56

—Cierra los ojos —dijo Ottavia cogiendo a Giuditta del brazo y abriéndose paso entre el grupo de curiosos que había en el campo del Ghetto Nuovo.

Giuditta temblaba, pero mantuvo los ojos cerrados.

Todo había sucedido en un suspiro. Su vida había dado un vuelco en apenas tres semanas. Dos de sus sueños estaban a punto de realizarse.

Ese día el cielo estaba extraordinariamente despejado y terso. Azul, como raramente sucedía en Venecia. Mientras avanzaba lentamente, guiada por su amiga, Giuditta sentía sus rayos benévolos, que le calentaban la tez. Imaginó que ese calor era la respiración de Mercurio, sus caricias, sus atenciones. Algo se agitó en lo más profundo de su cuerpo. Giuditta enrojeció. Desde el día del portón, desde que Mercurio le había confesado su amor, su cuerpo le recordaba con mayor frecuencia que era una mujer. Se ruborizó aún más y se abandonó al deseo que se había apoderado de ella. Porque ese era el primer sueño que se estaba haciendo realidad. La mariposa con las alas de filigrana de plata que estrechaba en la mano lo probaba.

—Ya verás —le dijo al oído Ottavia cuando llegaron al centro del campo—. Ya verás…

Giuditta sonrió. Su segundo sueño también se estaba realizando a una velocidad extraordinaria. Ariel Bar Zadok, el trapero del gueto, el comerciante de telas, había demostrado ser muy eficaz bajo la guía de Ottavia. Los dos habían puesto de inmediato a Giuditta manos a la obra. Le habían hecho diseñar diez modelos de gorros y el mismo número de vestidos. Giuditta no daba crédito. Le habían dado papel, lápiz, colores, plumas y pinceles, tinta. Le habían pedido medidas y propuesto tejidos. Habían aceptado todas sus ideas y luego habían contratado un equipo de modistas de la comunidad y un cortador de telas. Giuditta había pasado varios días con las modistas y el cortador en una gran sala que Ariel Bar Zadok había equipado con lámparas espejadas que hacían reverberar la luz alrededor. Las modistas y el cortador la habían felicitado por los modelos y por la innovadora idea, sencilla pero funcional, que los había generado.

Y ahora había llegado el momento.

—¿Estás lista? —preguntó Ottavia parándose.

Giuditta sintió que el corazón le martilleaba en la garganta de la emoción.

—Espera… —dijo sin aliento.

Ottavia se echó a reír. La ligereza de su risa calmó a Giuditta.

—¡Estoy lista! —dijo excitada.

—En ese caso, ¡adelante, Ariel Bar Zadok! —exclamó Ottavia—. ¡Abramos la tienda! ¡Y tú abre los ojos, Giuditta!

—¡Arrepiéntete, Venecia! —gritó en ese momento una voz estentórea y llena de rabia.

—¡Arrepiéntete! —repitió otra más joven pero igualmente cargada de odio.

Giuditta se volvió hacia el punto del que procedían las voces, al otro lado del puente del rio de San Girolamo. Allí, rodeado de un grupo de fanáticos, vio a un fraile con las manos alzadas al cielo.

Lo llamaban el Santo, porque aseguraba haber recibido los estigmas de Nuestro Señor de san Marco en persona. Pero Giuditta lo conocía desde que había llegado a la ciudad. Era el hermano Amadeo, el fraile que los había perseguido para lincharlos en la fonda donde su padre y ella se habían albergado nada más desembarcar. Al lado del fraile había un muchachito de aire arrogante. Por ir siempre pegado al religioso y por llevar el llamativo vestido que le había impuesto el príncipe Contarini se había ganado un mote mucho menos halagador que el del fraile: la Monita. Pero Giuditta sabía también su verdadero nombre. Se llamaba Zolfo y había intentado acuchillarla en el campamento del capitán Lanzafame. Ese día Mercurio la había defendido.

—Maldito fraile —gruñó Ottavia—. Pero no nos arruinarás la inauguración. ¡Vamos, Ariel!

Giuditta tembló asustada: había tenido un mal presentimiento.

—No lo mires, Giuditta —le dijo Ottavia zarandeándola—. Haz como si no existiera. —Se volvió hacia la gente—. ¡Haced como si no existiera! —gritó. Después dio una palmada a Ariel Bar Zadok—. ¡Vamos, Ariel, por lo que más quieras!

Pero el comerciante de telas no se movió. Apuntó con un dedo al fraile y a sus fieles fanáticos.

—Está quemando nuestros libros sagrados… —dijo horrorizado.

La gente de la comunidad se volvió. Delante del puente, en el muelle de los Ormesini, empezaban a elevarse las llamas. Los tejedores cristianos se asomaban cabeceando desde sus tiendas y talleres de telas de seda de gran valor.

—¡Los judíos son el cáncer de Dios! —gritó el Santo arrojando un grueso volumen a la hoguera.

—¡El cáncer de Dios! —repitió Zolfo, la Monita, volviéndose hacia la multitud e invitándola a unirse al coro.

—¡El cáncer de Dios! —gritó la gente en una cacofonía en que las voces se mezclaban con las risas.

—¡Libérate de su peso, Venecia! —recalcó el Santo alzando las manos estigmatizadas al cielo—. ¡Libérate de sus inmundos libros!

—¡Libérate de los judíos!

Las llamas se empezaron a elevar y cuanto más se alzaban más se excitaban los fanáticos.

—¡Pueblo de Satanás! —rugió el Santo girando sobre sí mismo con los brazos levantados. Cogió un rollo de pergaminos, se lo enseñó a la gente y luego lo arrojó a las llamas.

—¡La Tora! —murmuraron los judíos reunidos en el campo mirando, aterrorizados por el sacrilegio. Una vieja se echó a llorar quedamente, resignada, como si hubiese asistido a la misma escena un sinfín de veces.

La muchedumbre de fanáticos gritó aún más fuerte, como si pretendiera dar voz a las llamas.

—¡Arde, Sion! —decía el Santo.

Una decena de exaltados hizo amago de precipitarse hacia el puente e invadir el campo del Ghetto Nuovo empuñando bastones.

Los judíos se asustaron y recularon, pese a que aún estaban lejos. Los niños se aferraron a las faldas de sus madres.

Casi sin darse cuenta, Giuditta susurró:

—Mercurio…

En ese momento, el capitán Lanzafame salió de la garita de los guardias del puente. Trastabillaba. Debía de haber bebido. Lo seguían Serravalle y cinco hombres con las espadas desenvainadas. Lanzafame se precipitó hacia la hoguera y, a patadas, tiró todo al canal. Los libros sagrados se apagaron chisporroteando. En el aire se alzó una columna oscura de humo y un olor acre.

—¡Fuera de aquí! —vociferó el capitán Lanzafame.

—¡Tenemos todo el derecho a quedarnos! —replicó el Santo.

—Siempre tú, cura —dijo sombrío Lanzafame apuntándolo con un dedo.

—Siempre tú, soldado de Satanás —contestó el Santo volviéndose hacia su reducido ejército para espolearlos y obtener su apoyo.

Pero Lanzafame no se dejaba atemorizar así como así. Cogió al fraile por la capucha, iracundo. Lo arrastró varios pasos, como si fuera un perro con la correa, y lo tiró al suelo.

—¡Cura de Satanás! —gritó.

La multitud de fanáticos protestó, siniestra, sin saber qué hacer, en tanto que el Santo se levantaba con el hábito manchado de barro.

—¡Serravalle! —bramó Lanzafame—. ¡Tira a patadas en el culo a estos imbéciles!

Serravalle y los soldados cargaron contra los fanáticos dando unos cuantos fendientes en el aire y golpeando a varios con la empuñadura de la espada.

Incluso los más malintencionados, que hasta hacía unos segundos parecían lobos, se retiraron con la cabeza gacha, como un rebaño de ovejas. Desfilaron encogidos y apenas se alejaron lo suficiente se desperdigaron en todas direcciones.

Solo Zolfo se plantó delante de Lanzafame y lo desafió. Lo escrutó en silencio y a continuación escupió al suelo, entre los pies del capitán. Lanzafame lo levantó del suelo sin titubear y lo tiró al canal.

—¡Te lo debía desde la primera vez que nos vimos, miserable!

Mientras Zolfo volvía a la superficie escupiendo agua sucia, la gente que se había quedado a contemplar la escena empezó a reírse.

En el ínterin, el Santo había abandonado el lugar a hurtadillas.

—¡Hermano Amadeo! —lo llamaba Zolfo corriendo en pos de él, tras salir del canal, chorreando agua—. ¡Hermano Amadeo!

—¡Corre con tu dueño! ¡Corre, Monita! —le gritaban los espectadores.

Lanzafame subió al puente del Ghetto Nuovo. Se detuvo con los puños apoyados en los costados. Jadeaba. Tenía el pelo desgreñado, las aletas de la nariz tensas, la boca apretada y los músculos de las mandíbulas contraídos.

Por un instante, a Giuditta le pareció volver a ver al guerrero que había conocido.

—¡Seguid con vuestra vida! —gritó el capitán a la comunidad de judíos asustados—. ¡No ha ocurrido nada! —Los miró en silencio, inmóvil, luego retrocedió hacia la garita de la guardia.

La comunidad, reunida en el campo, no se movió. De repente, un niño cogió un bastón del suelo y lo lanzó contra un enemigo imaginario.

—¡Soy el capitán Lanzafame, fraile de Satanás! ¡Me las pagarás!

—¡No, Simone! —Su madre trató de detenerlo aferrándole un brazo—. ¡No! A pesar de que nos ha ayudado, es un cristiano.

El niño la miró por unos segundos. Acto seguido se desasió de su madre y repitió:

—¡Soy el capitán Lanzafame, maldito!

Otros dos niños lo secundaron gritando:

—¡Soy el capitán Lanzafame! —El resto de los niños se unió a ellos en alegre combate.

Giuditta los miró. ¿Qué otra cosa podían hacer los niños si ninguno de los judíos se había mostrado heroico? ¿Qué otra cosa podían hacer si los hombres de la comunidad se habían guarecido en su miedo y no los habían defendido?

—Giuditta —dijo Ottavia a espaldas de la joven—. El capitán tiene razón. No ha sucedido nada.

Giuditta se volvió a mirarla.

—¿No ha sucedido nada? —le preguntó.

Ottavia estaba pálida, pero, aun así, dijo:

—Inauguremos nuestra tienda.

Giuditta miró también a Ariel Bar Zadok. El comerciante parecía aturdido. No sabía qué hacer.

—¡Venid, buena gente! —gritó de improviso Ottavia invitando a las mujeres de la comunidad—. ¡Venid a ver las creaciones de Giuditta di Negroponte! —Empujó a Ariel Bar Zadok a la vez que le decía—: ¡Vamos, date prisa, viejo cabrón!

El comerciante tenía en la mano el borde de una tela de seda roja que había colgado a la entrada de la tienda para mostrarla solo en el último momento. Pero no se decidía a tirar de ella.

La gente de la comunidad se demoró en el campo unos minutos más. Todos se habían vuelto hacia el rio de San Girolamo, del que aún se alzaba el humo de la hoguera de libros sagrados. El rabino, con dos ayudantes, trataba de recuperar del agua los folios que no habían quedado destrozados.

—Venga, Rachele —dijo Ottavia invitando a una de las primeras mujeres que habían comprado un gorro a Giuditta—. Venga a ver qué maravilla.

—Hoy no, Ottavia —contestó ella dirigiéndose a su casa.

Uno tras otro, todos los habitantes del Ghetto que no estaban por Venecia se marcharon a casa. Solo quedaron un par de niños que seguían jugando al capitán Lanzafame y al fraile de Satanás con sus espadas de madera.

—¿Y tú? ¿No quieres verla? —preguntó entonces Ottavia a Giuditta, descorazonada.

Giuditta se volvió hacia la tienda. Ariel Bar Zadok estaba en la puerta, con el borde de la tela de seda roja aún en la mano. A la joven le pareció irresistiblemente ridículo y triste. Lo abrazó y le dio un beso en la mejilla.

—¡Claro que sí! —dijo a su amiga fingiendo alegría—. Enseñadme lo que habéis hecho.

—Vamos, Ariel —ordenó Ottavia al comerciante quitándole la tela de la mano y tirando de ella. La tela crujió al soltarse y dejó la tienda a la vista.

Giuditta hizo ademán de entrar, pero al ver en el escaparate uno de los vestidos que había diseñado se quedó pasmada. Era aún más bonito del que había dibujado.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Ottavia con expresión complacida.

—Es precioso… —dijo Giuditta.

Ottavia se echó a reír.

—Lo dices como si no lo hubieras diseñado tú.

—De hecho… no me parece real… —balbuceó Giuditta.

—Vamos, entra —la invitó su amiga—. Ariel ha seguido tus instrucciones.

Giuditta no sabía si entrar o no. Tenía la impresión de que no era el día adecuado para inaugurar la tienda. Pensó que debían posponerlo al día siguiente, pero, mientras miraba alrededor, como si pensara en qué decir a su amiga, vio a una mujer vestida con gran elegancia a bordo de una góndola resplandeciente que atracaba en el muelle que daba al Ghetto Nuovo.

Giuditta sintió un escalofrío en la espalda sin saber por qué.

Entretanto, la dama había subido los primeros escalones del puente.

—¿Adónde va, señora? —le preguntó el capitán Lanzafame, que estaba en la puerta de la garita con una botella en la mano.

La dama se volvió. Llevaba un extraño sombrero en la cabeza y un velo de raso negro con unas minúsculas rosas azules bordadas.

—¿No puedo ir donde quiero? —dijo con voz sensual.

Lanzafame dio un paso hacia ella de mala gana.

—¿Qué interés puede tener una mujer como usted en este sitio? —preguntó.

—¿Es usted el… portero? —dijo la mujer. El tono era autoritario y manifestaba el desprecio que los aristócratas sentían por la plebe, pese a que su voz delataba también una punta de crispación.

—Hemos tenido un pequeño problema con un fraile y con un puñado de fanáticos —explicó Lanzafame.

La dama sabía de sobra qué había sucedido, dado que era ella la que había organizado la escena. Olfateó el aire.

—¿Los habéis asado? —Lanzafame sonrió—. He oído decir que es usted amigo de los judíos —añadió la mujer.

—Le han informado mal, señora —contestó Lanzafame—. Con todo el respeto, los judíos y los cristianos me importan un carajo. Soy amigo de las personas.

—En ese caso es usted mejor de lo que se dice —comentó la mujer. A continuación se dio media vuelta y subió al puente.

Mientras la veía dirigirse a la tienda del vendedor de telas Lanzafame pensó que la voz de la dama le resultaba familiar.

Benedetta caminaba tiesa y almidonada. El capitán no la había reconocido. Tampoco lo haría la judía. Respiró hondo. Debía mantener la calma y la lucidez que necesitaba para realizar lo que llevaba en mente. La primera cosa era sencilla. La maga Reina le había recomendado que tuviese un contacto físico después del sortilegio, para activarlo. El resto era más complicado. En todo caso, lograría lo que se había propuesto. Era una buena ladrona. Sabía cómo mover las manos sin que nadie lo notase. Rápidamente. Sonrió mientras se aproximaba a la tienda. Esa vez no robaría nada. Al contrario, debía utilizar su habilidad para dejar algo. Algo que se encontraba en el saquito de terciopelo pespunteado de oro que llevaba en el brazo izquierdo. El brazo del corazón. El brazo del amor. Y del odio.

Giuditta, Ottavia y Ariel Bar Zadok la habían visto acercarse y no podían apartar los ojos de ella. La mujer tenía algo magnético.

Giuditta volvió a sentir el desagradable escalofrío en la espalda.

—¿No era hoy la inauguración de la tienda de…? Giuditta… Giuditta de… no recuerdo el nombre… —dijo Benedetta llevándose la mano a la frente por debajo del velo e intentando falsear la voz.

—Giuditta di Negroponte —la ayudó Ottavia.

—Eso es, gracias —dijo Benedetta.

—¡Es ella! —exclamó Ottavia señalándole a Giuditta.

Benedetta emitió un sonido de asombro, como si no la conociese, después se quitó a toda prisa el guante y tendió una mano a la joven estrechándosela con firmeza.

—Encantada —dijo. Retuvo la mano de la joven cuando esta probó a retirarla. La apretó con fuerza, clavándole casi las uñas en la carne. «¡Actívate, sortilegio!», pensó. Solo entonces soltó a Giuditta.

La joven se sentía incómoda. Tenía la impresión de que la mujer la miraba con extraña insistencia a través del velo que le ocultaba la cara.

—Nuestra Giuditta aún no ha visto su tienda… —empezó a decir Ottavia.

Benedetta alzó la cabeza para mirar el letrero. Una mariposa de madera con una palabra escrita en las alas.

—Psique —leyó.

—Así que se la enseñaremos a las dos a la vez, señora —concluyó Ottavia riéndose.

—He venido a ver los vestidos, no la tienda —respondió Benedetta—. Esperadme fuera —dijo a los dos criados, y entró después de haber echado un vistazo al vestido que había expuesto en el escaparate y haber comentado fríamente—: No está mal.

—Nuestra primera cliente —susurró excitada Ottavia a Giuditta antes de entrar.

—Ottavia… —Giuditta, que no lograba liberarse de la sensación de opresión, trató de frenarla.

Pero Ottavia había entrado ya detrás de la dama.

—¿Ve? Color salvia en las paredes y lavanda en la cabina de prueba y en el taller. —Dio una vuelta completa—. Todo es muy sencillo. ¿Sabe por qué? Por los colores de los vestidos. La atención del cliente debe concentrarse en ellos. —Ottavia sonrió enseñando los dientes—. ¡Ese es el secreto de nuestros modelos, señora! —exclamó.

—¿Que están descosidos? —preguntó Benedetta con sarcasmo.

Ottavia se volvió hacia Giuditta.

—Vamos, explícaselo a la señora.

Giuditta no se movió.

—Vamos, explíqueme esa rareza —la animó Benedetta.

—Bueno… —dijo Giuditta titubeante—, hemos dividido los vestidos por modelo, color y… talla.

—¿Talla? —exclamó Benedetta.

—¡Talla! —corroboró Ottavia.

Por un instante, Giuditta olvidó la desazón que sentía. Miró risueña los vestidos que habían expuesto. La tienda era tal y como la había soñado. Dejó de preocuparse por la dama velada, de percibir la desagradable sensación que esta le causaba. Se concentró exclusivamente en lo que veía. Ottavia y Ariel Bar Zadok habían realizado su sueño hasta el menor detalle.

—Sí. Talla —dijo ufana—. He imaginado cinco tipos de complexión física y, de acuerdo con esas… tallas, llamémoslas así, confeccionamos nuestros vestidos…

—Si no se cosen serán defectuosos —apuntó Benedetta.

—Si los dejáramos tal cual sí —dijo Giuditta—, pero estos no son los modelos definitivos. Sobre ellos podemos hacer pequeñas correcciones. Lo que a usted le parece descosido, es, en realidad, el margen que dejamos para ensanchar o estrechar un poco, alargar o acortar, tanto la falda como el cuerpo, las mangas o el escote. La base, sin embargo, ya está lista.

—¿Y para qué? —preguntó Benedetta, que empezaba a entender que Giuditta había tenido una magnífica idea y que con ella podía ganar un montón de dinero. Al odio se añadió la envidia, y su propósito de hacerle daño se reforzó.

—Escúcheme —continuó Giuditta, excitada ya por su proyecto—, cuando voy a una modista me enseñan un modelo, la mayor parte de las veces dibujado. Luego me enseñan las telas. Me echan por encima unas piezas inanimadas de las que solo comprendo si van bien con el color de mi tez o no. De esta forma, siempre salgo del taller con dos dilemas en la cabeza. El primero es fruto de la inseguridad: ¿me quedará bien el vestido? El segundo de la impaciencia: ¿cuándo me lo entregarán? ¿Tengo razón o no?

—Sí… —dijo Benedetta.

—Aquí, en cambio, puede ponerse enseguida el vestido que prefiere. Puede verificar de inmediato si le favorece y luego, en una hora, recogerlo y ponérselo sin tener que esperar una semana, porque al otro lado de la cabina de prueba hay una modista a su completa disposición. —Giuditta miró a Ottavia y a Ariel Bar Zadok exaltada—. Es una moda…

—¡Lista para llevar! —concluyeron a coro Ottavia y el comerciante.

—Ingenioso —comentó Benedetta. Aplaudió fingiendo indiferencia, mientras que la bilis le subía a la garganta—. Una moda lista para llevar… ingenioso.

Giuditta abrazó a Ottavia.

«Maldita furcia», pensó Benedetta.

—¿Quiere probarse un modelo? —le preguntó Ottavia.

—No —respondió resuelta Benedetta—. Quiero probármelos todos.

Ottavia apoyó las manos en el pecho, emocionada. Luego cogió, uno a uno, los vestidos que Benedetta le señalaba. Se los llevó a la cabina de prueba y la dejó en compañía de la modista.

Benedetta se desnudó detrás del biombo de raso de tres hojas de color lavanda, al igual que las paredes, sobre el cual había bordadas un sinfín de mariposas. No se quitó el sombrero con el velo. Se puso el primer vestido. Le sentaba de maravilla, al punto que no hacía falta que la modista le modificara nada. La tela era extraordinariamente suave. El corte, envolvente, resaltaba las formas de su cuerpo. La falda caía recta, sin defectos. El escote quedaba marcado con sensual sencillez. Benedetta sentía que el odio y la envidia la corroían por dentro, cada vez con más fuerza.

Así pues, cogió el saquito de terciopelo pespunteado de oro y lo abrió. Se quitó el vestido y escondió una pluma de cuervo en un pliegue interno, a la altura del corazón.

—No, este no me gusta —dijo a la modista—. Deme otro.

La modista le pasó otro modelo.

Era también maravilloso. La maldita judía tenía talento, pensó Benedetta. Si no se lo impedía se haría rica y famosa. Pero luego reconsideró la cuestión: «Puede que, en cambio, sea mejor esperar a que se haga rica y famosa». Saboreó la pérfida alegría que le producía esa idea. «Cuanto más subes, más dura es la caída».

No se probó el vestido, sino que escondió también en él una pluma de cuervo, a la que añadió un diente de recién nacido.

—No, no me gusta —dijo, y pidió que le dieran otro, otro y otro más, en los que metió plumas de cuervo, dientes de recién nacido, garras de gato, piel seca de serpiente, mechones de pelo anudados y hasta una perla rota con una pequeña aguja retorcida. Al final cogió el primer vestido que se había probado, esperó a que la modista se lo ajustase y lo compró sin regatear.

—Pero los judíos no pueden vender mercancía nueva —dijo Benedetta antes de marcharse.

Giuditta y Ottavia se miraron sonrientes. Giuditta abrió el paquete que contenía el vestido que había comprado Benedetta y le enseñó el borde del cuerpo, la parte en que se fruncía e iniciaba la falda. Extendió los dos bordes de tela superpuesta y le mostró una pequeña mancha roja.

—No es nuevo —dijo sonriendo—. Está usado, ¿ve? Espero que no le moleste.

Benedetta la miró fijamente.

—De manera que es usted una estafadora.

Giuditta se puso roja como un tomate.

—Bromeo, querida —dijo Benedetta. Le cogió de nuevo la mano pensando: «¡Actívate, sortilegio!». Luego examinó de cerca la mancha, cuya existencia conocía ya. Solo le quedaba una cosa por hacer. La más difícil, porque no dependía únicamente de ella. Esta vez necesitaba la colaboración de su víctima—. Parece sangre —apuntó señalando la mancha.

—No, no se preocupe —se apresuró a contestar Giuditta—. Es tinta, pero me hace gracia que lo diga…

Benedetta notó que Giuditta se interrumpía bruscamente y se volvía hacia su amiga, como si buscase su aprobación. La otra, de hecho, la animó con un ademán.

—La primera vez, cuando se me ocurrió esta idea… —prosiguió Giuditta—, la mancha era realmente de sangre.

Benedetta desconocía ese detalle. Se estremeció, excitada. La suerte estaba de su parte. Solo debía aprovecharla para zanjar el asunto.

—¿Sabe qué pienso? —dijo con dulzura—. Que el azar le ha querido hacer un regalo.

—¿Qué regalo? —preguntó Giuditta.

Benedetta se volvió hacia Ottavia. Había llegado el momento de utilizarla.

—Usted me ha entendido, ¿verdad?

Ottavia sonrió y se aproximó a ella.

—Puede… —mintió—. Dígame…

«Gracias, imbécil», pensó Benedetta.

—Yo no lo he entendido… —terció Giuditta.

—Hay mucha competencia. —Benedetta se volvió con actitud cómplice hacia Ottavia, que asintió con la cabeza.

—Vamos, déjenlo ya. No las entiendo —dijo Giuditta—. Vamos, señora, dígame.

Benedetta acarició la mancha del vestido que acababa de comprar.

—Sus vestidos son bastante bonitos… pero no extraordinarios… —Miró a Giuditta—. Para ser especiales necesitan algo más.

—¿Qué?

—Sangre.

—¿Sangre?

—Diga que las manchas son de sangre —explicó Benedetta mirando hacia arriba, como si la inspiración le hubiese llegado de allí—. Sangre de enamorados. Así las mujeres comprarán sus vestidos no solo porque son bonitos sino también con la esperanza de amar y ser amadas. Vestidos… ¡embrujados! —Sin esperar respuesta, sin darles tiempo a pensar y objetar algo, cogió su paquete y salió de la tienda Psique, de la que había sido la primera clienta, y se dirigió apretando el paso a la góndola negra.

Giuditta y Ottavia permanecieron en silencio, mirándose indecisas.

—¡Sangre de enamorados! —exclamó al cabo de un instante Ariel Bar Zadok a sus espaldas—. ¡Menuda idea! Me gustaría tener como socia a una mujer como esa, pese a que es cristiana.

Giuditta y Ottavia se echaron a reír divertidas y dijeron al unísono:

—¡Sangre de enamorados!

Mientras su amiga seguía riéndose, Giuditta se ensombreció pensando en el pañuelo en que su sangre se había mezclado con la de Mercurio. Una vez más, el deseo le estremeció el cuerpo y el alma.

—Sangre de enamorados —suspiró lánguidamente.