51

Esa noche Mercurio soñó que Battista se transformaba en el comerciante judío que había matado en Roma. Al igual que entonces, sintió que su cuerpo se manchaba de sangre, viscosa, pegajosa.

Pero, de improviso, como solo sucede en los sueños, sin una aparente conexión lógica, se vio en la cama con Benedetta. Igual que el día de la taberna, después de que ella lo hubiera besado. Y, como entonces, Benedetta le cogió una mano y la apoyó en sus pequeños pechos de alabastro con los pezones de color de rosa. También ella tenía el cuerpo cubierto de un líquido viscoso. Solo que, en su caso, no era sangre.

Mercurio se despertó empapado de sudor, excitado.

Se forzó a pensar en Giuditta, como si se sintiera en culpa, como si la hubiese engañado. Como si tuviese que alejarse cuanto antes de ese sueño, espantoso y sensual, que le mostraba una parte de sí mismo que le daba miedo.

La noche misma en que había muerto Battista habría querido ir corriendo a ver a Giuditta, pero no pudo. Se sentía sucio. Sentía que esa muerte lo había manchado.

En ese momento también se sentía sucio, porque no podía fijar la imagen de Giuditta. Su mente volvía de manera irremediable a Benedetta, atraída como un pedazo de hierro por una calamita. Sentía sus labios. Veía su cuerpo desnudo. Sentía la piel suave bajo sus manos, el pezón túrgido entre sus dedos. Y por mucho que intentaba oponerse con la voluntad, una parte profunda e incontrolable de su ser se demoraba en las imágenes sensuales y cultivaba el deseo de volver a acariciar ese seno y poseer ese cuerpo.

Se levantó de la cama. Se acercó a la palangana de agua y metió la cara. El frío había creado una fina capa de hielo en la superficie. Mercurio sintió que se resquebrajaba y que se rompía al entrar en contacto con su cara. El agua helada le cortó la respiración, además de los pensamientos que tanto lo asustaban.

Se vistió y salió a toda prisa de la habitación, pero a mitad de la escalera aminoró el paso. Anna no debía de estar al lado de la chimenea, como esperaba. A buen seguro había salido ya para ir a limpiar el palacio del noble arruinado.

En cambio, Anna estaba allí, y parecía que lo estaba aguardando.

—¿Battista ha muerto? —le preguntó nada más verlo—. ¿Es cierto?

Mercurio sintió un peso en los hombros. Se encogió y se dejó caer en una silla que había cerca de la mesa.

—Es cierto, entonces —murmuró Anna.

Mercurio alzó los ojos hacia ella. Estaban rojos, miraban con desesperación. Quería llorar, pero no podía. Desde que Battista había muerto parecía que se le hubiesen secado las lágrimas.

—La culpa es mía —dijo con la voz quebrada—. La culpa es mía.

Anna se aproximó a él. Poco a poco. Casi con precaución.

—Era un hombre adulto, sabía lo que hacía…

—¡No, no, no! —Mercurio dio un puñetazo a la mesa. Después de la fuga del Arsenal habían atado una piedra al cadáver de Battista y lo habían arrojado al fondo de la laguna. No podían restituir a la viuda el cuerpo atravesado por una flecha. Habían recitado apresuradamente una oración y después habían abandonado a Battista a la voracidad de los peces y los cangrejos—. Tenía miedo y yo lo obligué a obedecerme. Lo amenacé. Le dije que se lo contaría a Scarabello… Él no quería. Era un pescador, un buen hombre… y yo lo maté. ¡Yo lo maté!

—En ese caso, es cierto lo que me dijeron en el mercado. Por eso compraste su barca por dos piezas de oro —dijo Anna sentándose a su lado y apoyando una mano en una pierna de él.

Mercurio volvió la cabeza hacia el otro lado.

La noche anterior había visitado a la mujer de Battista. Le había dicho que su marido se había ahogado en aguas altas y que no habían logrado recuperar el cuerpo. La viuda de Battista se había desplomado al suelo emitiendo un gemido. Empuñaba un cuchillo para limpiar pescado. Tenía la camiseta, los brazos y la barriga cubiertos de escamas. La mujer había mirado el cuchillo y después lo había dejado caer.

«¿Qué comeré ahora?», había susurrado.

Había empezado a quitarse poco a poco las escamas de la camiseta, mirándolas una a una, como si las viese por primera vez, o quizá por última, poniéndolas ordenadamente al lado del cuchillo. Como si se estuviese desnudando. Mercurio le había dicho que quería comprar la barca de Battista por dos sueldos de oro. Una cifra exorbitante. La mujer había cogido las dos monedas y las había mordido, incrédula. Después había mirado a Mercurio y, mostrándole el dinero en la palma de la mano a modo de prueba, le había preguntado: «Lo matasteis vosotros, ¿verdad?».

Anna le apretó la pierna con la mano.

—Siempre muere alguien próximo a mí —dijo Mercurio en una voz cantilenante que casi no parecía la suya. O como si no estuviera allí—. Soy portador de muerte. Estoy maldito…

—No digas eso…

—¿Sabes por qué vine aquí? —preguntó Mercurio volviéndose de golpe a mirarla—. Nunca me lo has preguntado.

—Bueno, eras un estafador…

—¡Soy un estafador!

Anna se lo quedó mirando.

—De acuerdo, eres un estafador, tienes muchas monedas de oro… No es difícil imaginarlo.

—En cambio, te equivocas —replicó Mercurio sombríamente, mirando de nuevo la madera manchada de la mesa—. Huyo porque… porque he matado a un hombre.

Entre ellos se hizo un repentino silencio.

—No te creo —dijo Anna al final.

—Debes creerme.

Anna alzó la cara y lo miró a los ojos. Prolongadamente. Acto seguido dijo con más firmeza que antes: —No te creo.

Mercurio abrió la boca para hablar, pero se sintió abrumado por una emoción violenta, casi feroz, que pareció desgarrarlo y turbarlo. Al final rompió a llorar, con desesperación, sin poder dominarse. Era un llanto salvaje, hecho de gritos y lágrimas. Lloraba las lágrimas que no había podido llorar por Battista y por el comerciante judío de Roma. Lloraba por el borracho que se había ahogado en los sumideros que había frente a la isla Tiberina. Lloraba porque nunca había tenido una madre y solo en ese momento, en compañía de Anna, podía permitirse escuchar el dolor infinito, el vacío, la vorágine que abrigaba su corazón.

—Cuéntamelo todo —dijo Anna con sumo afecto, acariciándole el pelo, cuando Mercurio dejó de sollozar.

El joven se volvió y la abrazó. Se apretó contra su cuerpo cálido y protector. La estrechó con fuerza, mojándole el vestido con sus lágrimas.

—Ahora no —susurró—. No puedo…

Anna le dio un beso en la cabeza.

—Yo estoy siempre aquí —le murmuró a un oído. Se levantó—. Ven, vamos fuera. A mí siempre me ha ayudado mirar la hierba, los árboles, el cielo. Cuando los miro no me siento sola.

Mercurio soltó una risita gutural.

—Menuda tontería…

—Vamos, vamos —repitió Anna tirándolo de una mano.

Mercurio se levantó tambaleándose. Se enjugó la cara con una manga del vestido y salió con Anna.

La mujer lo llevó a la parte posterior de la casa, al huerto donde crecían unas cuantas hortalizas. Levantó un brazo y le señaló, a cierta distancia, un edificio enorme que parecía abandonado; la parte inferior era de piedra seca y la superior de madera de abeto.

—¿Ves? Ahí estaban el establo y el fenil —explicó—. Nos consideraban ricos. Por eso nos podíamos permitir estar en una casa que, en realidad, era para dos familias.

Mercurio miró el edificio. Lo veía desde la ventana de la habitación, pero nunca le había preguntado a Anna qué era.

La mujer le cogió una mano.

—Ven —dijo, y lo llevó hasta la puerta destrozada del establo. La abrió. En el interior alzaron el vuelo varios pájaros, que habían anidado allí. Un ratón asomó feliz la cabeza por los pesebres—. Teníamos también cincuenta vacas. En esa época me compró el collar —dijo esbozando una sonrisa y acariciando la joya que Mercurio había rescatado del judío Isaia Saraval—. Después vino la carestía. No había hierba ni para las vacas. Adelgazaron de forma asquerosa y dejaron de dar leche. Al final de ese año, una noche, los bandidos bajaron de las montañas friulanas y nos robaron diez. Luego vinieron los campesinos del vecindario. Se disculparon. Dijeron que necesitaban la carne para sus hijos, que se estaban muriendo de hambre, y cogieron una vaca. Al cabo de diez días se llevaron otra. Y una tercera. Cada vez eran más arrogantes. Ya no pedían perdón y los cuchillos eran siempre más grandes. —Anna exhaló un suspiro y cabeceó—. Al final se produjo la epidemia, que en una semana se llevó por delante el resto de las vacas. —Anna dio un paso hacia atrás y cerró la puerta del establo—. Cuando acabó ese periodo nos habíamos quedado en la calle y nunca nos recuperamos. —Sonrió—. Pero estábamos juntos. Aún estábamos juntos, mi marido y yo. Eso era lo que contaba. Solo ahora me doy cuenta de lo afortunados que éramos. —Miró a Mercurio—. No sé por qué te he contado esto —concluyó.

Mercurio contempló el establo, meditabundo.

—Tengo que marcharme, volveré pronto —dijo al final.

Anna asintió con la cabeza. Mientras lo veía alejarse sonrió con la gentileza que la caracterizaba. Sabía de sobra por qué le había contado la historia, y también adónde iba Mercurio tan deprisa.

Mercurio llamó a la puerta de la casa de Tonio y Berto.

Debía ver a Giuditta como fuese. Esa era la conclusión que había sacado de la historia de Anna. Que, sucediese lo que sucediese, debía estar con Giuditta, porque ella era lo único que contaba.

Pidió que lo acompañaran a Cannaregio con la barca de Battista, que habían escondido entre los juncos a la espera de pintarla de nuevo para que las autoridades no la reconociesen. Quedó con los hermanos que se volverían a ver en el campo Aponal, al atardecer, que les daría su parte de lo que Scarabello debía pagarle.

Apenas se quedó solo se dirigió al campo del Ghetto Nuovo. Una vez allí se sentó a esperar a ver salir a Giuditta.

Pero mientras aguardaba no dejaba de pensar en Benedetta. No lograba quitársela de la cabeza. Además, las imágenes sensuales eran cada vez más morbosas, más tenebrosas. Pensaba en Benedetta y se sentía mal, como si tuviera una nube negra sobre la cabeza. Sin saber por qué, experimentó una sensación de peligro y de miedo.

Empezaba a anochecer. Mercurio estaba a punto de acudir a la cita del campo Aponal cuando vio aparecer a Giuditta en el muelle de los Ormesini, caminaba envuelta en los encajes y las telas de organza que había sacado de las tiendas, que parecían lujosas banderas. En cuanto la vio las nubes que se habían adensado en su cabeza desaparecieron como por obra de magia. Hizo amago de salirle al encuentro, pero se paró en seco. Giuditta no estaba sola. La acompañaba un joven corpulento que llevaba un bastón corto metido en el fajín.

Giuditta alzó la mirada y lo vio. Su rostro se iluminó. Sonrió. Después se volvió apurada hacia su acompañante y lo señaló con la cabeza al mismo tiempo que se encogía de hombros.

Mercurio no comprendía. Sintió que la sangre le hervía en las venas. Quería saber como fuese quién era el tipo que caminaba dando zancadas, descarado, mirando alrededor. Se plantó delante de Giuditta.

Ciao —le dijo usando el saludo que le había enseñado Battista.

—A mí también me gusta esa palabra —dijo Giuditta.

—¿Qué quieres? —terció enseguida el joven interponiéndose entre Mercurio y Giuditta a la vez que apoyaba una mano en la porra.

Mercurio no lo miró. Solo tenía ojos para Giuditta.

—Un chico me asaltó y mi padre ha pedido a Joseph que… —empezó a explicarle ella.

—¿Te asaltó? —la interrumpió inquieto Mercurio.

—Tú eres el joven del portón —exclamó Joseph apuntando un dedo hacia él.

—¿Quién? —preguntó Mercurio frunciendo el ceño.

—Vete. No te acerques a ella —lo intimó Joseph adoptando una actitud agresiva—. Su padre no quiere que te inmiscuyas.

Mercurio miró a Giuditta y notó su mirada de sorpresa. Tampoco ella sabía la verdadera razón de que su padre le hubiese impuesto a Joseph como acompañante.

—Soy capaz de tirarte al suelo cuando me dé la gana, armatoste.

Joseph sacó el pecho.

Pero Mercurio vio que Giuditta lo miraba con ojos suplicantes. Estaba avergonzada. Le pedía que diese su brazo a torcer. Que se marchase.

—Era una broma, barrigudo —dijo Mercurio. Miró una vez más a Giuditta, intensamente, y se fue.

Nada más doblar la esquina de la calle que tenía a su izquierda la rabia estalló en su interior, incontrolable.

—¡Pedazo de mierda! —gruñó—. ¡Pedazo de mierda, pedazo de mierda! —Al ver que un transeúnte lo miraba con excesiva insistencia le mostró los puños y le dijo—: ¿Qué coño quieres, cabrón? —Acto seguido se apoyó en el muro desconchado de un palacio y trató de respirar hondo para serenarse. Al cabo de un instante estaba de nuevo en el muelle de los Ormesini y miró el Ghetto Nuovo.

También Giuditta, que había llegado al puente, se había vuelto.

Sus ojos se unieron.

Pero Mercurio sentía que el intercambio de miradas en que estaban aprisionados ya no le bastaba. No aceptaba que lo excluyeran. Debía encontrar una forma de eludir la vigilancia. No podía tocar a Giuditta a través de la madera inanimada de un portón. La mera idea del roce lo asustó, porque sus manos recordaron de inmediato el seno aterciopelado de Benedetta. Se volvió y se marchó intentando desahogar en la carrera toda la rabia que había reprimido y confiando en poder acallar sus pensamientos. Cuando llegó al campo Santo parecía un toro furibundo.

—¿Entonces? ¿Qué parte me corresponde? —preguntó Mercurio a Scarabello a bocajarro, sin siquiera saludarlo.

—Ni un merchetto —contestó Scarabello escrutando a los dos gigantes que estaban detrás de Mercurio inmóviles y con los brazos cruzados sobre sus vigorosos pechos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Mercurio.

—No te daré ni un sueldo, porque yo tampoco lo he recibido —explicó Scarabello—. Los marineros son supersticiosos y los armadores aún más.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Mercurio.

—El sobrejuanete estaba manchado de sangre —dijo Scarabello con una punta de malhumor. Volvió a mirar a los dos gigantes. Se tocó el lóbulo de una oreja—. ¿Lleváis pendiente porque sois marineros?

—Sí —respondió Tonio.

—¿Zarparías con una vela ensangrentada? —inquirió Scarabello.

—No.

—¡No! —exclamó Scarabello—. ¡Claro que no! —Abrió teatralmente los brazos—. Has fracasado y me has hecho fracasar a ojos del comerciante.

—¡Ha muerto un hombre! —gritó Mercurio con los ojos rojos, mirándolo con profundo odio.

Scarabello sostuvo la mirada.

—La muerte de ese hombre no me concierne —afirmó.

Mercurio seguía mirándolo iracundo, pero sabía que tenía razón. La muerte de Battista no era asunto de Scarabello.

—¿Por qué has venido con esos dos? —preguntó Scarabello—. ¿Querías intimidarme?

Mercurio frunció el entrecejo. No se le había ocurrido, pero acababa de comprender que Scarabello sentía la misma inquietud que había experimentado él la primera vez que había visto a los dos gigantescos hermanos.

—No —contestó—. Quería decirte que tenemos una barca de nuestra propiedad. Si necesitas hacer ciertos transportes especiales que deben pasar desapercibidos a la guardia somos el equipo que necesitas. No encontrarás a nadie más rápido que nosotros.

—Eres un fanfarrón —dijo Scarabello. El joven le gustaba, aunque la desagradable sensación de que un día se iba a arrepentir de haberlo tomado a su servicio no hacía sino acrecentarse—. Lo tendré en cuenta. A menudo necesito efectuar transportes… rápidos. Por lo general de noche.

Mercurio asintió con la cabeza.

—Ya sabes dónde encontrarme.

—Espera, muchacho —lo detuvo Scarabello. Le rodeó los hombros con un brazo e hizo un aparte con él hablando en voz baja—. ¿Y si te dijera que he visto a tu amigo Donnola?

Mercurio hizo un ademán para darle a entender que le daba igual.

—¿Ya no lo buscas? —prosiguió Scarabello—. ¿Tampoco a su amigo el médico?

Mercurio negó con la cabeza.

Scarabello sonrió.

—¿Significa eso que te has hartado de la hija del médico o que ya has encontrado otra?

—¿Y a ti qué más te da?

—Nada, hablaba por hablar —dijo Scarabello, elusivo—. Dado que el médico se está entrometiendo en un asunto y me está tocando los huevos…

Mercurio se tensó.

Scarabello soltó una carcajada.

—Ah, ya veo que no te has hartado de la pequeña familia judía.

—¿Qué te ha hecho? —preguntó Mercurio.

—Nada. Negocios.

—¿Qué negocios?

—Está transformando el Castelletto y la gente ya no va a gusto allí.

—¿Qué es el Castelletto? —preguntó Mercurio.

Scarabello puso los ojos en blanco.

—Pero, bueno, muchacho, ¿nunca follas?

Mercurio se ruborizó.

Scarabello se echó a reír.

—¿No sabes lo que es el Castelletto?

—¿Qué te ha hecho el doctor? —preguntó Mercurio.

Scarabello se puso serio. Clavó el índice en el pecho de Mercurio y lo golpeó con él tres veces antes de hablar.

—Si lo ves recuérdale que los negocios son los negocios y él los está haciendo buenos, estoy seguro. Antes tenía una sola puta enferma, ahora son decenas, pero las Torri no son un hospital y yo no quiero perder clientes por su culpa. Los demás me importan un carajo. Soy como ciertos carneros… ¿Los has visto alguna vez? Son unos animales extraños. Me gustan. Nunca rodean los obstáculos que encuentran en su camino. Los cornean y los destruyen. Esa es mi filosofía. —Pellizcó la mejilla de Mercurio y le guiñó un ojo—. Si hablas con el médico cuéntale la historia de los carneros. Ya verás como la entiende. —A continuación ordenó a sus hombres con un gesto que lo siguieran, pero antes se detuvo como si hubiera recordado algo de repente—. He sabido que tu otra amiga es ahora la amante del príncipe loco. ¡Vaya gusto! ¡Y menudo valor! —dijo.

—¿La amante? —Mercurio sintió una extraña y desagradable sensación—. No es posible…

—Ah, ahí te duele…

—Benedetta me trae sin cuidado —dijo Mercurio con exagerada vehemencia.

Scarabello se rio.

—¡Me importa un huevo! —gritó Mercurio.

Scarabello le rodeó el cuello con las manos.

—Cálmate, miserable —dijo, gélido—. La cosa ya no me divierte tanto. —Acto seguido se alejó con su abrigo de pieles negro, que se abría por delante, y el pelo plateado agitándose en el aire.

Mercurio se quedó parado en el centro del campo, mirando, sin verlo, el pozo de piedra de Istria. Estaba desconcertado. En su interior se movía algo que no lograba especificar.

—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntó Tonio acercándose a él.

Mercurio se giró de golpe, como si acabase de volver a la realidad. Miró a Tonio guiñando los ojos, iracundo.

—Desaparece —silbó—. Haced lo que os pase por los cojones.

Se marchó y a pasos furiosos llegó a la Lanterna Rossa, la taberna en que se había alojado con Benedetta.

—¿Dónde está? —preguntó al viejo que, como siempre, estaba sentado a la entrada.

—¿Quién?

Mercurio dio una patada a la silla. El viejo rodó por el suelo.

—¿Dónde está?

—Se marchó hace tiempo con un hombre del príncipe Contarini —lloriqueó el viejo masajeándose un codo y hundiendo la cabeza entre los hombros.

—¿Adónde?

—No lo sé —contestó el viejo a la vez que se levantaba, asustado, poniendo bien la silla—. Te lo juro…

Sin mirarlo siquiera, Mercurio se marchó. Al llegar a Rialto dobló a la izquierda y tomó asiento en un tonel vacío que estaba a orillas del Riva del Vin, mirando el paisaje compuesto de embarcaciones.

Pensó en Benedetta. En sus labios carnosos, en sus pezones de color de rosa, en sus senos de alabastro, y de nuevo sintió un peso y una opresión en el pecho, además de la morbosa excitación que lo estaba atormentando desde la noche anterior.

«No te he protegido como prometí a Scavamorto», pensó.

Se sintió culpable.

Después pensó en la ocasión en que Benedetta lo había besado. Pensó en la desenvoltura y en la determinación con la que ella había ejecutado su plan para hacer creer a Giuditta que era su mujer.

Volvió a tener sensación de peligro y sintió miedo.