Lo habían reconocido. Era indudable. Pero, por alguna extraña razón, no lo habían denunciado. Aún no, al menos.
Shimon simuló que no se había dado cuenta de nada. Siguió andando, pero con el rabillo del ojo observaba las reacciones del criado que había dejado con vida la noche en que había asesinado a Carnacina, el usurero cristiano que quería apoderarse de la casa de Ester.
Quizás el criado no lo había denunciado porque había robado las joyas de su amo. O quizá porque tenía miedo. O porque quería chantajearlo, pensó Shimon, cuando, tras esconderse detrás de un edificio, vio que el criado se precipitaba hacia dos tipos tatuados y les ordenaba con un ademán que lo siguiesen. Quizá, pensó Shimon, el criado era aún más ávido que su amo. Decidió averiguarlo.
Salió de su escondite y dejó que los dos tipos tatuados lo siguiesen, convencidos de que él no los había visto.
Después de haber asesinado a Carnacina había pasado varias noches agitado. Nunca soñaba con sangre o con espantosos crímenes, solo con el rosal que había cortado la noche del homicidio. Y siempre que soñaba con el seto cortado en el suelo, Shimon se despertaba turbado, como si fuese el presagio de una desgracia.
En realidad, lo que había sucedido con Carnacina lo había turbado profundamente. No por el asesinato en sí, que no lo había afectado en el ámbito emocional, y aún menos en el moral, sino porque lo había hecho por Ester. Como si ese gesto brutal pudiese ser una manifestación de afecto.
«¿Quién eres?», se preguntaba todas las mañanas al despertar.
Sabía que era el judío que había abandonado a su mujer sin mirar nunca atrás, sabía que era el asesino que se había sumergido en la sangre de muchos más hombres sin que su corazón se acelerase en ningún momento.
«¿Quién eres de verdad?», se preguntaba.
Y todas las mañanas la imagen del semblante risueño de Ester aparecía en su mente como una muda respuesta. Y todas las mañanas pensaba con alegría en su sosegado encuentro vespertino, en las apacibles veladas que pasaban juntos, en el placer de verla consumir la cena sentada delante de él, en el deseo de hundirse en el cuerpo de ella.
«¿Quién eres, entonces?».
Ese día, cuando había visto al criado de Carnacina, estaba de nuevo ensimismado en esos razonamientos. El criado lo había visto. Se habían reconocido. El corazón de Shimon se había parado de golpe. Había saltado dos o tres latidos, como si estuviese atascado. Un solo instante de suspensión. Después había echado a correr.
Y en ese momento lo seguían dos delincuentes tratando de no llamar la atención. ¿Pensaban matarlo? ¿Chantajearlo? El resto de preguntas que bullían en su mente se habían apaciguado. El corazón se había normalizado, al igual que la respiración. Su alma, que había estallado en un torbellino de emociones, había enmudecido.
Callejeó seguido de los delincuentes hasta que, cerca ya de la Hostaria de’ Todeschi, decidió arriesgarse. Dobló una esquina y se escondió. Cuando los dos hombres le dieron alcance se plantó delante de ellos y los miró sin miedo.
Los criminales se detuvieron sorprendidos. Por un instante perdieron todo su descaro.
Shimon comprendió que su misión no era matarlo.
—Un amigo nuestro tiene que pedirte algo —dijo uno de los dos tipos—, pero quiere hacerlo con discreción.
Shimon asintió con la cabeza. Se veía a la legua que el criado era mucho más codicioso que su amo.
—Esta noche. Después del anochecer —dijo el individuo.
Shimon volvió a asentir.
—Iremos a recogerte. ¿Dónde vives?
Shimon dobló la esquina y les señaló la Hostaria de’ Todeschi.
Los dos criminales lo miraron en silencio intentando recuperar el terreno que habían perdido y asustarlo.
Shimon sostuvo la mirada sin parpadear.
—Después del anochecer —repitió uno de los dos, acto seguido se marcharon.
Shimon entró en una armería y compró un largo cuchillo con la hoja curvada. Después se encerró en su habitación. Cogió una piedra, aceite y agua, y se pasó el día tratando la hoja, afilándola, sin ir a casa de Ester.
Poco antes del anochecer llamaron a la puerta de la habitación.
Shimon se metió el cuchillo bajo el peto y abrió.
Ester lo miró con su habitual sonrisa.
—He venido a ver si te había pasado algo —dijo sin la menor huella de reproche en la voz—. ¿Estás bien?
Como siempre, Shimon admiró la capacidad de Ester de hacerle preguntas a las que podía responder con un ademán de la cabeza, poco importaba que fuese un sí o un no, sin hacerlo sentirse jamás impotente. Pero esa noche Shimon no podía responder con un sí o un no. Se encaminó hacia el escritorio. Cogió un trozo de papel y metió la pluma de oca en el tintero. Escribió un mensaje y luego se lo dio.
«Vete», le había escrito.
La sonrisa de Ester se marchitó. Sus ojos manifestaron estupor, aunque detrás del velo que los cubría Shimon percibía también cierto dolor. Martilleó vigorosamente el mensaje con un dedo.
«Vete».
Ester dejó caer al suelo el papel y retrocedió cabeceando ligeramente, pero esa insignificante negación estaba preñada de dolor.
Shimon le cerró la puerta en la cara. Acto seguido apretó los puños y los párpados, tratando de contener el sufrimiento que también él sentía. Apoyó la frente en la puerta y permaneció allí, inmóvil. Al cabo de un poco oyó que los pasos de Ester se alejaban por el pasillo de la fonda. Eran lentos, se arrastraban por la madera.
Shimon afiló de nuevo la hoja. Se ató el cuchillo a un gemelo y lo ocultó con la larga túnica que llevaba puesta.
Cuando el dueño de la fonda le anunció que dos hombres lo estaban esperando salió y los siguió hasta el puerto, a un almacén húmedo y en penumbra. Antes de entrar los dos delincuentes lo empujaron contra la pared y le palparon la cintura y el tórax buscando un arma. Después hicieron resbalar la puerta y lo obligaron a entrar con un empujón.
El criado estaba al fondo del almacén, sentado en una caja. En otra ardía una vela de sebo.
—Venga —dijo el criado con voz meliflua.
Shimon pensó que intentaba imitar la voz de su difunto amo. Debía de haberlo odiado, debía de haber sufrido todo tipo de humillaciones, de forma que, después de haberse liberado de él, lo único que podía hacer era imitarlo.
Shimon avanzó poco a poco.
Uno de los delincuentes le dio un empellón.
Shimon no reaccionó. Quizás esta vez sería él el que muriese. Volvió a ver el rosal cortado del jardín de Carnacina. Pensó que la imagen podía contener de verdad un mensaje, que su significado era que él nunca había aprendido a amar la vida.
Entonces se detuvo en el centro del almacén, pensando en Ester. Pensando que con ella, en cambio, estaba empezando a amar la vida. Tal vez ese fuera el motivo de que hubiese dejado con vida al criado que tenía delante en ese momento. Para que lo obligase a escapar.
—¿Quién eres? —dijo el criado.
Shimon sonrió. Era la misma pregunta que él se hacía todas las mañanas.
—Has robado un montón de dinero. Si no me das la mitad te denunciaré a las autoridades —dijo sin rodeos el criado.
Shimon se inclinó, desató el cuchillo y se volvió de golpe con el brazo extendido, girando sobre sí mismo con el arma a la altura del cuello del primer criminal. Oyó un gemido mientras la hoja se hundía en la carne. Cuando completó la vuelta lo salpicó un chorro de sangre.
El criado se levantó de la caja y se precipitó hacia la salida.
Shimon corrió en pos de él, pero el otro delincuente le metió un palo entre las piernas y lo hizo caer. Acto seguido se abalanzó sobre él empuñando un cuchillo corto de doble hoja.
En el suelo, Shimon logró pegar las piernas al pecho y a continuación las estiró golpeando al hombre en pleno abdomen.
Mientras caía hacia atrás, el delincuente clavó su cuchillo en un gemelo de Shimon.
Shimon abrió la boca y emitió un grito mudo de dolor. Se sacó el cuchillo del gemelo y luego intentó ponerse de pie para rematar al delincuente.
Pero en ese instante llegaron varios hombres que habían sido llamados por el criado.
Shimon vio que un gigante se arrojaba sobre él con un bastón corto. Sintió que el golpe le rompía las costillas. Consiguió rodar hacia un lado y levantarse. Pese a que no podía respirar, corrió hacia la puerta. Otro hombre le golpeó la cara con una maza. Shimon sintió que se le abría una ceja, y la sangre empezó a resbalarle por el ojo. Dio un puñetazo en el cuello del hombre. Al entrar en contacto con los nudillos la tráquea de este crujió. El hombre se llevó las manos al cuello y se desplomó al suelo. Haciendo un esfuerzo sobrehumano Shimon dejó atrás su cuerpo y se perdió en los callejones que había detrás del puerto.
Se escondió como un animal salvaje, jadeando y resistiendo al dolor. Cuando las voces se hubieron alejado salió y se arrastró hacia el único lugar donde quería ir.
Llamó a la puerta de Ester y no tuvo que esperar mucho.
Al verlo, Ester se tapó la boca para no gritar. Lo hizo entrar y se dispuso a medicarlo sin decir palabra, como si ella también fuese muda.
Pero Shimon la detuvo. Fue al escritorio. Cogió papel y el tintero y se puso a escribir con ímpetu.
«Mi verdadero nombre es Shimon Baruch, vengo de Roma. Era un comerciante…».
Shimon escribía deprisa, con la cabeza inclinada. La sangre de la herida que tenía en la ceja caía en las hojas que iba pasando a Ester para que esta leyese su historia completa, sin censurar.
«Entonces me metí en la alcantarilla y descubrí que un hombre, que se llamaba Scavamorto, se estaba llevando las cosas de ese joven…».
Shimon respiraba con dificultad. El gigante le había roto las costillas con el bastón y ahora sentía un dolor lacerante en el tórax.
«Antes de morir me dijo que el ladrón se llamaba Mercurio…».
Ester leía con el mismo ímpetu con el que escribía Shimon. Cuando acababa de leer un folio lo dejaba caer al suelo, se levantaba y se ponía detrás de Shimon para leer lo que estaba escribiendo, guiñando los ojos a la trémula luz de la vela.
«Y cuando los bandidos asaltaron la carroza, pensé que, con toda probabilidad, iba a morir, pero no tenía miedo…».
La sangre caía ya más lentamente del corte que tenía en la ceja. Shimon escribía. Ester leía. Parecía que estuviesen compitiendo entre ellos.
«Luego llegaste tú…».
Shimon se paró con el semblante contraído por el dolor y miró a Ester.
También Ester lo miraba, conteniendo la respiración.
«No sé expresar lo que siento por ti. Ni siquiera sé…».
Ester lo escrutó y luego, poco a poco, dijo:
—Me defendiste de Carnacina.
Shimon sintió que el corazón le daba un vuelco.
«¿Lo sabías?», escribió.
—Sí.
Shimon soltó la pluma de oca.
—Deja que te cure —dijo Ester.
Shimon negó con la cabeza. La atrajo hacia él y la besó, manchándola de sangre. Ester se tumbó en el suelo y dejó que él la tomase a la vez que la mojaba con su sangre y sus lágrimas.
Por fin, Shimon comprendió qué significaba el rosal cortado: un amor que nunca florecería.
A la mañana siguiente había desaparecido.
«Adiós», decía el folio que Ester encontró sobre la almohada a su lado. Estaba escrito con una tinta roja. Densa.