Giuditta miraba por la ventana que daba al campo, hacia el rio de San Girolamo. Isacco dormía en su habitación. Se le oía roncar desde allí. Giuditta, en cambio, no dormía. Espiaba a la gente que entraba en el gueto buscando a Mercurio, con la esperanza de verlo esa noche.
Pero el portón estaba desierto. Los dos guardias holgazaneaban aburridos aguardando el último toque de la Marangona para cerrar.
Giuditta vio que Lanzafame salía de la garita. Había visto que estaba herido. Aún iba vendado. Su padre lo medicaba a diario, pero no le había explicado nada. Pero, sobre todo, Giuditta notaba también que no se tambaleaba, que no estaba borracho.
La Marangona sonó y los dos guardias se desentumecieron.
—¡Cierra! —ordenó Lanzafame.
—¡Cerrado! —se oyó responder desde el otro portón, el que daba al Ghetto Vecchio, cerca de Cannaregio.
Los guardias de San Girolamo empezaron a empujar las dos puertas.
Giuditta miró hacia el muelle de los Ormesini confiando en ver llegar a Mercurio disfrazado de judío. Pero el muelle también estaba desierto. En la media hora anterior Giuditta había visto entrar al relojero Leibowitz, a dos viejas lavanderas, a un hombretón manchado de sangre, que debía de ser un matarife ritual kosher, y a una joven con una bala de paja en la cabeza, envuelta en una tela blanca, atada como un pañuelo por las cuatro puntas, cruzadas entre ellas. Y luego a un joven delgado y sucio, sin una pierna, que caminaba a duras penas apoyándose en dos muletas. Giuditta se había sobresaltado. Podía tratarse de Mercurio. Pero luego el joven había desaparecido en lugar de rascar la puerta de su casa, como habían acordado.
Las dos hojas del portón que daba al rio de San Girolamo chocaron una contra otra, encajando y produciendo una vibración grave y sombría. Se oyó pasar la cadena por las guías de hierro.
—¡Cerrado! —gritaron los guardias.
Lanzafame entró de nuevo en la garita.
Giuditta permaneció en la ventana con la cabeza apoyada en el cristal frío. Mercurio no iría esa noche.
Empezó a preparar la cama con indolencia. Pero, después, alargando el oído, oyó unos pasos en la escalera.
Sonrió y se precipitó a la puerta. Abrió antes de oír la señal convenida. El corazón se le salía del pecho.
Pero, en lugar de Mercurio, vio a una joven. La misma que llevaba la bala de heno, pensó, porque aún tenía varias briznas de paja en su melena clara.
—Oh… perdona —dijo alicaída Giuditta, e hizo ademán de cerrar la puerta.
La muchacha alzó la mirada.
—Espera. ¿Te puedo dar un beso antes? —dijo.
Giuditta retrocedió instintivamente, luego se echó a reír: —¡Idiota!
Mercurio se llevó un dedo a los labios, los ojos le resplandecían de alegría.
—Silencio… ¿Quieres despertar a todos?
Giuditta se arrojó en sus brazos.
—Qué guapa eres —le susurró Mercurio al oído sin dejar de reírse—. Ven —dijo apretándole una mano.
—Espera —contestó Giuditta. Entró en la casa, cogió la manta de la cama y entornó la puerta.
Después, en silencio, pero explorando con manos impacientes sus cuerpos, subieron a la azotea del edificio. Salieron y se metieron en un cobertizo de ladrillos y madera. Apestaba a excrementos de pájaro.
—Buenas noches, chicas —dijo Giuditta al entrar.
Varias palomas adormecidas y alineadas sobre un palo de madera respondieron emitiendo un leve sonido.
—Mira —dijo Mercurio.
Giuditta vio un pequeño fuego que ardía en el centro de la habitación. En un rincón, la paja que había transportado hasta el gueto, cubierta con la tela con la que la había envuelto, se había transformado en un jergón.
—¡Vaya lujo! —exclamó.
—Eso no es todo —dijo Mercurio tendiéndole un dulce acaramelado recubierto de avellanas troceadas y relleno de miel.
—Por eso te quiero —suspiró Giuditta. Cogió un borde del vestido de Mercurio y lo agitó riéndose—. No por tu virilidad, desde luego.
—Imagina lo que dirían si nos descubrieran. —Mercurio se rio—. Dos chicas en un palomar.
—Y una cristiana, por si fuera poco —añadió Giuditta jovial.
—Soy judía —dijo Mercurio fingiendo irritación—. Tengo el gorro. —Lo sacó del bolsillo y se lo encasquetó.
—Pero… —Giuditta estaba atónita—. ¡Es uno de los míos!
—Lo he comprado hoy. Ni siquiera te has dado cuenta que he entrado en la tienda. Estabas demasiado ocupada intentando hacer entrar a una gorda que lucía un vestido horrendo.
—Era un vestido precioso, pero la gorda… —Giuditta se calló y miró a Mercurio con aire serio—. Me habría gustado verte.
—Yo, en cambio, me divertí espiándote.
—Antipático…, mejor dicho, niña antipática.
—A propósito —dijo Mercurio—, déjame ver si ahí abajo somos dos chicas iguales. —Deslizó una mano bajo la falda de Giuditta.
Giuditta dejó de reírse y metió las manos bajo la de Mercurio.
Luego rodaron por el jergón de paja y aplastaron con sus cuerpos el dulce caramelizado. Se fundieron el uno en el otro, como sucedía desde hacía ya varios días, cada vez que podían.
Cuando se sintieron saciados, Giuditta se pegó al cuerpo de él, acurrucándose en su abrazo, acogedor y cálido. Le acarició la espalda desnuda, le pasó el dedo entre los omóplatos y luego descendió hasta las caderas, donde se había aferrado con pasión hacía tan solo un instante, mientras él la penetraba.
—Hueles bien —le dijo hundiendo la nariz en su pecho—. Y oigo latir tu corazón… —Alzó los ojos. Lo miró, se ruborizó, bajó de nuevo la cabeza y apoyó la oreja en su corazón—. Por mí.
—Por ti —repitió Mercurio en voz baja.
Permanecieron abrazados. Fuera, la noche apenas clareaba.
—Todos hablan de ti en Venecia —dijo Mercurio—. Te estás haciendo famosa y, supongo, rica.
—¡Tengo en la mente mil modelos! —susurró excitada Giuditta—. ¡Será una gran aventura!
Mercurio la escuchaba sonriendo. Besó sus labios carnosos. Giuditta se desasió de él.
—¿Me escuchas? —preguntó.
—Un poco… —contestó Mercurio.
—¿Solo un poco?
—Eres demasiado guapa. No logro concentrarme.
Giuditta esbozó una sonrisa.
—Mi padre no tardará en levantarse —dijo.
—Bueno, así podré darle los buenos días —comentó Mercurio.
Giuditta se volvió a reír.
—Tengo que vestirme.
—No, espera un poco. Déjame tocar tu piel otra vez.
Pasó las manos por el cuerpo de ella, que se arqueaba respondiendo a sus caricias.
—Tengo que marcharme… —susurró Giuditta.
—Es pronto. El gallo aún no ha cantado —observó Mercurio.
—En el gueto no hay gallos. —Giuditta soltó una risita.
—Mentirosa.
Giuditta lo apartó con un empujón, sonriendo.
—Quédate un poco más —dijo Mercurio tirando de ella.
—Es una locura…
—Sí —asintió Mercurio risueño.
Giuditta lo abrazó y apoyó la cabeza en el pecho de él.
—He intentado hablar con tu padre —murmuró Mercurio.
Giuditta se tensó.
—No soy su tipo —bromeó Mercurio, pero su voz sonaba pesarosa—. Nunca me aceptará, ¿verdad?
—No es extraño —contestó Giuditta—. Él es judío, y tú, cristiano.
—¿Y eso qué más da?
—¿Cómo es posible que no lo entiendas? —preguntó Giuditta—. A ti te parece todo fácil. No estás encerrado en una jaula de fieras. No debes ponerte un gorro amarillo para que todos sepan que no eres como ellos. ¡Eres libre!
—En ese caso, ¡libérate tú también!
—¿Cómo?
—¡Conviértete!
—¿Traicionar a mi gente? ¿Traicionar a mi padre? —La voz de Giuditta revelaba todo el peso de su condena, de su batalla, de su desesperación—. ¿Es eso lo que me estás pidiendo? ¿Qué me corte un brazo, un pedazo de corazón, media cabeza? ¿Qué quieres que me corte?
Mercurio sintió que las lágrimas se le saltaban a los ojos. Sintió que un dolor sin fondo lo aspiraba, que se le abría en el pecho.
—¿Cómo puedes…? —dijo Giuditta de golpe, pero se detuvo. Sintió también que los ojos se le empañaban. Calló—. ¿Qué debería hacer, en tu opinión? ¿Ponerme de parte de los que encierran a mi gente en una jaula, como dices tú, todas las noches? ¿O gritar por las calles de Venecia con ese Santo de pega que mi gente está al servicio de Satanás? Que roba y degüella niños inocentes para verter su sangre durante los rituales mágicos. Nosotros no tenemos nada, exceptuando la condena de ser judíos. Pero si renuncio también a ella, luego… ¿quién seré?
Mercurio exhaló un suspiro.
—De manera que mi condena será tenerte… sin tenerte. Ser tuyo… sin serlo.
Giuditta escondió la cara en su tórax, se pegó a su pecho en un abrazo desesperado, tratando de ahogar los pensamientos y el dolor.
Mercurio la apartó. Con delicadeza, pero resuelto. La miró.
—Déjame estar contigo… —susurró Giuditta.
—¿Cuánto? —respondió Mercurio con la voz quebrada por la emoción—. ¿Hasta el amanecer? ¿Teniendo que susurrar que te quiero porque no puedo decirlo en voz alta?
—¿Crees que a mí no me resulta también insoportable? —Giuditta lo abrazó de nuevo.
—Sí… —murmuró Mercurio—. Sí, amor mío…
Giuditta lo miró.
—¿Entonces…?
—Estoy dispuesto a convertirme al judaísmo —le dijo Mercurio—. Pero ¿tu padre me aceptará después?
Giuditta sintió una punzada desgarradora en el corazón.
—Los cristianos no te lo permitirán.
—¿Tu padre me aceptaría después? —repitió Mercurio—. ¿Y tú? ¿Estarías dispuesta a ser mía? Me da igual lo que piensen los cristianos.
—Te quemarán en la hoguera —dijo Giuditta.
—Pero ¿tú serías mía? Contesta.
—Yo soy ya tuya…
—No. ¡No lo eres!
Giuditta bajó la mirada.
—Soy un estafador, Giuditta. Encontraré la manera de ser judío sin que los cristianos me quemen. Pero, luego, ¿tú serás mía?
Giuditta sentía que Mercurio estaba dispuesto a sacrificar su vida por amor a ella.
—Tengo un barco —prosiguió Mercurio—. Un barco de verdad. Y un trabajo que me permitirá sacarlo de nuevo al mar. Cuando lo consiga vendré a buscarte y te llevaré lejos de aquí.
—¿Adónde?
—A un lugar libre, Giuditta. Libre. Donde no haya ni judíos ni cristianos, sino solo personas —dijo Mercurio casi con rabia.
—¿Cómo puedes hablar siempre de libertad y no comprender que yo quiero ser una judía libre? —preguntó Giuditta con voz cansada.
Mercurio se incorporó de golpe apoyándose en un codo.
—Pero es… —Se interrumpió.
—¿Qué? —Giuditta lo retaba con la mirada—. ¿Imposible?
Mercurio bajó los ojos y se tumbó dándole la espalda.
Giuditta se echó a su lado y lo abrazó por detrás. Una oscura desesperación cortó las alas a la esperanza. Pensó que su amor no sobreviviría, porque pertenecían a dos mundos que solo se podían rozar. Pensó que no lo conseguirían.
—No puedes entenderlo. Naciste libre —dijo—. Yo no. Yo pertenezco al pueblo de los gorros amarillos…
Permanecieron inmóviles y en silencio. Al final, Giuditta dijo: —Tengo que marcharme.
Mercurio le cogió una mano y la extendió delante de él.
—Tú te miras las manos y dices: «Se parecen a las de mi padre. Tengo sus mismas manos. Soy suya». O tu padre te cuenta que tienes las manos de tu madre y tú dices: «Soy igual que mi madre. Soy suya». —Mercurio hablaba en voz baja, acariciando los finos dedos de Giuditta. Se volvió. Sus ojos estaban preñados de dolor. Pero no de rabia. Siguió las facciones de Giuditta con la yema del índice—. Y te dicen que tienes los labios de tu abuela y los ojos de tu abuelo. Formas parte de algo. Lo sabes porque tienes sus manos, sus ojos, sus labios, su pelo…, hasta un defecto en la manera de hablar te dice que formas parte de ellos. —Mercurio se detuvo un instante—. Yo, en cambio, nunca he sabido si tenía las manos de mi padre o las de mi madre. Quizá por ese motivo no entiendo por qué el hecho de ser judíos o cristianos es tan importante… Porque yo no soy de nadie. Perdóname.
Giuditta sollozó de repente. Tan fuerte que tuvo que hundir la cabeza en la paja para que no la oyeran en todo el edificio. Cuando se repuso abrazó a Mercurio con todas sus fuerzas, anclándose a su espalda con las uñas, y lo besó con una pasión arrebatadora. Y lo acogió en su interior. Con furia.