El criado entró en la tienda recorriéndola con la mirada, asombrado. Había vestidos por todas partes, tirados al suelo, sobre el mostrador y las sillas. También habían arrojado al suelo el maniquí que estaba en el escaparate que, al caer, había perdido la cabeza de madera pintada.
—¡Quiero saber cómo es posible! —gritaba Giuditta hecha un basilisco, arrancando los vestidos que estaban colgados del palo largo—. ¿Quién ha sido?
—Cálmate, hay gente —le dijo Ottavia acercándose a ella.
Giuditta se volvió hacia el criado, pero no lo vio.
—¡Quiero saber quién ha sido! —gritó de nuevo a pleno pulmón. Solo tenía rabia en el cuerpo. Desde que había roto con Mercurio no había vertido una sola lágrima. Ni siquiera una.
Ottavia la empujó hacia el probador.
—Ocúpate tú, Ariel —dijo al vendedor de telas señalándole al criado.
—¿Has sido tú? —gritó Giuditta a la modista—. ¿Tú has hecho esto? —Le mostró el interior de un vestido en el que había encontrado un pedazo de piel de serpiente—. ¿Has sido tú?
La modista hundió la cabeza entre los hombros.
—Giuditta… —dijo en voz baja.
—¿Cómo puedes pensar algo así? —preguntó Ottavia.
—¡Los vestidos están llenos de cristales, pieles de serpiente, plumas de cuervo! —gritó Giuditta—. ¡Mis vestidos! Y toda Venecia…
—¡Vamos, dime quién es toda Venecia! —chilló más fuerte la joven y luego se volvió hacia Ariel Bak Zadok, que se había quedado atontado—. ¡Espabila! —le dijo iracunda antes de cerrar la puerta del probador.
El vendedor pareció volver en sí y se giró hacia el criado.
—Dime…
—He venido a retirar la ropa de las ilustrísimas señoras Labia, Vendramin, Priuli, Venier, Franchetti y Contarini —dijo el hombre.
—Ah, sí… —dijo Ariel Bar Zadok mirando alrededor desconsolado. Permaneció inmóvil unos segundos y luego alzó un dedo en el aire—. Espera un momento —dijo entrando en el probador a pasos pequeños y rápidos.
—¡Debe de haber sido alguien que trabaja para nosotros! —Se oyó gritar a Giuditta—. ¿Quién sino podría desear esto?
El comerciante cerró la puerta a su espalda. Al cabo de unos minutos la puerta se volvió a abrir.
—¡Puede haber sido cualquiera! —exclamaba Ottavia.
—¡No! ¡Los vestidos solo han estado en el taller de costura y aquí! ¡Es alguien que trabaja para nosotros! —afirmó Giuditta a voz en grito—. ¿Qué pasa? ¿Nuestra maravillosa comunidad se opone? ¿Me tienen ojeriza a mí o al médico de las putas?
Ariel Bar Zadok apareció de nuevo con un voluminoso paquete. Sonreía apurado mientras cerraba la puerta.
—Aquí tiene, joven —dijo—. Por suerte había sido encargado ya y puesto a parte…
El criado cogió el paquete, miró de nuevo el desastre y se marchó.
Ariel Bar Zadok abrió la puerta del probador y anunció: —Estamos solos.
Giuditta lo miró y apretó la mandíbula.
—Estamos solos —repitió—. Estamos solos, sí. —Acto seguido salió de la tienda y se dirigió a su casa, donde vivía atrincherada desde hacía varios días sin contestar a las preguntas de su padre, sin hablar con Ottavia, sin comer. Y sin llorar.
Entretanto, el siervo cruzó varios soportales que conducían al puente de Cannaregio, y entregó el paquete a Zolfo.
—Gracias, Rodrigo —le dijo este.
—La joven judía gritaba como si la estuvieran degollando —dijo el criado.
—Ojalá.
—¿Qué?
—Que la degollasen.
—¿Qué te ha hecho?
—Es judía, para mí es más que suficiente —contestó Zolfo.
El criado Rodrigo se encogió de hombros.
—¿Y qué decía? —preguntó Zolfo.
—Lo que todos saben en Venecia.
—¿A qué te refieres?
—Dile a las señoras que estén atentas antes de ponerse estos vestidos —dijo Rodrigo—. Y también al ama.
—¿Por qué?
—Dile que se asegure de que no hay nada en los vestidos —insistió el sirviente en tono conspirador, como si estuviera en posesión de un gran secreto.
—¿De qué se trata?
El siervo miró alrededor.
—Brujerías —susurró—. Sortilegios.
—¿Qué tipo de brujerías? —le preguntó Zolfo.
—¿Qué crees que le ha pasado a nuestra ama? —preguntó el criado bajando aún más la voz.
—Deja ya de decir estupideces —dijo Zolfo.
—Te digo que no debería bromear con ciertas cosas —continuó el criado—. ¿Quieres saber algo? No dejaría que mi novia se pusiese esos vestidos aunque me los regalasen. Ni aunque me pagaran. —Cabeceó—. En Venecia se dice que estos vestidos están embrujados.
—¿Quién lo dice?
—¡Todos!
—Escúchame —dijo Rodrigo pegándose a él—, conozco a una criada que es amiga de una lavandera que conoce al portero del palacio Priuli. Según parece este le ha contado que a una mujer que se puso uno de los vestidos le ha ocurrido algo peor de lo que le ha sucedido a nuestra ama.
—¿A qué te refieres? ¡Cuéntame, vamos!
—El vestido prendió fuego…
—¡No!
—¡Vaya que sí! Y cuando la mujer logró quitárselo de encima… y eso que no murió por puro milagro divino… Bueno, pues esta amiga me ha contado que la piel de serpiente que estaba…
—¿Ella la vio?
—¡Claro que no, palurdo! —contestó exasperado el criado—. Te he dicho que mi amiga es amiga de cierta lavandera que conoce al portero del palacio Priuli…
—Ah, ¿y sucedió allí?
—No lo sé, en esa zona desde luego. Ahora deja de interrumpirme. Escucha. En el vestido había una piel de serpiente. Mientras se consumía, pasto de las llamas, la piel cobró vida, se convirtió en una serpiente viva y se arrastró bajo la mirada de todos. ¿Qué me dices? ¿Es brujería o no?
—¡Caramba! —dijo Zolfo silbando.
—Ya estás advertido.
—Gracias, Rodrigo. Eres un amigo —dijo Zolfo—. Correré la voz, y hazlo tú también, te lo ruego.
—Puedes estar seguro —dijo Rodrigo—. En parte porque se dice que estos vestidos están manchados de sangre de enamorados…
—Por supuesto, ellos mismos lo dicen en la tienda —asintió Zolfo.
—Pues sí —dijo Rodrigo—, pero entretanto ha desaparecido un niño en Torcello. Ya se sabe que los judíos celebran ritos de sangre con niños cristianos…
—¡¿No?!
—Te digo que sí. —Rodrigo señaló el paquete de vestidos—. Ten cuidado.
Zolfo abrió desmesuradamente los ojos, asustado.
Después se dirigió al palacio Contarini y entró en la habitación de Benedetta. Cerró la puerta, soltó una risotada y le contó todo a su amiga, con pelos y señales.
—¡La serpiente que se arrastra por las llamas de Satanás! —dijo riéndose.
Benedetta, que estaba en la cama, asentía con la cabeza con aire lúgubre. Estaba pálida y tenía unas ojeras negras y profundas.
Zolfo se aproximó a la cama.
—¿Se te están curando las quemaduras de la espalda? —le preguntó.
—Sí —dijo Benedetta.
—El agua hirviendo es una cosa —dijo Zolfo—, pero ¿estás segura de que ese veneno no te matará?
—No tardaré en dejar de tomarlo —explicó Benedetta—, en cuanto todos crean que estoy siendo víctima de un hechizo pediré al imbécil de tu santo que me bendiga y exorcice y luego me curaré milagrosamente…
—¡No lo llames así! —dijo Zolfo.
Benedetta le sonrió. Sin escarnio. La suya era una sonrisa compasiva.
—¿No te das cuenta de que ya no te hace caso, ahora que es famoso?
—¡No es cierto!
—Parece un pavo real… con todos esos lameculos alrededor…
—No es cierto —dijo Zolfo con menor convicción.
—Ya no le sirves —prosiguió Benedetta.
—No es cierto…
Benedetta lo miró.
—Cuando hayas hecho lo que debes ve a entregar los vestidos —le dijo. Después se echó de nuevo en la cama. El arsénico que le había dado la maga Reina la debilitaba mucho.
Zolfo salió de la habitación. Escondió en los pliegues de los vestidos ortigas, esquirlas de cristal, colas de lagartija, un sapo seco, y nueces podridas, que parecían unos minúsculos fetos negros. Después se asomó al salón que el príncipe Contarini había concedido al Santo desde que este había alcanzado una buena popularidad.
El hermano Amadeo estaba sentado en un sillón tapizado de terciopelo, alto y suave. Tenía las manos abiertas, con las palmas dirigidas hacia los invitados de ese día, en un ángulo tal que la luz de la ventana que estaba detrás de él se filtrase a través de los estigmas y les diese la impresión de que estos se iluminaban con luz propia. Los invitados lo miraban intimidados. Eran unas jovencitas estúpidas, viejas desdentadas, maridos enfermos de cáncer o del mal francés. Y, como no podía ser menos, había también varios estafadores que confiaban en sacar alguna ventaja de esa compañía.
—Aquí está el Monito —dijo uno de ellos al ver llegar a Zolfo.
Zolfo no le hizo caso, pese a que el mote le cargaba. Se acercó al hermano Amadeo para saludarlo.
—Ahí no, idiota, que me haces sombra —silbó el fraile.
Zolfo se apartó.
—Quería saludarlo, hermano Amadeo…
El Santo le dirigió una mirada maligna.
—Es la tercera vez que me saludas hoy. ¿No tienes nada más que hacer, aparte de zumbar a mi alrededor? —dijo irritado.
—Si zumba es una mosca y no un monito —dijo uno de los timadores.
El Santo se echó a reír.
Zolfo creyó que se iba a morir.
Cuando dejó de reírse, el Santo lo miró inexpresivo y le hizo un ademán impaciente.
—Esta noche he soñado con la Virgen María, estaba envuelta en una esfera luminosa —dijo entonces Zolfo recitando la frase que el hermano Amadeo le había escrito—, y me pidió que le dijese que el niño que desapareció en Torcello fue robado en realidad por los judíos para sus ritos satánicos —dijo.
El Santo se volvió a su auditorio.
—La Virgen María me ha hablado por boca de este torpe —dijo—. Hay que buscar al niño desaparecido en casa de los judíos, en su inmundo templo, en la cama de su rabino.
El grupo se agitó. Todos se inclinaron hacia el Santo para que la luz divina de sus estigmas y la sabiduría de sus palabras los redimiese de sus pecados.
—Judíos, gente de Satanás —murmuraron a coro.
Zolfo permaneció unos minutos más allí. Esperaba que el hermano Amadeo le hiciese algún gesto, le dedicase una sonrisa. Una señal para aplaudirlo por lo bien que había representado su papel. Pero el Santo no se dignó mirarlo. Entonces, sin que nadie lo viese, Zolfo se dirigió a la puerta y salió a la calle con el paquete de vestidos y, uno a uno, los entregó todos.
Cuando hubo terminado se dio cuenta de que casi le daba miedo volver al palacio. Tenía miedo de la soledad que ya no podía fingir que no veía. El hermano Amadeo lo había traicionado. No significaba nada para él, nunca lo había significado. Y Benedetta solo pensaba en sí misma y en el odio que sentía hacia Giuditta.
«Estás solo», se dijo Zolfo.
Y, al cabo de más de un año en que había respirado, caminado, comido y dormido gracias al odio feroz al que se había abandonado, sintió una pena en el alma y después una dolorosa punzada a la altura del estómago. Apretó los dientes para no gritar. Abrió la casaca que llevaba para examinarse, pero no se veía nada. Apoyó una mano y apretó.
—Empuja fuerte… —dijo.
Pero no era su voz, era la de Mercurio. Entonces, al inclinar la cabeza y mirarse el abdomen, se dio cuenta de que tampoco este era suyo. Al igual que el dolor. Era el dolor de Ercole, herido de muerte. Cayó al suelo llorando quedamente.
—¿Dónde estás, pedazo de bestia? —dijo en voz baja—. ¿Dónde estás? Te echo de menos…, te echo mucho de menos…
Se volvió a levantar y echó a andar por Venecia sin rumbo fijo, imaginando que iba cogido de la mano de Ercole, como antaño. Recordó su espantosa cara. Le pareció hermosa. Pensó en su mirada de idiota y tuvo la impresión de que no recordaba nada tan cálido como él. A diferencia de los de su amigo, los ojos de Benedetta y del Santo estaban vacíos. Eran unos ojos muertos.
—Te echo de menos, estúpido —dijo entrando en una zona que desconocía, que nunca había visto, compuesta de casas bajas de madera o ladrillos, hundiéndose en el barro de los callejones en que las alcantarillas estaban al aire libre, y en ellas flotaban excrementos y navegaban ratas tan grandes como gatos.
—¿Dónde estás? —preguntó al aire pensando en Ercole.
Durante algún tiempo había pensado que Benedetta podía darle amor, pero no había sido así. Hasta hacía poco se había aferrado a la esperanza de que el Santo le diese amor. Pero ninguno de los dos sabía qué era. Benedetta y el Santo eran unas criaturas tan lóbregas como él. Unas criaturas amasadas en el odio. No eran como Ercole.
—¿Dónde estás? —repitió parándose.
—Aquí —contestó una vocecita a su izquierda.
Zolfo se volvió. Por una valla medio podrida vio asomarse la cabeza de un niño que ni siquiera debía de tener cinco años. Estaba sucio. Llevaba unos pantalones cortos y mugrientos que cubrían dos piernecitas delgadas que terminaban en el interior de dos zuecos de madera. Uno de ellos estaba roto. Tenía un moco duro en el labio superior. Sonreía sujetando en la mano un extraño juego fabricado con dos piezas de madera tallada. Era un animal. Estaba tan bien hecho que parecía que moviese su largo cuello.
—Estoy aquí —repitió el niño respondiendo a la pregunta que Zolfo había dirigido a Ercole.
—Te veo —dijo Zolfo pensando que Benedetta, el Santo y él mismo eran unas criaturas de Dios, que este había olvidado colmar de amor. De manera que el diablo había podido echar una doble dosis de odio en ese depósito vacío—. ¿Dónde está tu madre? —preguntó al niño mientras en su mente iba cobrando forma una idea sugerida por el odio y su naturaleza oscura.
El niño se metió el pulgar en la boca y se lo chupó sin contestarle. Después levantó la otra mano y movió el cuello del animalito.
Jamás recibiría amor de gente como Benedetta y el Santo, pensó Zolfo. No obstante, podía pagarles con la única moneda que conocían: el odio. Solo había una manera de llamar su atención y de obtener, quizá, una caricia: desahogar el odio que nutría y ponerlo al servicio de los planes de Benedetta y del fraile.
Zolfo miró alrededor. No había nadie. Alzó los ojos. Los postigos de las casas estaban cerrados.
—¿Quieres un marchetto? —dijo al niño enseñándole una moneda.
El niño se le acercó tendiéndole su manecita.
—Ven —le dijo Zolfo entrando en un soportal oscuro que olía a pescado podrido y a orina humana.
El niño siguió el brillo de la moneda.
Zolfo cogió una piedra y la levantó. Pensó que si mataba al niño y culpaba de ello a Giuditta y a los judíos, Benedetta y el Santo se sentirían orgullosos de él.
Sintió que le penetraba una especie de fuerza oscura, como un humo tóxico. Sintió que su cuerpo vibraba, y también su alma. Se imaginó que golpeaba al niño con la piedra. Se lo imaginó agonizando. Desangrándose. Y la fuerza oscura que se estaba apoderando de él le hizo imaginar que él se reiría, que sentiría incluso placer. Que metería las manos en la sangre de ese niño. Que colmaría su rabia, su frustración, el odio, en ese lago de sangre. Pensó que su dolor se aplacaría. Que la fuerza oscura que albergaba en su interior enmudecería.
Lo único que debía hacer era matar a ese niño inerme. Un golpe. Seco y asestado con fuerza. En la sien, donde veía pulsar con mayor viveza la sangre. Un solo golpe. Después ofrecería el sacrificio al Santo y a Benedetta. Y ellos lo querrían, lo abrazarían, lo mimarían. Porque habría culpado de esa muerte a los judíos, a Giuditta.
Un inocente que moriría por otros inocentes, pensó inesperadamente.
Sin poder dominar esa imagen se vio a sí mismo en el suelo, con la cabeza partida y su sangre mezclándose con el barro. Vio que, al morir, el humo negro salía por su boca como un último aliento. Vio que Benedetta y el Santo se reían con placer. Comprendió que el humo negro eran ellos. Que el mal extremo eran ellos. Y que lo poseían.
Se quedó parado con la mano alzada y la piedra puntiaguda vibrando en el aire.
El niño vio algo en la mirada de Zolfo, o quizá oyó la gélida respiración de la Muerte en el aire. El juguete se le resbaló de las manos y cayó en el barro. Escapó.
Zolfo permaneció unos segundos más con la piedra en el aire. Luego, mientras se reconocía a sí mismo en el miedo de ese niño, sus ojos se anegaron en lágrimas. La mano que apretaba la piedra se abrió. Esta cayó al lado del juego del niño. Zolfo se tiró al suelo. Sus rodillas se hundieron en el barro. Cogió el juguete y lo giró en las manos. Movió el cuello del animalito tallado.
—Buonito… —dijo en voz baja, imitando la manera de hablar de Ercole.
Tenía miedo. No sabía qué hacer ni adónde ir.
—Zolfo tiene miero di oscuriddá… —dijo como habría dicho Ercole. Y se sintió aún más solo.