—¡No! ¡No! —Giuditta lloraba desesperada mientras Mercurio la pegaba a su pecho para que no gritase demasiado fuerte.
—Chss… chss… —le susurraba a un oído—. Cuéntame… pero baja la voz…
Las palomas se agitaban asustadas en el trípode.
Un terrible sollozo la sacudió. Después pareció calmarse. Levantó la cabeza del pecho de Mercurio y lo miró. Tenía los ojos enrojecidos. Las lágrimas hacían brillar su cara. Y su expresión manifestaba más miedo que dolor.
—Donnola… —dijo.
—¿Donnola, qué?
—Muerto…
—¿Muerto?
—Asesinado…, lo han…, lo han… —Giuditta se dominó. Se mordió el labio, con fuerza, haciendo un esfuerzo para respirar y no abandonarse a los sollozos, que volvían a oprimirla.
—Lo han… ¡decapitado! Lo han… le han cortado la cabeza y… —No pudo resistirlo más y se echó a llorar, desesperada.
Mercurio la estrechó contra su pecho. Estaba también desconcertado.
—Donnola… —dijo—. Yo… yo… ¿Quién puede haber hecho algo así?
—Mi padre ha dicho que fue un criminal… —sollozó Giuditta.
—¿Quién?
—Scannarello… o algo por el est…
—¿Scarabello? —exclamó Mercurio—. ¿Scarabello? ¿Es ese el nombre que te ha dicho tu padre?
Giuditta se apartó y lo miró.
—¿Lo… conoces?
Mercurio sintió un peso en el corazón. Y en los hombros. Escuchó el odio y la rabia que volvían a poseerlo.
—Mercurio… —dijo Giuditta con voz sutil, como si estuviese rezando.
Mercurio la abrazó estrechamente.
—No te preocupes —dijo—. No te preocupes —repitió, pero daba la impresión de que no estaba allí.
Cuando amaneció y la Marangona hizo vibrar su primer tañido en las vidas de toda Venecia, Mercurio salió del gueto. Llegó al campo de San Aponal y se sentó delante de la tienda de Paolo el herborista mordisqueando el pastel de jengibre que había comprado en un horno que había detrás de Rialto. Entretanto la mano que tenía metida en un bolsillo apretaba el puñal que había comprado a un armero.
Paolo lo vio desde la ventana de casa. Bajó con una taza de caldo.
—Tengo que hablar con Scarabello —le dijo Mercurio.
—No tardará en llegar —contestó Paolo—. El tuerto ha ido a Mestre, a tu casa. Te buscaba para darte la parte que te corresponde de no sé qué golpe.
—¡De ningún golpe! —replicó Mercurio encolerizado—. Es dinero limpio. Es un trabajo honesto, pero Scarabello debe ensuciarlo también con sus asquerosas manos.
—Baja la voz, por Dios —murmuró Paolo, inclinando la cabeza hacia el suelo. Abrió la tienda y se plantó detrás del mostrador vacío, como todos los días.
Mercurio lo miró.
—Pareces un fantasma —le dijo.
Paolo no movió un solo músculo. Se quedó inmóvil, casi inanimado, hasta que apareció Scarabello seguido de cuatro hombres, armados y bulliciosos.
—Tengo que hablar contigo —dijo Mercurio.
Scarabello tenía la cara deformada por los puñetazos que le había dado Lanzafame. El labio hinchado y amoratado. Un ojo magullado. Una ceja rota. De la nariz goteaba un líquido amarillento. La piel, o estaba amoratada y escoriada, o había palidecido.
Mercurio sintió un sutil placer al verlo tan destrozado. Seguía apretando el puñal en el bolsillo.
—Estás ganando un montón de dinero, muchacho —dijo Scarabello metiéndose un dedo en la boca para tocar una muela que se movía.
—No, tú estás ganando un montón de dinero —contestó con dureza Mercurio—. Yo trabajo para ganarlo.
Scarabello se rio.
—Ayer fui a ver al judío. Por la fiesta en casa de Venier te pagaron veintisiete tron y ocho piezas de plata. Nada mal. Me corresponden nueve tron y tres piezas de plata, el resto es tuyo. —Lanzó un saquito al suelo, como quien lanza un hueso a un perro—. Está ahí dentro. Ahora desaparece, porque estoy ocupado.
—¿Si no?
—¿Si no qué, miserable? —La voz de Scarabello se endureció.
—¿Qué harás si no me voy? ¿Me cortarás la cabeza?
Scarabello lo miró, se acercó a él, su nariz rozaba la de Mercurio.
El joven percibió el aliento de Scarabello, olía a sangre y a alcohol.
—Si quieres, sí —dijo Scarabello en voz baja.
Mercurio apretó espasmódicamente el cuchillo con la mano. Le habría bastado sacarlo del bolsillo y clavarle la hoja en el pecho.
—Siento lo de Donnola —dijo Scarabello. La máscara que le cubría la cara mudó un instante y se hizo humana—. Pero era irremediable.
Mercurio se dio cuenta de que no tenía la fuerza que se requería para apuñalarlo. Nunca la tendría. Se sintió un cobarde, un perdedor. Inclinó la cabeza.
Scarabello le apoyó una mano en el hombro. Después la hizo subir y bajar por la nuca. Se la apretó. Tenía la mano caliente.
Mercurio sintió casi placer.
—¿Por qué…? —preguntó en voz baja abandonándose a ese apretón.
—No lo puedes entender —dijo Scarabello, también con un hilo de voz.
Mercurio alzó la cabeza y lo miró.
—No lo puedes entender —repitió Scarabello.
Mercurio se echó a llorar quedamente. Sin sollozos, sin desesperación. Sin énfasis ni turbación. Las lágrimas resbalaban libres, con facilidad. La rabia se estaba deshaciendo como un pedazo de hielo.
Scarabello lo atrajo hacia él con la mano aún apoyada en la nuca a la vez que con la otra le daba una pequeña bofetada en la mejilla. Después le enjugó las lágrimas con el pulgar vaciando el charco que se había formado en sus ojeras.
Mercurio sacó la mano que empuñaba el cuchillo. El brazo vibraba por la tensión.
—¡Cuidado, tiene un puñal! —gritó uno de los hombres haciendo ademán de lanzarse en defensa de su jefe.
Pero Scarabello lo detuvo levantando hacia él la mano mojada de lágrimas y sin dejar de mirar a Mercurio a los ojos.
—Lo estaba tirando —dijo mirando a Mercurio, todavía sujeto por la nuca, sin tensión.
La mano de Mercurio se abrió y el puñal cayó al suelo.
Scarabello asintió con la cabeza. Abrazó de nuevo a Mercurio, luego se separó de él y se inclinó. Cogió el saquito con las monedas de Saraval que antes había echado al suelo y se lo puso en la mano con la que el joven antes empuñaba el cuchillo.
—Vete a casa, muchacho —le dijo.
Mercurio dio un paso hacia atrás. Se sentía débil, vacío.
—Una última cosa —añadió Scarabello—. El asunto del médico no concluye con esto. No tardará en hacerlo, pero hasta que llegue ese momento, dile que ninguno de ellos está seguro.
Mercurio se tensó. Sintió que la sangre se le helaba en las venas. Pensó de inmediato en Giuditta.
—¿A quién te refieres?
—A nadie en especial —dijo Scarabello—. Y a todos.
Mercurio miró el puñal que estaba en el suelo.
Scarabello le dio una patada lanzándolo hacia sus hombres.
—Convence al médico de que se quite de en medio —dijo.
Mercurio no se movió por unos instantes encajando el terrible golpe que acababa de recibir.
Los hombres de Scarabello lo miraban como si fuese un extraño animal exótico. Si uno de ellos hubiese sacado un puñal para matar a Scarabello, no habría vivido para contarlo.
Mercurio salió de la tienda de Paolo.
Un segundo después corría hacia el Casteletto.
Llegó al quinto piso de la torre de los arrendajos con el corazón en un puño, jadeando.
—¡Doctor! ¡Doctor! —empezó a gritar ya en la planta baja, de manera que, cuando llegó a lo alto de la escalera, Lanzafame, sus soldados e Isacco lo esperaban ya.
—A ver cuándo se te mete en la cabeza que no quiero hablar contigo, muchacho —lo agredió de inmediato Isacco.
Mercurio se había plegado en dos. Jadeaba. Intentaba recuperar el aliento.
—Scarabello… ha dicho…
—¿Trabajas para ese delincuente? —lo atajó Isacco—. ¡No me extraña! Estáis hechos el uno para el otro.
—Déjalo hablar —terció Lanzafame.
—Scarabello —dijo Mercurio— ha dicho que nadie estará seguro… hasta que no ceda… —Lo miró cabeceando—. Giuditta… —murmuró.
Isacco se abalanzó sobre Mercurio. Le aferró el cuello de la chaqueta. El día anterior habían encontrado el cuerpo mutilado de Donnola tirado en medio de los trastos de las viejas fundiciones. Isacco emitió un sonido que parecía tanto un rugido como un estertor. Tenía los ojos enrojecidos, ofuscados por el dolor.
—Tu amigo ha matado a Donnola —dijo con la voz quebrada—. Recompuse su cuerpo. Le… —Isacco se detuvo. Sintió que no iba a poder soportar el dolor que suponía coser la cabeza al tronco. Apretó los puños e hizo rechinar los dientes babeando, tratando de dominar el lacerante dolor. Al recomponer el cuerpo había descubierto que estaba enfermo. Habría muerto de todas formas. Pero no había dicho nada. Quería ser útil hasta el final—. Y ahora vienes a amenazarme… —Isacco apretó la mandíbula—. ¡No!
Mercurio se zafó de él.
—¡Qué clase de hombre es usted, hostia! —gritó—. ¡Qué clase de pedazo de mierda lleno de orgullo!
—Cálmate, muchacho —terció Lanzafame.
—¡Scarabello puede hacer daño a Giuditta! ¿Lo entiende o no? —vociferó Mercurio a pleno pulmón.
Isacco, que estaba a punto de arrojarse sobre él, se detuvo. Miró al suelo. Luego a Lanzafame.
El capitán temblaba. Su índole guerrera luchaba contra el hombre y el amigo.
Isacco se volvió hacia las prostitutas. Las mujeres miraban asustadas. Aguardaban conteniendo el aliento.
—No nos abandone, doctor… —dijo una de ellas.
Isacco miró de nuevo a Lanzafame. No sabía qué hacer.
—Doctor… —dijo Mercurio dando un paso hacia delante.
—¿Mencionó a Giuditta? —le preguntó Isacco.
—No, pero…
Isacco lo apuntó con un dedo. Volcó en él toda la tensión que sentía.
—Vete —dijo entre dientes, feroz—. Vete, maldito. Vete. Dile a tu amo que no nos asusta. Vete o pagarás por Donnola.
Lanzafame se interpuso entre Isacco y Mercurio.
—Vete, muchacho —le dijo.
Mercurio no se movió.
—Relájese, doctor. Relájese. No lo conoce.
—Vete —dijo Lanzafame con firmeza dándole un empujón.
Mercurio bajó la escalera. Lentamente. Volviéndose de cuando en cuando. Todos lo miraban. No servía de nada decir que no era un hombre de Scarabello. No lo creerían. Y, en el fondo, no era cierto.
—¿Está seguro, doctor? —preguntó Lanzafame cuando se quedaron a solas.
Isacco no contestó. Estaba pálido. Se alejó con la cabeza gacha y trabajó sin descanso casi hasta el anochecer. Medicó, aplicó ungüentos, limpió las llagas, examinó el estado de sus pacientes, una a una. No paró un minuto. Ese día en el quinto piso no se oyó una sola risotada. Nadie hablaba, a menos que no fuese indispensable. Todos mantenían la mirada baja, parecían contener el aliento. El tiempo parecía haberse detenido.
—Procura no ser testarudo —le dijo el capitán Lanzafame cuando se disponían a volver a casa—. Ten cuidado. La testarudez te empuja a tomar decisiones sin haber escuchado el corazón y eso nunca es bueno. —A continuación añadió—: Yo no me doblegaría a la amenaza de Scarabello, pero soy un soldado estúpido y Giuditta no es mi hija. ¿Lo has pensado bien?
—Scarabello no piensa en mi hija —afirmó Isacco.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo he leído en el corazón de ese muchacho. ¿No viste lo asustado que estaba? Habría hecho lo que fuera para convencernos. Nos habría sacado de aquí con sus propias manos si hubiese podido.
—¿Entonces?
—Scarabello lo está usando. Puede que sepa que está enamorado de mi hija. Le hace creer que piensa hacerle daño para manipularlo. El mensaje no está dirigido a mí sino a él —dijo Isacco—. No sé cuántas veces lo he hecho yo en el pasado…
—Estás apostando basándote en una sensación.
—Es el oficio del estafador, aunque vosotros os obstináis en que sea médico.
—Eres un médico —afirmó Lanzafame.
—¿Ve? —Isacco sonrió—. ¿Qué le decía?
Lanzafame le apoyó una mano en el hombro.
—¿Estás seguro?
Isacco lo escrutó en silencio. Después bajó la mirada y apretó el paso.
—¿Estás seguro, doctor? —le preguntó Lanzafame caminando en pos de él.
Una vez más, Isacco no le contestó. Caminaba deprisa, enfurruñado. Su expresión era dura. Luego, de improviso, se detuvo junto a una casucha baja.
Una figura se escondió en la sombra.
Isacco miraba a Lanzafame temblando.
—Nosotros, los judíos, vivimos con el miedo en el corazón, día y noche. Miedo de que nos expulsen de Venecia. Miedo de que nos encierren. Miedo de que nos quemen. Miedo de que nos roben. Miedo de que nos obliguen a convertirnos. Miedo de tener que pedir permiso incluso para… para… ¡cagar! —Señaló con un dedo la torre de los arrendajos que se divisaba por encima de los techos bajos de las casas de San Matteo—. Juro por Dios que no permitiré que ese criminal me amedrante. —Volvió a mirar por unos segundos a Lanzafame, se dio media vuelta y caminó furibundo hacia el gueto.
La figura que se había guarecido en la sombra salió de su escondite.
—Maldito cabezota —gruñó Mercurio.
En el cielo se adensaban, refunfuñando sombrías, unas gruesas nubes, negras y amenazadoras.
—De acuerdo. Yo me ocuparé de tu hija.