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—¡Apártate, criada! ¿No ves que debo pasar? —vociferó el gordo con voz quejosa, alta y desagradable—. ¿Quieres mancharme de barro mis zapatos de raso de Flandes?

Anna del Mercato contuvo un gesto de rebeldía. Inclinó la cabeza, cogió el cepillo y el cubo y se aplastó humildemente contra la pared, pese a que no hacía ninguna falta, dado que el hombre tenía espacio más que de sobra para pasar, a pesar de su barriga.

«Ricos de mierda», pensó rabiosa.

—¡Menuda imagen estás dando de mí, estúpida! —exclamó el dueño de la casa, Girolamo Zulian de’ Gritti, el noble arruinado para el que Anna estaba trabajando. Bajó la escalera como una exhalación, despeinado y alzando las manos al cielo, jadeante, y se acercó al rico visitante cuya llegada le acababan de anunciar. Al pasar junto a Anna le dijo—: ¡Estúpida criada, debería despedirte ahora mismo! —Acto seguido casi se postró ante el visitante—. Perdone, señor, los criados…

—Los criados son, por naturaleza, estúpidos —dijo el gordo volviéndose hacia Anna con una mueca en su extraña cara, que era delgada a la altura de los pómulos y la barbilla, y tenía unas mejillas anormales en las que crecía un poco de vello rojizo, que parecía ser víctima de la sarna.

Anna sintió una inmediata repulsión hacia él, además de antipatía. El gordo tenía la nariz aguileña, rojiza, con toda probabilidad debido a la gota o a otra enfermedad. La piel estaba, además, tan picada que, en lugar de parecer carne, recordaba a la corteza de ciertos árboles. Los ojos eran estrechos, poco menos que dos ranuras, como si le molestase la luz, y la boca se doblaba hacia abajo en una constante mueca de disgusto.

—Se dice que los negros son inferiores —prosiguió el gordo sin dejar de mirar a Anna—, pero yo creo que todos los criados son inferiores. Su ignorancia y cicatería son propias de una raza distinta a la nuestra. De hecho, están solo un poco por encima de los animales —aseveró con profundo desprecio. Acto seguido se volvió hacia la entrada del palacio y señaló a dos criados gigantescos de tez oscura y tocados con turbantes, que estaban parados delante de una silla de manos—. Como esos dos armatostes —dijo—. ¿Le parecen humanos?

Girolamo Zulian de’ Gritti se rio con complicidad, si bien entretanto miraba la silla con la que había llegado el visitante, adornada con unas columnas finamente torneadas, doradas, y unos preciosos velos de seda. También los vestidos de los criados debían de costar un ojo de la cara, pensó.

Pero el gordo parecía no haber acabado con Anna del Mercato. Daba la impresión de que la había tomado con ella y pretendía humillarla. La miró intensamente y dio un paso hacia ella. Olfateó el aire.

—Esta, al menos, no apesta como un animal —comentó agitando un pañuelito perfumado bajo su nariz.

El dueño de la casa se rio forzadamente.

Anna sintió que estaba a punto de estallar. Podía tirar a la cara del asqueroso barrigudo el cubo de agua sucia. Pero, en lugar de eso, inclinó de nuevo la cabeza a la vez que el gordo se daba media vuelta y se dirigía al noble arruinado.

—Si hubiese aquí un padre de la Iglesia quizá me regañaría —dijo el gordo—, pero me importa un comino. Eso es lo que pienso. Quien está arriba está arriba, y quien está abajo… respira mis pedos. —Se rio divertido—. Pero ahora vamos, quiero proponerle un negocio que me parece hecho a medida para usted, excelencia…

—Oh, excelencia, excelencia… solo soy uno de los numerosos aristócratas de antiguo linaje de esta aristocrática ciudad… No me aturda con sus cumplidos… —dijo encantado Girolamo Zulian de’ Gritti a quien la codicia y la bancarrota impedían comprender qué podía querer de él ese ricachón.

—¿No tiene nada en contra de los judíos? —preguntó el gordo encaminándose hacia la escalinata.

—¿Exceptuando el hecho de que son judíos? —dijo Girolamo Zulian de’ Gritti riéndose.

El gordo lo secundó.

—Ya veo que nos llevaremos bien.

Mientras se alejaban Anna pensó que detestaba el tipo de ricos que se sentían superiores por el mero hecho de tener una bolsa llena de monedas de oro. Anna no dejó de mirarlo en tanto que el gordo subía, como si pretendiese fulminarlo.

Después cogió el cepillo y el cubo y retomó su trabajo. Le dolían las rodillas, los brazos y los hombros, y las manos se le estaban agrietando. La derecha, que sujetaba todo el día el cepillo, había incluso empezado a sangrarle.

«Estás envejeciendo», pensó.

La noche anterior Mercurio se había dado cuenta de que estaba cansada y de que tenía la mano herida. Le había pedido que dejase ese trabajo, pero Anna se había negado en redondo. Para ella era como una especie de desafío a la edad. Simplemente, se negaba a rendirse a la evidencia de que ya no podía hacer ciertos trabajos pesados.

Miró de nuevo al gordo que casi había llegado jadeando al piso de arriba.

«Quizá reviente antes que tú, cerdo», pensó con rencor.

Se volvió hacia los dos criados moros que estaban junto a la silla de manos.

—Dales agua —dijo al criado al que correspondía esa tarea. Hizo un gesto a los dos moros—. Venid a beber.

Los criados se volvieron y le dieron la espalda.

—Idos al infierno también vosotros —gruñó Anna, y se puso a fregar de nuevo el suelo que empezaba a revelar, bajo la suciedad que se iba disolviendo, unas incrustaciones extraordinarias de mármol.

—¡Anna del Mercato! —gritó desde la barandilla de mármol amarillo del primer piso un criado uniformado con una librea al cabo de una media hora.

—¿Qué quieres? —preguntó Anna.

—Sube —contestó el hombre—. El amo y su invitado quieren verte.

Anna apretó los puños y la mandíbula.

—¿No habéis tenido bastante? —refunfuñó en voz baja.

Mientras se acercaba a la escalinata, el resto de los criados la miraba con piedad y temor. Los amos nunca los convocaban a menos que tuviesen una buena razón.

—Ánimo —le dijo una vieja criada desdentada tocándole un hombro.

—Gracias —contestó Anna a la vez que miraba la escalinata. Le parecía una cima imposible de escalar. Apoyándose en la balaustrada, subiendo un peldaño a la vez y oyendo crujir sus rodillas llegó a lo alto, donde la esperaba temblando el criado en librea.

—Apresúrate, vamos —le dijo.

—No tengo ninguna prisa —contestó sombría Anna andando por el pasillo que llevaba a la galería. Mientras avanzaba oyendo chapotear los zapatos húmedos a cada paso, pensaba que rezaba día y noche para que Mercurio encontrase su camino y para que este no fuera el de ladrón. Ahora bien, si debía serlo, confiaba en que robase todo cuanto tenía al viejo gordo que, a buen seguro, en ese instante se estaba riendo con el liante de su amo pensando en la posibilidad de humillarla de nuevo.

El criado llamó a la puerta de la galería y anunció:

—Anna del Mercato, señor.

—Hazla entrar —se oyó decir desde la galería.

El criado se apartó y miró a Anna. La mujer titubeó unos segundos, al final respiró hondo y entró pensando: «Que os den por culo a los dos».

—¿De manera que tú eres Anna del Mercato? —le preguntó el gordo casi sorprendido cuando la vio.

«Canalla», pensó Anna. «Basta ya de comedia».

—Por lo visto te debo disculpas —prosiguió el gordo con su voz chillona.

En un primer momento Anna se quedó sorprendida de lo que había oído, pero después cayó en la cuenta de que, de esa forma, los dos se divertirían más. No dijo nada e inclinó la cabeza como una bestia de carga. «Vamos, pégame», pensó.

—Y yo también —terció Girolamo Zulian de’ Gritti—. El señor Bernardino da Caravaglio, con el que acabo de acordar un magnífico negocio y que goza de mi total y desmesurada estima y confianza…

El gordo protestó.

—Vamos, señor de’ Gritti, no exagere…

—De eso nada, querido —replicó de inmediato Girolamo Zulian de’ Gritti—, lo que es justo es justo…

—En ese caso, bondad suya. —Bernardino da Caravaglio intentó hacer una pequeña reverencia, pero su inmensa barriga se lo impidió.

«Vamos, pegadme, dadme el golpe de gracia, estoy harta», pensaba Anna con la cabeza agachada.

—El señor Bernardino da Caravaglio estaba a punto de marcharse —continuó el noble arruinado— cuando me dijo, sin saber que la mujer en cuestión eras tú, que necesitaba a una tal Anna del Mercato para organizar las provisiones de la fiesta que voy a celebrar, porque en el pasado solías hacerlo para las familias importantes de Venecia. ¿Es cierto lo que dice? ¿Eres esa mujer?

Anna levantó la cabeza boquiabierta.

—Yo…

—Mi amigo, si es que lo puedo llamar así, asegura que sabías elegir los mejores productos… al precio más bajo. ¿Es verdad?

Anna miró al gordo al que, hasta hacía poco la había insultado de todas las formas posibles. Era cierto que, tiempo atrás, había ayudado a algunas familias importantes que tenían apuros económicos a aprovisionarse, dado que conocía al dedillo el mercado de Mestre, que era bastante menos caro que los venecianos. Lo que no entendía era cómo podía saberlo ese hombre. Se dijo que tal vez conocía a una de dichas familias.

—¿Entonces? —insistió el aristócrata—. ¿Eres tú?

—Así es… excelencia ilustrísima… —balbuceó Anna.

—Bendita mujer —chilló el gordo alzando en una octava su irritante voz—. Tienes talento, conocimientos… ¿y te dedicas a fregar suelos? ¿No podías habérselo dicho enseguida a tu noble amo?

—Bueno… yo… —Anna estaba aturdida. No alcanzaba a entender nada. La cabeza le daba vueltas. Se sentía desfallecer. Se apoyó en el respaldo de una silla para mantenerse de pie—. Yo…

—Vete a casa —la interrumpió el noble arruinado—. Descansa un par de días. Luego te presentas en la cocina y les pides la lista de lo que hay que comprar y el dinero. Te pagaré cuatro veces más. Puedes irte —se despidió de ella con un ademán de la mano.

Anna se quedó atónita. Después, como si hubiese recuperado el conocimiento, se volvió de golpe y salió arrastrando los pies, casi escapando.

Los dos hombres se rieron mientras se alejaba.

—Anna del Mercato —la llamó el gordo cuando la mujer estaba ya en el umbral—. ¡En el futuro… espabila!

—Gracias, señor, gracias —dijo Anna inclinándose.

Salió, bajó la escalinata sin sentir dolor en las rodillas, dio una patada al cubo de agua sucia volcándolo en el suelo y, al pasar al lado de los dos gigantes moros les dijo:

—Vuestro amo no es tan malo como pensaba, pese a que es rico. —Desapareció en el soportal de las Colonete riéndose como una niña.

Cuando, al cabo de tres horas, llegó a Mestre, entró a toda prisa en la casa, excitada, casi gritando:

—¡Mercurio, muchacho! ¡No sabes lo que ha sucedido!

—¿Qué te ha sucedido? —preguntó una conocida voz chillona y desagradable.

Anna estuvo a punto de pararse, pero al final se asomó lentamente a la habitación de la chimenea.

Y allí, sentado a la mesa, vio al gordo Bernardino da Caravaglio.

Anna estaba confusa. Luego comprendió.

El gordo se rio y después se sacó dos trozos de tela de la boca.

—Bienvenida —le dijo Mercurio dejando de simular la voz.

Anna se quedó sin aliento. El corazón empezó a latirle enloquecido y los ojos se le anegaron en lágrimas. Mientras Mercurio se quitaba el vestido relleno se abalanzó sobre él y lo zurró, riéndose y llorando a la vez debido a la alegría, la emoción y la sorpresa.

Mercurio se reía, tan feliz como ella.

—Estúpida criada, me habrías acuchillado, confiésalo —le decía, orgulloso de que ni siquiera ella lo hubiese reconocido.

—Pero ¿cómo lo has hecho? —le preguntó Anna—. Mejor dicho. ¿Cómo lo he hecho yo?

—Porque te ataqué enseguida —explicó Mercurio risueño—. El truco es impedir que el tonto razone. Arrojarlo al mar tempestuoso de las emociones. —Se volvió a reír—. ¡Cuánto me he divertido! Si hubieses visto qué cara tenías. Creía que ibas a estallar de un momento a otro —dijo—. ¡Ni siquiera reconociste a Tonio y a Berto!

—Tonio y… —Anna se quedó otra vez boquiabierta—. ¡Por eso se volvían cada vez que les hablaba! Pero ¿de dónde sacaste todas esas cosas… la silla de manos…?

Anna se dio una palmada en la frente.

—¡Ahora comprendo por qué el gordo asqueroso sabía lo de las provisiones! —dijo—. ¡Porque te lo conté yo!

—La primera vez que nos vimos —dijo Mercurio— me contaste que esos cabrones no te habían vuelto a llamar porque eran ricos otra vez, dado que les recordabas la época de privaciones, te consideraban un pájaro de mal agüero, en lugar de estarte agradecidos.

—Aún te acuerdas —dijo Anna conmovida, como cualquier persona que comprueba que ha sido escuchada. Sonrió. Recordó también ese día, cuando el hermano Amadeo había llamado a su puerta con los tres muchachitos sucios, desnutridos y atemorizados—. Estabas mojado como un pollito… ¡y vestido de sacerdote! Debería haber comprendido enseguida que eras un bribón.

Mercurio se rio. Parecía haber vuelto a la infancia.

Anna lo miró orgullosa.

—Es cierto que eres bueno, muchacho. Eres un verdadero fenómeno. Tienes un talento inmenso.

Mercurio se ruborizó.

Anna se echó a reír entonces y lo besó en las mejillas. Hizo una mueca.

—Ah, qué asco… me han entrado pelos en la boca… —dijo.

—No son míos sino del gato de la vecina —explicó Mercurio jovial—. Tendrá frío en el culo durante cierto tiempo. —Acabó de desnudarse, se desmaquilló y al final se dirigió a la salida—. Tengo que ir a ver a Isaia Saraval.

Pero Anna ya no lo escuchaba. Contemplaba el fuego a la vez que revivía las emociones y las imágenes de ese día, cabeceando y sonriendo radiante.

Mercurio llegó a la tienda que el usurero tenía en la plaza del Mercato. El noble arruinado había comprendido al vuelo la ventaja que ofrecía la idea de Mercurio. Pero ahora era necesario que Isaia Saraval la aceptase.

—Establezcamos una cifra hipotética —explicó al prestamista judío—. Con dicha cifra el noble cristiano compra todo lo que necesita, incluidas las joyas para su esposa y para él, porque debe parecer riquísimo. Le comprará todo a usted. Pero usted se lo volverá a comprar enseguida por un importe inferior, también hipotético. De esta forma, él le deberá pagar tan solo la diferencia, ¿entiende? Y todo lo que se lleve seguirá siendo, en realidad, suyo. En pocas palabras, considérelo una especie de alquiler, ¿me sigue?

Saraval asentía con la cabeza, admirado.

—Pero eso no es todo —añadió Mercurio feliz—. ¿Por qué contentarse con alquilar sus maravillosas prendas?

—¿Por qué contentarme? —repitió Saraval, sin acabar de comprender.

Mercurio se rio.

—Usted me dijo que no puede exponer su mercancía porque los prestamistas judíos lo tienen prohibido, ¿justo?

—Justo…

—De hecho, en este caso, no la expondría usted…

—¡Sino el noble cristiano! —exclamó Saraval—. ¡Así nadie incumple la ley!

—Y si le hace un pequeño descuento sobre lo que, de ahora en adelante, llamaremos alquiler —concluyó Mercurio—, él dirá a sus invitados que quiere renovar la decoración de la casa… todo, cuadros, tapices, alfombras… todo lo que usted le haya dado… hasta las joyas… de manera que todos los invitados que quieran podrán comprar lo que les gusta. Y él le encargará a usted que se ocupe, en apariencia, del negocio, alegando que está harto de esos bajos y mezquinos intercambios comerciales. ¿Qué le parece?

Saraval se había quedado sin palabras. Cabeceaba y miraba alrededor acariciando con los ojos la mercancía, que, en el futuro, ya no estaría allí, en la parte trasera de la casa de empeños, llenándose de polvo. Hasta esa fecha a ningún prestamista se le había ocurrido una idea semejante, pese a que era sencilla. Y, como todas las ideas sencillas, genial.

—Pienso… pienso… —Respiró hondo—. Pienso que eres un regalo que Hashem, bendito sea por siempre Su Nombre, ha querido mandarme. —Lo miró—. Supongo que una idea como la tuya merece una recompensa.

—El precio es caro —dijo Mercurio—. Quiero un cuarto de todas sus ganancias.

—¿Un cuarto? —preguntó Saraval. Reflexionó por unos segundos y al final asintió con la cabeza—. De acuerdo. Trato hecho —dijo apoyando una mano en un hombro del joven—. ¿Seguro que no eres judío, muchacho?

—Segurísimo —contestó Mercurio—. Soy un estafador.

Saraval se puso serio por un momento, dudando si creerle o no. Al final soltó una sonora carcajada.