62

Cuando entró en el salón de baile Benedetta era consciente de que las aristócratas y las cortesanas no le quitaban ojo. Casi podía sentir sus miradas hostiles o de superioridad.

Mientras avanzaba cogida del brazo del príncipe Contarini tratando de permanecer lo más erguida posible y de no perder el equilibrio por culpa de los andares torcidos y cojeantes de su señor, sabía que todas esas mujeres se reían de ella y la despreciaban por ser la amante de un hombre repugnante, con el cuerpo y el alma deformes.

Dejó que la mirasen sin devolverles la mirada en ningún momento. Sus joyas no valían menos que las suyas. Su peinado no era menos actual que el suyo. Su maquillaje no era menos esmerado. Su apariencia era la de una señora. Igual que la de todas las mujeres presentes.

Pero ella tenía algo más.

Era mucho más hermosa que la mayor parte de ellas. Las miradas de los hombres se lo decían.

Y llevaba un vestido que ninguna de ellas tenía. Un vestido que mirarían con curiosidad. Todas. Y, esperaba, con envidia.

Quizá, justo gracias al vestido, le dirigirían la palabra.

La prenda era, en cierta forma, revolucionaria. De las grandes mangas abullonadas, que se ensanchaban en el antebrazo, partían dos mangas interiores, más adherentes, de una seda ligera y casi transparente que dejaba entrever la piel que había bajo la tela. El corpiño no era rígido, como en los vestidos de las otras mujeres, sino blando, perfilado de manera que no cayese recto sino que se frunciera justo debajo del pecho formando una suerte de balcón. Apenas había visto ese sencillo pero innovador corte, Benedetta había pensado que todos los hombres sentirían deseos de acariciar las copas. Cuatro varillas rígidas, dos detrás y dos a cada lado, a la altura de los costados, modelaban su cintura estrechándola y embelleciéndola. Por último, la falda no era acampanada y pesada para ocultar la parte inferior del cuerpo, sino que estaba integrada por una serie de velos superpuestos que, pese a que seguían teniendo la forma acampanada típica de la época, seguían el movimiento de las piernas que, al caminar o al sentarse, se intuían fugazmente bajo la delicada tela.

Al llegar al centro de la sala, inmensa y adornada con un sinfín de velas de todos los colores y con unas lámparas de espejo que la hacían resplandecer, el príncipe Contarini se detuvo y, con la gracia de un cangrejo renqueante, hizo una suerte de reverencia a los invitados que lo aplaudían. Iba vestido de blanco y oro de pies a cabeza. Se volvió hacia la orquesta y les ordenó que empezasen a tocar. Por último, remedando sin vergüenza un paso de danza, condujo a Benedetta a un sillón que había a un lado y la hizo sentarse. Él, en cambio, se dirigió al sillón que estaba sobre una plataforma revestida de seda azul que dominaba la sala y tomó asiento. Solo.

Benedetta pudo percibir el suspiro de alivio que exhalaron las mujeres presentes, quienes apreciaron el hecho de que el príncipe, pese a haber impuesto a su amante, no la elevase a su nivel.

En el centro de la sala se formó un corro de invitados que empezaron a bailar. Los demás se apiñaron aplaudiendo en los lados de la sala de baile. Pese a que muchos estaban cerca de Benedetta, no se dignaron mirarla o dirigirle la palabra.

Benedetta miraba hacia delante, inmóvil. Se asombró al comprobar que, bajo sus costosos perfumes, los nobles apestaban. Sus cuerpos emanaban unos olores fuertes y acres, a sudor; el aliento apestaba a dientes podridos, y tenían el pelo sucio. Entonces decidió mirarlos, uno a uno. Sonrió pensando que la diferencia entre esa sala de baile y un establo para cabras era que allí las cabras se perfumaban. Perdió el miedo que le inspiraban. Dejó de sentirse inferior, atemorizada. Miró al príncipe y le lanzó un beso abiertamente. Después se ajustó los pliegues del vestido y esperó.

Vio que a su derecha se había formado un grupo alrededor de una mujer llamativa, con el pelo teñido de azul claro y un escote inmenso en su pecho minúsculo, al punto que se veían asomar los dos pezones, tan pequeños como el seno y tan oscuros como dos perlas negras. La mujer estaba rodeada de hombres y, por lo visto, a ella le parecía natural. Llevaba en la mano un cuaderno y declamaba poesías que se jactaba de haber compuesto ella misma. Cuando acabó de declamar, del grupo de hombres que zumbaban alrededor de ella se elevó un aplauso, amortiguado por los guantes de fieltro que llevaban puestos. La mujer metió el cuaderno en el bolsito que había atado a su muñeca izquierda y se volvió hacia Benedetta. Examinó sin pudor su vestido.

Cuando la mujer se levantó para acercarse a ella, Benedetta vio que era mucho más alta que los hombres que llevaba siempre pegados. La mujer llegó al lado de Benedetta y le bastó mirar al noble que estaba sentado al lado de la joven para que este se levantase apresuradamente y le cediese su asiento. La mujer se sentó sin darle las gracias. Benedetta vio que llevaba unos zapatos altísimos, poco menos que unos zancos. Entonces comprendió que no era una aristócrata sino una cortesana, y que los zapatos le servían para caminar por las calles embarradas de Venecia sin ensuciarse el vestido.

La cortesana sonrió a Benedetta.

—Después de mí llegarán también las demás, querida —dijo en un tono aterciopelado. Benedetta le devolvió la sonrisa, pero no dijo nada—. Y, al igual que yo, querrán saber todo sobre ese vestido.

—Es un simple vestido —dijo Benedetta.

La cortesana se rio.

—Es usted hábil, querida.

—¿Para qué?

—Para fingir indiferencia —explicó la cortesana risueña.

Benedetta la miró sin decir palabra, si bien sabía de sobra a qué se refería.

—Deje los melindres para el resto del gallinero —dijo la cortesana inclinándose hacia ella y susurrándole al oído—. Soy una puta como usted.

Benedetta sonrió.

—¿Qué quiere saber?

—¿Es uno de los vestidos que diseña la judía de la que se está hablando mucho en Venecia?

—Exactamente.

—Lo suponía. —La cortesana alargó una mano—. ¿Me permite? —Palpó la tela—. Seda de magnífica calidad.

—Sí.

—¿Es también tan suave entre las piernas? —inquirió la cortesana risueña.

Benedetta se echó a reír con ella.

—Aunque no creo que llegue a tener la suavidad de ciertas vergas masculinas —comentó la cortesana cogiéndole una mano mientras seguía riéndose con complicidad.

Al cabo de poco tiempo se acercó a ella una procesión de mujeres en una secuencia que, según le pareció a Benedetta, obedecía a cierta jerarquía. Había iniciado con la cortesana, después llegaron las damas de compañía, las esposas de los comerciantes, las más jóvenes y, por último, una mujer de semblante duro e impenetrable, con la nariz afilada y unas manos largas y nudosas cubiertas de anillos de inmenso valor.

Al ver que la aristócrata se aproximaba a Benedetta, la cortesana, que se había alejado un poco, puso los ojos en blanco y le dio a entender con un ademán que el hecho era inaudito.

Cuando la mujer estuvo a dos pasos del sillón donde estaba sentada Benedetta, esta se levantó y le hizo una reverencia.

La aristócrata pareció apreciar el gesto, pero su semblante volvió a adoptar enseguida su habitual expresión dura y antipática.

—¿Cómo se compra un vestido a una judía? —preguntó.

Benedetta tardó en responder. Sentía que la voz le iba a temblar. En cambio, debía parecer tranquila, puede que incluso descarada, si quería ejecutar con éxito su plan. Y, dado que era una buena estafadora, sabía que la agresión era la táctica más adecuada.

—Como se suele hacer —contestó, ocultando el temor que la mujer, tan encumbrada, poderosa y rica, le causaba—. Metiendo la mano en el bolso y pagando.

La aristócrata se tensó, desconcertada por la respuesta. Su dama de compañía soltó una risita tonta y se tapó la boca con un pañuelito bordado.

—Es usted una bromista —enunció la aristócrata.

—Es usted generosa, señora.

—Bueno, ahora responda como se debe a mi pregunta. —Su voz era gélida.

De hecho, Benedetta sintió que la dejaba congelada. Esa mujer se valía de la fuerza de sus antepasados, de siglos de historia, de patrimonios inmensos. Benedetta sabía que, a ojos de ella, era insignificante. De no haber sido por lo novedoso del vestido, la aristócrata no la habría notado. Por eso debía seguir atacando, pese a que habría preferido escapar y esconderse en algún sitio, pese a que se sentía muy inferior a ella.

—¿Le gusta? —le preguntó en el tono más mundano que pudo imitar.

—¿No le han enseñado que no se responde a una pregunta con otra?

—¿Como acaba de hacer usted, quiere decir? —La respuesta había salido sola de sus labios. Benedetta se sintió exaltada. Lo estaba logrando. Estaba combatiendo con las mismas armas de la dama.

—La diferencia entre ser gracioso y ser maleducado es muy sutil —dijo la aristócrata irritada. Alrededor de ellas se había formado un corro de mujeres curiosas, incluida la cortesana, que sonreía a Benedetta abiertamente.

—Disculpe, señora —dijo Benedetta inclinándose ante ella—. Pero mi pregunta contenía ya la respuesta. Le pregunté si le gustaba. Si usted me hubiese contestado que sí, como, a decir verdad y no sin cierta presunción, supongo, le habría dicho que por ese motivo compré el vestido a una judía. Porque, pese a ser judía, no puedo por menos que reconocer que tiene talento y, si bien ella me importa bien poco, no puedo decir lo mismo de mí. El vestido, perdone la falta de modestia, me queda como un guante. ¿No le parece?

La aristócrata miró detenidamente a Benedetta.

—A veces pienso que el hecho de que la gente como usted no haya recibido una educación adecuada es una ventaja, dado que no debe someterse a una serie de reglas de las que a nosotros nos cuesta liberarnos. Lo que podría parecer un elogio de la ignorancia —concluyó mirando a sus iguales, que sonrieron satisfechos de la lección. Una vez restablecida la jerarquía, la aristócrata se dirigió a Benedetta en un tono mucho menos duro y gélido—. Sí, criatura. El vestido le sienta de maravilla, pero no creo que el mérito corresponda por completo a la judía que lo diseñó, si he de ser franca. Es usted bastante… agraciada.

La cortesana hizo una mueca a Benedetta y, aprovechando que la aristócrata se había vuelto para confabular con otras dos señoras de su rango, le susurró al oído:

—Estoy impresionada, querida. A mí nunca me ha hablado así. Creo que a nadie.

«Lo has conseguido», pensó Benedetta, sobresaltada, mirando a la aristócrata, que en ese instante se estaba volviendo de nuevo hacia ella. «El pez ha mordido el anzuelo».

—Apártate, larguirucha —dijo la aristócrata empujando a la cortesana y dirigiéndose después a Benedetta—: No puedo permitirme ir a una tienducha que está en el mismo centro de la jaula de los judíos. Pero mis amigas y yo pensamos que quizá… —añadió señalando a las mujeres más enjoyadas de la fiesta—, que quizá podrías pedirle a la judía que venga a una de nuestras casas, sin armar mucho barullo, para enseñarnos sus vestidos.

Benedetta asintió con la cabeza. Temblaba de alegría.

—¿Qué le parece? —preguntó la aristócrata mirándola.

—Señora —dijo Benedetta—, no quiero que me repruebe de nuevo por contestarle con una pregunta, pero es inevitable: ¿qué importancia puede tener para usted lo que yo piense?

—Creía que era usted una de las habituales putas del príncipe —dijo la aristócrata—, en cambio, veo que es una joven con la cabeza sobre los hombros, y con sentido común.

Benedetta hizo una profunda reverencia.

—El vestido le sienta de maravilla —afirmó la aristócrata—, incluso cuando se mueve.

Benedetta le sonrió.

—¿Puede mandar a uno de sus… a uno de los criados del príncipe, quiero decir, a la tienda de esa judía? —preguntó la aristócrata—. Prefiero que los míos tampoco se mezclen con esa gente.

—Por supuesto, señora —contestó Benedetta.

—Dígale que venga al palacio Vendramin el lunes de Pascua.

—Como ordene.

—Me hace un favor.

—Es un placer.

La aristócrata hizo amago de marcharse, pero luego se detuvo.

—Espero que comprenda que a usted no puedo invitarla.

Benedetta se sintió humillada. Rabiosa. Pero no lo demostró.

—Por supuesto, señora.

La aristócrata miró de nuevo el vestido.

—Precioso.

—Sí, así es —corroboró Benedetta—. Esa judía me ha embrujado con sus vestidos.

—¿Embrujado? Vaya un término extraño —dijo riéndose la aristócrata.

—¿Usted cree? En cambio, es así. Tengo tres y no logro ponerme ningún otro. —Después, con naturalidad, como si no lo hubiese premeditado, abrió el pliegue del corpiño y mostró una pequeña mancha roja a la aristócrata—. Mire. Es la marca distintiva. Sangre de enamorados. —Se rio—. Pero, claro está, yo no me lo creo…

La aristócrata no dijo nada, pero se volvió imperceptiblemente hacia un hombre que tenía su misma edad y que en ese momento estaba cortejando a una criadita. Benedetta comprendió la razón de la mirada dura y fría de la noble. Era una mujer engañada. Era una mujer humillada. Era una mujer sola. Una mujer que necesitaba un vestido manchado de sangre de enamorados para entrar en calor y poder esperar.

—Le sentará de maravilla —le susurró Benedetta.

Por un instante, la aristócrata la miró sin su máscara de frialdad. Parecía menos vieja, y mucho más frágil. Llevaba siglos de historia sobre los hombros y unas joyas que valían una fortuna, pero sus sentimientos no se diferenciaban mucho de los de cualquier mujer corriente. Tenía la altanería de los que se creen superiores, pero las mismas debilidades de una niña crecida en las fosas comunes. Sin embargo, un instante después, volvió a ser la mujer mundana a la que las miserias humanas no podían rozar.

Cuando la fiesta estaba en pleno apogeo el príncipe se aproximó a Benedetta y la invitó a bailar. La joven se levantó y los dos se dirigieron al centro del salón. Todos los miraban en silencio.

Benedetta se llevó una mano al escote, abrió la boca y se puso morada. Unos segundos más tarde yacía en el suelo, desmayada. Antes de volver en sí, mientras un médico le practicaba los primeros auxilios, empezó a temblar y a delirar.

—El alma… me está robando… el alma… me ahogo… quitadme el vestido… me ahogo… el vestido… el vestido…

La llevaron a una habitación. Dos criadas la desnudaron.

Cuando el médico entró en el dormitorio, Benedetta se había repuesto.

—Me he quitado el vestido y se me ha pasado todo, doctor —dijo.

—Quizá sea demasiado ceñido —aventuró el médico.

—Quizá… —contestó Benedetta—. Qué extraño, sin embargo… era como…

—¿Como qué? —preguntó el médico.

—Como si el vestido me… no, es una tontería. Debo de haberme sugestionado. —Se rio—. Imagínese si un vestido puede robarnos el alma.

El médico se rio con ella.

Pero las dos criadas, que tenían el vestido en la mano, lo dejaron de inmediato en una silla y se marcharon.

El lunes siguiente, mientras Benedetta pasaba por delante del palacio Vendramin, la aristócrata salió de él con sus amigas. Benedetta la saludó con suma discreción y le preguntó cómo había ido el desfile de modelos con la judía.

—Esa joven tiene talento, tenía usted razón —afirmó la aristócrata alegremente—. Le hemos encargado varios vestidos. ¿Sabía usted que su tienda se llama Psique?

—No —mintió Benedetta—. Alma… qué nombre tan raro.

—Psique y Amor —dijo la aristócrata—. Y sangre de enamorados. —Se rio—. Menuda estupidez.

—Sí, menuda estupidez —repitió Benedetta.

La aristócrata notó que Benedetta llevaba el mismo vestido de la noche de la fiesta.

—Mi querida muchacha, no se ponga siempre el mismo vestido, acepte mi consejo —le dijo.

—Tiene razón, señora —dijo Benedetta cabeceando—. Pero no puedo evitarlo. No tengo otro que me satisfaga tanto. Ya se lo dije… esa judía me ha embrujado. —Sonrió.

—Es la segunda vez que emplea esa palabra, muchacha —dijo la aristócrata—. Es un término… comprometedor. Sobre todo porque usted alberga en su casa… mejor dicho, en la del príncipe, al Santo. Tenga cuidado, podría asarla —concluyó riéndose también.

—No me lo volveré a poner, se lo prometo —dijo Benedetta risueña. Tras hacer una reverencia se alejó.

Pero apenas había dado unos pasos se desplomó al suelo gritando y agitándose como una obsesa.

Instintivamente, la aristócrata y sus amigas se alejaron de ella. Pero luego la aristócrata se detuvo y miró a Benedetta.

Benedetta yacía en el suelo y se había llevado las manos al escote. Tenía la cara encendida y los ojos desmesuradamente abiertos, y gritaba frases inconexas.

—¡No! No me cogerás… ¡Ayudadme! Me quema… quitadme… quitadme el vestido… ¡Me quemo! Me quemo… Os lo ruego… ¡No! ¡No!

Acto seguido, mientras la gente se apiñaba en medio del campo y la miraba sin intervenir, Benedetta se arrancó el vestido por delante dejando el pecho al aire.

—¡Dios mío! —exclamó la aristócrata.

—¡Socorro! —gritaba Benedetta arrancándose el resto del vestido, víctima de convulsiones. Se levantó la falda y mostró las piernas, el pubis y las nalgas—. ¡Me quemo! ¡Estoy ardiendo!

Al final, justo cuando la aristócrata y sus amigas se disponían a intervenir llamando a sus criados y al portero del palacio para que la socorriesen, Benedetta se puso de rodillas y haciendo un último y doloroso esfuerzo, se quitó por completo el vestido y se quedó desnuda.

—¡Mirad! —exclamó una mujer—. Está llena de llagas. ¡Se ha quemado!

Todos vieron que Benedetta tenía la espalda morada, cubierta de unas pústulas acuosas.

—¡Llevadla dentro! —ordenó la aristócrata a sus criados.

Benedetta se volvió a mirarla con los ojos ofuscados por el dolor.

—No… estoy bien… ahora estoy bien… —dijo antes de desmayarse y caer de nuevo al suelo. En ese momento le salió un grumo de sangre por la boca.

Un murmullo se elevó de la multitud. La aristócrata se tapó los ojos.

Los criados del palacio Vendramin la levantaron.

El vestido roto estaba en el suelo, sucio de barro. Una mujer se inclinó hacia el vestido y cogió algo que sobresalía de un pliegue. Se lo enseñó a la gente que la rodeaba. Era la pluma de un cuervo con una aguja retorcida en la base y una mancha de sangre en lo alto.

—¡Sortilegio! —gritó—. ¡Es un hechizo, pobre muchacha!

La muchedumbre murmuró. Una vieja se alejó apretando el paso y haciéndose continuamente la señal de la cruz.

—¡Memeces! ¡Supersticiones! —le reprochó la aristócrata. Aun así, miró el vestido que estaba en el suelo y no lo cogió. Luego entró a toda prisa en su palacio.

A cierta distancia, en el pequeño canal lateral, la barca que recogía la basura avanzaba lentamente. En la popa llevaba el cesto grande de los excrementos. En la proa el de los restantes residuos. Valiéndose de una cuerda, varios vecinos bajaban de sus casas unos cubos llenos de restos malolientes. A menudo, cuando la barca no pasaba, los cubos acababan directamente en el agua del canal aupándola y flotando en ella durante varios días. Un tropel de gaviotas revoloteaba en el aire cortejando la basura. La caja armónica que formaban los palacios, apretados alrededor del canal, amplificaba el sonido, semejante a una lúgubre risotada.

—Brujería… —murmuraba la gente asustada en el campo.