos como las cabezas de dos clavos, echaban chispas.
—Pinzas —repitió susurrando.
El verdugo se dirigió a la pared donde estaban colgados sus instrumentos. Cogió las pinzas de hierro, largas y con la punta plana.
Giuditta vio que se acercaba a ella. Cerró los ojos aterrorizada. Se forzó a pensar en otra cosa. Vio a su padre con la consabida expresión de viejo impresa en la cara. Vio el semblante de Ottavia, que reflejaba su mismo miedo. Pero cuando intentó pensar en Mercurio no pudo imaginarse el hermoso rostro que tanto amaba. Había desaparecido de su memoria. «Díselo a Mercurio», le había pedido a su padre. Porque ella pertenecía a Mercurio y no quería morir sin decírselo. Entonces, ¿por qué no lograba imaginarse sus ojos verdes y risueños? ¿Sus bonitos labios, que tantas veces había besado?
—Vamos, date prisa —dijo el Santo.
Giuditta abrió los ojos. Vio que el verdugo se arrodillaba entre sus piernas y que el Santo se aproximaba con una vela en la mano.
Después sintió que algo frío le aferraba la carne y tiraba de ella abriéndola.
—Más —dijo el Santo.
El verdugo apretó las pinzas y ensanchó el agujero.
Giuditta se mordió el labio inferior hasta que sintió que la piel cedía y sangraba por la boca.
—La estás quemando, Inquisidor —dijo el verdugo.
—¡Concéntrate en tu trabajo, verdugo! —contestó el hermano Amadeo—. ¡Dios guía mis manos!
Giuditta sintió que la llama de la vela le quemaba la carne. Gritó y forcejeó. El anillo que le apretaba los costados le desgarró la piel donde el hueso de la pelvis la tensaba.
—No hay ninguna marca —dijo el verdugo.
—¡Qué sabrás tú de las estratagemas del demonio, idiota! —exclamó el Santo—. ¿Esto, por ejemplo, te parece un simple lunar? ¡No! Es un beso de Satanás.
Giuditta volvió a sentir la llama de la vela en la carne. Chilló.
—Os lo suplico…, os lo suplico… —dijo llorando.
—Oye cómo sabe imitar esta bruja la voz de la inocencia —comentó el Santo riéndose—. Casi se podría creer en ella, ¿verdad?
El verdugo no respondió.
—Calienta las pinzas —ordenó el hermano Amadeo.
—Inquisidor… ya has visto lo que había que ver… —protestó el verdugo.
—Caliéntalas —reiteró el Santo—. Y también las tenazas para los pezones. Haré confesar a esta bruja y le arrancaré la obscenidad del cuerpo y del alma.
El verdugo se dirigió al brasero y metió las pinzas en él. Después fue a la pared y cogió unas tenazas torcidas, parecidas a las de los sacamuelas. Las puso también a calentar en las brasas.
—Mientras tanto córtale el pelo y el vello de las axilas —dijo el Santo—. Luego prepara el clister hirviendo y el dilatador para la inspección anal.
El verdugo se paró un instante, como si estuviese a punto de rebelarse, pero luego se puso manos a la obra.
En el ínterin el hermano Amadeo se había acercado a Giuditta.
—Si no confiesas tus fechorías te echaré plomo fundido en el cuerpo —le susurró al oído—. En todos los orificios en que Satanás te ha violado. —Sonrió—. Ya veremos si tu amo viene a salvarte. Veremos si valía la pena venderle el alma.
—Os lo suplico…, os lo suplico… —Giuditta lloraba sin poder decir otra cosa—. Os lo suplico…
El verdugo se aproximó a ella con la navaja y una jarra de agua y lejía. Le echó un poco en una axila y acto seguido se la afeitó. Pasó a la otra. Después le enjabonó el pelo. Cuando acababa de apoyar la navaja en lo alto de la frente la puerta de la sala de torturas vibró y se abrió desde fuera.
—¿Quién osa molestar? —rugió el hermano Amadeo.
Aparecieron cuatro guardias de la Serenísima y se plantaron de dos en dos flanqueando la puerta. Acto seguido entró un prelado, iba vestido de negro, con una túnica en apariencia modesta, pero confeccionada con un tejido resplandeciente. Detrás del prelado, ayudado por dos clérigos con la tonsura fresca, avanzó la figura esmirriada y frágil, aunque carismática, de un viejo tocado con un gorro con una borla roja que se apoyaba en un bastón pastoral de oro.
—Su Excelencia el Patriarca de Venecia, Antonio II Contarini —anunció el prelado vestido de negro.
El verdugo inclinó enseguida la cabeza y lo mismo hicieron los guardias que se habían ocupado de Giuditta.
El Santo se precipitó hacia la suprema autoridad eclesiástica de Venecia y se arrodilló delante de ella tratando de cogerle la mano para besar el anillo.
El Patriarca lo apartó con un gesto de irritación.
—Bésame sin tocarme —dijo con una voz sutil, levemente chillona, pero enérgica—. Tus manos me impresionan.
El Santo acercó los labios al anillo y lo besó sin retener la mano enguantada del Patriarca.
—Por lo visto llego justo a tiempo —dijo el Patriarca lanzando una rápida ojeada a Giuditta, que seguía atada a la mesa, desnuda, y a los instrumentos que estaban al rojo vivo en el brasero—. Apaga el fuego, verdugo.
—Pero, Santidad… —protestó el hermano Amadeo.
El Patriarca lo fulminó con la mirada.
—No oses interrumpirme —dijo arqueando una ceja—. En cualquier caso, según parece, de los dos, el santo eres tú. —Se volvió hacia el prelado riéndose con él—. Silla —ordenó.
Los dos clérigos cogieron una silla y lo ayudaron.
El Patriarca suspiró cansado. Apoyó el índice y el pulgar de la mano izquierda en el tabique nasal y apretó bajo los ojos como si le doliese la cabeza y tratase de aliviar el dolor.
El prelado se le acercó con un frasco y lo destapó.
El Patriarca lo olfateó. Tosió y después dio muestras de encontrarse mejor. Dio las gracias al prelado con un ademán de la cabeza.
—Hace tiempo que Roma quiere un proceso público, pese a que queda fuera de nuestras reglas —dijo entonces con su voz chillona—, para celebrar y afirmar el poder de la Iglesia también aquí, en Venecia, donde se considera acosada por el poder temporal del Dux y por la política de Nuestra Serenísima República de San Marcos. —Hizo una mueca. Saltaba a la vista que, en calidad de noble ciudadano de Venecia, fiel a los ideales de independencia de la República, la orden del jefe supremo de la Iglesia no le gustaba. Pero también era un siervo de Dios, por lo que debía obedecer—. Así que fiat voluntas Dei. —Miró al Santo—. ¿Y qué puede ser mejor que este escabrosísimo caso de la judía que ha embrujado a las mujeres venecianas y les ha robado el alma con sus vestidos? Se hablará en todas partes de este asunto, tendrá resonancia en el pueblo, apasionará a los poetas y los cantores… Una judía, una infiel, atenta contra el bien de Venecia. Y la Iglesia… ¡La Iglesia! —repitió con énfasis—, salva a los ciudadanos de la Serenísima. ¿Justo, Santo?
—Exactamente, Patriarca —asintió el hermano Amadeo haciendo una reverencia.
—Entonces, Inquisidor —prosiguió el Patriarca—, procura no matarla antes del proceso.
—No, Patriarca, yo…
—¡No me interrumpas!
El Santo se arrodilló con humildad.
—No la mates y no la presentes ante el tribunal como una mártir. No la reduzcas a un estado lamentable, porque alguien podría compadecerse de ella. ¿Me entiendes? Debemos actuar de forma distinta a lo que sucede en los procesos que se celebran a puerta cerrada. Debemos emplear la inteligencia que Dios nos ha concedido.
—Sí, Patriarca.
—Quiero que esté guapa —dijo el Patriarca—. Recuérdalo, Inquisidor, el mal seduce siempre. ¿Has oído alguna vez que el diablo ofrezca mierda?
El Santo no contestó.
—¿Tengo que repetirte la pregunta? —dijo el Patriarca.
—No.
—El diablo nunca ofrece mierda, ¿justo?
—Justísimo.
—Ofrece poder, riquezas, hermosura, ¿cierto?
—Ciertísimo.
—Y si no parece que esta muchacha ha obtenido poder, riquezas y belleza…, ¿quién creerá que ha sellado un pacto con el diablo?
—Nadie.
—Deberías haber dicho «ni Dios».
El prelado vestido de negro se rio.
—Ni Dios.
—Me indicaron tu nombre como Inquisidor por el único motivo de que el pueblo de Venecia te conoce, te has ganado cierta fama gracias a esos… —El Patriarca hizo una mueca—… a esos agujeros de las manos —concluyó evitando adrede la palabra estigma. Lo miró casi con desprecio. Se veía a la legua que el Santo no le gustaba—. ¿Serás capaz de sostener el proceso? —le preguntó—. ¿O me conviene buscar otro paladín?
—Concédame esa posibilidad, Patriarca. No le decepcionaré. Llevo dos años dando la caza a esta judía —dijo el Santo acalorándose.
—No lo conviertas en una cuestión personal —lo advirtió el Patriarca—. Trabajas para mí, que, a mi vez, trabajo para su Santidad, que trabaja para mayor gloria de Nuestro Señor.
—Soy su humilde servidor —dijo el hermano Amadeo.
—En ese caso acércate —dijo el Patriarca.
El Santo se levantó y aproximó una oreja a la boca del Patriarca.
—Una de las acusadoras de la judía es una mujer de mala vida —susurró el Patriarca—. Por desgracia ese loco desgraciado de mi sobrino Rinaldo es su amante… como bien sabes, dado que, según me han dicho, vives a costa de la demencia del príncipe.
El hermano Amadeo se ruborizó.
—No enrojezcas como una virgencita, Santo —dijo con voz gélida el Patriarca—. Donde hay carne en descomposición hay siempre gusanos y parásitos. —El Patriarca cogió con dos dedos la oreja del Santo y la pegó a sus labios—. Lo que me interesa es que el nombre de mi familia no se asocie a esa mujerzuela ni al proceso. Al menos, no de manera oficial. Así pues, antes de hacer declarar a esa puta que vive en el petit palacio Contarini la instruirás como se debe. Dile que si el nombre de mi sobrino no sale a relucir, ganará un premio. Si, en cambio, lo menciona, debe saber que en cualquier momento podemos calentar los hierros de nuestro verdugo para ella.
El Santo dio un paso hacia atrás. Asintió con la cabeza.
—No tema.
El Patriarca hizo un ademán a los clérigos que, de inmediato, se aproximaron a él y lo ayudaron a levantarse. Después lo sostuvieron mientras se daba media vuelta sin haber mirado una sola vez a Giuditta, que seguía atada a la mesa. Cuando estaba casi en la puerta, se volvió hacia el Santo, que lo había escoltado caminando doblado en dos y de través.
—La gente de Venecia te conoce. Es la única razón por la que tendrás esta ocasión, pese a que no tienes experiencia en procesos inquisitoriales. Te lo repito para que procures no olvidarlo.
—No lo olvidaré…
—¿Has leído el libro que te mandé? —preguntó el Patriarca.
—¿El Malleus Maleficarum? Por supuesto, Patriarca. Es un manual… asombroso —contestó el Santo.
—Atente a esos procedimientos. Apréndetelo de memoria y cita siempre la Approbatio de la comisión de los teólogos alemanes de Colonia para que comprendan que toda la Iglesia acepta el manual —dijo el Patriarca, pese a saber que la introducción era una falsificación que solo servía para dar al tratado el imprimatur de obra teológicamente irreprensible.
—Lo haré, Patriarca. Confíe en mí.
—No me decepciones, fraile.
—No le decepcionaré —aseguró el Santo alzando las manos hacia el Patriarca.
Este miró los estigmas impertérrito.
—Ah, y no hagas demasiadas payasadas con esos agujeros cuando estés en el tribunal —dijo con profundo desprecio—. No eres el juglar de Dios. —Dicho esto salió.
El Santo se volvió hacia el verdugo.
—Desátala —le ordenó—. ¿Conoces a una prostituta?
El verdugo puso una expresión de asombro sin saber qué contestar.
—Encuentra una prostituta —explicó el Santo— y dile que cuide a la judía con sus bálsamos, sus maquillajes y sus aceites. Quiero que la laven, la peinen y la perfumen. Debe convertir a la bruja en una prostituta excitante. —Se acercó a Giuditta que se revolvía en la mesa, desnuda y humillada—. Tenemos que mostrarla como lo que es —susurró mirándola a los ojos. Se inclinó hacia ella hasta que casi le rozó la cara con la boca, como un amante que ejecuta un ritual amoroso perverso y refinado—. La puta del diablo.
Giuditta sintió entonces auténtico miedo.