—¡He entendido qué es el amor! —exclamó Mercurio al volver a casa y ver a Anna del Mercato, que estaba encendiendo el fuego.
—Justo en este momento me estaba preguntando dónde te habías metido esta noche —dijo Anna suspirando aliviada, a la vez que sus facciones se relajaban—, pero ahora me lo imagino —añadió sonriendo. Removió la leche que hervía en el fuego—. ¿Quieres comer algo?
—Tengo un hambre de lobo —dijo Mercurio sentándose a la mesa.
Anna cortó una gruesa rebanada de pan. Vertió leche en un cuenco y se lo dio.
Mercurio hundió la rebanada de pan en la leche y la mordió, muerto de hambre.
Anna cortó otra rebanada y se sentó delante de él.
—¿Entonces? ¿Cómo es ese amor?
Mercurio esbozó una sonrisa, tenía los ojos resplandecientes. Un chorrito de leche salió por su boca y le resbaló por la barbilla.
Anna miró sus ojos.
—Sí, es amor —dijo. A continuación rebuscó en el bolsillo del delantal gris de cáñamo que llevaba sobre el vestido de color óxido. Se oyeron tintinear unas monedas. Las puso sobre la mesa—. Tres liras tron de oro y nueve de plata. Ha pasado Isaia Saraval. Te buscaba. Ha dicho que ya sabes por lo que son.
—¡Ha vendido un collar y un anillo! —Se frotó las manos—. ¡Nos haremos ricos, Anna!
Anna sonrió y puso más monedas sobre la mesa.
—Media lira, tres piezas de plata y dieciséis marchetti —dijo exultante—. Nos haremos ricos —repitió—. Es mi paga por la fiesta. —Se metió los marchetti en el bolsillo y alargó las otras tres monedas por encima de la mesa a Mercurio—. Cógelas.
Mercurio vio que sus mejillas ardían de alegría. Empujó sus monedas hacia Anna hasta juntarlas con las de la mujer.
—Guárdalas tú, es mejor.
—Pero son tuyas —protestó Anna.
Mercurio asintió con la cabeza. Se sentía afortunado. Tenía todo lo que podía desear.
—Saraval me ha pedido que te diga que dentro de dos semanas celebrarán una fiesta en casa Venier y, la siguiente, otra en el palacio Labia. Hace falta organizar el transporte —dijo Anna.
—Podemos contar con Tonio y Berto y con el barco de… con el barco, vaya.
—He visto a esos dos muchachos. Me han dicho que has dado más dinero a la viuda de Battista…
—Un poco de suelto —explicó Mercurio desviando la mirada.
—Necesitas ese dinero —dijo Anna.
—Ella también. No debería haberse quedado viuda.
Anna se tapó la boca con una mano y sacudió la cabeza.
—Mira lo que digo —murmuró—. Para protegerte me convierto en una bestia.
Mercurio pensó que algún día aprendería a decirle cuánto la quería.
—¿Saraval no dijo nada más?
Anna negó con la cabeza.
—¿De manera que es verdad?
—¿A qué te refieres?
—Vamos… cuando haces eso eres un pésimo actor.
—Pero ¿a qué te refieres? —insistió Mercurio riéndose.
Anna sonrió.
—Ha dicho que debo ocuparme de las provisiones para los Venier y los Labia.
—¡No me digas! —exclamó asombrado Mercurio antes de soltar una carcajada.
Anna se inclinó hacia él a través de la mesa y le dio un pescozón en su cabeza rizada.
—Dijiste que querías trabajar —dijo Mercurio—, así que ahora trota. —Engulló el último trozo de pan, apuró la taza, se limpió con una manga de la chaqueta y se puso de pie. Parecía meditabundo, sonrió y cogió el dinero—. Lo necesito. Me voy —dijo dirigiéndose a la puerta.
—Pero ¿adónde vas? Acabas de llegar…
—¡Tengo que ocuparme de mi barco! —gritó Mercurio mientras salía.
—¿Qué barco?
Se oyó un portazo. Anna se levantó y abrió la puerta.
—¿Qué barco? —gritó.
Pero Mercurio ya estaba lejos. Corría hacia el muelle de la pescadería.
Al llegar a la antigua barca de Battista silbó y de inmediato vio llegar a Tonio y Berto.
—¿Adónde vamos, jefe? —preguntó alegremente Tonio. Habían ganado catorce piezas de plata por transportar la mercancía de la casa de empeños de Saraval a casa del noble arruinado, y por la vuelta.
—Llevadme al rio de Santa Giustina —dijo Mercurio—. Al punto en que se cruza con el rio de Fontego.
—¿Qué vas a hacer allí? —inquirió Tonio—. En esa zona solo hay muertos de hambre.
—Métete en tus asuntos y rema —contestó Mercurio de buen humor. No quería que lo llevasen al astillero de Zuan dell’Olmo. Prefería visitarlo solo. Pensó que era su lugar secreto.
Mientras los dos gigantescos galeotes remaban a la velocidad habitual, Mercurio respiraba el aire matutino. La vida no podía ser más bella, se repetía. Todo había cambiado en un instante. Sobre todo, se había vuelto honesto. Y sin hacer el menor esfuerzo. Había bastado una sencilla idea. Había encontrado un trabajo que le permitiría ganar mucho dinero sin arriesgarse a acabar en una galera o en sitios aún peores. Quizá Dios existía de verdad, se dijo. Había conocido a Anna, la madre que había buscado durante toda su vida. Había conocido a Giuditta, la mujer que iba a iluminar su vida a partir de ese momento. No, no podía haber nada más hermoso. Se rio entre dientes al pensar en ello.
A la vez que se adentraban en la tupida y laberíntica red de araña de los canales de la laguna, se volvió y le pareció divisar detrás de ellos la misma barca, negra y fina. Pero fue un pensamiento fugaz, que no prendió en su mente. Alzó los ojos al cielo, que estaba terso y azul, apenas cubierto con unas cuantas nubes blancas que parecían de algodón. Mientras seguía contemplando absorto las nubes Tonio y Berto atracaron en el rio de Santa Giustina.
Bajó y ordenó con un ademán a sus amigos que se marchasen. Regresaría solo. Con el rabillo del ojo vio de nuevo que la barca negra y fina se detenía detrás de ellos, pero, una vez más, no le prestó atención.
Pensaba en la noche que acababa de pasar con Giuditta. Sintió que el deseo prendía de nuevo en su cuerpo. Caminó a lo largo del rio de Santa Giustina en dirección al astillero de Zuan dell’Olmo, casi corriendo.
La barca negra y fina se movió silenciosa.
Cuando Mercurio llegó al final del canal vio lo que la niebla le había ocultado hacía unos días. Estaba en el mar o, al menos, eso le parecía. Tenía la impresión de que Venecia terminaba allí. Delante de él había tan solo una inmensa extensión de agua. Incluso el olor del aire había cambiado. Ya no olía a moho, a agua estancada. Se percibía la sal, una sensación burbujeante en las aletas de la nariz. Y en el agua, justo delante de él, se veía una pequeña isla.
Miró alrededor. Las casas eran poco menos que unos cobertizos. Nada que ver con el fasto veneciano. Debían de ser casas de pescadores. Casi por todas partes, en el suelo, en la orilla fangosa y arenosa, había espinas de pescado, gatos lamiéndose las patas, barcas en seco. Las casas eran de madera. Bajas, oprimentes. Había también unos pequeños muelles, embarcaderos medio derruidos de madera. Al fondo de un par de ellos se veían dos casuchas sin ventanas con una puertecita. Mercurio vio a un niño que solo llevaba puesta una chaqueta. Debajo iba desnudo, sin zapatos. Se torturaba el pene con una mano. La madre, que estaba a su lado, le dio un bofetón sin dejar de dar de mamar al recién nacido que tenía en brazos. El niño dejó de tocarse el pene y rompió a llorar. La madre le dio otra bofetada. El niño dejó también de llorar. Luego la mujer llamó a la puertecita. Al cabo de unos segundos salió por ella un hombretón atándose los calzones. La madre metió dentro al niño con un empujón. Mercurio vio que en el cajón suspendido en el agua solo había un agujero en el suelo. Era un retrete. Mientras el niño cagaba con la puerta abierta, el hombretón apartó al recién nacido del pezón materno y se pegó a él bromeando. La mujer se rio, y luego, cuando el niño que estaba en el retrete acabó de hacer sus necesidades, lo guio por el muelle y lo tiró al agua. El niño se ovilló y se limpió el culo.
A cierta distancia, a su derecha, Mercurio vio unas redes de pesca cuadradas, suspendidas en el aire, que podían hundirse en el agua, también ellas en lo alto de varios embarcaderos más estrechos. Y luego una serie de huertos con verdura que crecía a duras penas. Una vieja limpiaba las hojas de las coles quitando los caracoles que se ensañaban con ellas. Mercurio percibió de lleno la pobreza de esa gente, que disputaba la comida a los caracoles. Una gran rata pasó como una exhalación por un arroyuelo sucio y maloliente que desembocaba en el agua. Se tiró a él y nadó hendiendo el agua con el hocico. Dos niños le tiraron piedras. La rata se sumergió.
Mercurio se dio cuenta de que los mármoles y el esplendor de Venecia le habían hecho olvidar todo esto. Los muertos de hambre que deambulaban por Rialto o la gran plaza de San Marco, o a lo largo del Canal Grande, parecían menos pobres. En la periferia, en cambio, la pobreza era como Mercurio la había conocido en Roma, en su alcantarilla. Allí la pobreza era lo que era y Mercurio se sentía a sus anchas, porque eran sus orígenes. La mujer que llevaba a cagar a sus hijos a un retrete suspendido en el agua al mismo tiempo que un hombre que, a todas luces, no era su marido, le chupaba un pezón o le tocaba el culo, podía ser su madre. Uno de esos niños podía haber nacido de un coito en ese retrete. Otro quizás había sido abandonado como él en el torno de un orfanato. No, nada de ese mundo abyecto lo atemorizaba, por la simple razón de que lo conocía.
Sin saber por qué siguió observando la terrible miseria, respirando los olores, escuchando los gritos, los ruidos, los lamentos. Sintió una fuerza en su interior: él había logrado salir de allí.
Se volvió hacia la derecha y, por fin, lo vio. Vio la razón por la que había vuelto a ese sitio. Lo vio por completo, sin el púdico velo de la niebla.
Y se dio cuenta de que estaba destrozado.
Le entraron ganas de echarse a reír. Era mucho peor de lo que se había imaginado. Con todo, mientras se acercaba al barco se sintió aún más atraído por él.
«Es como yo», pensó.
La embarcación lo representaba perfectamente. Era Mercurio en su alcantarilla. Se paró. Miró la ropa buena que lucía, los zapatos con la suela gruesa y robusta, el sombrero abrigado. Tocó las monedas que llevaba consigo. Las oyó tintinear. Las apretó en la mano. Sintió que el oro absorbía su calor y se calentaba.
«Si yo lo he conseguido tú también lo conseguirás», pensó como si estuviera hablando con el barco.
Miró la quilla oscura, quizá marchita en varios puntos. Vio incrustaciones de algas y moluscos bajo la línea de flote. Vio el palo mayor roto. La barandilla del castillo de popa había desaparecido casi por completo. Las pocas velas que quedaban se agitaban como telas de araña o como las banderas de un ejército derrotado. La cofa, las jarcias, las vergas, todo daba la impresión de estar a punto de derrumbarse, como las ramas de un árbol seco. La rueda del timón estaba tirada a un lado, arrancada de su bañera. La mitad de la carraca estaba en seco en la rampa del astillero, cuyo techo se había hundido para estar en consonancia con la ruina general. La otra mitad, partiendo de la popa, estaba en el agua.
Mercurio respiró hondo el aire salobre, y luego silbó.
Se oyó un ladrido, excitado y quejoso a la vez, insistente. Mosè, con su andadura ágil y trastabillante, salió del cobertizo que se erigía a un lado del astillero y se aproximó a él moviendo la cola. Mercurio sonrió y se agachó para esperarlo. Mosè llegó a su lado moviendo las extremidades posteriores con la cola, inició una danza alrededor de él, sin saber si tocarlo o no, con ganas de hacerlo, pero también con temor. Al final se decidió, dejó que Mercurio lo cogiese y se sentó entre sus piernas, agitado, pero feliz.
—Eres un idiota, Mosè —dijo el viejo Zuan dell’Olmo apoyándose en su bastón, desde la puerta del cobertizo.
—Vamos, Mosè —dijo Mercurio a la vez que se levantaba y se acercaba al viejo. Mosè corría a su lado ladrando.
—Le gustas mucho —afirmó Zuan.
—Él también me gusta —dijo Mercurio.
—Muy bien, así es recíproco —dijo Zuan volviéndose hacia la laguna.
—¿Eso es el mar? —le preguntó Mercurio.
—¡No! —respondió el viejo poco menos que escandalizado. Señaló a la derecha, hacia el Este—. El mar está allí. —Luego, poniendo las manos paralelas, como si estuviese dibujando un canal, a la derecha de donde le había indicado, hacia el Sur, añadió—: Y baja por allí, siempre recto, como un inmenso pasillo que conduce al gran salón del mar Mediterráneo. —Señaló a la izquierda—. Allí están los mercados orientales, el mar Muerto, la ruta que lleva a China. —Se giró ciento ochenta grados. Extendió las manos—. El Mediterráneo, que une África con Europa, está aquí… —Formó un embudo con las manos—… hasta Gibraltar, donde… —Se detuvo. Sus ojos se velaron. Poco a poco abrió los brazos alrededor de él, sin límite—. Allí está el océano, que, cuando era niño, pensábamos que era el fin del mundo…
Mercurio estaba boquiabierto. Mosè aulló.
—En cambio… —susurró como si no quisiera romper el hechizo.
El viejo Zuan se volvió.
—En cambio, maldita sea, hay tierra. —Cabeceó—. ¡El Nuevo Mundo!
—¿Cómo es?
—Y yo qué carajo sé, muchacho. —Los ojos de Zuan se volvieron a velar de tristeza—. ¿Sabes lo que significa para un marinero como yo no haber podido ir? —Miró a Mercurio y se rio dejando a la vista los pocos dientes que tenía en la boca—. No, no lo sabes. No tienes ni pajolera idea sobre el mar. —Se volvió hacia el barco—. ¡Y quieres comprar mi carraca! —Siguió riéndose, pero en su risa no había escarnio, ni la melancolía y tristeza del primer día—. ¿Qué tiene que ver uno como tú con un barco? —preguntó.
—Una vez estuve en el Arsenal —dijo Mercurio—. Y… —Se detuvo dejando suspendida la frase. Le volvió a la mente Battista, que había muerto por su culpa.
—¿Y…? —insistió el viejo marinero.
—Vi nacer un barco —dijo Mercurio—, y comprendí que nada se parece más a la libertad que un barco.
El viejo Zuan lo escrutó en silencio, luego asintió imperceptiblemente con la cabeza.
—No tienes ni pajolera idea sobre el mar —dijo en voz baja—, pero puede que no seas como pareces. —Se volvió una vez más hacia su barco.
Mercurio notó que le brillaban los ojos cuando miraba la embarcación.
—¿Con este se puede ir al Nuevo Mundo?
El viejo lo miró con aire grave.
—Lo que ves ahora es un armatoste, un residuo, muchacho. Pero era una gran señora. Es una gran señora, porque yo la sigo viendo como era.
—¿Y se podría ir al Nuevo Mundo con ella? —repitió Mercurio.
—Ese capullo vanidoso de Colón, al que Dios tenga en su gloria, porque acabará hundiendo a Venecia, ya lo verás… ¿Cómo crees que llegó al Nuevo Mundo, muchacho? Pues con una carraca y dos carabelas. La Santa Maria era su barco insignia y era tan grande como esta, doce pértigas de longitud y cuatro de ancho. ¡Una carraca, muchacho!
Mercurio vio la embarcación, que se balanceaba perezosa. La oyó chirriar. La madera crujió. Le gustaban esos ruidos. El barco hablaba y, en ese momento, parecía que se estuviese riendo.
—Pero ¿tú sabrías llegar al Nuevo Mundo con esto? —preguntó al viejo.
Zuan cabeceó, sorprendido por la pregunta.
—Soy viejo… —dijo.
—Pero ¿sabrías ir?
—Además, no sé si Mosè soporta el mar, no sé si se ha embarcado en alguna ocasión…
—¿Sabrías ir, sí o no?
—¡Hostia, muchacho! Ahora que sabemos que el océano no termina cualquiera sabe ir. ¡Basta dirigirse al Oeste, el Nuevo Mundo está allí, coño! —Escupió al suelo, emocionado. Agitó el bastón en el aire, como si pretendiese decir algo, pero no se le ocurrió ninguna palabra y volvió a escupir. Mosè ladró. Zuan lo miró.
—¡Cállate, imbécil! —le dijo—. ¡No has subido ni a una góndola! —Mosè volvió a ladrar.
Mercurio se rio y se volvió a mirar la laguna.
—¿Qué isla es esa? —preguntó.
—¿Cómo que qué isla es? —dijo el viejo—. Es la Cavana de Murano.
—¿Qué es?
—Eres un auténtico ignorante, muchacho —gruñó el viejo—. No sabes nada. Me sorprende que aún sigas vivo, dado lo ignorante que eres. Es el refugio de las barcas de la isla de Murano, que está más lejos, ahora no se ve. La llaman la Cavana[7]. Pero, en realidad, es la isla de San Michele, porque en ella se encuentra la iglesia dedicada al arcángel que empuña la espada. ¿Sabes al menos quién es el arcángel Miguel, ignorante?
Mercurio miró al viejo, pasmado. Sí, era evidente que Dios existía y Dios debía haber ordenado al arcángel Miguel que lo cuidase, pensó. El orfanato en que había crecido estaba consagrado a él. Luego, cuando había escapado de Roma, había llegado a Venecia, pero había encontrado una madre en una casa de Mestre, que estaba protegida por el arcángel Miguel. Y ahora el barco estaba frente al arcángel Miguel. Era indudable. Era su barco.
—¿Entonces, viejo? ¿Me vendes o no este armatoste?
Zuan le dio un bastonazo.
—No lo llames así —dijo.
—Pero tú…
—¡Yo puedo! ¡Tú no! —dijo Zuan agitando el bastón—. A ti siquiera te conoce. Se lo digo yo, porque sabe que bromeo, que es una manera afectuosa de hablar… pero si se lo dices tú… No puedes decirlo, recuérdalo.
Mercurio miró el barco. El viejo estaba convencido de que podía oírlos y cuando la embarcación crujió pensó que tal vez tenía razón.
—Está bien, disculpa —dijo—. Entonces, ¿cuánto quieres?
—¿Sabes cuánto te costará echarla de nuevo al mar? —preguntó Zuan siempre con el bastón en el aire.
—¿Cuánto?
—¡Y yo qué coño sé! —vociferó el viejo—. ¡No soy un armador! —Escupió al suelo. Mosè se apartó para esquivarlo—. Cientos de liras tron… puede que incluso miles… ¡Y yo qué demonios sé! ¡Nunca he visto más de diez liras juntas!
—¿Es eso lo que cuesta el barco, diez liras?
—¿Quieres acogotarme, muchacho?
—Dime tú la cifra, viejo.
Zuan agitó el bastón como si el gesto lo ayudase a pensar.
—Espera aquí —dijo a Mercurio. Se dirigió hacia la carraca y cuando llegó a su lado apoyó una mano en la quilla. Se volvió—. ¡Ven tú también, idiota!
—¿Yo? —preguntó Mercurio.
—¡Tú no! —contestó exasperado Zuan—. Mosè, bastardo atigrado, hijo del demonio, ven enseguida aquí.
Mosè se aproximó al viejo con la cola baja y se sentó junto a él mirando hacia otro lado, como si quisiera darse tono.
Cuando Zuan regresó dijo en tono infantil de desafío:
—Once liras tron de oro. Quiero ver qué me respondes, muchacho.
Mercurio no dijo palabra. Cogió las monedas que había llevado consigo, contó once y se las tendió al viejo.
Zuan se quedó boquiabierto. Alargó su cuello rugoso y miró las monedas que Mercurio tenía en la mano como si fueran unos animales exóticos, sin tocarlas.
—Ni siquiera tengo los dientes como se debe para comprobar si son de oro —dijo.
—Son de oro, te lo juro.
Zuan cabeceó, incrédulo.
—Pero ¿para qué quieres un barco?
—Quiero llevarme de aquí a una persona.
—Eso lo puedes hacer a lomos de un mulo, muchacho.
—Quizá tenga que ir muy lejos, busco un mundo libre.
Zuan se balanceó sobre los pies. Parecía estar pensando.
—Sí, en ese caso, sí. Necesitas un barco. Podría estar más lejos de lo que cualquiera de nosotros se imagina. —Miró a Mercurio. Lo apuntó con un dedo, que movió en el aire—. Debes de ser más estúpido que yo. ¿Verdad, Mosè? —El perro ladró alegremente.
—¿Entonces? ¿Trato hecho? —preguntó Mercurio.
Zuan abrió los brazos.
—Quién me iba a decir que me sucedería algo así —refunfuñó mirando las monedas de oro como si fuesen una desgracia—. Al menos, quédatelas tú. Si corre la voz por aquí de que tengo once liras, no llegaré vivo a esta noche.
—Las guardaré yo, de acuerdo.
—No —dijo una voz detrás de ellos—. Te las guardaré yo.
Mercurio y el viejo se volvieron. Mosè gruñó.
—Sujeta el perro o te rebano el cuello —dijo Scarabello bajando de su barca, negra y fina.
Zuan cogió la correa de Mosè.
—Quieto, tonto.
—A propósito de perros educados, ¿no saludas a tu amo? —preguntó Scarabello plantándose delante de Mercurio. Alargó una mano enguantada de negro, con la palma abierta, hacia él.
—Dámelas.
—¿Por qué? —Mercurio dio un paso hacia atrás.
—Son mías.
—No. Son mías —contestó Mercurio muy tenso, el cuerpo le temblaba—. Las he ganado honestamente, así que son mías.
Scarabello lo miró guiñando apenas los ojos.
—Tú eres mío, de manera que un tercio de lo que ganes, sea como sea, es mío.
—No —dijo Mercurio.
Scarabello no se alteró. Pasó por delante de Mercurio y bajó al astillero. Miró alrededor, vio una maza con el mango largo, de las que servían para plantar palos, la cogió, se acercó a la quilla del barco, la alzó y golpeó con ella el tableado. La madera gimió y se rajó. Scarabello alzó de nuevo la maza y la volvió a bajar. La madera cedió de repente.
El viejo Zuan tenía los ojos anegados en lágrimas.
—¡De acuerdo! ¡Siete! —gritó Mercurio.
—Eres un sentimental y eso es una debilidad. Pero te admiro, ¿sabes? —dijo Scarabello dejando caer la maza en el suelo—. Hoy me contentaré con once —prosiguió acercándose a él con la mano tendida—. Pero dile a tu amigo judío que, de ahora en adelante, yo cobraré por ti. Luego te daré tu parte. —Cogió las monedas de Mercurio y las hizo tintinear, una a una, en el saquito—. Me fío de ti, dijo sonriendo y dándole una palmadita en la cara, —pero ya sabes lo que se dice…, es mejor no fiarse. —Se dirigió a su elegante barca. Antes de subir a ella se volvió y señaló la carraca—. Un verdadero chollo —comentó soltando una carcajada.
Mercurio lo miró mientras se alejaba. Cuando desapareció se sentó de cara a los muelles, con los cobertizos a su izquierda. Miró las miserias humanas de las que, poco antes, había pensado con presunción que se había liberado. En cambio, en ese momento le parecía que no tenía ninguna salida. Jamás se zafaría de todo eso. Escuchó el odio, la rabia y la desesperación que iban invadiendo su cuerpo, dominando de nuevo su vida.
—Lo mataré —dijo en voz baja y lúgubre.
—No permitas que se lleve tu barco —le dijo Zuan.
—Por eso lo mataré.
—No permitas que te lo quite… ahora —especificó Zuan.
—¿Qué quieres decir, viejo? —le preguntó Mercurio guiñando tanto los ojos que estos parecían dos ranuras.
—Mira cómo te has sentado. Estás dando la espalda a tu barco. A tu sueño. A tu esperanza —dijo Zuan—. El odio te lo ha arrebatado ya.
Mercurio tuvo la sensación de estar en una encrucijada esencial en su vida. Las palabras del viejo marinero contenían una profunda verdad. Era el momento de tomar decisiones. Y esas decisiones condicionarían todo su futuro.
—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó, consciente de la importancia del momento.
Zuan lo miró sacudiendo la cabeza.
—¡Me cago en la puta, muchacho! ¿Eres idiota? —exclamó—. ¡Vuélvete! Basta que cambies de posición y te vuelvas. Tu barco está ahí.