61

—¡Es una payasada! —estalló Isacco acelerando el paso—. ¡Es una auténtica payasada! ¡Y usted también lo sabe, capitán!

—Me he informado —contestó Lanzafame, sereno, caminando a su lado—. El tal Scarabello es peligroso. No es un simple rufián, es un auténtico criminal que cuenta con una organización propia. De manera que es mejor que lo olvide, doctor, y que, más bien, me dé las gracias.

Isacco se volvió. Cuatro hombres de Lanzafame los seguían armados. Además estaba previsto que llegasen esa misma mañana al Castelletto cinco más, capitaneados por Serravalle. Desde hacía tres días el quinto piso de la torre de los arrendajos estaba bajo vigilancia, desde que Scarabello había vuelto a amenazar a Isacco.

—Ni siquiera el Dux goza de una protección así —resopló.

—De manera que deberías sentirte importante —dijo Lanzafame.

—Váyase también al infierno, capitán.

Lanzafame sonrió.

—¿Qué me cuentas de tu hija? He notado que en la tienda hay mucho trajín —comentó—. Por lo visto se hará más rica que tú.

Isacco contuvo la sonrisa, como si no quisiera darle satisfacción, pero dijo: —Estoy muy orgulloso de ella—. Estrujó el gorro amarillo, llamativo y con dos bandas laterales casi naranjas. —¿Por qué cree que llevo esto en la cabeza? Es de Giuditta, lo hizo ella y me lo regaló. ¿Cree que si no estuviera orgulloso de ella iría por ahí de esta guisa?

Lanzafame soltó una carcajada.

—Tranquilo —le dijo cogiéndole un brazo—. Hoy aún no he bebido y me siento débil.

Isacco cabeceó.

—Usted está débil porque bebe, no al contrario. El vino le ha confundido las ideas al punto que le hace ver las cosas al revés.

—No estoy de humor para sermones, doctor —contestó Lanzafame con una punta de crispación.

Dieron varios pasos más en silencio. Al final, Isacco dijo: —Perdóneme. No pretendía soltarle un sermón.

—No te preocupes. Sé que lo haces por mi bien —contestó Lanzafame—. Y tienes razón…

—¿Pero…?

Lanzafame no contestó.

Isacco cruzó el puente del rio en silencio. Sabía que debía callarse. En ciertas ocasiones el silencio era más eficaz que las palabras.

—Si no bebo me tiemblan las manos —dijo al cabo de un poco el capitán.

—¿Y bebiendo no le tiemblan? —preguntó Isacco sin prestarle demasiada atención.

—No puedo soportarlo, Isacco —dijo Lanzafame con una voz débil, desfallecida—. Mira. —Tendió la mano—. Me tiemblan como a una niña. —Al pasar por delante de una taberna frenó el paso.

—Pero cuanto más bebe más fuerte es el temblor después, ¿verdad? —preguntó Isacco.

Lanzafame miró de nuevo la taberna.

—Sí. Cada día peor.

—Así pues, si la lógica no es cuestión de opiniones, cada día podría ser mejor —concluyó Isacco risueño—. Y por amor a la ciencia, al menos, podría intentarlo.

—¿Intentar, qué?

—Estar un día sin beber.

—¿Un día?

—Sí. Hoy, por ejemplo.

—Me estás embrollando, ¿verdad?

—Lo intento —admitió Isacco—, pero es usted duro de pelar.

—Quizá podría beber tan solo un par de vasos, para animarme un poco, y nada más. La última copa es siempre la que me tumba.

—No creo, capitán. Me parece que, en cambio, es la primera.

—Pero ¿qué tonterías dices? La primera la aguanto de maravilla.

—Sí, pero después de la primera no se detiene. Las copas bajan por su garganta como una piedra por un precipicio. Pierde el control de la bestia.

Lanzafame caminó en silencio, meditabundo.

—¿Has dicho que solo hoy?

—Solo hoy.

—¿Y mañana?

—¿Mañana estaremos vivos? —preguntó Isacco.

—De acuerdo. Hoy.

—Hoy —repitió Isacco doblando la esquina de la calle que daba acceso al campo del Castelletto, olfateando en el aire el familiar olor a sexo y a miserias humanas.

—¡Doctor! ¡Doctor! —gritó una de las prostitutas enfermas saliéndole al encuentro con los ojos desmesuradamente abiertos—. ¡Venga! ¡Deprisa!

Isacco apretó el paso y la siguió. Lanzafame corría a su lado. A cierta distancia, donde se agolpaba un corro de mujeres, vieron a Serravalle empuñando las armas, al igual que los hombres que estaban bajo su mando.

—¿Qué pasa? —preguntó Isacco abriéndose paso entre las prostitutas—. Repubblica, deberías estar en la cama —dijo al verla de pie. Se volvió hacia Lidia, su hija, que lo miró con ojos atemorizados—. ¿Por qué has dejado bajar a tu madre…?

La niña rompió a llorar.

Una a una, Isacco vio a todas las prostitutas que estaba curando.

—¿Qué hacéis aquí? Volved de inmediato a la cama —dijo.

—¡Serravalle! —gritó Lanzafame—. ¿Qué coño ha pasado?

Isacco se abrió camino entre las prostitutas, que se sostenían unas a otras, débiles y temblorosas. En sus miradas se leía el miedo.

—Han venido de noche —explicó Serravalle.

—¿Quiénes? —preguntó Lanzafame.

Las prostitutas se apiñaban alrededor de alguien que Isacco aún no alcanzaba a ver.

—Los hombres de Scarabello —dijo Serravalle.

—Levantaos, dejadme pasar —dijo Isacco a las últimas prostitutas que le impedían ver. Tenían las mejillas surcadas de lágrimas. Entonces la vio.

—Sabían que solo vigilábamos de día, por el doctor —prosiguió Serravalle—. De manera que anoche se presentaron aquí, las agredieron, les pegaron y las echaron a la calle. Una de ellas… que peleó…

Isacco vio a Cardinale en el suelo. Estaba pálida. El vestido de color rojo púrpura brillaba en un costado. Mojado y desgarrado. Comprendió que era sangre, rojo sobre rojo.

—Cardinale… —le dijo arrodillándose a su lado—. ¿Qué has hecho?

—Dos de ellos… los tiré… los tiré por la escalera… doctor —jadeó la mujerona—. Canallas… canallas…

—No hables —dijo Isacco. Miró en derredor. Señaló los pórticos, a la vez que una lluvia fina empezaba a caer del cielo, gris y oprimente—. Llevémosla allí —dijo.

—Han metido nuevas prostitutas en las habitaciones y vigilan el piso —concluyó Serravalle.

—¿Vigilan? —rugió Lanzafame alzando los brazos al cielo.

—Donnola, ve a buscar mi instrumental, date prisa —dijo Isacco.

—¿Dónde está? —preguntó Donnola.

—En el quinto… —Isacco se interrumpió—. En el quinto piso…

—Pero allí están los hombres de Scarabello —protestó Donnola, asustado.

—Lleva a Cardinale bajo los pórticos. Apriétale la herida con algo. Fuertemente —ordenó Isacco encaminándose hacia la torre de los arrendajos.

—¿Adónde vas, doctor? —preguntó Lanzafame deteniéndolo.

—Tengo que recuperar mi instrumental, sino Cardinale morirá —contestó Isacco.

—No puedes ir ahí —dijo el capitán Lanzafame viendo a un anciano acurrucado en un rincón con una botella. Se acercó a él y se la arrancó de la mano—. No te preocupes —dijo a Isacco—. Por hoy nada, estamos de acuerdo. La necesito para subir al quinto piso. ¿Dónde tienes el instrumental?

—En la habitación que está al fondo del pasillo.

—¿Hay una ventana?

—Sí.

—¿Puedo lanzarlo desde allí?

—Desde esa altura se romperá.

Lanzafame hizo un ademán a Serravalle.

—Una cuerda. Lo bastante larga para que pueda bajar el instrumental del doctor desde el quinto piso. Rápido.

Serravalle, avezado a obedecer, se precipitó hacia sus hombres y confabuló con ellos; después se dispersaron en todas las direcciones.

—Ve con la puta —dijo Lanzafame a Isacco. Mientras el médico se alejaba el capitán se volvió hacia la torre de los arrendajos y miró al quinto piso—. Voy —murmuró con una voz ronca y sombría, que recordaba el gruñido de un animal feroz. Miró la botella. Estaba empezando a temblar. Apretó la mano con rabia—. Solo por hoy —se dijo sintiendo vacilar la voluntad. Por suerte, en ese momento llegó Serravalle.

—Aquí tiene, capitán —le dijo tendiéndole la cuerda.

Lanzafame se quitó el jubón y la camisa y se enrolló la cuerda a la cintura. Señaló al borracho.

—Quítale la chaqueta. Tiene tanto vino en el cuerpo que no morirá de frío.

Serravalle desnudó al borracho.

El capitán Lanzafame se puso la chaqueta sucia del borracho encima de la cuerda.

—La última habitación, en el lado que da al Norte —dijo a Serravalle—. Asómate a la ventana del cuarto piso. Te bajaré el instrumental.

—Allí estaré —contestó Serravalle.

Lanzafame sacó la espada corta del cinturón y se la dio a Serravalle.

—Con esta no me dejarán pasar.

—Tenga cuidado, capitán.

Lanzafame se dirigió a la torre de los arrendajos. Entró. Poco antes de llegar al quinto piso empezó a tambalearse como si estuviese borracho perdido.

—Vete o te tiro a patadas en el culo —le dijo un individuo en lo alto de la escalera.

—Vete tú, muermo. Yo quiero follar…

—¿Tienes dinero?

Lanzafame se rebuscó en el bolsillo y sacó unas monedas haciendo caer varias al suelo.

El tipo las cogió antes que él y se quedó un par, convencido de que el borracho no se daría cuenta.

—Pasa.

Lanzafame fingió que tropezaba y que se caía al suelo. Acto seguido se levantó como pudo y avanzó trastabillando por el pasillo.

—Ese ni siquiera se encuentra la polla —dijo riéndose el tipo, dirigiéndose a otros dos hombres que también estaban de guardia.

Lanzafame llegó a la habitación que había al fondo del pasillo. Vio que la puerta estaba abierta. Entró.

—Hola, querido —dijo una prostituta delgada con la tez oscura.

Lanzafame cerró la puerta.

—¿Dónde está el instrumental del médico? —preguntó dejando la botella en el suelo.

—¿Qué instrumental? ¿Quién eres? —preguntó la fulana encaminándose hacia la puerta.

Lanzafame la detuvo.

—El médico que os ayuda a vosotras, las putas.

—Suéltame. No sé nada —dijo la prostituta asustada.

—Si no encuentro el instrumental del médico, una puta llamada Cardinale morirá. ¿No te importa?

—No sé nada del instrumental del médico —dijo la prostituta.

Lanzafame la empujó apartándola de la puerta.

—No te muevas de aquí —le dijo amenazadoramente. De repente, vio una gruesa bolsa plana de cuero en un rincón. Se desató la chaqueta, desenrolló la cuerda y ató un extremo al asa. Se acercó a la ventana y se asomó.

Serravalle también se había asomado en el piso de abajo.

—Te la paso —dijo Lanzafame.

La prostituta aprovechó el momento para escapar. Salió al pasillo y se puso a gritar pidiendo auxilio.

—¡Mierda! —imprecó Lanzafame.

—¿Qué ocurre, capitán? —preguntó Serravalle.

—Coge el instrumental y llévaselo al médico. —Lanzafame bajó la bolsa.

—Capitán…

—¡Maldita sea, Serravalle! ¡Es una orden!

Serravalle aferró la bolsa y desapareció.

Lanzafame apenas tuvo tiempo de volverse. Un hombre armado se había precipitado en la habitación. Lanzafame lo tiró al suelo dándole un puñetazo en el estómago. Luego cogió el cuchillo, rompió la botella y, sujetándola por el cuello, salió corriendo al pasillo.

Dos hombres llegaban en ese momento con otros cuatro a sus espaldas. Lanzafame dio una patada al primero que se abalanzó sobre él a la vez que golpeaba al otro en la cara con la botella rota. Los dos hombres gritaron, pero no pudieron retroceder, porque los cuatro que llegaban en ese momento les impedían la retirada.

—¡Eres hombre muerto! —gritó uno de ellos asestándole un golpe con un puñal.

Lanzafame lo esquivó y le clavó el cuchillo en el costado izquierdo. Sintió que la hoja se hundía en la carne del hombre. Este se tensó y abrió los ojos. Lanzafame sacó el cuchillo y detuvo el golpe que le asestó otro. Con todo, comprendió que no iba a poder resistir durante mucho tiempo. Por un instante pensó que había escapado a la muerte en un sinfín de campos de batalla para morir después rodeado de putas en Venecia. Reculó defendiéndose como podía. Sintió una punzada en el brazo con el que empuñaba el cuchillo. Lo habían herido. Su mano se abrió y el arma cayó al suelo. Lanzafame levantó la botella y la agitó en el aire. Vio que la camisa del hombre que tenía delante se teñía de rojo. Hirió a otro en el cuello, pero superficialmente. Entretanto, recibió una nueva puñalada en la espalda. La mano que sujetaba la botella no iba a poder sujetarla durante mucho más tiempo. Apretó los dientes y pensó que, en caso de que hubiera creído en Dios, era el momento adecuado para rezar. Luego, como en un sueño, al mismo tiempo que todo quedaba envuelto en la niebla, vio un remolino de puñales y espadas y a los hombres de Scarabello escapando.

—¡Capitán! ¡Capitán! —vociferaba Serravalle al mando de los soldados que se habían arrojado sobre ellos para salvar a su capitán.

—¡Serravalle, hostia! —dijo Lanzafame riéndose—. ¿Cuánto tiempo has tardado en subir cinco pisos?

Serravalle cogió al capitán justo cuando este se desplomaba al suelo.

—Pero ¿cuánto… has tardado… hostia …? —repitió Lanzafame. Se sintió desfallecer. Gimió de dolor—. Que te den por culo, Serravalle. Sabes que soy incapaz de decir… gracias.

—En ese caso no lo diga —dijo Serravalle—. Vamos a ver al médico. Por lo visto hoy nos dedicamos a la sastrería.

—El quinto piso… ¿es nuestro?

—Posición conquistada.

—Serravalle… —jadeó Lanzafame.

—Dígame, capitán.

—No me han temblado las manos, ¿sabes?

—Nunca le han temblado, capitán.

Isacco regresó al gueto después del anochecer. Lanzafame caminaba a su lado, vendado. Las vendas estaban empapadas de sangre, pero el capitán miraba como un hombre y por ello caminaba ufano, porque sabía que había recuperado esa mirada. Al llegar al portón se despidió de Isacco y pidió que lo llevaran a la garita de los guardias.

Isacco entró en el campo encogido. Estaba tan cansado que apenas oyó el ruido que hizo el portón al cerrarse detrás de él. Se quitó el gorro y entró en el porticado.

—Mira adónde hemos llegado —dijo Anselmo del Banco a Isacco saliendo de la casa de empeños—. Mira adónde ha llegado el pueblo elegido. Gorro amarillo y judería, menudo negocio. ¿Has oído hablar del Santo? Solivianta los ánimos. Ahora va diciendo por ahí que el niño cristiano que desapareció en Torcello fue, en realidad, secuestrado por los judíos para sus ritos de brujería. Dice que ofrecemos la sangre de los niños a Satanás. Estoy preocupado.

Isacco se encogió de hombros.

—Yo hablo con la gente común, Anselmo. Los venecianos no tienen nada contra los judíos y no creen esas estupideces —dijo.

—Sí, yo también lo creo —asintió Anselmo—, pero, dado que soy el jefe de la comunidad, debo estar siempre en alerta, ¿no te parece?

Isacco asintió con la cabeza, distraído.

—Tengo que vigilarlo todo —prosiguió Anselmo insinuante—. Tengo que prevenir también los posibles ataques…

Isacco lo miró.

—¿Por qué tengo la impresión de que quieres decirme algo, Anselmo?

—Porque eres un hombre inteligente, Isacco —dijo Anselmo del Banco sonriendo—. Y quizá porque, en tu fuero interno, sabes que tarde o temprano debíamos abordar una cuestión.

—Estoy cansado, Anselmo. He tenido un día espantoso, créeme —dijo Isacco—. Deja de dar rodeos y ve al grano.

—Si quieres que sea tan directo…

—Sí, lo prefiero.

—Entonces seré directo. —Anselmo volvió a sonreír—. Supongo que sabes cómo te llaman en la comunidad y en Venecia.

—¿Así es como vas al grano?

—El médico de las putas —dijo Anselmo. Había dejado de sonreír y su mirada tenía bien poco de amistosa.

—Qué originales.

—No tiene ninguna gracia, Isacco —dijo Anselmo cada vez más serio—. A la comunidad no le gusta esa actividad. Mejor dicho, esa clientela. Nos desacredita.

—¿Os desacredita? —Isacco cabeceaba con una sonrisa sarcástica en los labios—. Estoy intentando combatir la epidemia…

—Son prostitutas, Isacco.

—Son seres humanos.

Anselmo del Banco lo miró en silencio, con severidad.

—¿No te interesan las preocupaciones de la comunidad de la que formas parte?

—Si son esas, no.

—Las prostitutas son seres corruptos. Despreciables. Nos infaman.

—Bueno, ya has dicho lo que tenías que decir.

—No —dijo Anselmo. Bajó la voz hasta casi convertirla en un silbido—. He fingido que creía que llegaste a Venecia por tierra. Pero si me enterase de que no eres lo que aseguras ser sino el estafador del que hablaba la chusma macedonia, ¿qué dirías a la comunidad?

—Les recordaría que a ojos del Señor, más alto que el tzadik, el justo, está el hombre que ha caído y se ha vuelto a levantar.

—¿De verdad crees que ese bonito discurso te ayudaría con las autoridades venecianas… doctor?

Isacco lo miró fijamente. Supuso que Anselmo del Banco tenía esa misma mirada cada vez que llegaba al momento crucial de un negocio.

—¿Me estás haciendo chantaje?

Anselmo lo miró en silencio.

Isacco sintió todo el peso de la amenaza. En un instante recordó los puestos de mala muerte que frecuentaba cuando era joven, llenos de ladrones, timadores y prostitutas. Pensó que debía de haber una razón si Dios había querido que abandonase ese camino y su padre se había empeñado en enseñarle los rudimentos de la medicina, a él y no a sus hermanos. Era evidente que el plan divino o, simplemente, su destino era permitir que conviviesen las dos realidades que tan bien conocía, se dijo.

—Eliges tú —le dijo Anselmo del Banco.

Isacco se acordó de las prostitutas del puerto, que lo habían acogido en sus camas y le habían dado un pedazo de pan para que no se muriese de hambre.

—Me siento orgulloso de ser el médico de las putas.