—¿Y ahora? —preguntó Giuditta en la húmeda penumbra del rellano. Aún estaba desnuda.
Mercurio, que seguía echado sobre ella, le acariciaba el pelo. Su mano se detuvo al sentir el peso de la pregunta. Desvió la mirada evitando la de Giuditta, que lo escrutaba. Hizo lo que solía hacer cuando se encontraba en un apuro.
—Ahora te vistes, a menos que quieras morirte de frío —bromeó.
Giuditta no se movió. Esbozó una leve sonrisa y sus ojos se velaron, manifestando cierta decepción.
Mercurio sentía la presión, el combate interior. No estaba acostumbrado a hablar de sus sentimientos. No sabía por dónde empezar y, por primera vez en su vida, no quería perder esa batalla. Quería salir de su caparazón.
—Ahora… —murmuró—. Ahora… —Sintió que unas lágrimas de rabia le humedecían los ojos. Pensó que era un estúpido. Sabía de sobra qué debía contestar a la pregunta. Lo sabía en lo más profundo de su alma, en la parte más auténtica de su corazón. Pero no lograba decirlo.
Giuditta lo miraba expectante. Después volvió la cabeza poco a poco desviando la mirada hacia la trémula luz de la vela que, desde el interior del piso, agitaba la penumbra.
Mercurio sintió que estaba perdiéndola.
—Ahora te sacaré de aquí —soltó de un tirón con la voz quebrada y un poco chillona, girando la cabeza de ella hacia él hasta que sus ojos se encontraron. Esperaba que, gracias a la oscuridad, Giuditta no notase el color que teñía sus mejillas. Sabía que las tenía encendidas, sentía el calor. Pero había ganado. Lo había dicho. Y una vez superado el obstáculo que en el pasado le parecía infranqueable, experimentaba una suerte de euforia.
—Tengo un barco —recordó los restos de la embarcación de Zuan dell’Olmo—. No es nada del otro mundo —sonrió—, pero tengo también un trabajo. Lo repararé y luego te sacaré de aquí —concluyó con vehemencia.
—Chito, baja la voz —dijo riéndose Giuditta apoyando un dedo en los labios de él.
Mercurio vio que sus ojos tenían una luz diferente. Le besó el dedo, después la mano, se acercó a su cara y la volvió a besar en los labios.
—Qué bien sabes —le dijo. Giuditta entornó los ojos—. Pero debes vestirte o te vas a morir de frío, de verdad —repitió Mercurio. Al separarse de ella sintió un vacío en el estómago—. Un poco más —dijo echándose de nuevo sobre ella—. Un poco más.
Comprendió que solo se sentía entero con ella, pero aún no tenía fuerzas suficientes para decírselo. La besó apasionadamente y se estremeció de placer al sentir que los dedos de Giuditta se movían por su pelo deshaciendo los nudos. Se levantó y le tendió una mano. Ahora que era suya le pareció aún más hermosa. Sin saber por qué, se avergonzó de ese pensamiento.
—Vamos, vístete —le dijo.
—¿Ya te has cansado de mirarme? —preguntó Giuditta con un hilo de voz, ruborizándose hasta la punta del pelo, echada sobre el camisón con los pezones endurecidos por el frío.
Mercurio le cogió la mano y la levantó. La ayudó a ponerse el camisón. Recordó el día que había pasado en el Arsenal y que, al ver cómo se iba formando el barco, había pensado en el momento en que podría ver a Giuditta desnuda. Se rio.
—¿Por qué te ríes? —preguntó Giuditta.
—Porque me había imaginado ya este momento —dijo Mercurio estrechándola entre sus brazos. Luego hizo sentar a Giuditta en el primer escalón y la envolvió en la capa. A continuación tomó asiento a su lado y le rodeó los hombros con un brazo.
—Entra tú también —dijo Giuditta abriendo la capa.
Mercurio se acercó más a ella. Sentía el calor de su cuerpo y apenas podía creer que estuviera viviendo un momento tan maravilloso. —Te sacaré de aquí —repitió con mayor firmeza—. No soporto verte enjaulada.
Giuditta apoyó la cabeza en su hombro. Sonrió feliz.
—Yo no me siento enjaulada —replicó.
—¿Qué es esto si no? —Mercurio tembló—. Sé lo que significa. Estuve enjaulado en el orfanato, me pegaban y me azotaban. A algunos niños los ataban a la cama por la noche. Y cuando Scavamorto me compró… —Mercurio sentía hervir la sangre, pero, por primera vez, el recuerdo le producía dolor y no rabia. Gracias a Giuditta. Se volvió hacia ella, que lo estaba mirando con ojos conmovidos.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Sé lo que significa y no puedo soportar que estés enjaulada.
Giuditta le cogió una mano, se la llevó a los labios y la besó. Después se la apoyó en la mejilla y apretó.
—Gracias —dijo—, pero yo no me siento enjaulada. Al principio, quizá. También tenía miedo. No sé de qué. Puede que uno tenga miedo de que las cosas empeoren, pero ahora no me siento enjaulada…
—¿Cómo es posible? —preguntó Mercurio, inquieto.
Giuditta le estrechó la mano.
—Porque tengo un truco. —Se rio entre dientes.
—¿Qué truco?
—Mi madre murió cuando me dio a luz —dijo Giuditta quedamente—. No la conocí.
Mercurio la abrazó con fuerza. También sabía lo que significaba eso.
—Crecí con mi abuela… —prosiguió Giuditta—. Mi abuela era amiga de un viejo al que todos los habitantes de la isla de Negroponte consideraban medio loco. Ella aseguraba, sin embargo, que eran tonterías propias de gente ignorante… —Sonrió—. Tal vez porque ella estaba más loca que él.
Mercurio se echó a reír.
—Chsss, baja la voz o despertarás a mi padre.
Mercurio le besó los párpados.
—Sigue.
—Pues bien, el viejo nos visitaba casi todas las noches. La abuela le daba de comer y después se sentaban juntos en el porche. Hablaban hasta tarde. Yo era pequeña y oía sus voces desde mi habitación. El zumbido me ayudaba a dormirme sin sentirme demasiado sola. Creo que yo también quería a ese viejo. Luego, una noche, me desperté asustada. Había tenido una pesadilla. Bajé a la planta baja, de donde venían las voces, porque necesitaba que la abuela me abrazase. Estaba adormilada, como si aún no hubiese abandonado del todo el sueño. Cuando salí de casa llamé a la abuela, pero ni ella ni el viejo me oyeron. Estaban en medio del patio, de pie, con el brazo izquierdo levantado y el dedo índice apuntado hacia el cielo estrellado. Me paré. También eso parecía una especie de sueño, y, además, que ellos no estaban allí. No sé por qué pensé eso. Pero la verdad es que pensé que no estaban allí, a pesar de que podía verlos. Por esa razón no me habían oído. Se reían quedamente, con ternura y complicidad. Eso bastó para que se me pasase el miedo. Me fui a dormir. A la noche siguiente, como todas las noches, di un beso a la abuela antes de irme a la cama y, justo en ese momento, vi llegar al viejo. Así que les pregunté:
»—¿Qué estabais haciendo ayer por la noche?
»El viejo me sentó en sus rodillas y me dijo:
»—Te revelaré mi truco, así tú también podrás usarlo. Mira ahí arriba. —Señaló el cielo—. ¿Ves las estrellas? Si las miras fijamente verás que dentro de un instante ya no están allí, se habrán movido. ¿Sabes por qué? Pues porque las estrellas son las carrozas del cielo. ¿Y sabes qué hay que hacer para subir a ellas? —Alargó mi brazo izquierdo y me obligó a apuntar el dedo índice hacia el cielo—. Tienes que usar el izquierdo, porque es el del corazón, y el corazón es mucho, pero mucho más fuerte que la mente. Luego elige una estrella. Mírala bien, porque no todas son iguales. A mí me gusta esa, por ejemplo. Tiene unos asientos comodísimos y a mi edad las nalgas duelen. Pero tú eres muy joven, de manera que también puedes coger esa otra, mira allí. Es una de las más rápidas. Siempre me ha gustado viajar. Soy un marinero, pero a estas alturas nadie me acepta ya en un barco, y me aburro mucho en esta isla. Me siento enjaulado…
Giuditta se volvió hacia Mercurio, que estaba fascinado con la historia y la escuchaba boquiabierto, como un niño.
—Dijo enjaulado, como tú. —Sonrió—. Me explicó que él cabalgaba las estrellas todas las noches y que, a menudo, la abuela partía con él. Habían visto la India, China, África, España… —Se rio—. Y también la luna. «Pero debes creerlo con el corazón», concluyó al final el viejo golpeándome con el dedo en el pecho. —Giuditta levantó de nuevo la cabeza del hombro de Mercurio. Su voz era triste—. Mi padre nunca estaba en casa y en esos años sentía su ausencia. Es más, creía que me odiaba, porque mi madre había muerto por mi culpa…
Mercurio la estrechó contra su cuerpo.
—A partir de esa noche me asomaba siempre a la ventana de mi habitación, tocaba el cielo con el dedo y montaba en una estrella, que me llevaba a ver a mi padre. Así podía estar con él…
Mercurio comprendió por fin qué estaba haciendo Giuditta el día que la había visto asomada a la ventana del piso del Ghetto Nuovo.
—Luego crecí y me olvidé. Pero cuando nos enjaularon aquí, como dices tú, recordé que podía tocar el cielo, que podía cabalgar las estrellas y salir de aquí cuando quisiera sin que nadie pudiese impedírmelo —dijo Giuditta jovial.
Mercurio la miró. El corazón se le salía del pecho.
—Pero, ahora que tu padre está contigo, ¿adónde vas?
Giuditta se ruborizó y bajó la mirada.
Mercurio sintió que una oleada de emociones lo turbaban. No era necesario que Giuditta le dijese a quién iba a visitar. Le levantó la cara y le acarició las cejas, negras y tupidas, con el pulgar.
—Siendo así, mañana te esperaré —susurró con la voz estrangulada. A continuación acercó sus labios a los de ella.
—¡Giuditta! —se oyó gritar en el interior del piso.
Los dos jóvenes se sobresaltaron.
—¡Giuditta! —repitió Isacco—. ¿Dónde estás?
Mercurio se puso de pie de un salto. Giuditta parecía aterrorizada. El joven le sonrió y le dio un fugaz beso en los labios. Después bajó a toda prisa la primera rampa de escalera.
—¡Voy enseguida, padre! —dijo Giuditta con voz trémula.
Mercurio le volvió a sonreír y le pidió con un ademán que mantuviera la calma.
—¿Qué haces ahí fuera? —preguntó Isacco.
Giuditta seguía teniendo una expresión de miedo y no lograba encontrar una excusa. Mercurio chasqueó los dientes. Cuando la joven lo miró frunció los labios y la nariz, y sacó los incisivos.
Giuditta se rio.
—¡Un ratón, padre!
—¿Y eso te da risa? —preguntó Isacco con su voz arisca mientras se acercaba a la puerta arrastrando las zapatillas—. Mátalo con el escobillón.
Mercurio sacó la lengua, bizqueó y tendió los brazos como si lo hubieran aplastado.
Giuditta contuvo la risa.
—No, es demasiado mono.
—¿Un ratón, mono? —La voz de Isacco sonaba ya cerca de la puerta.
Mercurio lanzó un beso a Giuditta.
—Un ratón tan mono que me he enamorado de él —dijo Giuditta.
Mercurio desapareció en la escalera en el preciso momento en que Isacco asomaba la cabeza.
—Deja de decir memeces —refunfuñó cabeceando—, y vuelve a la cama, vamos.