76

—Soy una idiota —susurró Giuditta abriendo los ojos al alba mientras los tañidos de la Marangona vibraban por encima de los tejados de Venecia.

La casa estaba desordenada. Hacía varios días que había dejado de cocinar para su padre, de lavarle la ropa y de ordenar. Se había encerrado en un mutismo rencoroso. Respondía con monosílabos. No dejaba que nadie se acercase a ella. Ni siquiera Ottavia. Aún menos permitía que se inmiscuyeran en sus pensamientos. La vida había perdido todo interés para ella. Miraba la vajilla por lavar sin verla. Oía los ruidos de la vida y las palabras de la gente sin escucharlas. Daba la impresión de que se había trasladado a otro mundo, tan alejado del que, en apariencia, habitaba, que nada podía afectarla.

—Soy una auténtica idiota —repitió, en cambio, esa mañana cuando se levantó de la cama.

Por primera vez desde que había renunciado a Mercurio sonrió. Al darse cuenta se llevó una mano a los labios, como si pretendiese comprobar la inesperada alegría con las yemas, con el tacto.

Se dirigió a la ventana. Vio que, mientras los guardias abrían los portones, su padre se ponía en cola con otros miembros de la comunidad que debían salir del gueto.

Se enjuagó la cara y empezó a vestirse. No tenía tiempo que perder.

Ahora que había comprendido, todo le parecía sumamente sencillo.

Entendió que el miedo le había impedido razonar. Igual que lo que le había contado una vez su padre sobre ciertos timos. Cuando quedaba entre la espada y la pared la víctima perdía la lucidez necesaria para sopesar la realidad y las posibles alternativas que tenía. Esa era la esencia de la estafa, la víctima debía sentir que solo disponía de la oportunidad que le sugería el estafador. No debía razonar con su cabeza.

Pues bien, pensó Giuditta, el miedo la había estafado.

No había sabido ver otra cosa que lo que este le sugería. Nada que no fuese lo que Benedetta quería que viese.

En cambio, tenía una solución al alcance de la mano. Y ella había sido tan idiota que no la había visto. No tenía ni idea de por qué se había desgarrado el velo esa mañana, pero en ese momento carecía de relevancia. Las cosas ocurrían de repente. De repente, la gente moría o desaparecía. De repente, uno se enamoraba, como le había sucedido a ella el día en que su sangre se había mezclado con la que manaba de la herida de Mercurio, en que sus manos se habían entrelazado en el carro de los víveres. De repente, se había convertido en una mujer. De repente, lo había acogido en su interior. De repente, la vida había empezado a fluir con prepotencia en sus venas. Y de repente había dejado de vivir, cuando Benedetta la había puesto entre la espada y la pared.

Pero ahora, de repente, Giuditta había comprendido que tenía una posibilidad. Para ella y para Mercurio. Para los dos. Para su amor. Para su vida.

La vida, de repente, le pareció otra vez hermosa y digna de ser vivida. Sintió que la sangre volvía a fluir por su cuerpo. Sintió que la esperanza volvía a llenarle los pulmones, además del aire estival.

«Era tan evidente», se dijo riéndose a la vez que se vestía.

Benedetta le había inoculado el veneno del miedo, y ella se lo había consentido. Se había dejado llevar por el pánico. Había dejado de luchar, de pensar, de vivir.

Pero en ese momento sabía lo que debía hacer. Iría enseguida a ver a Mercurio y le contaría todo. Le pediría que escapase. El príncipe no podría encontrarlo si huía. Después le diría que ella iría con él donde quisiera. Porque lo único que le importaba era él.

Esta vez no escribiría una carta a su padre. No sería retórica. Le hablaría mirándolo a los ojos, como merecía cualquier padre. Y como merecía el amor que sentía por Mercurio. Hablaría con su padre con el corazón en la mano, porque no quería seguir siendo una cobarde, porque ya no quería tener miedo.

Abrió la puerta de casa y empezó a bajar la escalera. De abajo le llegaba un vocerío inquieto, pero Giuditta no lo oía. Solo escuchaba las palabras que pensaba decirle a Mercurio. Solo imaginaba su abrazo.

—¡Es ella! —dijo una voz cuando llegó a la planta baja.

Giuditta alzó la mirada.

Vio que el Santo la apuntaba con un dedo. Vio que Ottavia tenía los ojos desmesuradamente abiertos. A sus espaldas, entre la gente que se iba apiñando alrededor, vio que su padre la miraba y levantaba un brazo. Al lado del Santo vio a un funcionario con uniforme de gala y a varios guardias armados.

El funcionario apartó al Santo, dio un paso hacia delante y dijo: —Giuditta di Negroponte, judía, en nombre de la Serenísima República de San Marcos y por cuenta de la Santa Inquisición te declaro arrestada por brujería.

Giuditta vio que Ottavia se llevaba las manos a la boca. Vio que su padre empujaba a la gente para acercarse a ella, negando con la cabeza. Vio que el Santo sonreía complacido. Vio que el funcionario se hacía a un lado.

«Mercurio», pensó.

Después sintió que los guardias la aferraban y que la empujaban fuera del portón abriéndose paso entre la multitud.

«Mercurio», pensó de nuevo.

Sintió el metal frío de las esposas que le ponían en las muñecas. Sintió los anillos de hierro de la cadena, que tintineaban. Sintió que le levantaban la falda para ponerle un cepo en los tobillos.

Después oyó que una voz le decía:

—Camina, judía.

Luego otra voz, la de su padre, que gritaba:

—¡Giuditta!

Y la voz del Santo que vociferaba:

—¡Bruja!

Y la voz de Ottavia que gritaba:

—¡Giuditta!

Y el coro de cristianos que repetía:

—¡Bruja!

Y oyó las voces de las modistas, y de Ariel Bar Zadok, y del cortador Rashi Sabbatai que la llamaban y que decían a voz en grito: —¡No! ¡Es una injusticia!

Volvió a oír a su padre que gritaba desesperado, ahogando el resto de las voces: —¡Es mi hija! ¡Soltad a mi hija!

Solo entonces, en medio de todo ese estruendo, se dio cuenta de que solo pensaba en una cosa: «Tengo que ir a ver a Mercurio…».

—Camina, judía —le ordenó el comandante de la guardia dándole un empellón.

Giuditta dio el primer paso. El cepo que llevaba en los tobillos la hizo tropezar. Cayó y sus manos golpearon el barro, que el verano había secado.

Isacco se abrió paso entre los guardias y la ayudó a levantarse. El gorro amarillo se le resbaló de la cabeza.

Giuditta solo pensó que el gorro le daba un aspecto cómico. Lo miró, pero no lograba verlo con nitidez. No lograba ver con nitidez nada de lo que se acercaba a ella. Era como si solo pudiese ver con claridad las cosas y las personas que estaban lejos. Apenas estas entraban en su radio los contornos se difuminaban.

—Giuditta… —dijo Isacco.

Un guardia le dio un golpe en la espalda. Isacco hizo una mueca de dolor.

—Levántate, judío —dijo el guardia.

Giuditta vio que este pisoteaba el gorro amarillo.

—Y tú camina —repitió el guardia dándole un empellón.

Giuditta avanzó a pequeños pasos, rápidos, tan largos como le permitía el cepo.

En el muelle de los Ormesini se había formado una multitud mucho mayor.

—¡Bruja! —gritaban—. ¡Bruja!

Giuditta se volvió. Isacco la seguía. Caminaba encogido. Parecía un viejo. La miraba y luego miraba alrededor, como si buscase una ayuda que nadie, sin embargo, le iba a conceder.

—¡Se ha hecho justicia! —gritaba el Santo, que caminaba delante de ellos, como si encabezase una procesión, con las manos abiertas hacia la luz, que se filtraba por los estigmas—. ¡Se ha hecho justicia! ¡Alabado sea el Señor!

—¡Bruja! ¡Bruja! —vociferaba la gente, cada vez más excitada.

Un joven cogió una piedra y se la tiró a Giuditta.

Giuditta sintió un dolor intenso en la frente y se volvió a caer.

—¡Levántate! —le ordenó el comandante de la guardia.

Giuditta se levantó. Las piernas le flaqueaban. Sintió calor en la frente y la vista se le nubló. Algo rojo y denso resbalaba delante de sus ojos velándole el mundo.

—¡Bruja! ¡Bruja! —seguía gritando la gente alrededor.

Otra piedra le dio en la espalda. Después recibió otra en la barbilla.

—¡Apártate! —dijo una voz fuerte y autoritaria.

Giuditta sintió que alguien le agarraba un brazo y la sujetaba.

—¡No se entrometa! —lo intimó el funcionario de la República.

El capitán Lanzafame desenvainó la espada. El comandante de la guardia lo secundó.

—Ya era hora de que te acordases de que vas armado —le dijo Lanzafame sin soltar a Giuditta, que apenas podía sostenerse en pie.

—¿Has oído lo que te ha dicho? ¡No te entrometas! —dijo el comandante de la guardia.

—Tengo el deber de cuidar de los judíos —contestó Lanzafame—, y dado que tú no sabes proteger a tus prisioneros y permites que una multitud sanguinaria los linche sin que hayan tenido un proceso justo apártate tú.

—En nombre de la Serenísima… —empezó a decir el funcionario.

—¿En nombre de la Serenísima? —lo interrumpió Lanzafame gritando—. Si le sucede algo a esa muchacha, si permites que no pueda llegar al lugar donde debes escoltarla, juro que te cortaré la cabeza después de haberte denunciado al Dux en persona por no haber cumplido con tu deber. ¡En nombre de la Serenísima!

El funcionario miró al comandante de la guardia. Este miró a los soldados de Lanzafame, que los habían rodeado y tenían las manos apoyadas en sus armas. Vio que tenían el cuerpo cubierto de cicatrices y comprendió que eran auténticos combatientes.

—¡Proteged a la prisionera! —ordenó a sus guardias, que se apresuraron a rodear a Giuditta.

—¿Puedes? —preguntó Lanzafame a la joven.

Giuditta lo miró. Pensó que esa misma mañana había jurado que no se dejaría vencer por el miedo, pero no estaba preparada para eso.

—Soy una idiota —dijo en voz baja pensando que debería haber escapado con Mercurio. Si lo hubiese hecho, en ese momento no estaría allí.

—¿Qué dices? —preguntó Lanzafame.

—Déjala en nuestras manos —dijo el comandante de la guardia.

Lanzafame se volvió hacia sus hombres.

—Protección —ordenó.

Los soldados se alinearon alrededor de los guardias. Dos se pusieron delante para abrir el paso. Dos se quedaron detrás. Por último, Serravalle y cuatro soldados más se distribuyeron a los dos lados. De esta forma, parecía que Giuditta era prisionera de los guardias y estos de los soldados de Lanzafame.

—¡Soldado de Satanás! —gritó el Santo.

Lanzafame lo escrutó sin contestarle. Después, pasó al lado del joven que había arrojado la primera piedra y que ya tenía otra en la mano, y lo golpeó en la cara con el mango de su espada, iracundo, sin dignarse siquiera a mirarlo. El joven cayó al suelo inconsciente mientras un hilo de sangre le salía por la nariz y por el labio roto.

La multitud se apaciguó, pero aun así siguió el cortejo hasta llegar a la plaza de San Marco. Una vez allí aumentó desmesuradamente. La gente gruñía y protestaba.

—¡Bruja! ¡Bruja! —empezaron a gritar de nuevo.

Los soldados de Lanzafame desenvainaron sus espadas y las mantuvieron bien a la vista hasta que llegaron al palacio ducal.

—No podéis entrar aquí —dijo el comandante de la guardia a Lanzafame.

El capitán lo escrutó en silencio.

—Deja que su padre se despida de ella —dijo.

El comandante de la guardia asintió con la cabeza.

—Date prisa —ordenó a Isacco.

Isacco se aproximó a su hija. Le limpió la cara manchada de sangre con una manga de su camisa. La miraba, incapaz de hablar.

—Vamos, basta, levántate —ordenó el comandante de la guardia al cabo de un poco, preocupado porque la multitud se estaba agitando.

Isacco no se movió.

—La culpa es mía —susurró a Giuditta mientras se daba golpecitos en el pecho—. La culpa es mía por haberte traído aquí.

—He dicho que basta —repitió el comandante de la guardia.

Lanzafame cogió a Isacco del brazo, con delicadeza, y el médico empezó a retroceder sin apartar los ojos de su hija.

Entonces Giuditta le dijo, ya sin aliento:

—Mercurio…

Isacco la miraba fijamente.

—Díselo a Mercurio —susurró Giuditta.

Después los guardias la cogieron y la empujaron rudamente hacia la escalera que llevaba a los calabozos.

—¡Alabado sea Jesucristo, nuestro Salvador! —gritó el Santo dirigiéndose a la multitud—. ¡Se ha hecho justicia!

—¡Se ha hecho justicia! —repitió la gente.