Scarabello se tocó el labio. La llaga se había comido parte de la carne.
Mercurio se había sentado en el borde del camastro en que habían tumbado a Scarabello, en un rincón del establo, que era un hervidero.
Scarabello señaló a Lanzafame.
—No me quita los ojos de encima —dijo.
Mercurio se volvió y su mirada se cruzó con la lúgubre del capitán.
—Creo que no quiere perderse mi muerte —añadió Scarabello sonriendo. La llaga del labio sangró un poco. Hizo una mueca de dolor. Tenía otra llaga en el interior de la boca, y una más en el antebrazo. Por si fuera poco acababan de salirle otras dos, muy dolorosas, en el glande y en el escroto. Las glándulas de las axilas se habían hinchado también.
Mercurio veía cómo se iba apagando. Cada vez estaba más débil y pálido.
—¿Sabes lo que es peor? —dijo Scarabello—. Puedo soportar las llagas y el dolor, pero me he dado cuenta de que la cabeza me está jugando malas pasadas. En ciertos momentos me cuesta razonar.
Mercurio lo miraba sin decir palabra. Hacía poco tiempo deseaba matarlo, y en ese momento estaba sentado en el borde de su cama escuchándolo como si fuera un amigo. Su único amigo.
—Le he preguntado al médico —prosiguió Scarabello—. Me ha dicho que muchos pacientes pierden el juicio antes de morir. —Su mirada se ofuscó por unos segundos—. El médico no me oculta nada. Me describe paso a paso la enfermedad y la muerte que me espera con todo detalle. Me asiste con la misma atención que dedica a los demás, pero… —cabeceó—, pero no puede olvidar que maté a uno de sus amigos. Lo admiro. Cada vez que me medica debe combatir contra sí mismo, y eso es muy duro. Lo admiro de verdad. Yo nunca lo habría hecho.
Mercurio asintió con la cabeza.
—¿Y tú por qué lo has hecho? —preguntó Scarabello.
—¿A qué te refieres?
—¿Por qué me has ayudado?
Mercurio se encogió de hombros.
—Porque no tenía nada mejor que hacer.
Scarabello se rio entre dientes. Se llevó una mano al pecho y tosió.
—Eres todo un sentimental, muchacho.
Mercurio no sonrió.
—Cuando se acerque el final te diré dónde guardo mi dinero —continuó Scarabello—. Darás una parte a Paolo el herborista, ¿de acuerdo?
Mercurio no contestó. Siguió escrutándolo en silencio.
—Cuando sea pasto de los gusanos el tuerto tomará el mando —dijo Scarabello—. Aguantará un par de meses como mucho, luego se desharán de él y se matarán entre ellos. —Tendió una mano hacia Mercurio—. Entiendes que no puedo pedir eso a ninguno de ellos, ¿verdad?
Mercurio asintió imperceptiblemente con la cabeza.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —repitió Scarabello.
—De acuerdo —respondió Mercurio.
—El resto es tuyo —prosiguió Scarabello—. Arregla esa mierda de barco que te has comprado y haz lo que querías hacer.
—Ya no me sirve —dijo Mercurio en tono sombrío.
—Eso es asunto tuyo —dijo Scarabello—. Coge el dinero, en cualquier caso.
Mercurio lo miró fijamente.
—¿Por qué? —le preguntó.
—Porque el dinero es la sal de la vida.
Mercurio negó con la cabeza.
—¿Por qué lo haces?
—Ah… —Scarabello lo miró con sus ojos inteligentes, en silencio, y acto seguido dijo—: Puede que yo también sea un sentimental.
Mercurio asintió con la cabeza y se levantó.
—Una última cosa, muchacho —dijo Scarabello.
Mercurio aguardó a que hablase.
—Si… —Scarabello titubeó—. Si enloquezco y empiezo a babear y a decir estupideces… tápame la cara con una almohada y mátame.
Mercurio se volvió instintivamente hacia Lanzafame.
—Él no será tan clemente —afirmó Scarabello—. Prométemelo.
Mercurio lo miró. Tenía una mirada fuerte. Y detrás de esa fuerza un dolor que no lograba simular.
—Tenemos tiempo —dijo.
—Sí, te has convertido en un hombre —comentó Scarabello—. En cierta manera lo siento por ti, porque eso significa que has sufrido y has perdido una batalla. Pero te hará bien.
—Memeces —dijo Mercurio.
Scarabello lo miró con aire grave. Luego se echó a reír.
—Sí —dijo.
Mercurio se volvió para marcharse.
—Prométeme que lo harás —insistió Scarabello.
—Tenemos tiempo —repitió Mercurio, y salió del establo, que cada vez se parecía más a un hospital.
Miró alrededor. La actividad era incesante. Las mujeres de Mestre y las prostitutas que se habían curado trabajaban en el huerto o en la cocina, o lavaban las sábanas y las vendas. Los hombres amasaban cal y ladrillos, pintaban, fabricaban camas y reparaban el tejado. Tonio y Berto transportaban con la barca medicinas, a las prostitutas que acababan de contraer la enfermedad, o las amigas que las visitaban.
Toda esa actividad y vitalidad crispó a Mercurio. Se sintió excluido, incapaz de experimentar emociones, de tener proyectos. Nada le importaba ya. Nada merecía su esfuerzo. Había sido un presuntuoso, se decía. Había creído que podía escapar de las arenas movedizas de su destino, había creído que podía tener una vida como los demás. Pero no era así. Los tipos como él estaban condenados. Y cuanto más se lo decía más sentía que la cólera y el odio crecían en su interior. Cuanto más se lo repetía más lograba silenciar sus emociones. Cuanto más se lo repetía más lograba ahuyentar el dolor. El terrible dolor que no podía afrontar, porque lo superaba. Porque el dolor lo iba a matar, estaba seguro.
—Una persona pregunta por ti —dijo Anna a su espalda.
Mercurio se volvió.
—Una joven… —añadió la mujer.
Mercurio se sobresaltó.
—¿Dónde? —preguntó en tono apremiante. Su corazón se aceleró—. ¿Dónde? —reiteró alzando la voz.
—Te espera en la cocina —respondió Anna.
Mercurio se quedó inmóvil un instante, como petrificado, sin poder respirar. Después corrió hacia la casa. Se dijo que no era Giuditta. Se dijo que no podía ser ella. Sin embargo, corría. Porque una parte de él le aseguraba que era ella, Giuditta. Entró en la cocina jadeando. Listo para morirse de alegría. Y para sufrir una decepción.
La mujer estaba de espaldas. A contraluz. Solo se veía su perfil oscuro.
Mercurio sintió que su corazón dejaba de latir.
Llevaba un elegante vestido.
Mercurio dio un paso hacia ella.
La mujer se había recogido el pelo con un valioso alfiler de perlas de río. Se volvió.
—Hola, Mercurio —dijo.
Mercurio dio medio paso hacia atrás. Sintió el peso de la decepción. Sus hombros se encogieron.
—Hola, Benedetta… —dijo. Sintió que el odio lo invadía, pero no hacia Benedetta, sino hacia Giuditta. Porque no era ella. Porque no estaba allí.
Benedetta lo miró impasible.
—¿Qué quieres? —le preguntó Mercurio en actitud defensiva.
—Qué rudeza —dijo Benedetta risueña.
Mercurio se encogió de hombros, agresivo.
—No frecuentamos los mismos ambientes.
—No, por lo visto, no —admitió Benedetta sonriendo—. ¿Puedo sentarme?
—¿Qué quieres? —le preguntó de nuevo Mercurio.
—No quiero nada —contestó Benedetta—. Vengo a ofrecerte mi amistad.
—¿Por qué?
Benedetta dio un paso hacia él.
Mercurio alzó levemente una mano, como si pretendiese detenerla.
Benedetta se dio cuenta y siguió avanzando hasta que estuvo cerca de él y pudo oler el aroma de su piel.
—Porque me he equivocado —dijo.
—¿Qué quieres decir? —La voz de Mercurio se quebró. Estaba apurado.
—Cuando te besé —dijo Benedetta en tono insinuante—. Me equivoqué.
—Sí…
—Quería pedirte perdón.
—De acuerdo…
—¿De acuerdo, qué? ¿Me perdonas?
—Sí…
—Entonces, ¿seguimos siendo amigos?
Mercurio reculó.
—¿No quieres sentarte?
Benedetta se aproximó de nuevo a él.
—Me ayudaste a escapar de Scavamorto. Nunca lo olvidaré. Te ocupaste de mí y yo te traicioné. Me gustaría volver a empezar desde el principio, ser tu amiga. Éramos una buena pareja de ladrones, así que podemos ser una buena pareja de amigos, ¿no?
—Siéntate —dijo Mercurio alzando demasiado la voz.
Benedetta lo escrutó unos segundos, acto seguido cogió una silla y se sentó.
—Pareces cansada —dijo Mercurio notando sus ojeras—. ¿Estás bien?
—Sí, no tengo nada grave —respondió Benedetta sonriendo—. Un mal pasajero. Pensaba dejar de tomar el arsénico que le había dado la maga Reina al día siguiente. —¿Estoy fea? —preguntó ladeando la cabeza.
—No…
—¿No estoy fea? —dijo Benedetta con voz infantil.
—No, estás… guapa —susurró Mercurio. Se daba cuenta de que ella aún lo atraía.
—¿Me estás cortejando? —preguntó Benedetta.
Mercurio se tensó.
—Bromeo —dijo Benedetta riéndose—. Nunca has tenido sentido del humor. —Lo miró en silencio por un instante—. Sé que tu corazón late por otra.
—Mi corazón no late por nadie —replicó Mercurio—. Te equivocas.
Benedetta sintió que un estremecimiento le caldeaba la espalda. Por lo visto esa estúpida jovencita judía la había obedecido, pero quería estar segura.
—No obstante, has creado un hospital para el padre de tu novia —dijo en tono desenfadado, fingiendo que le daba igual.
—¡No es mi novia! —protestó con vehemencia Mercurio—. ¡Me importa un carajo y no quiero volver a verla!
Benedetta sintió una punzada en el corazón. Dolorosa. La rabia de Mercurio era proporcional al amor que aún sentía por Giuditta. No se mostraba indiferente, frío. Había apretado los puños y hacía rechinar los dientes. Lo miró. La cólera aumentaba su atractivo. Era guapo, pensó, y nunca sería suyo. Sentía que ella, su cuerpo y su sensualidad lo atraían. Con toda probabilidad podía llevárselo a la cama. Pero nunca lo haría sufrir como esa maldita judía.
Mercurio se volvió hacia la ventana. Tenía el rostro encendido.
Benedetta dio un manotazo a la silla que tenía delante.
—Siéntate —le dijo. Debería haberse contentado con haberlos separado, pensó. Habría podido nutrirse de ese dolor. Era lo único a lo que podía aspirar—. ¿Quieres contármelo?
Mercurio la miró.
—¿Quieres hablar con una amiga que te quiere mucho? —murmuró Benedetta. Pensó que aprendería a conformarse. Le tendió una mano. Su voz era cálida, afectuosa, sensual—. Ven, no estás solo…
Lentamente, como un animal que se somete a la doma, Mercurio se le acercó.
—Siéntate —dijo Benedetta tras cogerle una mano.
Mercurio se sentó.
—¿Tan mal estás? —le preguntó apretándole la mano.
Mercurio se dio cuenta de que no podía seguir conteniendo el dolor que lo abrumaba. Sintió que no podía esconderlo por más tiempo, parapetado tras la ira. Tuvo miedo. Se sintió enjaulado y le entraron ganas de huir. Pero no se movió de la silla. En lugar de eso estrechó la mano de Benedetta.
—Sí, estoy mal —le dijo.
Benedetta le sonrió.
—Cuenta conmigo —susurró.
Mercurio sintió que algo se desgarraba en su interior. Sintió deseos de rendirse, de abandonarse, de aceptar que no era un hombre sino un muchacho como los demás. Pensó que sería bonito reconocer que era débil y que estaba asustado. Pensó que tal vez se podía liberar del peso que lo oprimía, tan grande que no podía llevarlo solo en el corazón, sin la ayuda de nadie. Sintió que desfallecía. Se dio cuenta de que estaba cediendo. Respiró.
—Gracias, Benedetta —dijo.
Acto seguido hundió la cara en el regazo de su amiga y empezó a llorar quedamente, como si se estuviera desangrando.
Benedetta miraba hacia delante con una expresión triunfal a la vez que le pasaba los dedos por el pelo desenredándole los rizos como habría hecho con una muñeca.
—Ahora me tienes a mí —le decía, sintiendo que Mercurio se abandonaba con docilidad a sus caricias.