—¡Tú no te fías de mí! —exclamó furibunda Giuditta cerrando la puerta a su padre, que estaba a punto de salir.
—¡No me fío de ese ladrón! —contestó Isacco alzando la voz más que su hija.
—¡Deja de llamarlo así! —dijo Giuditta con el rostro encendido.
Isacco cabeceó tratando de calmarse, pero parecía un animal enjaulado.
—Te prohíbo que lo veas —ordenó apretando los puños.
—¿Y cómo puedo hacerlo con el guardia que no me deja ni a sol ni a sombra? —vociferó Giuditta. Estaba furibunda. En un principio había pensado que Isacco había ordenado a Joseph que la acompañase para hacerla sentirse más segura después de la agresión del muchacho que le había arrancado un mechón de pelo y le había robado el gorro. Se sentía engañada—. De noche me encierran los cristianos, de día mi padre —afirmó, sombría.
—Lo hago por tu bien —la atajó Isacco.
—Sí, claro —contestó Giuditta sonriendo despectivamente.
—Eres joven —prosiguió Isacco intentando calmar las aguas, pese a que sentía hervir la sangre—. Ahora no lo entiendes, pero un día me lo agradecerás.
—¡Un día escaparé! —le dijo rabiosa Giuditta inclinándose hacia él con agresividad.
Isacco perdió el control y le soltó una bofetada.
Giuditta se quedó boquiabierta. Lentamente, se llevó la mano a la mejilla, que le pulsaba.
—Giuditta… —susurró Isacco.
Giuditta se dio media vuelta y le abrió la puerta para dejarlo pasar. Isacco se quedó parado unos segundos. Le habría gustado abrazar a su hija, pedirle perdón. Le habría gustado explicarle el porqué. Le habría gustado decirle que lo sentía. Pero se quedó con la boca entreabierta y los pulmones contraídos, incapaz tanto de hablar como de respirar. Deseó que su mujer estuviese aún viva. Ella habría sabido resolver el problema. Se sintió impotente, inapropiado, y esa sensación lo hizo sentirse aún más aprisionado. Cruzó el umbral iracundo, casi huyendo, a la vez que Joseph aparecía en la escalera.
—Buenos días, doctor —dijo el joven con la mano apoyada en la porra.
—¡Buenos días, una mierda! —le soltó a la cara Isacco a la vez que empezaba a bajar la escalera con paso violento. Pero antes incluso de llegar al rellano se paró y se volvió hacia Joseph. Lo apuntó con un dedo y dijo—: ¡Estás despedido!
—Pero, doctor… —protestó Joseph asombrado.
—Desaparece o te parto la cabeza con la porra que llevas ahí —lo amenazó Isacco.
Sin comprender una palabra, Joseph empezó a bajar la escalera con lentitud.
—Date prisa —le ordenó Isacco.
El muchachote pasó por delante de él encogiéndose levemente de hombros, como si temiese recibir un golpe; luego se escabulló a toda prisa.
Isacco bajó dos peldaños y, de golpe, se volvió y subió de nuevo los escalones de dos en dos fuera de sí.
—¡Pero si me entero que has dado alas a ese timador…! —gritó sin concluir la frase. Agitó un puño en el aire y salió dando un portazo.
—¡Se llama Mercurio! —oyó que gritaba Giuditta a su espalda.
—Se llama Mercurio-de-los-cojones, sí, lo sé —masculló Isacco.
Cuando salió del portal vio que Donnola lo esperaba en el muelle bromeando con uno de los guardias. Pasó por delante de él sin saludarlo siquiera.
Donnola le dio alcance.
—Veo que estamos de buen humor —dijo.
—¡Diantre, Donnola! —estalló Isacco apretando aún más el paso—. ¿Por qué tenía que tocarme una hija?
Donnola se rio.
—¡Vete tú también al infierno! —exclamó Isacco.
Donnola se rio aún más fuerte.
En el aire flotaba el olor acre del vino barato que vendían las tiendas que había alrededor de la calle de la Malvasia. Isacco sintió una arcada y aceleró el paso echando casi a correr.
Cuando llegaron a la abadía de Santa Maria della Misericordia el olor a vino rancio cambió por otro más sutil, aunque no por ello menos molesto. Los enfermos, ya fuesen heridos o víctimas de una enfermedad interna, esperaban en los escalones de los cofrades que administraban el hospital. Olía a carne y a muerte.
Isacco reflexionaba sobre la evolución de la enfermedad que afligía a las prostitutas. Era un auténtico azote. El número de afectadas aumentaba día a día. En ese momento estaba asistiendo a cuarenta, pero a saber cuántas eran en realidad. Muchas se negaban a curarse para no perder a los clientes, de manera que el contagio aumentaba. Las que, en cambio, habían recurrido a él habían sido instaladas en el quinto piso de la torre de los arrendajos. Las habitaciones habían sido cedidas y las prostitutas seguían pagando el sueldo de plata a Scarabello. Pero la voz había corrido y algunas de ellas se quejaban alegando que el hospital improvisado ahuyentaba a los clientes. Solo que Isacco no veía otra solución. Con todo, lo que más le preocupaba era la idea de la enfermedad que se estaba haciendo la gente, alimentada por sacerdotes o médicos de mala fe. Tanto los religiosos como los físicos que no lograban afrontar la enfermedad eran cada vez más propensos a descuidar su origen sexual y a explicarla como el efecto de la ira divina. Según ellos, Dios, furioso con las costumbres lascivas de Venecia, mortificaba los cuerpos. Pero ninguno sacaba la conclusión de que dichas costumbres lascivas eran, en todo caso, el vehículo de transmisión de la enfermedad. No era casual que la misma estuviese afectando sobre todo a las prostitutas que no solo estaban más en contacto con los hombres sino que, además, podían ser consideradas unos auténticos basureros. Isacco se sentía desalentado por el comportamiento de sus colegas que, de esta forma, tendían a lavarse las manos. Algunos de ellos se negaban incluso a asistir a los enfermos alegando que no querían «obstaculizar los designios divinos». Otros recurrían a absurdas conjunciones astrales negativas para no tener que reconocer su ignorancia e impotencia. Algunos abrían los brazos desconsolados y decían: «El hombre ha querido copular con los monos y ha contraído una enfermedad propia de animales», como si eso significase algo.
En medio de ese panorama desolador solo dos personas compartían sus razonamientos e intentaban combatir la enfermedad valiéndose de sistemas empíricos. Se trataba del superior de la Escuela Grande de Santa Maria della Misericordia y de su esposa, perteneciente a la confraternidad laica de los Battuti, que dirigían el hospital. Al llegar ante la iglesia de Santa Maria della Misericordia, que estaba al fondo del muelle de la Misericordia, Isacco divisó al zappafanghi, tal y como se llamaba al emisario del censor de cuentas de la confraternidad, y le hizo un gesto con la mano. El zappafanghi lo reconoció y se acercó a él para decirle que el superior y su esposa acababan de acoger a tres hombres que presentaban claros síntomas de la enfermedad.
—¿Puedo verlos? —preguntó Isacco de inmediato.
—No —contestó el zappafanghi—. El superior ha ordenado discreción… —Se inclinó hacia el médico y le dijo en tono de conspiración—: Se trata de personas conocidas. Aristócratas. Por lo visto, uno de ellos pertenece incluso al Consejo de los Diez…
Isacco asintió con la cabeza. El prior lo pondría a buen seguro al corriente de los aspectos de la enfermedad en los próximos días. Por otra parte, a Isacco no le interesaba saber quiénes eran los hombres sino simplemente conocer cómo evolucionaba en ellos la enfermedad. A primera vista en su caso parecía aún más letal. Sacó de su bolsa un frasco y se lo tendió al zappafanghi.
—Désela al prior —dijo—. Es aceite de palo santo. Ablanda las llagas. —Se despidió y, con un ademán, indicó a Donnola que podían proseguir su camino.
Cuando llegaron al Castelletto se dirigieron a la Torre de los arrendajos, cruzaron el vestíbulo sucio y maloliente y empezaron a subir la escalera. Isacco se detuvo en el tercer piso y miró a Donnola.
—¿Crees que estoy descuidando a Giuditta? —le preguntó.
—¿Usted que cree?
—Donnola… —El médico apretó los labios y suspiró mirando hacia el quinto piso—. ¿Qué estamos haciendo a estas pobres mujeres?
—Las está ayudando, doctor —contestó sin vacilar Donnola—. Y está ganando mucho menos de lo que podría.
—Estoy ganando más de lo que me merezco —replicó Isacco—. Han muerto ya cuatro mujeres, que no he podido salvar. ¿Por qué debería cobrar?
—Por el tiempo que les dedica —contestó Donnola seriamente—. Se pasa el día aquí. ¿Quién lo haría?
—Cualquier dama de compañía.
—Se lo he dicho ya varias veces, ustedes, los judíos, no dejan de compadecerse. Le confieso que a la larga resulta aburrido.
Isacco esbozó una sonrisa.
—¿Estoy descuidando a Giuditta? —volvió a preguntar a su compañero.
—Eso solo puede saberlo usted, doctor. En todo caso, debe preguntárselo a su hija, no a mí.
—Te estás convirtiendo en un filósofo insoportable, Donnola —dijo Isacco dándole una palmada en un hombro—. Sea como sea, gracias.
Subieron al quinto piso. Cardinale, que los había visto llegar, los esperaba allí.
—Hay otras tres —dijo—. Ya no queda sitio.
—Nos apretaremos —contestó Isacco.
—A decir verdad, hay dos más —explicó apurada Cardinale en voz baja—. Pero dicen que… dicen que no…
—¿Que no permitirán que las toque un judío? —concluyó Isacco.
Cardinale asintió dócilmente con la cabeza.
—Ojalá solo fueran dos —dijo Isacco suspirando—. Lamento ser judío —añadió abriendo los brazos—, pero no puedo remediarlo.
—Es nuestro médico y basta —afirmó Cardinale.
Donnola pasó por delante de ella y le sonrió.
—Buena respuesta. Como premio un día te dejaré probar mi cuerpo, guapetona —le dijo.
—Como premio un día te haré probar un sopapo en la cara —contestó Cardinale.
Donnola se echó a reír y se acercó a Isacco, que avanzaba ya por el pasillo asomándose a todas las habitaciones, saludando y sonriendo a las prostitutas enfermas. Donnola se adelantó y abrió una puerta, que estaba casi al fondo del pasillo y en la que había pintado el cuerpo de una mujer provocadora y desnuda.
—Buenos días, Repubblica —dijo, jovial—. ¿Cómo te encuentras hoy?
—Mejor —le respondió la mujer.
Donnola se volvió hacia Isacco, que llegaba en ese momento. Le sonrió.
—¿Ve? —le dijo en voz baja—. Alguien se está curando a pesar de su ineptitud, mi querida dama de compañía.
—No te apresures a cantar victoria —dijo Isacco.
Donnola se llevó las manos a la cabeza.
—Lo molería a palos, doctor.
Isacco entró en la habitación. Lidia, la hija de Repubblica, se precipitó hacia él y lo abrazó.
—¡Las llagas se están cerrando! ¡Se están cerrando! ¡Gracias, gracias! —Lo estrechó aún más fuerte y dijo—: Te quiero como si fueses mi padre, doctor.
—Ya veremos —contestó Isacco cohibido.
Donnola soltó una carcajada.
Isacco se acercó a Repubblica, se sentó en el borde de la cama y vio que tenía las mejillas menos pálidas. La enfermedad había chupado desde dentro su pecho lozano, pero aún estaba viva. Apartó la sábana y verificó el tratamiento con una atención poco menos que obsesiva. «No eres un verdadero médico», pensó. «Nunca lo olvides».
—Marianna está orgullosa de ti, doctor —le dijo Repubblica como si le hubiese adivinado el pensamiento—. Esta noche he soñado con ella.
Isacco escuchó su voz sensual, que penetraba en él como un bálsamo y lo hacía sentirse hombre. Se puso de pie de golpe.
—Sí —dijo con aire grave—, de hecho las llagas están mejorando.
Los ojos de Repubblica se empañaron. Apretó los labios conteniendo una sonrisa que la habría hecho llorar.
Isacco miró al suelo. En el silencio que se produjo a continuación sintió que una mano le cogía la suya. Vio que era de Lidia.
La niña le dejó algo pequeño y frío en la palma antes de apartar de nuevo la mano.
El médico miró y vio, abrillantado para la ocasión, el marchetto que la niña le había ofrecido como pago la primera vez que él había entrado en la habitación. Se volvió.
Lidia lo miraba sacudiendo la cabeza, negando en silencio, pero decidida. No estaba dispuesta a aceptar que la rechazase por segunda vez, parecía decir.
Isacco cerró la mano alrededor de la pequeña moneda de los pobres.
«Te la has ganado, liante», se dijo.