—Te daré la mitad de lo que gano —propuso Mercurio—. A condición de que no hagas nada a la hija del médico.
Scarabello lo miró en silencio arqueando una ceja.
—Te lo ruego —dijo Mercurio.
Scarabello sonrió.
—Ya te dije que tu punto débil es que eres un sentimental —dijo.
—Te lo ruego —repitió Mercurio—. Ella está al margen.
Scarabello se encogió de hombros.
—Ella está al margen. —Lo imitó—. ¿Qué significa eso?
—Te lo ruego —prosiguió Mercurio casi llorando. Cuanto más suplicaba a Scarabello más preocupado se sentía por Giuditta.
—¿Estarías dispuesto a darme todo lo que ganas por esa joven? —preguntó Scarabello—. ¿Estarías dispuesto a convertirte en mi fiel perrito faldero?
—Todo lo que quieras —contestó Mercurio sin vacilar.
—Todo lo que quiera. —Scarabello asintió con la cabeza, complacido.
—Pero si le haces daño… —de repente la voz de Mercurio se tornó dura, firme—… te juro que te mataré.
Scarabello se acercó a él y lo miró a los ojos. Mercurio le sostuvo la mirada.
—Te creo —dijo Scarabello.
—¿Y no le harás daño? —La voz de Mercurio se quebró.
Scarabello lo mantuvo en vilo unos segundos más.
—No. No le haré nada.
Mercurio se sintió tan aliviado que le flaquearon las piernas.
—Aún no me has dado las gracias —dijo Scarabello sonriendo.
—Gracias… —susurró Mercurio.
—Sígueme —dijo Scarabello—. Agradéceme también que no te haya quitado nada de tus ganancias.
—Gracias —dijo Mercurio siguiéndolo.
—Soy un ladrón honesto, ¿no crees? —dijo riéndose Scarabello.
—Sí…
—En realidad, no. —Scarabello se volvió. Su expresión había mudado y era seria. Alargó de golpe las manos y le aferró las orejas tirando hacia él—. Si quisiera la mitad de tus ganancias o todo lo que tienes, incluida tu vida, lo cogería sin necesidad de pedirte permiso. No se te mete en la cabeza, ¿eh? —Torció los labios haciendo una mueca—. No soy un ladrón honesto —añadió hablándole en voz baja, acercando la boca a la de Mercurio como si fuera a besarlo—. Soy un hombre muy fuerte. Y poderoso. Y diferente. ¿Está claro?
—Sí…
Scarabello asintió con la cabeza.
—Ahora ven conmigo y verás hasta qué punto soy fuerte y poderoso.
Mercurio lo siguió hasta el palacio de la Merceria donde Scarabello debía verse con un hombre que llevaba una máscara para que la gente común no pudiese reconocerlo.
—Excelencia —dijo Scarabello con respeto, aunque parecía tener confianza en él—, ¿ha decidido ayudarme?
El hombre se volvió hacia un grupo de guardias ducales que obedecían a un funcionario de la Serenísima que lucía un uniforme de gala.
—Obedecen mis órdenes —dijo.
Scarabello hizo una profunda reverencia.
—Le renuevo mi amistad, excelencia, y mis favores —dijo con voz divertida, casi irónica.
—Basta. Los dos sabemos de sobra por qué lo hago —dijo el hombre enmascarado, sin ocultar su desprecio. Se dio media vuelta y se alejó.
—Cuánto engreimiento puede permitirse un gusano cuando lleva un blasón nobiliario bordado en el pecho —comentó Scarabello observándolo mientras desaparecía. Su mirada se ofuscó, parecía melancólico.
—¿Quién es? —preguntó Mercurio.
—Alguien con una posición tan alta que si te sentases a su lado sentirías vértigo, desgraciado —contestó Scarabello—. Ven —dijo aproximándose a los guardias ducales.
—Sabemos cuál es nuestro cometido —dijo el funcionario de la Serenísima apenas Scarabello estuvo a una distancia que lo podía oír—, y me repugna hacerlo por un hombre como usted.
—Si te hubiesen ordenado que me dejases cagar en tu cabeza lo habrías hecho también —respondió Scarabello—. No eres más que un criado, por mucho que te pavonees. El uniforme que llevas es un disfraz de juglar. Así que no me irrites con tu cháchara y date prisa.
—No le consiento que me hable así —dijo el funcionario llevando la mano a la espada.
—¿Quieres matarme? —preguntó Scarabello riéndose—. Te honraría. Por fin podrías sentirte un hombre.
La cara del funcionario se encendió de rabia, pero luego se dominó. El hombre que le había dado la orden no estaba acostumbrado a que lo desobedeciesen.
—Bueno. Asunto zanjado —dijo Scarabello—. Vamos, tropa.
Mercurio lo siguió hasta el Castelletto. Cuando entrevió las torres frenó el paso.
—¿Qué pretendes hacer? —preguntó a Scarabello.
—¿Yo? Nada —contestó Scarabello risueño—. Yo me quedaré al margen. Los guardias del Gran Consejo se ocuparán de todo.
—¿El Gran Consejo? ¿Qué es?
—La cima donde se sienta el hombre que me ha hecho este favor.
—¿Y por qué lo hace?
—Porque me lo debe —dijo Scarabello. Golpeó el pecho de Mercurio con un dedo y repitió—: Porque me lo debe. Está en lo más alto, pero yo, desde aquí abajo, lo tengo cogido por los huevos. ¿Cómo crees que sobrevive uno como yo? Gracias a las amistades importantes. Solo que no son auténticas amistades. —Se volvió hacia el funcionario ducal y le señaló la torre de los arrendajos—. Quinto piso. Cumple con tu deber.
El pelotón de la guardia ducal, formando filas cerradas, siguió a su comandante.
Scarabello subía a cierta distancia la escalera con indolencia, mirando alrededor, sonriendo complacido a las putas y los protectores que lo observaban. Su rostro aún tenía las marcas que le habían dejado los puños de Lanzafame. Se estaban curando. Solo el labio parecía estar empeorando. Estaba hinchado y amoratado, con un color poco natural.
—¿Qué queréis? —dijo el capitán Lanzafame en lo alto de la escalera tras haber sido advertido de la llegada del pelotón.
El funcionario ducal no se detuvo. Subió el último peldaño y se enfrentó a Lanzafame con aire autoritario. Sacó un rollo de pergamino de la bolsa que llevaba en bandolera.
Isacco apareció también en el rellano. Alrededor de ellos, asomadas a las barandillas, se apiñaban las prostitutas.
—En nombre y en representación de la Serenísima República de Venecia —empezó a leer el funcionario— y por orden del Gran Consejo y del Senado, se intima al médico judío Isacco di Negroponte y a sus mercenarios…
—¿Los mercenarios somos nosotros? —soltó Lanzafame encolerizado.
—No me interrumpa, capitán Lanzafame —dijo el funcionario—. Lo respeto como soldado, pero lo que está haciendo ha sido considerado fuera de sus competencias y mandatos. Se le ha asignado la tarea de mandar los guardias del campo del Ghetto Nuovo. Aténgase a las órdenes.
Lanzafame encajó el golpe apretando los puños. Miró alrededor. Sus ojos se cruzaron con los de Scarabello. Lo apuntó con un dedo.
—¡Tú!
Scarabello se rio en su cara.
Mercurio se escondió. No quería que Isacco y Lanzafame lo vieran, pero quería oírlos.
—Se os intima —retomó el funcionario ducal— a desalojar de inmediato este lugar destinado al ejercicio de la prostitución a fin de no contaminarlo con la enfermedad que aqueja a las meretrices y evitar que la misma se expanda ulteriormente…
—¡Nosotros no difundimos el mal francés! —protestó Isacco.
—¡Cállese! —le ordenó el funcionario—. Así pues, se les ordena que abandonen por motivos sanitarios el citado quinto piso de la torre de los arrendajos y a la vez se les prohíbe, siempre en nombre del Gran Consejo y del Senado, que se instalen en cualquier otro lugar de la localidad llamada Castelletto.
Lanzafame se acercó al funcionario.
—Avergüénzate —dijo Lanzafame—. Has vendido la República a la mierda. —Señaló a Scarabello—. Así que no eres mejor que él. Ni tú ni quien te manda. —Se volvió hacia Isacco—. Tenemos que marcharnos.
—Pero… —dijo Isacco abriendo los brazos.
—¡Tenemos que marcharnos, doctor! —gritó Lanzafame iracundo—. ¡Ha vencido la política! ¡Ha vencido el engaño! ¿No lo entiende?
Isacco se volvió hacia las prostitutas, que lo miraban aterrorizadas.
—¿Adónde iremos? —preguntó Isacco a punto de desplomarse.
—¡No lo sé! —gritó Lanzafame aún más fuerte. Luego se volvió hacia Scarabello, que sonreía, ufano con su victoria—. ¡Te mataré, gusano! ¡Te mataré!
—Puede, pero hoy no —dijo Scarabello riéndose—. Y aquí tampoco. —Abrió los brazos como un actor que espera los aplausos—. Se liberan unas habitaciones limpias, mis queridas fulanas, pero el precio sigue siendo el mismo. Ningún aumento. ¡Dadme las gracias!
Las prostitutas permanecieron en silencio.
—La que no me dé las gracias no tendrá derecho a la habitación —silbó Scarabello con dureza.
Entonces muchas de ellas le dijeron:
—Gracias.
Mercurio, que se había escondido bajo el ojo de la escalera, en el cuarto piso, se escabulló procurando que no lo vieran. Pero, cuando llegó a la rampa, no pudo resistir la tentación y se volvió hacia Isacco. Vio que este se dirigía a sus enfermas y las invitaba a empaquetar sus escasas pertenencias con una expresión de derrota en la cara. Sintió una profunda pena.
—Eres un sentimental, piojo —le dijo Scarabello riéndose.
Mercurio bajó corriendo la escalera con un nudo en la garganta.
—Daos prisa —decía entretanto el funcionario ducal en el quinto piso.
Lanzafame se acercó aún más a él.
—Entre tú y yo, ¿te avergüenzas, al menos? —le preguntó en voz baja para que los demás no lo oyeran.
El funcionario miró al suelo y no le contestó.
—¡Vámonos, ánimo! —gritó Lanzafame—. ¡Coge tu instrumental y tus ungüentos, doctor, apresúrate!
En poco tiempo estaban todos en el rellano. Los guardias ducales se apartaron para dejar pasar la procesión de desgraciados. Las prostitutas que se habían curado daban el brazo a las enfermas. Lanzafame y sus soldados transportaban en unas camillas ligeras a las que no podían andar. Una de ellas acababa de morir, pero habían decidido no dejarla allí, en manos de Scarabello.
Empezaron a bajar a duras penas la escalera. Cuando llegaron al patio del Castelletto miraron alrededor.
Mercurio estaba escondido detrás de la columna de una de las torres. Le parecieron náufragos. Miraban en derredor sin saber adónde ir. Era evidente que nadie los iba a acoger.
Los siguió procurando no llamar la atención hasta que vio que se paraban en una explanada embarrada que había detrás de la Escuela Grande de Santa Maria della Misericordia. El prior de la confraternidad de los Battuti cabeceaba, afligido. Saltaba a la vista que les estaba diciendo que no podía ingresar a las prostitutas en el hospital.
Mercurio vio que Lanzafame y sus soldados trataban de montar un campamento para pasar la noche. El prior les había dado unas tiendas. Encendían las hogueras hundiéndose en el barro hasta las rodillas. Isacco estaba sentado en un rincón con la cabeza hundida en las manos. Estaba anocheciendo. Hacía frío. Muchas prostitutas lloraban.
Lanzafame se acercó a Isacco.
—Tienes que marcharte. Es la hora —le dijo.
Isacco alzó la cabeza hacia el capitán. Lo miró atónito. Se había olvidado por completo que no podía compartir la suerte de las prostitutas. Como todas las noches, debía volver a su jaula para que lo encerraran dentro.
Mercurio vio que apenas se podía levantar.
Mientras regresaba a Mestre, Mercurio se sentía también derrotado. La Justicia había cometido otra injusticia, se decía.
En el ínterin Isacco había recorrido los muelles hasta llegar al portón del rio de San Girolamo. Entró en su casa y subió hasta el cuarto piso. Se paró delante de la puerta, incapaz de abrirla, porque no quería que su hija lo viese en ese estado. Se sentó en un escalón, donde Giuditta lo encontró dormido un par de horas más tarde.
Al día siguiente, al amanecer, Isacco se encaminó hacia el campamento en cuanto abrieron los portones. Encontró a las prostitutas en un estado lamentable. Esa noche había muerto otra. Y lo más probable es que la hubiese matado el frío, no la enfermedad.
—No podemos aguantar así —le dijo Lanzafame.
—No… —contestó Isacco. Sintió la tentación de escapar, pero, en lugar de hacerlo, se arremangó y se puso a limpiar y a vendar las llagas. Pese a ello, se sentía débil, había perdido la esperanza en el futuro.
A media mañana, sin embargo, el prior de la Misericordia apareció en el campamento.
Isacco hizo un ademán al capitán Lanzafame.
—Venga —le dijo acercándose al prior—. ¿Ha cambiado de idea, hermano? —le preguntó esperanzado.
El prior negó con la cabeza.
—Sabe que no es cuestión de cambiar de idea, doctor Negroponte… —dijo apurado. Miró a las prostitutas sin añadir nada más.
Isacco asintió entristecido. Si no fueran meretrices la Escuela Grande de la Misericordia las habría acogido. Porque, en el fondo, la misericordia no era para todos, pensó Isacco.
—Sin embargo, hay una mujer… —prosiguió el prior—. Bueno, venga, quiero presentársela. Hoy ha venido a verme y me ha hecho una propuesta que no me interesa, pero he pensado que quizás a ustedes les convenga…
—¿Qué propuesta? —preguntó Isacco.
—Juzgue usted mismo. Venga —dijo el prior volviendo hacia el imponente edificio de la Escuela Grande de Santa Maria della Misericordia.
Isacco miró a Lanzafame y luego siguió al prior. Lanzafame los acompañó.
—La enfermedad me parece más letal para los hombres que para las mujeres —comentó el prior mientras andaban hundiéndose en el barro—. Con todo, su aceite de palo santo es más efectivo con las llagas que otros ungüentos.
—Escuché lo que decían en el puerto los marineros que volvían de las Américas, eso es todo —explicó Isacco—. No es mi aceite. El mérito no es mío.
—Escuchar es un mérito —replicó el prior entrando en la Escuela Grande—. Yo estoy usando también la plata coloidal. Por lo visto funciona, pero es difícil dosificarla. Cura las llagas, pero se corre el riesgo de envenenar al paciente.
—¿Plata coloidal? —preguntó Isacco—. Interesante.
—Entre —dijo el prior abriendo la puerta del comedor de la Escuela Grande. Señaló a una mujer que estaba al fondo de la sala—. Es ella.
Se acercaron a una mujer de aspecto sencillo.
—Este es el doctor Negroponte, de quien le acabo de hablar —dijo el prior.
Isacco vio que la mujer le miraba el gorro amarillo.
—El prior me ha hablado bien de usted —dijo la mujer.
Tenía una voz cálida, pensó Isacco, a pesar de que no dejaba de mirarle el gorro.
—Pero no le dijo que era judío, ¿verdad? —preguntó Isacco con agresividad—. ¿Le ha dicho que mis pacientes son prostitutas?
—Quería ayudar al prior —dijo la mujer haciendo caso omiso del ataque—, pero él no necesita mi humilde ayuda. En cambio, asegura que quizás a usted le haga falta.
Isacco frunció el ceño.
—Está haciendo algo hermoso y me gustaría ayudarle —dijo la mujer—. Me da igual que sea judío.
—Se lo agradezco —contestó Isacco, arrepentido de su agresividad—. Pero ¿cómo puede ayudarnos?
—Quiero ofrecerle un lugar muy grande… Necesita algunas reparaciones… Hay que adecuarlo, en pocas palabras… —dijo la mujer—. Pero quiero ayudarles dándoles un lugar donde poder crear un hospital.
Isacco sintió un escalofrío en la espalda. Miró al capitán Lanzafame. Sus ojos también estaban atentos y no los apartaba de la mujer.
—¿De qué lugar se trata? —preguntó Isacco.
—Bueno… se trata… de mi establo… —dijo la mujer con timidez—. Es solo un establo, lo sé, pero es abrigado. Se podría convertir en un lugar habitable. Mi casa está al lado y puedo garantizarles comidas regulares si alguien me echa una mano y…
—¿Por qué? —la interrumpió Isacco.
—Porque… —La mujer miró a derecha e izquierda, como si estuviese buscando la respuesta—. Porque usted hace el bien y yo ya no tengo vacas y…
—¡Porque la envía Dios! —terció con vehemencia Lanzafame—. El mío, el tuyo, el de las putas… ¿Qué importa el porqué, maldita sea? Sea cual sea el motivo, es una bendición. ¡Igual que tú, buena mujer! ¡Dale las gracias, doctor!
Isacco se volvió hacia la mujer, pero no pudo decir palabra.
—¿Cuándo podemos ir? —preguntó Lanzafame.
—No sé… —contestó la mujer—. Al prior le dije que dentro de un mes, si él organizaba las obras.
—Un mes… —murmuró Isacco mirando por la ventana el campamento montado en el barro, detrás de la Escuela Grande—. En un mes habrán muerto todas… —Cabeceó—. Gracias en todo caso —dijo a la mujer haciendo amago de marcharse.
—Pero si cree que estarán mejor en un establo que al aire libre… —dijo la mujer.
Isacco la miró. Luego miró a Lanzafame.
—¿Significa eso que podemos ir enseguida? —preguntó Lanzafame asumiendo el papel de portavoz del pensamiento de Isacco.
—Por mí, sí, desde luego —respondió la mujer—. Si lo soportan…
—Soportaremos lo que sea con tal de tener un techo, ¿verdad, doctor? —dijo Lanzafame apretando los puños.
Isacco lo miraba titubeante.
—¡Doctor! —dijo Lanzafame casi gritando.
—Me parece una buena propuesta —corroboró el prior—. Además… —La voz del religioso delataba su embarazo—, el campamento ahí fuera…, bueno…, en fin, los sacerdotes de la iglesia me han preguntado ya cuándo piensan marcharse…
—¡Doctor! —repitió Lanzafame.
Isacco se sobrepuso.
—¡Vamos, adelante! ¿A qué estamos esperando? —dijo.
Necesitaron casi todo el día para trasladar a las prostitutas al establo, que se encontraba fuera de Venecia. Los soldados de Lanzafame se pusieron manos a la obra y por la noche habían limpiado someramente el local. Habían esparcido paja por el suelo para echar sobre ella a las enfermas por el momento y en el centro ardían tres hogueras. Las prostitutas se reían como niñas, parecía que las hubieran albergado en un castillo.
Isacco sentía renacer la confianza. Lo conseguirían.
—A partir de mañana organizaremos mejor las cosas —dijo una voz a su espalda.
Isacco se volvió.
—Bienvenido a mi casa. —Mercurio, abrazado a Anna del Mercato, le sonrió.