68

—¿Qué le has hecho a mi padre? —le preguntó Giuditta en el palomar apretándose contra el cuerpo caliente de Mercurio—. Lleva renegando desde ayer asegurando que lo has engañado.

Mercurio se echó a reír.

—Sí, lo he engañado a conciencia, y él mordió el anzuelo como un tonto. Me he divertido mucho.

—Pero ¿qué le has hecho, si se puede saber?

—Le he regalado un hospital.

—¿Un hospital?

—Pues sí —dijo ufano Mercurio—. En el fondo, es el padre de la mujer que quiero, ¿no?

Giuditta se rio quedamente.

—Estás como un cencerro, ¿lo sabes?

—¿Y tú? ¿Sabes que el hospital está en Mestre? —dijo Mercurio apartándose un poco de Giuditta para poder mirarla a los ojos—. ¿Comprendes qué significa?

—No…

—Pues que tarde o temprano tu padre aceptará que le cedamos una habitación para dormir allí…

—Pero no podemos dormir fuera del…

—¿Ves que eres tan tonta como tu padre? —dijo Mercurio riéndose.

Giuditta se enfurruñó.

Mercurio se rio aún más fuerte.

—He dicho Mestre. Pero ¿es que no lo entiendes?

—No —contestó Giuditta.

—Solo estás obligada a vivir encerrada en el gueto si vives en Venecia. En Mestre no hay guetos. Eres libre de dormir donde te parezca. Basta que dejes de vivir en Venecia y te traslades a Mestre.

—¿De verdad? ¿Adónde?

—Dios mío, ¿cómo es posible que seas tan tonta?

—Vamos, basta ya. ¡Dímelo!

—¡A mi casa! —dijo Mercurio risueño—. Anna ha ofrecido ya una habitación a tu padre, así podrá estar día y noche en el hospital. Y hay otra preparada para ti. —La abrazó y le acarició el cuerpo—. ¿Qué pasa? ¿No te apetece que vivamos bajo el mismo techo?

Giuditta lo miró boquiabierta.

—Mi padre jamás lo aceptará —dijo desconsolada.

—Ya veremos —dijo Mercurio. Se levantó del jergón de paja del palomar y se desentumeció—. Si no empezamos a hacer el amor en una cama de verdad envejeceremos precozmente. —Giuditta se rio—. He ganado diecinueve liras de oro más —explicó Mercurio—. No tardaré en tener el dinero que hace falta para reparar el barco de Zuan. Entonces te llevaré lejos de aquí.

Giuditta lo miró seriamente sin decir palabra. Día a día sentía que pertenecía más a Mercurio. Al punto que era solo suya, se decía. Por eso había escrito una carta que releía una y otra vez. Porque sabía que no tardaría en llegar el día en que se la dejaría a su padre. Era una carta dolorosa. Aunque llena de alegría a la vez.

—¿Cómo va la tienda? —preguntó Mercurio—. Siempre veo un gran vaivén de gente.

Giuditta se iluminó.

—Sí —corroboró orgullosa—. Los vestidos gustan. Vendemos más de los que alcanzamos a coser, e incluso tenemos clientas aristocráticas. Y… es…

—Todo un éxito —concluyó Mercurio.

—Sí, un éxito —asintió Giuditta, jovial.

—Vayamos donde vayamos tendrás tu tienda, te lo juro —dijo Mercurio apoyando una mano en el corazón. Después se vistió—. No permitiré que nuestros doce hijos te impidan ganar tanto dinero.

—¿Y tú qué harás? —preguntó Giuditta sonriendo.

—Bueno, yo me quedaré en casa rascándome la barriga y vigilaré que la niñera, joven y guapa, que pagaremos con tus inmensas ganancias, limpie el culo a los mocosos. Además procuraré que la cocinera, que también será joven y guapa, cocine las mejores carnes kosher. Y pasaré un dedo por el suelo para asegurarme de que la criadita, más joven y guapa que las otras dos, haya barrido bien.

Giuditta se rio, se puso de pie y lo abrazó.

—No te daré ni medio hijo y, sobre todo, no tendremos criados. No quiero compartirte con nadie.

Mercurio la besó. Le acarició la espalda lisa y luego deslizó una mano por el pecho. Giuditta retrocedió.

—Déjame, es tarde —dijo. Mientras se ponía la falda miró como sin querer entre los pliegues internos de las costuras—. ¿Sabes que una clienta ha encontrado una pluma de cuervo en uno de mis vestidos?

—¿Y qué hacía allí? —preguntó distraídamente Mercurio mientras se abotonaba el jubón.

—Qué raro, ¿verdad? —contestó Giuditta pensativa—. Y otra, un diente de recién nacido.

—Quizá deberías decir a tus modistas que sean más cuidadosas.

—No me lo explico…

—¿Qué hay que explicar?

—No lo sé… es extraño.

—No pienses tanto y date prisa. La Marangona está a punto de sonar y el médico de las putas no tardará en despertarse.

—No lo llames así —dijo Giuditta, pesarosa.

—Bromeaba.

—Pues no bromees sobre eso.

Mercurio asintió con la cabeza, le sonrió, la besó y después bajó la escalera, listo para confundirse con la gente que salía del gueto. Pero poco después apareció de nuevo en el palomar.

—¿Te he dicho que te quiero? —Giuditta rio feliz—. Para siempre —añadió Mercurio, y se marchó.

—Para siempre —repitió Giuditta. Acto seguido bajó al piso, preparó el desayuno para Isacco, lo saludó, le deseó un buen trabajo y cuando por fin se quedó sola se sentó a la mesa y sacó de una grieta del muro la carta que había escrito y que escondía allí todas las noches. La releyó.

Querido padre:

Te comunico con gran dolor mi gran alegría. No sé cómo sobreviviré al dolor ni cómo privarme de esta alegría. Si pudiese partirme en dos te juro que lo haría. Si pudiese ser una buena hija a la vez que una buena esposa te juro que lo sería. Si pudiese evitar romperte el corazón te juro que lo evitaría. Igual que no me gustaría romper el corazón del hombre al que he prometido el mío. Ruego con toda mi alma que suceda un milagro que nos permita vivir una existencia diferente de esta, que está a punto de suceder. Ruego poder pasar mi vida contigo, al igual que ruego poder pasar mi vida con el hombre que quiero. Pero no sé cómo será mi vida a partir de ahora. ¿Será posible llamarla vida si la mitad de ella es amor y la otra mitad muerte? ¿Qué vida puede tener un corazón partido en dos?

No sé si podrás perdonarme, porque yo tampoco sé si lo conseguiré.

Pese a ello, la decisión está tomada.

Cada vez que la releía sentía el corazón en un puño. En esa breve carta estaba todo su ser. Pero, más allá de las palabras, a medida que pasaban los días se daba cuenta de un hecho ineluctable: ella pertenecía a Mercurio. Nada la podría retener. Nada. Había tomado una decisión, decía en la carta, y era exactamente así. Seguiría a Mercurio adonde fuera, porque él era su vida. La vida que deseaba con todas sus fuerzas.

—Cueste lo que cueste —dijo quedamente, pero con vehemencia—. Y para siempre.

Algunas noches, cuando Mercurio no la llevaba al palomar frío y maloliente, que, sin embargo, era para ella una especie de palacio real, Giuditta se preguntaba si había hecho bien perdiendo la virginidad. Trataba incluso de avergonzarse de ello, como habría pretendido la sociedad, tanto la judía como la cristiana. Pero no podía. Comprendía la regla, pero, al mismo tiempo, le parecía que valía para los demás, pero no para ellos. Porque Mercurio y ella eran especiales. Estaban enamorados y su amor era tan inmenso y absoluto que nada de lo que hacían en nombre de él podía ser malo.

Su padre también acabaría aceptando esa verdad ineluctable. Giuditta estaba segura. ¿Cómo podía ser de otra forma? ¿Cómo se podía considerar que un amor tan puro fuese un pecado a ojos de Dios? ¿Acaso no había sido el Dios del Mundo, el que sabía y podía todo, el que los había hecho conocerse?

Pensó en la primera vez que había sentido la mano de Mercurio en la suya. En su primer beso. En la primera vez que ella lo había acogido en su interior y había comprendido que sus cuerpos se habían fundido en un único organismo en que ya no era posible distinguirlos ni separarlos. ¿Lo volvería a hacer? Sí. Mil veces sí. Sin lugar a dudas.

—Para siempre —repitió.

Cuando llamaron a la puerta, Giuditta se sobresaltó. Se llevó una mano al pecho y sonrió volviendo a la realidad. Dejó la carta sobre la mesa, se levantó y fue a abrir.

—¿Quién es? —preguntó.

—Giuditta, la judía —contestó la voz de un hombre—, mi ama quiere verla.

Giuditta abrió la puerta. No conocía al criado.

—Mi ama quiere verla —repitió el hombre.

—¿Quién es su ama?

—Ya lo verá.

—¿Cuándo?

—Ahora.

Giuditta estaba desconcertada, no sabía qué responder.

—La góndola de la señora nos espera —dijo el criado.

—¿Es por un vestido? —preguntó.

—Mi ama me ha mandado para que la recoja. No sé más.

Giuditta se echó una capa de fustán a los hombros y siguió al siervo por la escalera y, a continuación, por el campo. Mientras caminaba no dejaba de pensar en Mercurio. Sí, iría con él a donde fuese.

La góndola estaba atracada en el muelle de los Ormesini. El criado la ayudó a subir y después ordenó al gondolero que remase.

En poco tiempo se detuvieron en el muelle privado de un palacio de tres pisos que daba al Canal Grande. La fachada era elegante y estaba finamente diseñada. Las ventanas estaban enmarcadas por unas ligeras columnas de mármol que se retorcían sobre sí mismas hasta los capiteles, y los cristales eran de colores y estaban emplomados.

El criado la hizo bajar y luego le dijo que siguiera al sirviente con librea que, en silencio, la escoltó hasta el primer piso del palacio. En el aire flotaba el desagradable olor a excrementos de perro. El sirviente la hizo acomodar en una sala revestida de raso adamascado. Apenas entraron una criada se apartó de una pared, como si la hubiesen pillado en falta.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó el criado con severidad.

La criadita enrojeció y desapareció a toda prisa.

El sirviente se acercó a la pared y cerró una pequeña mirilla.

—Espere aquí —dijo a Giuditta. A continuación, salió.

Giuditta no sabía qué hacer, de manera que, atraída por el vocerío procedente de la habitación contigua, se acercó a la mirilla. Resistió unos segundos, pero después, cediendo a la curiosidad, apartó la minúscula tapa de raso, idéntico al de las paredes, y miró.

Lo primero que vio fue una mujer de espaldas. Estaba sentada muy tiesa a un escritorio ligero y dorado. La habitación era elegante y refinada.

Además de ella había dos criados apostados en una puerta. Gruesos y almidonados. Y también un hombre de unos cincuenta años, de aire enfermizo, a buen seguro un hombre del pueblo, pese a que la ropa que lucía era bastante digna. Sujetaba en la mano un sombrero blando de terciopelo negro. Estaba calvo y sudado. Parecía inquieto.

—Se lo ruego, señora —lloriqueó dirigiéndose a la mujer.

—Podías haberlo pensado antes —dijo la mujer sin perder la rigidez.

Giuditta tuvo la impresión de que conocía la voz.

En ese momento entró un aristócrata. Elegantísimo. Y deforme. Avanzó por la habitación sin dignarse mirar al hombre. Se limitó a echar una ojeada complacida a la mujer que estaba de espaldas.

—Te gusta mirar, ¿eh? —le dijo con voz chillona.

—Tu satisfacción es la mía —contestó la mujer. A continuación se puso de pie y se volvió.

Giuditta la reconoció. Era Benedetta. Giuditta sintió la tentación de escapar, pero permaneció pegada a la mirilla. Vio que Benedetta la miraba. Se apartó, pensando que la había descubierto, pero después comprendió que Benedetta sabía de sobra que ella estaba allí detrás. Quizá la criada solo había simulado que la descubrían. Quizá su intención era mostrarle la mirilla, al igual que el sirviente. Habían tramado todo para que ella los espiase.

Cuando Giuditta volvió a apoyar el ojo en la mirilla, Benedetta le sonrió. Después se volvió hacia los dos criados que, entretanto, habían inmovilizado al hombre, que ahora lloraba desesperado. El noble deforme empuñaba en la mano una navaja de barbero. La puso en la boca del hombre. El llanto de este se redobló.

—Esto por lo que dijiste —afirmó el aristócrata a la vez que le hacía un corte en el punto en que el labio superior se une al inferior, a la izquierda, desgarrándole la mejilla.

El hombre gritó, chorreando sangre.

—Limpiad —dijo el aristócrata. Luego se dirigió a Benedetta—. ¿Vienes, querida?

Benedetta se volvió hacia la mirilla, detrás de la cual Giuditta se había quedado petrificada.

—No. Tengo una cita.

Giuditta creyó que se iba a desmayar. Corrió hacia la puerta para escapar, pero el sirviente estaba allí.

—Sígame —le dijo.

Con el corazón latiendo enloquecido, Giuditta lo siguió por un largo pasillo. Un par de perros pequeños y sarnosos ladraron a sus espaldas. El sirviente la hizo entrar en la habitación en que Benedetta la esperaba de pie en la alfombra azul manchada con la sangre del hombre al que acababan de cortar la boca.

Benedetta la miró en silencio. «Destrucción, ruina y desgracia sobre ti. Hasta la muerte», pensaba. El odio que sentía por la judía no tenía fondo.

—Hola, Giuditta —le dijo—. ¿Te ha gustado el espectáculo?

Giuditta tenía miedo. No alcanzaba a hablar.

—Ese hombre dijo algo inconveniente sobre mí —explicó Benedetta—, y el príncipe, mi señor, no soporta que hablen mal de mí. Es irascible. Y cruel.

Giuditta asintió con la cabeza. Se sintió estúpida y vulnerable.

Benedetta la miraba contenta. No era cierto que el hombre había hablado mal de ella. De haber sido así lo más probable era que al príncipe Contarini no le hubiera importado. En realidad había hablado mal de él. Pero eso Giuditta no podía saberlo y lo único que interesaba a Rebecca era que la judía estuviese lo suficientemente asustada para creerse todo lo que pensaba decirle. Se acercó a ella.

—¿Sabes por qué soy la amante del príncipe? —le preguntó.

Giuditta estaba recuperando el aliento. Negó con la cabeza.

—Porque me conviene. Ahora soy rica y todos me reverencian. Me respetan. Tengo poder. —Asintió con la cabeza—. Porque me conviene —repitió—. Y por Mercurio.

Giuditta frunció el ceño.

—¿Qué tiene que ver… Mercurio?

Benedetta dio un paso hacia ella.

—¿Has podido sentir la crueldad que corre por las venas de mi señor?

Giuditta asintió con la cabeza.

—Hace tiempo Mercurio ofendió al príncipe. Pregúntaselo —explicó Benedetta desafiándola con la mirada—. El príncipe me quería, me deseaba, y Mercurio me defendió. Lo humilló. Se salvó únicamente porque un criminal muy poderoso se entrometió. Se llama Scarabello…

Giuditta se quedó boquiabierta. Recordaba el nombre de ese tipo. Era el mismo que había matado a Donnola.

—¡Ah! ¡Lo conoces! —exclamó Benedetta encantada. Eso favorecía su plan—. En todo caso, el príncipe juró que mataría a Mercurio. ¿Por qué crees que se fue a vivir a Mestre? No porque sea una ciudad alegre, por descontado. Está allí porque en Venecia correría peligro. Se arriesga cada vez que pone un pie en ella. —Benedetta hizo una pausa dejando que el peso de sus palabras se instalase en el ánimo de Giuditta—. Por el momento puedo tener a raya a mi príncipe —continuó—. También estoy con él para salvar a Mercurio.

—¿Entonces…? —preguntó Giuditta.

Benedetta cabeceó con sumo desprecio.

—Pobre idiota —dijo—. Entonces no tengo intención de salvarlo para que se divierta contigo. —Giuditta estaba confundida—. ¿Aún no lo entiendes? —preguntó Benedetta alzando la voz—. Tienes que alejar a Mercurio de ti. Tienes que decirle que no lo quieres y debes ser convincente. —Le pellizcó una mejilla, como se hacía con los niños—. Si no lo haces, dejaré de protegerlo.

—¿Por qué haces esto…? —preguntó Giuditta, aún más aterrorizada que antes.

Benedetta se rio.

—Porque te odio. Porque no vales una mierda. Porque no te lo mereces. Y porque no quiero que puedas gozar de él gracias a mi sacrificio. —Se aproximó a ella—. O no lo tiene ninguna de las dos… o dejaré que el príncipe lo mate.

Giuditta sintió que una furia incontenible le sacudía el pecho.

—¿Y dices que lo quieres? —exclamó con la cara encendida.

Al verla tan acalorada, Benedetta sintió que el corazón le daba un vuelco.

—¿Qué hay entre vosotros? —preguntó mientras una sospecha se abría paso en su mente. Conocía esa luz en los ojos de una mujer. Giuditta tenía la mirada de una que sabe lo que significa tener un hombre. La mirada de quien conoce las manos y las caricias de un hombre. Y las alegrías del amor—. ¿Te has acostado con él? —le preguntó con voz sombría, pero sin aguardar la respuesta, porque la había leído ya en sus ojos. Mientras lo decía sintió una punzada desgarradora en el corazón que la obligó a apretar la mandíbula y rechinar los dientes, como un animal feroz.

Giuditta se ruborizó y dio un paso hacia atrás.

—¡Puta! —gritó Benedetta alzando una mano para darle una bofetada, pero se contuvo—. ¡Puta judía! —repitió jadeando—. ¡Sí! ¡Lo quiero tanto que estoy dispuesta a matarlo! —Miró fijamente a Giuditta—. Pero tú nunca podrás comprenderlo —añadió con una voz baja y ronca—, porque tú no eres una mujer sino una fulana con el coño mojado y el corazón seco. Una mujer es capaz de hacer lo que sea por el hombre que ama. ¡Incluso matarlo, sí! —La miró con un odio tan intenso que Giuditta reculó de nuevo—. ¿Y tú? ¿Serías capaz de hacerlo? ¿Estás dispuesta a hacer lo que sea? ¿Incluso a renunciar a él? —Esperó a que la respiración se le normalizase en el pecho—. Te estoy ofreciendo la ocasión de comportarte como una auténtica mujer por una vez en tu miserable y tibia vida. Demuestra que lo quieres como aseguras. Déjalo. Apártalo de ti. —La apuntó con un dedo—. ¡Y procura ser convincente! Si me entero de que lo ves a escondidas… —Dejó suspendida la frase a la vez que la miraba iracunda. De repente se dio media vuelta, aferró un cordón que colgaba del techo y tiró de él con furia. Cuando la puerta se abrió y apareció el sirviente le ordenó—: ¡Echa de aquí a esta puta judía!

Una vez en la calle Giuditta dio unos cuantos pasos y se llevó una mano al pecho. No lograba pensar con lucidez. No daba crédito a lo que había sucedido. Se apoyó en la pared de una casa. Apenas notaba el ir y venir de personas alrededor de ella. Respiró hondo a la vez que el huracán de emociones y pensamientos empezaba a calmarse. Debía razonar, se dijo. ¿Cómo podía estar segura de que Benedetta no le había mentido? ¿Cómo? De una sola forma. El único que podía decírselo a ciencia cierta era Mercurio. Le preguntaría por el príncipe Contarini. Le preguntaría… A ese punto, su mente recuperó la lucidez de improviso. No. No podía preguntárselo a Mercurio. Si lo hacía y Mercurio le confirmaba la versión de Benedetta se negaría a no volverla a ver. Comprendería que ella lo estaba evitando por una razón que tenía que ver con sus preguntas. Entendería que Benedetta estaba involucrada de una forma u otra. El riesgo era demasiado grande y Giuditta se dio cuenta de que no podía correrlo. No podía arriesgarse a que Mercurio no aceptase su rechazo. ¿Era cierto que Mercurio se había mudado sin una lógica aparente a Mestre? La respuesta era sí. ¿Mercurio conocía a Scarabello? La respuesta era sí. Y eso era todo lo que tenía en la mano para tomar su decisión, se dijo Giuditta.

Comprendió lo que pretendía hacer Benedetta. Si quería de verdad a Mercurio no podía arriesgarse a condenarlo. Pese a que no tenía la certeza absoluta, debía alejarlo de ella. Acababa de ver de qué era capaz ese monstruo del príncipe. Y había sentido el odio de Benedetta. La historia era cierta, se dijo. Debía de serlo y, en todo caso, ella no podía poner en riesgo la vida de Mercurio.

—Te quiero… —dijo. Pero no fue capaz de pronunciar su nombre.

Se dejó caer al suelo. No podía respirar, no podía llorar, no podía razonar. Solo pensaba que su vida había tocado a su fin.

Permaneció allí, en el suelo, mientras la gente pasaba por su lado, sin moverse, hasta el atardecer. Cuando se hizo de noche se encaminó cansinamente hacia el gueto.

Cuando casi había llegado al puente vio que su padre bajaba de una barca.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Isacco.

—En ningún sitio —contestó Giuditta con un hilo de voz y la cabeza inclinada, sin mirarlo.

—¿Qué has hecho?

—Nada.

Caminaron hasta casa en silencio. Cuando abrieron la puerta Giuditta vio la carta que había escrito para el día en que escaparía con Mercurio a donde él quisiera.

—¿Qué es? —le preguntó Isacco señalándola.

Giuditta la cogió.

—Un pedazo de papel.

—¿Qué hay escrito?

—Bobadas —dijo Giuditta tirándola al fuego.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Isacco.

Giuditta miraba las llamas que devoraban la carta. Y su vida.

—¿Es por ese…, por Mercurio?

Giuditta se volvió hecha un basilisco, con el semblante sacudido por el dolor y la rabia.

—¡No quiero volver a oír hablar de él! ¡No lo olvides! ¡Nunca más! —gritó.